EL PEOR CONTACTO POSIBLE

—Tú eres precisamente la persona adecuada —empezó a decir el director general desviando la vista después de haberme echado una mirada escrutadora. Yo ya temblaba; tenía un mal presentimiento—. Me acaban de decir que los llamados «magumagus» quieren contactar con nosotros. Todavía no hay un solo terrícola que haya entablado contacto directo con ellos. Pero antes de iniciar relaciones plenas, hemos decidido que, a modo de prueba, un representante de la Tierra y otro de Magumagu convivan durante una semana en uno de los domos de la base.

Como esperaba, se trataba de un trabajo que no me satisfacía, o más bien debería decir que me aterrorizaba.

—¿Y me ha elegido a mí?

El director asintió con una profunda inclinación de cabeza.

—En efecto. De todas las bases, creo que la nuestra es la más cercana a Magumagu.

—Tratándose de un periodo de convivencia, es conveniente que el representante de la Tierra esté dotado de un gran sentido común.

—Lo que quiero decir es que yo no soy así —dijo el director sonriendo irónicamente. De repente dio un salto, me señaló en las narices y empezó a vociferar—: Verás. Tú pillas alguna que otra borrachera, eres holgazán, pendenciero y careces de sentido común. ¡Mierda! ¿Por qué todos mis subordinados serán así? —El director, que parecía estar a punto de tranquilizarse, empezó a dar vueltas por su despacho—. Ahora bien, repasemos a quién tenemos. Chan, por ejemplo, es un alcohólico crónico y siempre lleva consigo un elefante rosa. El Carapalo es autista. No habla con nadie y «no da un palo al agua». Sancho no bebe una sola gota de alcohol, pero es sumamente irascible e, independientemente del lugar en que se encuentre y de su interlocutor, saca el cuchillo en menos que canta un gallo. Bakshi es serio y trabajador, pero siempre la pifia en todo lo que hace. Si pasas por el lugar en donde ha estado trabajando, ves perfectamente a qué ha estado dedicando todas sus fuerzas. No hay ocasión en que no se cargue algo. Por eso, tú eres… —Se levantó del sillón y asintió lentamente—. Es cierto que eres bebedor, pero no llegas a ser alcohólico. Eres holgazán, pero no autista. Y, aunque peleón, no eres un criminal sediento de sangre. Te falta sentido común, pero no eres un perfecto idiota.

—Eso ha sido demasiado cruel por su parte —dije ofendido, como correspondía a la situación. Después desplegué mi ingenio—: A pesar de todo, no es para tanto.

El director iba a responder algo, pero se lo pensó mejor y se puso a reír.

—En efecto, no es para tanto. Tú eres la persona más sensata de toda la base. —Volvió a adquirir un semblante serio y habló en tono imperativo—: Vas a convivir con un magumagu.

Yo odiaba las tribus de otras especies, pero no tenía otro remedio. Al fin y al cabo, sólo debía resistir una semana.

—Bueno, ¿y ese magumagu cómo es?

El director se puso algo nervioso y empezó a tamborilear en la mesa con las yemas de los dedos.

—Pues no lo sé. Por eso te envío a convivir con él. Tendrás que observarlo todo: sus usos y costumbres, su actitud ante la vida, su forma de pensar, su carácter, y volverás habiéndolo aprendido. Tu interlocutor también tiene que aprender eso de ti, así que tú tendrás que enseñarle todo lo que tenga que aprender.

—Y ¿qué pasa si no puedo aprender nada? Por ejemplo, esto… si fuera de una raza que usa la telepatía, yo no tengo esa capacidad. O si se tratara de una raza muda que sólo se comunica con gestos…

—Ah, en cuanto a eso ya dispongo de la información. Los magumagus son capaces de hablar el idioma común de los humanoides, el mismo que tú debiste aprender en el colegio.

Eso me alivió.

—¿Humanoides? O sea, que no tienen forma de babosa, o de araña o pulpo, ¿no?

—No, hombre, tranquilízate, tienen forma humana. Además, no respiran con flúor, cloro o hidrógeno sulfúrico, sino con oxígeno. Como es lógico, al tratarse de humanoides, comparten con los terrícolas tanto la presión como la temperatura y la gravedad.

—El problema es el compañero que hayan elegido para mí —dije yo—. Por muy buena que sea la raza, si el que me toca en suerte es un bárbaro…

—No, por eso tampoco te preocupes —repuso el jefe, mirándome intencionadamente de arriba abajo—. Al contrario que nosotros, viene de la sede de Magumagu, así que está claro que es un excelente y selecto magumagu. No existe ninguna posibilidad de que se haya producido un descuido al respecto. Ya se han establecido decenas de comunicaciones con los magumagus y, a la vista de los resultados de más de cien preparativos realizados en colaboración con la base de la Tierra, así como de lo que parecen ser matrimonios de prueba, por fin se ha fijado una fecha para la convivencia con esos alienígenas. A tal efecto, en el límite de la base se ha construido un domo donde acoger los enseres que han traído de Magumagu, entre ellos un juego de menaje.

Ese mismo día, cuando ya estaba dispuesto a partir hacia el domo y me encontraba embutiendo los objetos de uso diario en una bolsa, vino Bakshi y me anunció:

—Acaba de llegar la nave y el magumagu ha entrado en el domo. ¡Será mejor que te des prisa!

—¿Cómo es?

—Es un varón.

—¿Ah, sí? ¡No me digas! —Se armaría un gran revuelo si se organizara una convivencia entre un hombre y una mujer y naciera un ser con sangre medio alienígena.

—Tiene el pelo castaño claro, pero parece blanco. Es un poco más bajo que tú. Sólo lo he visto de lejos, pero la única vez que dirigió la mirada hacia donde yo estaba, pude ver que tenía los ojos totalmente rojos.

—¡Vaya! Eso me da repelús, la verdad. —Pensé que se podía tratar de una raza albina, como sucede con los conejos domésticos. Yo, en la Tierra, me había topado dos o tres veces con albinos que tenían los ojos de color rojo. Estaba claro que no era algo agradable de ver, precisamente.

Sancho me llevó hasta la misma puerta del domo en un pequeño vehículo hermético, y me metí en la cámara estanca que se emplea a la vez como descompresor. Allí me quité el traje herméticamente cerrado y, por fin, entré en la sala donde estaba el magumagu.

De natural, yo soy más bien antipático. Pensé que estaría bien persistir en mi actitud de siempre aunque fuera antinatural, pero lo reconsideré y llegué a la conclusión de que sería mejor que me mostrara simpático, haciéndome pasar por un ciudadano medio con sentido común. Quizá me supondría un esfuerzo espiritual, pero decidí imitar a mi interlocutor a la vez que cambiaba de opinión y adquiría una conducta que correspondiera a la de una persona con una forma de pensar generalizada.

Al abrirse la puerta, me encontré al magumagu de pie, mirándome mientras sonreía. Tenía pinta de intelectual, y aparte de tener los ojos rojos —a diferencia de los japoneses, que los tenemos negros—, no era en nada distinto a los terrícolas. Yo le devolví la sonrisa y, nada más dejar el equipaje en el suelo, le extendí los brazos en diagonal e inclinándolos hacia delante. Me habían enseñado que, por lo general, este método era el mejor para demostrar a los alienígenas con forma humanoide que uno no tiene intenciones aviesas.

—Encantado, me llamo Takemoto.

El magumagu se llevó las manos a la espalda y me devolvió el saludo inclinando la cabeza.

—Encantado. Yo soy Kerara.

El gesto de llevarse las dos manos hacia atrás es una forma de jurar sumisión al otro. La emplean dos o tres tribus. Yo me apresuré también a llevarme las manos a la espalda.

En ese mismo instante, Kerara, el magumagu, blandió un garrote que tenía agarrado por detrás y me arreó un golpe en la cabeza.

Me quedé ofuscado.

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay!

Por momentos me desplomé, pero, en parte por el cabreo que había pillado, me levanté de inmediato y le grité:

—Pero ¿qué haces?

Si el otro hubiera sido un terrícola, le habría devuelto el golpe, pero hice esfuerzos sobrehumanos por controlarme y tan sólo lo miré enfurecidamente.

Kerara se limitó a sonreír.

—¡Menos mal! No te has muerto, ¿eh?

Por un instante olvidé el enfado y me quedé atónito. Mientras procuraba averiguar sus intenciones, me senté lentamente en una silla.

—Has estado a punto de matarme, ¿sabes?

—Si te matara, ¿de qué serviría?

Kerara se puso a reír y se sentó a la mesa frente a mí.

—Pero ¡hombre!, ¡te he golpeado de forma que no te murieras!

De nuevo se adueño de mí el enfado y, golpeando la mesa, grité:

—Lo que te pregunto es: Entonces, ¿por qué me has golpeado?

Kerara volvió a adquirir un semblante serio y se mostró algo extrañado.

—Pero si ya te lo he dicho, ¿no? No te he matado.

Me levanté indignado y pegué un alarido:

—¿Te parecería bien que te matara yo a ti?

—¿Por qué te pones así?

Kerara se levantó con aire perplejo y se me quedó mirando con cara de total sorpresa.

—El hecho de que no te haya matado es fantástico, ¿no te parece?

—¡Imbécil! —le grité con todas mis fuerzas—. Eso será una señal de buena voluntad, ¿no?

—Tranquilízate. Siéntate ahí. Enseguida te lo explico todo. —Kerara me indicó la silla y yo me senté.

—En Magumagu, ¿normalmente se golpea a otro para saludarlo? —le pregunté casi gimiendo mientras me tocaba el chichón que me había salido.

Kerara abrió los ojos como platos.

—El golpear es lo de menos. Ese saludo lo debe de haber en cualquier mundo, ¿no? Golpear duele, oye. —Se sacó un paquete del bolsillo y me lo ofreció.

—¿Fumas?

—Sí. O sea, que en Magumagu también hay tabaco, ¿no? —Yo alargué el brazo—. Está bien, cogeré uno.

—Por supuesto que en Magumagu hay tabaco. —Tras decir esto, Kerara se guardó el paquete—. Sin embargo, yo no fumo. —Rompió el paquete y, después de estrujar los cerca de diez cigarrillos que quedaban, lo tiró a la papelera.

Con la boca abierta, Kerara empezó a hablar mientras soplaba para despejar la mesa de los restos de tabaco.

—En el punto en que colisionan el sentido común con el mismo sentido común nace una nueva civilización, ¿no te parece? De la mezcla mutua de las diferentes costumbres se puede obtener una nueva cultura. ¿Estás de acuerdo?

Yo asentí con la cabeza sin entender muy bien qué quería decir.

—Hasta ahí estoy de acuerdo, sí.

De repente, Kerara rompió a llorar.

—¿Qué necesidad hay de reconocer eso? —me dijo con voz turbada mientras me miraba fijamente con lágrimas en los ojos—. ¿Qué necesidad tienes de reconocerlo? Si fuera yo, pues vale, pero…

Como no me esperaba que se pusiera a llorar, me quedé un tanto desconcertado.

—Parece que he dicho algo malo, ¿no?

Kerara se levantó.

—No. Lo que has dicho está bien. —Se puso a caminar por la habitación mientras se enjugaba las lágrimas, y, al mismo tiempo, recogía del suelo el garrote con el que me había atizado momentos antes.

Yo me levanté del asiento adoptando una postura de defensa, ya que me temía lo peor.

—Eres un tipo estupendo —dijo Kerara observándome fijamente. Acto seguido se golpeó a sí mismo en medio de la cabeza con todas sus fuerzas, y se desplomó.

Me acerqué corriendo hacia él; estaba perdiendo el conocimiento. «Me temo que entender a este tipejo me va a llevar mucho tiempo», pensé. Lo levanté abrazándome a él y lo llevé hasta la cama que había en un rincón de la habitación.

Luego le quité el garrote y, tras poner en marcha el incinerador, lo tiré allí. Desconozco por qué llevaba consigo ese palo, pero lo que sí parecía claro es que en Magumagu era un artículo de primera necesidad y que, pura y simplemente, se utilizaba para hacer daño.

Decidí que la cama que se encontraba en el rincón contrario de donde estaba tendido Kerara sería la mía, y allí me tumbé. Me puse a pensar en las peculiaridades de los magumagus considerando las palabras que había cruzado con Kerara y las acciones que había experimentado hasta entonces. Pero, claro, no podía hacerme una idea clara por mucho que quisiera. Estaba muy confuso. Me di por vencido y me levanté. Sin que me hubiera dado cuenta, Kerara también se había incorporado y empezó a mirarme sentado en la cama.

—Tengo hambre —me dijo—. Prepara tú la cena.

Era la hora de cenar, pero como había empleado esa forma tan arrogante de decírmelo, empecé a pensar si verdaderamente este Kerara sería un magumagu prototípico.

—No me da la gana. No me gusta que me den órdenes, ¿sabes? La cena te la haces tú.

Kerara se levantó con una sonrisa de alegría y se me acercó.

Además de sentirme mal, tenía un poco de miedo, así que volví a adoptar una postura defensiva.

—Primero tú te haces tu cena, ¿vale? Luego yo preparo la mía. Primero uno hace la suya y después el otro, ¿vale? De esta forma conoceremos las diferencias de la cultura gastronómica de cada uno, ¿vale? O mejor dicho, las diferencias de gustos, ¿vale?

Kerara se me iba acercando cada vez más. Mientras, seguí insistiendo con la coletilla «¿vale?». Para entonces él había relajado la boca y se le caía la baba; además, se frotaba las manos de alegría.

—¿De verdad quieres que cocine yo primero?

—Sí, por favor —le contesté.

Por un momento me intranquilicé al seguir con la mirada su figura dirigiéndose alegremente a la cocina. ¿Qué pensará hacer este tipo? Seguro que me prepara algo que no soy capaz de comer. Bueno, no pasa nada. Si me cocina algo que no pueda comer, no tengo más que hacerme mi propia ración.

Kerara se puso a hacer la cena tarareando una canción. Debía de ser algún tema popular en Magumagu, aunque era un poco extraño. Se parecía algo a You’d be so nice to come home to[9]; yo diría que la había fusilado.

Me pregunté cuál sería el trabajo de este tipo en Magumagu. Si le pedía que me dijera su profesión, quizá tendría ocasión de enterarme de su forma de pensar.

Me fui justo hasta la entrada de la cocina y desde la mampara le pregunté:

—Oye, ¿tú a qué te dedicas?

Kerara dejó de canturrear.

—¿Me preguntas por mi trabajo? Eso ya se me escapó antes.

—¿Cómo dices?

—Que se me escapó.

—¿Qué?

—Lo que me acabas de preguntar. Mi trabajo, por supuesto.

Al parecer no había entendido bien la pregunta.

—Bueno, y dime, ¿qué tipo de educación escolar has recibido? —Me cuestioné si no sería algo insignificante, o incluso ridículo, preguntar eso.

—Recibí una educación bastante aceptable.

Por primera vez me daba una respuesta algo coherente.

—¿Cuál es tu especialidad?

—¿Especialidad? Fue bastante larga, la verdad. Verás, hubo un cambio en la delimitación de las calles, ¿sabes? Una cosa miserable. No podré volver a encontrar un trabajo igual, era un chollo. Aparte de ti y de mí. Pero, es decir, especialidad, lo que se dice especialidad… Ja, ja, ja.

Yo no entendía ni una sola palabra.

Desistí de seguir conversando y me volví al centro de la habitación. Me puse a esperar sentado a la mesa. Kerara salió de la cocina con dos platos de comida. Esbozaba una risa burlona.

—¡Ya está!

—¡Anda, pero si parece carne!

Me quedé mirando los platos que Kerara había depositado en la mesa y expresé mi sorpresa.

—Desde que estoy en la base no había visto nada de carne. La habrás traído de Magumagu, supongo.

—A los magumagus les gusta la carne. A mí me gusta más que mi propio ser. El motivo es que yo también soy de carne. —Kerara alineó el cuchillo y el tenedor. Todos los cubiertos se asemejaban a los de la Tierra, pero estaban hechos de un material diferente, que no parecía metal—. La cuestión es que no como carne con las personas que tienen intereses comunes.

—Y eso, ¿qué significa?

—Quiero decir que si es contigo, sí que como carne. Venga, comamos. —Kerara se echó al coleto un trozo que tenía un aspecto blandengue.

Eso me tranquilizó. Corté un trozo de carne acompañado de un montón de salsa blancuzca, y me dispuse a metérmelo en la boca.

En ese instante, Kerara se levantó. Rodeó la mesa con los ojos brillantes y una sonrisa burlona, se acercó a mí y, como si ladrara, se puso a gritarme al oído:

—Si te la comes, te va en ello la vida. Le he echado veneno.

Por unos instantes me quedé sin habla. Por fin, cuando terminé de comprender el significado de las palabras de Kerara, me puse a golpear la mesa con el cuchillo y el tenedor y me levanté.

—¡Mierda! Así que querías envenenarme, ¿no?

—¿Por qué te enfadas? —Kerara, sorprendido, abrió los ojos de par en par y se me quedó mirando fijamente—. Podrás imaginar que no tenía intención de asesinarte, supongo. Al fin y al cabo, te he dicho que te había puesto veneno.

Agarré a Kerara por el pecho.

—Has echado veneno en la comida. Eso al menos lo reconoces, ¿no?

Kerara apartó mi mano y se puso a gritar como un histérico.

—¿Por qué tengo que reconocer algo así? Si fueras tú, todavía… —Y se puso a llorar—. Ha sido un enorme malentendido.

—¿Un malentendido, dices? —grité—. A partir de ahora ya ni siquiera podré comer nada. Puedes acabar conmigo en cualquier momento.

Kerara me miró intranquilo una vez que dejó de llorar.

—¿Así lo crees?

—¿Qué es lo que tengo que creer? Me refiero a ti. Eres tú el que ha estado a punto de hacerme comer algo envenenado.

Kerara se frotó las dos manos con aire alegre.

—Eso es, eso es. Y te lo he dicho.

—Encima querrás que te dé las gracias, ¿no? ¡Será imbécil! —Me volví a sentar en la silla con estupefacción—. ¿Por qué has hecho algo así? Ahora la comida se ha echado a perder.

—Nada de eso, en absoluto se ha echado a perder. Si no hubiera preparado la comida, no habría podido echar el veneno.

—¡Anda! —solté inclinándome hacia atrás—. O sea, lo que quieres decir es que has echado el veneno en la comida para dejarme claro que contenía veneno, y has hecho esta comida para introducir el veneno. ¿Es eso?

Kerara pegó un salto.

—¡Por fin me has entendido! —Empezó a brincar mientras me sacudía las manos—. ¡Nosotros, amigos! ¡Nosotros, amigos!

Yo también me levanté medio atraído por sus palabras, y los dos nos pusimos a saltar desesperadamente.

—¡Nosotros, amigos!

Por fin dejé de pegar saltos como un tonto y aparté las manos de Kerara.

—Espera un momento. Hay algo que no me cuadra.

Kerara asintió con la cabeza y se puso a pensar.

—Eso es. Tú todavía eres un poco raro.

—¿Qué quieres decir? Tú eres el raro. —En vista de que me estaba volviendo loco, volví a la cama y, una vez tumbado, me agarré la cabeza.

Kerara se puso a mi lado y me observó detenidamente.

—¿Te pasa algo?

—Me duele la cabeza.

—¡Vaya! —Kerara asintió—. A mí no me duele. —De nuevo se puso a canturrear la cancioncilla de antes y empezó a dar vueltas por la habitación.

Observé a Kerara por el rabillo del ojo, presa de un cabreo considerable que me hacía sentir repugnancia por él. Me rodeaba por la habitación mirando hacia el suelo y con pinta de ir a soltar algo.

—Tú me has tirado el garrote al incinerador. —Kerara me miró y ladeó la cabeza—. El garrote se llama kareblatti.

—¿Se llama kareblatti? —dije, intranquilo por momentos—. Debe de ser un artículo de primera necesidad entre los magumagus, ¿no?

—Por supuesto que sí.

—No hice bien. ¡Mira que quemarlo! —A pesar de todo, Kerara se tranquilizó.

—Ese pertrecho, ¿para qué se utiliza? —le pregunté yo.

—Para golpear en la cabeza.

Lo dejé por imposible.

—Así pues, ¿no hay ningún instrumento que pueda calificarse de primera necesidad?

Kerara fijó la mirada en el suelo y dijo susurrando:

—Claro que aún queda veneno.

Yo salté de repente.

—¿Pero es que todavía tienes intención de usar el veneno? —Me acerqué a Kerara y, extendiendo la mano, le dije gimiendo—: Venga, dame ese veneno.

Kerara me miraba fijamente y negó con la cabeza con cara triste.

—No. Eso que queda no te lo puedo entregar. He oído decir que los terrícolas, en cuanto tienen veneno en la mano, se lo toman. Si te lo doy, podría ser horrible.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cómo me voy a tomar yo el veneno?

Esta vez, Kerara negó con la cabeza con actitud firme.

—Está claro que al principio me vas a decir eso, pero no te lo puedo dar. Lo guardaré yo.

Bajé el brazo que había extendido y le dirigí una mirada hostil a Kerara.

—Esto es el colmo. Que lo vas a guardar tú, ¡vamos, hombre! Seguro que tienes pensado volver a ponerlo en la comida —dije negando también con la cabeza.

—No voy a hacer tal cosa. A partir de ahora sólo prepararé mi propia comida.

De repente me acordé del hambre que tenía, así que me dispuse a caminar en dirección a la cocina.

—¡Vaya! ¿Así que piensas hacerte otra comida?

En ese instante se me acercó corriendo por la espalda, pegando un grito que podríamos calificar de entre un alarido y un bramido. Me di la vuelta asustado, y, entonces, Kerara se encaramó violentamente a mi pecho dándome patadas. Me desplomé.

—No vuelvas a decir que vas a preparar la cena. —A Kerara se le crisparon las mejillas del enfado monumental que tenía, me agarró por el cuello agachado a mi lado como estaba y me sacudió fuertemente—. Pero qué falta de respeto. La cena de esta noche es la que tenía el veneno y que no has podido comer.

Yo le respondí con otro alarido.

—Por eso voy a prepararme algo comestible.

Kerara vociferó:

—Vamos a ver, ¿cuántas veces tengo que repetírtelo para que me entiendas? Si tú preparas la cena, la que yo he hecho no sirve para nada. ¿Para qué crees que he echado ese veneno en la comida? Espera hasta el desayuno de mañana.

—¡Que no espero, hombre! —Me solté de la mano de Kerara y me puse de pie—. Tengo hambre, y ya está.

—Sí, pero es que yo no tengo hambre.

Pegué una fuerte patada en el suelo.

—¡¡He dicho que me preparo yo mismo la comida!!

Kerara me cortó el paso poniéndose delante de mí cuando me disponía a ir a la cocina. Le temblaban los labios de ira. Se sacó del bolsillo algo que parecía una pequeña pistola de rayos.

—¡Vaya!, así que ahora sacas un arma de fuego, ¿eh? —dije paralizado de miedo.

—¡Anda! O sea, que esto parece un arma de fuego —asintió Kerara—. Perfecto. Cualquiera que vea esto creerá que es un arma de fuego. Quizá también te lo parezca a ti. Pero no puedo engañarte. En realidad, esto es un arma de fuego.

—¡Venga, hombre! ¡Déjate de bromas! —chillé a todo meter—. Tú lo que quieres es que yo no coma, ¿verdad?

—Lo que yo tenga intención de hacer no viene al caso. El problema eres tú.

—¡Por supuesto que el problema soy yo! ¡Me muero de hambre!

—Y yo no.

Me cansé de discutir. Me dirigí tambaleante a la cama y allí me senté, derrengado. Al parecer, no me quedaba más remedio que aguantar el hambre hasta la mañana siguiente. Pensé que si de todos modos no lo podía soportar, me levantaría mientras aquel magumagu enloquecido estuviera durmiendo y entonces me prepararía algo.

Kerara se llegó hasta la mesa y se me quedó mirando fijamente.

—¿No duermes o qué?

Como no sabía qué me podía hacer, era incapaz de conciliar el sueño.

—Si tú duermes, yo también. Si tú no duermes, yo tampoco.

—Entonces, no hagas ninguna de las dos cosas —dijo Kerara—. Ahora voy a comerme esto. —Y se puso a engullir lo que se había preparado para él, que no contenía veneno.

Fuera de mis casillas y en un arrebato de cólera, le dije con cierto retintín:

—¿No decías que no tenías hambre?

—Cuando tengo hambre, intento no comer —dijo Kerara mientras seguía comiendo.

Le di la espalda a Kerara. Me disponía a pensar apuntando la nariz hacia las paredes del domo cuando, quizá por el hambre que tenía, empecé a sentir un poco de frío. Me volví a levantar y deshice el equipaje en busca de una manta. Pero en el equipaje que me habían preparado en la Tierra no había ninguna.

—¿Por casualidad tienes alguna manta? —le pregunté a Kerara.

—¿De qué tipo? —dijo él—. ¿Una manta para dormir o para levantarse?

Como me contestó con el semblante serio, pensé que no me estaba tomando el pelo, así que le expliqué:

—Las mantas de la Tierra sirven para las dos cosas.

—¡Ah, bueno! Si es así… —contestó Kerara asintiendo con la cabeza— no tengo ninguna.

Me dieron ganas de responderle: «Si no tienes ninguna, ¿para qué me preguntas?». Pero si me ponía a discutir de nuevo, el desconcierto estaba asegurado. La temperatura de la habitación donde estábamos era bastante baja para los terrícolas, y bastante alta para los magumagus. Como la habían regulado desde fuera del domo, no me quedó otra solución que ponerme dos prendas de ropa; después volví a acostarme.

Yo no soy muy dado a pensar, así que me encontraba en una situación comprometida. Nada menos que descubrir los principios que regían la forma de pensar de un representante magumagu como Kerara. No era cosa de risa. Para las personas a quienes no se les da muy bien pensar, es difícil entender la forma de pensar de un alienígena. Aun así, me vi empujado a hacerlo y, al no tener más remedio, me puse a pensar.

Kerara me había golpeado con todas sus fuerzas y había puesto veneno en mi comida, y, en ambos casos, había estado a punto de matarme, pero a lo mejor los magumagus eran una tribu que sentía placer jugando con la muerte. Desconocía si habían establecido de verdad un dualismo; los terrícolas, por ejemplo, tenemos, dos grandes impulsos representados en Eros y Tánatos. Según esto, la pulsión de vida es tanto de amor como de hambre, y se manifiesta abiertamente. Sin embargo, la pulsión de muerte permanece oculta inconscientemente, y sólo muy de tarde en tarde aflora con ímpetu. Por el contrario, quizá los magumagus tuvieran tendencia a regocijarse cuando se desencadena un impulso hacia la muerte del interlocutor. Por consiguiente, en su caso debía de suceder lo opuesto: el mostrar que vas a matar a tu interlocutor sería ima forma de cortesía, y puede que el mejor modo de hacerle feliz.

De no ser así, no lograba encontrar una lógica a las acciones de Kerara. En cualquier caso, sólo había un método para probar si estaba en lo cierto o no: intentar asesinar al propio Kerara.

Fingí estar dormido, me di la vuelta en la cama y, al entreabrir los ojos, atisbé que Kerara había acabado de cenar y estaba llevando los platos a la cocina. Pensé si tendría alguna arma mortífera, y llegué a la conclusión de que en la cocina no habría ninguna, aparte de los cuchillos. Lo que si tenía era la pistola de rayos. Si mi ataque no era el apropiado, recibiría un contraataque y él acabaría disparándome. Kerara llevaba la pistola metida en la chaqueta, y no se la quitó hasta que se metió en la cama. Tenía que sorprenderlo durmiendo.

Dos horas después, tras haber comprobado por su respiración que estaba dormido, me incorporé, salí de la cama y me metí en la cocina para coger unos cuchillos. Al volver a la oscura habitación, iluminada tan sólo por una lamparilla de noche, Kerara estaba en su cama tumbado de espaldas y, tal vez por el calor, desnudo de cintura para arriba.

—¡Allá voooy! —Blandí el cuchillo con la mano torcida y la punta hacia abajo y me abalancé contra la cama de Kerara gritando cosas sin sentido.

Él se despertó, me miró con ojos soñolientos y, al parecer, se asustó porque pegó un grito y se cayó rodando de la cama. Adrede, contuve la respiración un instante para después clavar el cuchillo repantigado sobre la cama.

Kerara, impaciente, se dispuso a sacar el arma del bolsillo de la chaqueta. Profirió un grito mezclado con un alarido.

—Pero ¿por qué me quieres matar?

—¡Ah! Te has asustado, ¿eh? —Asentí con la cabeza mientras sonreía burlonamente—. Era de mentirijillas. No tenía intención de matarte.

Una vez iluminada la estancia, Kerara se plantó delante de mí y me miró a la cara con un semblante de completa perplejidad.

—¿Por qué has hecho esa estupidez? —me dijo blandiendo la pistola.

Yo me puse un poco nervioso.

—¡Hombre! Pensé que te gustaría estar al borde de la muerte.

Kerara se me quedó mirando con aire de compasión.

—No hay nadie a quien le guste que lo asesinen. ¿O es que tú crees que sí lo hay?

Puse mala cara.

—Pero tú has estado a punto de matarme, y en dos ocasiones, ¿o no?

—Por supuesto que sí. Pero lo que yo te estoy preguntando ahora es por qué has hecho una cosa así.

—Pues eso mismo digo yo… —afirmé desconcertado—. Lo he hecho por la misma razón que tú.

—¡Ah! ¿Acaso sabes el motivo por el que yo lo he hecho?

—Bueno, no. Sólo me lo imagino.

—Tú me estás tomando el pelo, ¿no? —dijo inclinando hacia arriba la boca del arma. Le temblaban los labios de rabia por el enfado que tenía—. Y ¿se puede saber qué te has imaginado?

—Espera, espera un poco. Ahora te lo…, te lo digo —dije, perdiendo la serenidad. Para tranquilizarme me senté en la silla.

Kerara seguía apuntándome. Estaba frente a mí con la mesa de por medio.

Intenté darle una explicación.

—No sé por dónde empezar.

—En ese caso, cállate.

—Espera, no, espera, por favor. Estoy pensando en cómo decírtelo. En definitiva, es esto: pensaba en vuestra estructura mental.

—La estructura mental no es algo en lo que se piense. La estructura mental es la que produce las ideas.

—Intentaba imaginar cómo sería vuestra psicología.

—¡Mentira! —gritó Kerara—. Puesto que me tenías delante, era suficiente con que me lo preguntaras. ¿Por qué no haces lo que puedes hacer?

—Me imaginaba que no lo entenderías aunque te lo preguntara. Te lo ruego, escucha en silencio, hasta el final, lo que tengo que decirte. Es decir, dos impulsos opuestos que llevan al ser humano hacia Eros y Tánatos… —Empapado en sudor, le estuve explicando mi teoría durante cerca de una hora—. Seguro que ahora sí lo habrás entendido, ¿no?

—Sí, lo he entendido. Todo excepto de qué estabas hablando.

Abrí la boca de par en par y a punto estuve de ponerme a gritar entre sollozos. Pero antes de que pudiera salir de mi garganta el primer aullido, Kerara me disparó un rayo rojo con la pistola que llevaba, y el rayo se introdujo en mi boca.

Kerara sonrió irónicamente.

—Es la especia más fuerte que tenemos en Magumagu.

Me fui a la cocina rodando por el suelo. Allí me bebí tres litros de agua y volví a la habitación agonizando por el dolor y el picor.

—A partir de ahora, ya no habrá más avisos. Sólo te golpearé una vez.

A Kerara se le borró la sonrisa y volvió a torcer el gesto.

—Tú te enfadas automáticamente cada vez que hago algo malo. ¿Por qué?

Me quedé patidifuso.

—¿O sea, que haces las cosas aun a sabiendas de que están mal hechas?

Como era de esperar, Kerara se limitó a asentir.

—Así es. Te voy a hacer beber este aceite de mostaza picante, que mata hasta al más pintado. Esto es algo malo. ¿Crees que no soy capaz de distinguir entre el Bien y el Mal?

—Pero ¿por qué haces cosas malas a propósito?

—Por regla general, el ser humano, cuando hace cosas malas, las hace a propósito.

Proferí un grito.

—No te estoy preguntando eso.

—Entonces, ¿qué es lo que me preguntas? Pregúntame lo que quieras. Yo te responderé sobre cualquier cosa que desconozcas.

Me hinqué de rodillas en el suelo con todas mis fuerzas.

—No entiendo nada de nada. —En ese momento se me saltaron las lágrimas—. Ya no comprendo absolutamente nada. Soy un solemne idiota —dije llorando a moco tendido—. No logro entender ni una sola de vuestras acciones.

—Siendo así, ¿no has entendido ya una cosa? —dijo Kerara hincándose también de rodillas en el suelo, delante de mí—. Es muy importante que hayas entendido que no entiendes nada de nosotros.

—Gracias, muchas gracias.

Kerara me levantó mientras yo seguía sollozando y me condujo en brazos hasta la cama.

—No te preocupes. Nos podemos llevar bien. Las primeras generaciones no harán más que pelearse por un quítame allá esas pajas, y puede que alguna sea aniquilada, pero, en fin, eso es algo que pasa a menudo, ¿no?

Como estaba rendido, me dormí en seguida.

Al día siguiente me desperté temprano atormentado por el hambre. Desde el día anterior notaba la influencia de Kerara sobre mí: por la cabeza me rondaban raras expresiones al más puro estilo Kerara, como que «estaba lleno porque tenía mucha hambre». Kerara seguía dormido. Tambaleándome, entré en la cocina y me preparé un sencillo desayuno a base de sopa, café y tostadas.

Puse los platos en una bandeja y, al regresar a la habitación, me encontré a Kerara sentado en su cama pensando en algo.

—¿Ya te has despertado, eh? —le dije—. ¿Qué haces ahí?

—Como siempre, lo que hago aquí es estar en apuros.

—Venga, que te echo una mano —le dije hincando el diente a una tostada.

Como ya era habitual, Kerara me dirigió una mirada hostil.

—Te has topado con un tipo malo de verdad, ¿eh? Si rompieras con él, más bien sería yo quien te echara una mano.

Lo miré con ojos de asombro.

—Oye, ¿quién es ese «tipo malo»?

—Tú mismo —me gritó Kerara al oído tras acercárseme corriendo—. Tú me has robado una cosa.

Se me atragantó el café y me puse a toser.

—¿Qué te he robado yo?

A Kerara se le crispó la nariz por el olor del café.

—Pequeños placeres, ¿eh? Éste es el olor de los pequeños placeres que uno quiere robar.

—Esos pequeños placeres no se encuentran en la Tierra. Esto se llama «café» —dije incorporándome—. Y deja de tratarme de ladrón.

—Te voy a echar una mano para comprobar si eres o no un ladrón. En primer lugar, ¿sabes qué me han robado?

—Ni idea.

—Pues es fácil de saber. Estás a punto de conocer el valor de lo que me han robado.

Seguí desayunando sin prestar atención a los disparates que me decía Kerara.

—Si tienes dudas, puedes volcar mi equipaje y comprobarlo.

—Estoy seguro de que no está ahí —dijo Kerara situándose frente a mí. Se llegó a la mesa y me miró fijamente—. Esta noche he tenido un sueño, pero no era de los que yo suelo tener. Yo no me veía en el sueño.

Le devolví la mirada.

—O sea, que lo que te han robado ¿era un sueño?

—Has intercambiado tu sueño por el mío.

—¿Tú puedes hacer eso? —le espeté—. ¡No digas disparates!

—Conque disparates ¿eh? ¿Me puedes decir, entonces, qué soñaste anoche?

—Tenía que ver con una extraña mujer.

—Bueno, quizá sea esa mujer la que me ha robado —dijo Kerara—. Y esa mujer, ¿adónde iba?

—¿Que adónde iba? Eso es algo que no tengo el menor interés en saber —le dije gritando—. Esa mujer no era de mi agrado.

—No quiero que me cuentes el peregrinar de esa mujer en tu pasado.

—¿Quién has dicho que habla? En resumidas cuentas, ¿qué quieres saber?

—¿Qué pasa una vez que te lo diga?

—¡Y yo qué sé!

—Pregúntame lo que no sepas. Yo te enseñaré cualquier cosa.

Proferí un grito y me incorporé. Por muy diferentes que fueran dos razas, la conversación entre colegas humanoides con vida intelectual no tenía por qué llegar a esos niveles de desencuentro. Aquí había una discrepancia intencionada. Estaba convencido de ello.

—Estoy seguro de que se trata de uno de esos programas de cámara oculta —dije para mí, mientras buscaba dónde estaba escondida la cámara—. Eso es, todos se han confabulado para gastarme una broma. El director general también debe de estar conchabado. Y, claro, tú no eres un magumagu ni nada que se le parezca. No eres más que un cómico terrícola de poca monta. Te has puesto unas lentillas rojas. En estos momentos, estarán viéndome por la tele desde la Tierra y se estarán burlando de mí.

Kerara me observaba con estupor. Me preguntó ladeando la cabeza:

—¿Qué estás buscando?

—La cámara oculta —respondí volviendo la cabeza hacia Kerara—. ¡Ah, claro! Aunque no encuentre la cámara, basta con comprobar si tus ojos rojos son de verdad o no. —Saqué una linterna y me acerqué a Kerara.

—¿Qué haces?

—¡Estáte quietecito! —Me quedé observando a Kerara mientras apuntaba la luz a sus pupilas.

Las pupilas rojas eran de verdad. No sabía cómo reaccionar.

—¿No serás un cómico albino?

—¿Qué es eso de la «cámara oculta»? —me preguntó Kerara. Se mirase por donde se mirase, aquello no parecía ser una comedia, en absoluto.

Bien pensado, el director general, con ese aire tan serio, no tenía ninguna necesidad de participar en un programa de televisión tan bromista. En fin, que no tuve más remedio que explicarle a Kerara lo que era la «cámara oculta».

—Verás…, es un programa televisivo en el que se crea una situación para tomarle el pelo a alguien, y que la gente se divierta viendo cómo reacciona el tipo. Por ejemplo, alguien entra en un restaurante (es un lugar donde se come). Una vez dentro, el cliente pide, por ejemplo, un filete (ya sabes, carne asada). Sin embargo, el camarero le trae yakisoba[10]. Tras decir que no había pedido eso, a la siguiente vez el camarero le lleva arroz con curri.

Kerara se me quedó mirando y me preguntó:

—Y eso… ¿qué gracia tiene?

—Pues, hombre, que sólo le llevan platos de comida que él no ha pedido.

—Pero eso es lo normal —dijo Kerara—. Si yo fuera el camarero, haría lo mismo.

Le respondí con otra pregunta:

—En los restaurantes de Magumagu, ¿te sirven la comida que no has pedido?

—Pero ¿no me estabas hablando ahora de los restaurantes de la Tierra?

—No, no. Estoy hablando de un programa de televisión que hay en la Tierra. Seguro que en Magumagu habrá algo comparable a la televisión, ¿no? Pues en esa televisión me imagino que saldrá alguna vez un establecimiento de comidas…

—Pero si eso ya se ha llevado a la pantalla, entonces, no es un restaurante de verdad.

—Sí, hombre, por supuesto, pero…

—En ese caso no hay por qué sorprenderse por lo que va a pasar. No son más que imágenes… Aunque se sorprenda uno al ver esas imágenes, no es una sorpresa de verdad. La sorpresa que sorprende basándose en intenciones destinadas a sorprender no es una sorpresa de verdad y, puesto que una gran parte de las sorpresas que nos depara la vida son de ese tipo, en ese caso no se trataría de algo sorpresivo, sino más bien de algo que está llamado a ponernos en aprietos. ¿Que por qué nos pone en aprietos? Pues porque en la vida la mayoría de cosas nos ponen en aprietos por las sorpresas que no son sorpresas. Según esta forma de pensar, la vida es un fastidio, y esos dobles aprietos que pasamos, lo que se denomina «conducta vital en aprietos», coincide, por casualidad, con los triples aprietos del objetivo vital.

Yo pensaba que él estaba hablando de cosas esenciales, pero, mientras escuchaba con toda la atención del mundo, de repente, sin más ni más, interrumpí a Kerara.

—Te has saltado algo.

Kerara negó con la cabeza.

—No me he saltado nada. Los apuros se convierten en dobles apuros y después en triples apuros, estoy hablando en el orden correcto. Si acaso, el salto al que te refieres estará precisamente en las expresiones «te has saltado algo», «no es una broma», «no tiene sentido», etcétera.

De repente, Kerara se incorporó. Sus ojos rojos se abrieron tanto que parecía que se le fuesen a salir de las órbitas, y, acto seguido, dijo a voz en cuello:

—¿Por qué has interrumpido mi exposición diciendo que «me había saltado algo»?

Me disculpé de inmediato:

—Te pido disculpas. Te escucharé en silencio.

—No, no. Me da lo mismo si me escuchas en silencio o no. De hecho, yo no puedo hablar si estoy callado. —Kerara permaneció un rato callado, mirándome fijamente—. ¿Me oyes?

Me puse en pie de un salto.

—No oigo nada.

—Por supuesto. Todavía no he dicho nada.

Me enjugué el sudor.

—¡Con razón no escuchaba nada!

Kerara suspiró profundamente y se puso a caminar por las inmediaciones.

—¡Claro claro! Como pensabas eso, yo también estaba callado.

Sin querer se me escapó un chillido.

—Pero ¿es que piensas seguir con esas bobadas durante toda la semana?

El caso es que esos siete días transcurrieron al borde de la locura. Fue una semana en la que se puede decir que fue un milagro que no enloqueciera. Las palabras y las acciones de Kerara traspasaban los límites del sentido común, aunque tampoco puedo decir que siempre fuera así del todo. Por extraño que parezca, cuando pensaba que él estaba poniendo a prueba mi intelecto, de repente me salía con algo literario. En algunas ocasiones no hacía más que asustarme, y me daba mucha rabia, pero otras veces, cuando a mí me daba por tener una conducta desprovista de sentido común, él se volvía sumamente sensato y me preguntaba por qué hacía esas tonterías, y entonces yo sentía asco hacia mí mismo. En diecisiete ocasiones estuvimos a punto de emprenderla a golpes; Kerara estuvo cuatro veces al borde del suicidio; yo lloré veintiséis veces; y los dos o tres últimos días, tanto él como yo estuvimos próximos a la incontinencia emocional: se sucedían las risas y los llantos.

El último día vino a buscarnos la nave, y después de que Kerara se hubiera marchado a Magumagu, yo también regresé a mi base en el vehículo hermético que conducía Sancho. Como no estaba en condiciones de informar al director general sobre el resultado de nuestra convivencia, me dirigí a mi habitación y me desplomé en la cama.

El jefe me llamó al día siguiente, así que no tuve más remedio que ir a informarle.

—¿Por qué no has venido antes? —me preguntó, mirando para otro lado con cara de malas pulgas.

—Es que no sabía cómo informar del tema —le respondí—. Necesitaba tiempo para pensar.

—Lo que tienes que hacer es informar, no pensar —me dijo él—. Mientras estabas durmiendo, nos hemos comprometido a iniciar las relaciones diplomáticas entre Magumagu y la Tierra.

—¿Perdón? —dije a la vez que me inclinaba hacia atrás—. ¿Sin esperar mi informe?

—La parte terrícola ha juzgado que era suficiente con el informe del representante de Magumagu.

Me estremecí pensando en el follón que se podía montar.

—Kerara, esto…, bueno, el representante de Magumagu, ¿qué tipo de informe presentó?

—Que los terrícolas somos una raza buena y que el trato con nosotros es muy fácil; que tenemos sentido común y, en ocasiones, mostramos incluso inteligencia, a pesar de lo cual mantenemos un equilibrio afectivo; que es evidente que el trato con nosotros está llamado al éxito.

—¡Ah! ¿Eso dijo? —gemí yo—. ¡Y en la Tierra, claro, se han fiado de eso!

—No hay ningún motivo para no creerlo —dijo el director mirándome fijamente—. Aunque tú tengas un informe diametralmente opuesto, me fío más del que ha hecho el magumagu.

—Pues no sé qué pasará —dije mosqueado—. Si el culto a los alienígenas resulta ser un chasco, se puede liar una buena. Está claro que el revuelo será de órdago. Pero, en fin, yo no sé nada. Pues sí. Al fin y al cabo, no es justo, habiendo sido el único que ha estado con él. Por mí, como si todos los terrícolas se vuelven medio tarumbas. Que se vuelvan locos. A mí, plin. Je. Je, je. Je, je, je. Je, je, je, je, je, je.

—¡Tranquilízate y vuelve a tu cuarto! —me gritó—. Una vez que te hayas calmado, me escribes el informe. Es un trabajo, así que a ver si te esmeras.

—Sí, señor, por supuesto —contesté irónico, en la medida de lo posible—. Lo escribiré todo detalladamente, de pe a pa. Eso es. No es algo que se pueda olvidar fácilmente, por mucho que se quiera. Ésa es la verdad.

Al quinto día frente a la pantalla del ordenador, en mi habitación, ya había roto trescientas hojas. Sólo me quedaban cien folios por escribir.

De repente, se presentó el director:

—¿Por qué no has venido antes a informarme?

Le había cambiado el color de la cara. «¡Vaya, el que faltaba!», pensé, y me reí disimuladamente para mis adentros. Seguro que los de la Tierra habrían dicho algo.

—Parece que por fin ha entendido el motivo por el cual antes le dije que no sabía cómo informar correctamente. ¿Qué han dicho en la Tierra?

El director empezó a hablar, al tiempo que daba vueltas por la habitación.

—Se ha formado una buena. Ha llegado a la Tierra un grupo de magumagus. El jefe de la delegación pronunció un discurso ante la Asamblea, y, como consecuencia, cuatro diputados terrícolas se volvieron locos. En cuanto terminó su discurso, el jefe de la delegación se suicidó en la tribuna tomando una dosis de veneno. Cerca de trescientos miembros de la misión empezaron a armarla y a ponerlo todo patas arriba. Se trasladaron hasta una escuela primaria, donde obligaron a los niños a ponerse sobre la tarima. Les dieron una clase incoherente que casi los hizo enloquecer; lanzaron una cama desde la habitación de un hotel y se fueron a la recepción protestando enérgicamente porque no volaba; en un restaurante soltaron cerca de diez mil moscas; en el interior de un museo hicieron una hoguera; se durmieron en medio del tráfico; en un zoo suministraron a todos los animales dosis de LSD; se llevaron sin pagar todo lo que había en una joyería; se subieron a un tren y durante el recorrido partieron el vagón en dos; fueron por ahí inyectando a las mujeres aceite de chile picante por el culo; metieron una serpiente de mar en una piscina; quemaron cortinas; lanzaron platos; masacraron a perros; desparramaron dinero a diestro y siniestro; y, para colmo de males, el comportamiento de estos magumagus influyó en los jóvenes terrícolas, que empezaron a imitarlos y lo pusieron todo patas arriba. Si me hubieras informado a tiempo de todos estos disparates de los magumagus, nada de esto hubiera sucedido. ¿Qué piensas hacer?

—Pero usted, señor director, no tiene ninguna responsabilidad al respecto. Fue cosa de los de la Tierra, que, así, sin más, decidieron iniciar las relaciones diplomáticas sin esperar a mi informe. ¿O es que acaso les dijo usted que mi informe no servía para nada?

El director se quedó sin palabras, me echó una ojeada despectiva por el rabillo del ojo y se sonó las narices.

—Está bien. De todos modos, termina cuanto antes ese informe. En la base hay montones de cosas que hacer.

El director salió de la habitación con cara de malas pulgas, y yo me volví a centrar en la redacción del informe.

Al final, mi escrito llegó a la sede, en la Tierra, donde no ayudó en nada a arreglar la situación. Lo único positivo fue que una copia del informe llegó, a través de una ruta que desconozco, a seres del exterior y, por casualidad, fue traducido al idioma magumagu. Por otro lado, en la sede de Magumagu salió un libro que, al parecer, tuvo muy buenas críticas entre los magumagus, y que, según dicen, hasta se convirtió en un best seller. Desconozco qué querían decir, pero parece que ponía que «el informe describe muy bien a los humanos».