Capítulo VII

A fines de septiembre de 1938, con motivo de la movilización parcial que precedió a la entrevista de Munich, la quinta de Michel fue llamada a filas.

Partió con casi un día de anticipación. Tenía que pasar por París y no quería incorporarse al ejército sin despedirse del maestro a quien Evelyne debía la salud y él la verdad.

Encontró a Domberlé en su casa de Saint-Cyr, donde el anciano médico, desde que se marchó del sanatorio, efectuaba todos los días algunas consultas. Domberlé, cansado y envejecido, apenas salía.

Había sufrido una caída que le había lesionado la espina dorsal y llevaba el tronco enfundado en un corsé de cuero y de hierro.

—Eso me faltaba —dijo—. Ahora sí que sé lo que es la vejez. Hay que tener paciencia, Doutreval.

Hablaron de la guerra. Domberlé se mostraba escéptico: no creía en ella. Era uno de esos que no obstante haber advertid las causas del mal y profetizado el próximo castigo, no llegan a aceptar como posible el horror del porvenir que han entrevisto.

—No —dijo—, es imposible. Confío en un milagro. Sería demasiado horrible.

—Pero no se asoma uno impunemente al abismo —objetó Michel—. Y ya ve usted que cada vez estamos más cerca de él. Francia es una víctima propiciatoria. Una vida demasiado fácil, un egoísmo desenfrenado, el concepto materialista de la vida que se ha predicado a las masas, innúmeras torpezas, el trabajo femenino en la fábrica, la vida en las ciudades, la taberna, el descenso de población, han causado tales estragos que apenas puede uno imaginárselos.

—Una enferma con escasas defensas naturales —murmuró Domberlé—. Víctima señalada por la enfermedad, revolución o agresión armada… Evidentemente, el cuerpo social reacciona como el organismo individual…

Reflexionó un momento y movió la cabeza.

—¡La guerra! ¡Pobre pueblo! ¡Pobre Francia!

—Sí —dijo Michel—. Sólo entra en mis cálculos la posibilidad de una victoria. Y para nosotros, moralmente una victoria constituiría ya un desastre. ¡Qué orgullo, qué afán de placeres, qué liberación de nuestros peores instintos…! Sería conveniente que la victoria nos dejara exangües para que no nos sumiera en una fulminante decadencia.

—Sea cual fuere nuestra victoria, Doutreval —dijo Domberlé—. Sea cual fuere la salida de esta guerra, el porvenir de nuestra civilización conocerá la decadencia si no modificamos totalmente nuestro modo de vivir. Una vez terminada la guerra y restañadas las heridas, lo que ocurrirá pronto gracias al maquinismo, ¿qué será entonces de los pueblos?

—Me imagino —contestó Michel— que conocerán días de opulencia y de felicidad, lo que ellos denominaban la Felicidad: la semana de treinta o de veinticuatro horas, el auto al alcance de todo el mundo, vacaciones, alimentación completa y variada, la distracción, el placer y todo eso de una forma de la que ni siquiera podemos formarnos idea. Arrumbadas las trabas aduaneras y psicológicas, las naciones, gracias al intercambio y al maquinismo, tendrán acceso a la abundancia. Esto durará cincuenta, cien años…

—Exactamente —dijo Domberlé—. Y lo que luego sobrevendrá lo sabe usted, Doutreval, tan bien como yo: asistiremos entonces a una aterradora degeneración de la raza blanca, de los pueblos civilizados. La abundancia «incontrolada» es la muerte de los pueblos y de las civilizaciones…

—Sin embargo —observó Michel—, la abundancia, la distracción y las comodidades son en sí un bien.

—Sí. Con tal que el hombre las utilice en primer lugar para fomentar su cultura y su elevación de espíritu. Ahora bien, hasta hoy día sólo han sido para él instrumento de goces mezquinos.

»No cabe duda —prosiguió—, de que el gran peligro que amenaza la raza blanca no es la revolución ni la guerra, sino el maquinismo, el ocio, la facilidad y la sobreabundancia. Tenemos el ejemplo: la más magnífica nación que en el mundo haya sido pereció por haber querido el trigo madurado bajo otros cielos, las legiones mercenarias y los juegos circenses. La vida en las ciudades, los trabajos sedentarios y malsanos de la fábrica, los ocios embrutecedores y sin control, la alimentación artificial, química, industrial o sobreexcitante y concentrada en demasía, los excesos de carne, de azúcar, de alcohol, de tabaco, de café, de conservas y de productos farmacéuticos, ese modo de vivir inadecuado para el hombre, conducirán irremisiblemente a una rápida decrepitud por el camino del artritismo, esa vejez de los pueblos. No al impedirán ni vacunas, ni sueros, ni laboratorios, ni sanatorios, ni remedios específicos. Y llegado este omento, por bella que nuestra civilización europea haya sido, se hundirá rápidamente dejando un vacío tal vez mayor que el que dejó Roma. ¿Me mira usted? ¿Cree usted que exagero?

—No —repuso Michel—. Pero todo eso es muy sombrío.

—Todo eso sería sombrío si el progreso, la perceptibilidad, no fueran la única ley.

—Cierto. No puedo creer, es imposible que todo el esfuerzo de la inteligencia humana para evadirse del bruto, para mejorar su condición y hacer uso para su bienestar, como es justo, de las fuerzas de la naturaleza, tenga que concluir con ese desastre. ¡No por eso nuestros sabios y nuestros hombres de ciencia se han afanado desde hace tantos siglos!

—Tiene usted razón —afirmó Domberlé—. Llegaremos a utilizar cuerdamente el regio don de la ciencia gracias a la medicina, de vuelta de sus aberraciones y con la primordial misión, en adelante, de procurar que el hombre retorne a la naturaleza.

»¿Se producirá eso a largo plazo? Tal vez no. En todo caso, está escrito. La verdad acaba siempre por triunfar.

—Suceda lo que suceda, la medicina del mañana tiene una magnífica misión que cumplir.

—Sí, amigo mío; comprender los errores, escapar a la multiplicidad de los males y del sintomatismo[107] y volver a una noción unitaria, general, humoral de la salud y de la enfermedad. Y luchar para educar a los hombres, instruirlos desde la infancia acerca de las causas reales de nuestros males, de las leyes que rigen al ser humano y de la necesidad de una alimentación a base de cereales y frutas a la que está fisiológicamente adaptado. Evidentemente, precisará para ello de la ayuda del legislador.

—Sería necesario a tal fin efectuar importantes modificaciones en nuestro actual sistema de sufragio supuestamente universal —objetó Michel—. Este aparente gobierno del pueblo por y para el pueblo es, en realidad, un instrumento de sujeción en manos de algunas minorías poderosas… Precisaríase que las selecciones y no me refiero solamente a las selecciones del dinero o del saber, sino a la selección del trabajo, haga oír su voz de una manera más completa. Las pobres masas, de por sí rehúyen instintivamente el esfuerzo y van en pos de quienes predican las cosas fáciles y placenteras, de quienes las envenenan para explotarlas.

—Es cierto —confirmó Domberlé—. Será necesaria la preminencia de las selecciones, de las selecciones de todas las clases, pues abundan por doquier los individuos dotados de buen sentido capaces de comprender las justas reglas de la vida. ¿Qué es difícil dar con ellas? Es verdad. Todo se reduce, en suma, a encontrar un medio de catalogar al hombre según su valor moral para otorgarle, al margen de toda consideración de rango social o de fortuna, una parte de derechos políticos proporcionada a ese valor moral.

—Podrían utilizarse «signos exteriores» —dice Michel.

—¡Claro! La familia, la calidad profesional, la actividad altruista… Así, con el apoyo de la verdadera selección, el legislador podrá ayudar prodigiosamente al esfuerzo de una medicina informada de todas las leyes del orden individual, favorecer el género de vida más saludable para todos, orientar provechosamente el trabajo, la alimentación y el espíritu de todos…

»Adiós, querido Doutreval. ¿Volveremos a vernos? En todo caso, si no nos volvemos a ver en este mundo, ¡ojalá mis palabras hayan sido proféticas! Ojalá pueda la medicina, en el momento en que vayan a chocar los mundos, comprender su misión y alcanzar con la verdad el destino único que le está hoy designado. Pues no dispone en verdad de un siglo para salvar nuestra raza blanca, nuestra civilización, el maravilloso florecimiento intelectual moral y religioso de dos mil años de humanismo y de cristianismo.

A la mañana siguiente, al llegar a la estación del Este para tomar el tren de Châlons-sur-Maine, tuvo Michel un feliz encuentro. En medio del tumulto de los movilizados, de mujeres y niños, un orondo teniente con uniforme caqui, con un cuello encarnado en el que aparecía bordado un caduceo, le dio sonriente una palmada en la espalda. Michel reconoció a Belladan, su antiguo compañero en la Facultad. Belladan, ahora inspector general de Seguros Sociales, iba también a Châlons a incorporarse al Ejército. Iba en coche.

—Te llevo conmigo —dijo.

Michel fue en auto a Châlons con Belladan. Hablaron de Tillery, Seteuil y Santhanas, de los viejos «patronos» de la «Fac». Así el camino se les hizo corto. Una inverosímil baraúnda de hombres, soldados, camiones, automóviles y vehículos militares, un hormigueo en ebullición, llenaba las calles, las plazas y los paseos. Abriéndose paso a través de ese tumulto, Belladan condujo a Michel a las oficinas del hospital militar, donde se despidió de él.

Después de cumplir con las primeras y rituales formalidades, Michel se presentó al teniente coronel mayor Marchelier, bajo cuyas órdenes había de trabajar. Marchelier, médico militar, jovial, barbudo, curtido por diez años de colonias, asignó a Michel la misión de inspeccionar la labor de las enfermeras encargadas de la desinfección de las salas de cirugía menor. Allí el recién movilizado se ocupó toda la tarde en dirigir al personal.

Las siete. Era ya de noche y desde hacía mucho tiempo se habían cerrado los anchos ventanales y encendido la luz eléctrica. De pronto, una voz fuerte resonó en los pasillos llamando a Michel.

—¡Doutreval! ¡Doutreval! ¿Dónde se esconde ese pajarraco?

Michel reconoció la voz del teniente coronel Marchelier.

—¡Oh, qué limpio está eso! ¡Y qué actividad! Diga, amigo, es usted de Angers, ¿verdad? Entonces vaya en seguida al pabellón Dupuytren. Hay alguien que pregunta por usted.

Michel se despojó en un santiamén de su bata blanca, se puso el dormán y bajó a través de las tinieblas del patio. La noche era muy oscura. En los patios, las sombras se movían, entrechocaban en la oscuridad y se desatan en juramentos. Una vaga luz azulada denunciaba aquí y allá un reverbero «camuflado». Después de varios tanteos, vueltas y revueltas, choques y topetazos, Michel, guiado por un soldado armado casualmente de una lámpara de bolsillo, llegó al pabellón que le habían indicado, franqueó el umbral, siguió un pasillo y penetró, deslumbrado, en la sala de la planta baja profusamente iluminada. Varios enfermeros se afanaban arriba y bajo de una doble hilera de camas vacías cubiertas con sábanas limpias y bien planchadas. Al fondo de la enorme sala, de espaldas a la puerta de entrada, un comandante de aventajada estatura, delgado, sin nada en la cabeza, de cabello abundante y completamente blanco, pero de movimientos ágiles, embutido el torso en un viejo dormán color azul celeste con un cuello de terciopelo granate, daba instrucciones y señalaba con la punta de un bastoncillo de junco con un embaste de oro, una hilera de camas que había que cambiar de sitio o una puerta de salida que era necesario despejar. Al oír abrirse la puerta se volvió. Acabó de dar sus órdenes y luego se dirigió lentamente hacia donde estaba Michel. Apoyábase en el bastón de junco de una manera tan natural que apenas se notaba su cojera. Iba acerándose. Su rostro afilado, un poco arrugado y avejentado tenía una palidez y una rigidez singulares. Sonrió a Michel con un esfuerzo que contrajo sus facciones en un rictus doloroso.

—¡Qué hay, Michel!

Un cambio profundo debía de haber ocurrido en un hombre como Jean Doutreval; sí, un gran cambio moral para que fuera al encuentro de su hijo, para que de él partiera la iniciativa. A Michel se le humedecieron los ojos al pensar en la humillación que su padre se había impuesto. Sintiose impelido a arrojarse en sus brazos, pero no se atrevió. Sólo se limitó a coger entre las suyas la mano que le tendía Doutreval y a estrecharla larga y fuertemente.

—He sabido que habías llegado —dijo Jean Doutreval con el tono de voz ligeramente ronco con que hablaba cuando pretendía ocultar una fuerte emoción—. He rogado a Marchelier que mandara llamarte… He pensado que en circunstancias como éstas sería agradable volver a vernos, ¿no crees?

—Si yo hubiera sabido, padre, yo mismo habría…, pero no podía sospechar siquiera…

—¿Qué estaría aquí, como tú? Pues ya lo ves. Me incorporé al servicio hace tres días… He pensado que tal como van las cosas quizá necesitaran de mí…

El tono de su voz se había aclarado. Hablaba ya normalmente, y sonreía.

—Telegrafié a mi viejo amigo Marchelier… A pesar de mi pata coja, en seguida ha encontrado trabajo para mí. ¡Bah! Al fin y al cabo no será mi pierna ningún obstáculo para que pueda remendar las de los demás, ¿y tú?

—También movilizado, padre.

—Sí, sí… ¡En fin!, esperemos. No puedo creer en esta guerra.

—Nunca te escribí —dijo Michel penosamente—. Tuve miedo… Temí una mala acogida por tu parte. Cometí muchos errores contigo…

—También yo tuve miedo —confesó Doutreval—. Miedo de que no me contestases, de que no me perdonases. Miedo de un nuevo sufrimiento… Porque he sufrido mucho desde que tú te marchaste.

Sonrió débilmente y prosiguió:

—También yo me sentía culpable respecto a ti. «¡Escribe! ¡Escribe!», me decía Fabienne. Jamás me atreví… En fin, creo que esta noche hemos reparado el mal, ¿verdad, Michel? Más tarde volveremos a hablar de ello. Bueno, ahora tú y yo tenemos trabajo. ¿Estás libre esta noche? ¿Quieres que le pida a Marchelier…? Me gustaría que pasáramos un rato juntos.

—Había ya terminado. No tengo nada que hacer.

—Estupendo.

Levantó el brazo y consultó su reloj de pulsera.

—Las siete. Si te parece bien, nos iremos a cenar. Espera un momento.

Dio algunas instrucciones a los enfermeros, se reunió de nuevo con Michel y lo empujó hacia la puerta.

—Pasa tú primero ¿Tienes coche?

—No.

—¡Qué lástima! Estoy muy cansado. En fin ¡qué más da!

Salieron juntos y bajaron casi a tientas las escaleras que conducían al patio.

—¿Dónde comemos? —dijo Doutreval.

—Donde tú quieras, padre.

—Entonces, a la «Haute Mére de Dieu» —repuso Doutreval—. Es el mejor restaurante de Châlons. Curioso y bonito nombre, ¿verdad? ¡Oh, qué noche!

A través de las tinieblas, caminaron junto a la pared que rodeaba el patio. Al salir del hospital se dirigieron a la Gran Place. La noche era cerrada y a cada omento tropezaban con sombras indiscernibles. Por toda iluminación, la minúscula y fúnebre estrella azul de una embozada e inútil farola de gas. Los transeúntes tropezaban unos con otros, bajaban de la acera, vacilaban ante os charcos de agua, y de pronto aparecía súbitamente la masa casi invisible de un auto con los faros apagados.

Todo ese bullicio era originado por los seres más diversos; paisanos y soldados, oficiales y enfermeras, grupos de borrachos y familias enteras que, incapaces de irse a dormir, deambulaban angustiosas por las calles de la ciudad, en busca de noticias o de un motivo cualquiera para esperar. Todos esos seres erraban lúgubremente y se daban de topetazos en la oscuridad. De cuando en cuando se abría una puerta, proyectaba en la negrura una turbia claridad y, por espacio de cinco segundos, ofrecía el espectáculo de una taberna abarrotada de hombres de uniforme, bebiendo, fumando, envueltos en una espesa humareda de tabaco y accionando en medio de una barahúnda indescriptible. Luego, una vez cerrada la puerta, la tenebrosidad era aún más densa, acuchillada de vez en vez por el haz de luz de una lámpara de bolsillo que iluminaba esa batahola de sombras que entrechocaban y se movían confusamente a través de una oscuridad siniestra moteada de puntos azules. Aquí y allá algunos cines abrían sus bocas cavernarias. Grupos compactos se adentraban en ellas, y de cuando en cuando se percibían en al calle risas apagadas procedentes del interior de aquellos antros. El hombre necesita olvidar.

Doutreval, precediendo a Michel, consiguió abrirse paso a través de la muchedumbre que esperaba turno a las puertas de los restaurantes. Llegó acompañado de Michel a la «Haute Mére de Dieu».

Tuvieron que franquear una barrera de cortinones, colgados en la entraña a modo de parapeto. De pronto, después de las tinieblas del exterior, se encontraron, deslumbrados, en una espaciosa sala, alta de techo, pródigamente iluminada, con espejos, arañas, cristales, manteles… Todo ello ofreció un encanto singular. Oficiales de uniforme caqui y aviadores con un elegante traje azul oscuro, cenaban en grupos de cuatro o cinco, diligentemente servidos por camareros con la frente bañada en sudor.

Doutreval y Michel comieron mal y rápidamente sin apenas darse cuenta de lo que servían. ¡La guerra! ¡La guerra! Tal era el tema único de todas las conversaciones. Doutreval no podía creer en ese horror y esperaba todavía el milagro. Después de una cena frugal, se levantaron de la mesa para dejar sitio a otros clientes, y se adentraron de nuevo en la oscuridad. Dándose de trompicones con la gente, se encaminaron al hospital. Michel, en pos de su padre, osaba su ano sobre el hombro de Doutreval para no perderse en medio de aquella confusión de seres vagando en una noche siniestramente oscura.

Llegaron por fin al hospital, enfilaron los largos y blancos pasillos apenas iluminados por lámparas encapuzadas y subieron al tercer piso.

—¡Ésta es mi jaula! —dijo Doutreval, empujando una puerta—. Entra.

Algunos libros junto a la cabecera del lecho de campaña. Debajo, un par de botas esmeradamente embetunadas. Una fotografía de Mariette con un marco de cristal, exornaba la tablilla del radiador. En una silla, un haz de ropa blanca, camisas y cuellos duros en espera de que el ordenanza se hiciera cargo de ello. Todo en Doutreval era ordenado, limpio, de una elegante sencillez. Evidentemente, aquella estancia daba la impresión de que Doutreval había organizado su vida. Le sorprendió a Michel ver en el antepecho de la ventana un perrito de trapo montado sobre ruedas, un juguete completamente nuevo provisto aún de la etiqueta de la tienda.

—Siéntate —dijo Doutreval.

Sentose en la cama frente a su hijo, estiró la pierna enferma y miró a Michel.

—Estoy muy contento de volver a verte, Michel.

—Yo también, padre.

Observáronse un instante en silencio. Rememoraban sin duda el pasado que vivieron separados y que se alzaba entre ellos como un muro. Era doloroso. Aunque dos seres se hayan comprendido, querido y reconocido los errores de cada uno, las heridas que mutuamente se han inferido han dejado huella. Pasado el tiempo no existe ya el sufrimiento, las heridas se han cerrado, pero en lugar de las cicatrices queda un corazón escéptico y endurecido. Y la vida es demasiado corte para que pueda volver a florecer lo que ya está agostado. Jamás deberían los hombres odiarse. ¿Por qué, si hay tan poco tiempo para amarse?

Doutreval hurgó en sus bolsillos, en busca de su eterno cigarrillo.

—¿Dónde estás ahora? ¿Qué haces?

—En el Norte. ¿Y tú, padre?

—En Brison, Cerca de Aix. Con los Droux. ¿Te acuerdas de aquel pueblecito…?

—¿Has ido a vivir allí? ¿Te has jubilado?

—No —dijo Doutreval—. Hemos tenido que marcharnos de Angers.

Movió la cabeza en dirección a la tablilla del radiador.

—Ya sabes que murió.

—Sí. Lo supe.

—Continúo trabajando. Investigando… Pero he fracasado. ¡Todo ya terminado! ¿Mi obra? ¡Que se vaya al diablo! Me he dado cuenta, demasiado tarde, de que me había equivocado.

—Pero ¿era preciso abandonarlo todo?

—Sí. Me había comprometido demasiado. No me quedaba más remedio que callar y tratar de que se olvidaran de mí.

—¡Has sacrificado toda tu vida!

—¡Qué más da! Tal vez se pueda aprovechar algo de mis trabajos. Ya se encontrarán otros procedimientos. Se haba del electrochoque. ¿Por qué no? Sea lo que fuere, no creo en esa medicina de choque. Es demasiado brutal. De todos modos, eso es cuestión de los que me sucedan. ¿Creerás que mi obra no me inspira más que asco? Casi me avergüenzo de ella. He olvidado al hombre. He abusado del derecho que uno tiene a practicar experiencias sobre el ser humano…

—¡De buena fe, padre!

—La buena fe no basta. No debemos buscar en nosotros una regla de conducta. No puede uno fiarse de sí mismo. ¡Con qué facilidad se miente! Se denomina Ciencia lo que no es más que orgullo. Y tampoco es la ciencia, Michel un Dios que tiene respuesta para todo. En nombre de la Ciencia hubiera tenido perfecto derecho a continuar mis martirizadoras experiencias sobre unos pobres dementes. Es necesario algo más que la Ciencia… La moral… —terminó en voz queda, como a pesar suyo.

»En todo caso —prosiguió—, y esto es lo que quería decirte, todo ello ha absorbido mi atención… El trabajo, hijo mío, puede constituir una forma de egoísmo. He tenido abandonada a Fabienne. Le he dejado hacer lo que quería. En una palabra… ¿No te han hablado de ella?

—No, nunca.

—Pues Fabienne ha… se ha… en fin, que ha tenido un hijo… un chico… Por esto me marché.

—¡Fabienne! —exclamó Michel—. ¡Fabienne! ¡Padre!

—Es culpa mía —murmuró Doutreval.

Transido de dolor, explicó el drama en breves palabras. Michel se daba cuenta del sufrimiento de su padre, pero éste no omitió nada, ni el nombre odioso de Guerran. Un cambio profundo se había operado en el ánimo de Doutreval.

—Y ahora ¿vivís los dos allí? —preguntó Michel.

—Sí. Ejerzo mi profesión. Visito a los veraneantes que van a Aix. Me voy defendiendo. Fabienne cuida de la casa. Los domingos los pasamos con los Droux. «Abandonad las dilatadas esperanzas y los grandes pensamientos…». He seguido el consejo y he renunciado.

—¿Eres feliz?

—Sí, Michel. ¿Por qué no? Se me figura estar despegado de todo, de vuelta de todo; haber visto y conocido todo y calibrado la vanidad de todas las cosas; humanidad, familia, dinero, honores, hijos… en adelante, uno se imagina incapaz de interesarse por nada en el mundo, de encariñarse por algo, y luego —y señala con la mirada el perrito de trapo—, sobreviene una criatura, un nieto. Y por esa criatura, ese viejo corazón que parecía muerto vuelve a latir, a inquietarse, a temblar, a entregarse…, en fin, que vuelve a vivir.

Bajó la cabeza, permaneció un instante como abstraído, y su rostro pareció iluminado con una débil sonrisa.

—¿Y tú? —prosiguió—. ¿Te han ido bien las cosas?

—Sí —dijo Michel.

—¿Qué has hecho después que…?

—Me casé. Terminé mis estudios. Un viejo médico curó a mi mujer… ahora ejerzo en el Norte.

—Sí. Estoy enterado. ¿Estás contento?

—Mucho. Soy un médico de barrio. Vamos tirando. Tengo un chico, Evelyne… mi mujer, espera otro hijo. Trabajo mucho. No somos ricos, pero sí dichosos.

—¿Dichosos?

Michel reflexionó un instante.

—Sí… lo somos. No se trata de lo que otros llaman la felicidad, pero creo poder afirmar que somos dichosos.

—Así que la vida no te ha decepcionado…

Michel vaciló un instante antes de responder…

—No —dijo—. No.

—Entonces, me he equivocado. Tus sufrimientos no han sido los que yo…

—Sí —dijo Michel—. Estabas en lo cierto. He sufrido mucho, por ella y con ella… Pero a pesar de todo…, o, mejor dicho, a causa de eso… Sí, a causa de eso he sido feliz…

—Sí —murmuró Doutreval—. Ya comprendo…

Permaneció un instante pensativo. Luego dijo lentamente:

—Lo inexplicable es esto. Que uno quiera perderse por otro y que, perdiendo, salga uno ganando. ¡El amor! ¡Todo el misterio de la existencia! Que uno se avenga a perder y perdiendo gane. Lo único que tal vez me haga creer un día… en el fondo, quizá hayas escogido el mejor camino…

Jamás había dicho Doutreval tales palabras.

—Bueno —prosiguió—. Te veremos ¿verdad? Irás a Aix de cuando en cuando… Tenemos que vernos más a menudo y es necesario que conozca a tus hijos. Hemos perdido unos años valiosos… ¿No te parece horrible no disponer más que de una vida y darse cuenta de que ha transcurrido con la velocidad de un rayo y que la hemos desperdiciado?

Dio un suspiro y se levantó.

—¡Bah! No nos pongamos melancólicos. Son las diez, Michel. Buenas noches. Escríbeme. No, no, no tendremos guerra. Escríbeme en cuanto regreses. Irás a Aix a pasar las vacaciones de verano. Me lo prometes, ¿verdad?

Acompañó a Michel hasta el rellano de la escalera…

—Yo no bajo a causa de mi pierna… No te digo hasta mañana porque no estaré aquí. Salgo para Mourmelon, donde tengo que organizar un servicio… Nos volveremos a ver por las vacaciones… o en la guerra…

Tras un instante de reflexión dijo con voz apagada:

—Y si a pesar de todo estallase, mándame en seguida el número de tu unidad y el nombre de tu coronel, para que me avisen inmediatamente en caso de que te sucediera algo… ¡Pero no, no habrá guerra! ¡Vamos, dame un beso, hijo mío!

Presentó a Michel su enjuta mejilla que, aunque rasurada, picaba un poco. También le dio un beso fugaz. Dejó a Michel y se encaminó cojeando hacia su cuarto a través del largo pasillo débilmente iluminado. No se volvió ni una sola vez.

A la mañana siguiente, mientras estaba trabajando, los gritos de un grupo de hombres harto bebidos dieron a Michel la noticia.

—¡La paz! ¡La paz!

—¡Viva Daladier! ¡Viva Chamberlain!

—¡Hay que celebrar al paz!

Michel abrió la ventana del despacho donde trabajaba. En aquel momento doblaron la calle una banda de hombres beodos, vacilantes, accionando y enarbolando botellas. Por esos hombres borrachos deambulando a través de la ciudad, se enteró Michel de que la guerra había sido evitada.

Al atardecer del mismo día, Michel se dirigió hacia el Norte en una camioneta militar. El coronel Marchelier aprovechó la ocasión de tener que enviar algunos ayudantes a Lille y a la región franco-belga para proveer a Michel de un permiso.

—Estará usted más cerca de su casa cuando le desmovilicen —dijo—. ¡Feliz muchacho!

La carretera, despejada hasta Cambrai, comenzó, pasada esta ciudad, a atascarse con convoyes y más convoyes que hasta Douai y casi hasta Lille obligaron al coche a marchar lentamente detrás de las caravanas interminables: enormes camiones entoldados, abarrotados de cajas de obuses y municiones, cañones arrastrados por achatados tractores, ambulancias, furgones de avituallamiento, tanque orugas, autoametralladoras, coches blindados… Todos esos vehículos, con una marcha uniforme y monótona, con el ronquido de los motores, el opaco zumbido de los diesel, el fragor de las cadenas de acero sobre el pavimento, discurrían cual un largo río metálico. Delante de la camioneta, Michel veía marchar, lento, pesado y robusto como un paquidermo, un gigantesco auto blindado encapuchado con un enorme entoldado. Como una ciclópea[108] bestia sin ojos, seguía adelante conducida por hombres invisibles. Sólo en lo alto, en la cima de la torrecilla, un soldado había quitado el casquete que la coronaba. Por el agujero emergía su cabeza. Sólo se divisaba un rostro rígido y enjuto, cubierto con un casco de metal y el cuello circuido de un cordón de cuero. Desde la altura en que estaba situado, dominaba los vehículos, la carretera y la muchedumbre que discurría silenciosamente a ambos lados de la carretera.

Aquel soldado prisionero del blindaje, presa sin duda de angustia y disimulando su inquietud, el rostro en tensión, oteando a lo lejos, más allá de la espesa y azulada humareda que esparcía el convoy, parecía la trágica imagen de carne y hierro de la guerra. ¡La guerra! El nubarrón siniestro se alejaba, pero su sombra se cernía aún sobre las carreteras, los convoyes, sobre los hombres que seguían su camino sin detenerse, sobre el semblante de la muchedumbre oprimida, consternada y silenciosa, fijos los ojos en ese tumultuoso río de metal; que no olvidaba la invasión y la devastación que se resistía a creer, después de una semana de agonía, que la garra de acero que le estrujaba el corazón se hubiera finalmente relajado.

Poco antes de llegar a Lille, la camioneta logró adelantarse al convoy y seguir vía libre.

Los enfermos tenían que alcanzar Dunkerque, pero Michel debía hacer alto en el sanatorio de Saint-Jans-Cappelle, al pie del Mont-Noir. En atención al doctor, el coche dio un rodeo. Por el empinado y agreste camino, Michel emprendió la ascensión al Mont-Noir. Jamás había visto tan bellos parajes otoñales ni una campiña tan dulce y apacible como aquel verdusco rincón de Flandes, perdido entre las boscosas hondonadas. Negros pinos parecían montar la guardia en lo alto de un barracón. En algún hueco de la montaña un arroyuelo murmuraba su dulce y eterna canción. Una liebre cruzaba de un salto el camino y desaparecía en la espesura de un seto. A la izquierda, en un calvero, había un cementerio militar, recuerdo de la guerra del 14. En una extensión de hierba, de un maravilloso frescor, se alineaban unas piedras cúbicas de una blancura inmaculada. Tumbas de soldados, tan limpias, tan pulcras en medio de aquella quieta inmensidad, que el pensamiento de la muerte se le antojaba a uno menos siniestro. Mugía una vaca. De pronto, quebraron el silencio los claros y melancólicos sones de la campana de Saint-Jans-Cappelle. En aquellos campos, en aquella dulzura otoñal, había, disipada ya la horrible amenaza de la guerra, algo así como una magnífica y emocionada promesa de fecundidad, de alegría y de paz.

Dentro de algunos días, Michel volvería a ver su ciudad, los rostros familiares, los obreros, las mujeres, los chiquillos y oiría las voces conocidas:

—¿Ya está usted de vuelta, señor doctor?

Y volvería a ver, por entre los árboles, al vieja y puntiaguda techumbre de tejas de su casa; el sendero bordeado de copudos sauces de verde y plateado follaje. Y, sin duda, en medio del camino, de pie, una figura blanca y delgada, llevando de la mano a una criatura que apenas puede sostenerse. Un rostro querido, quebradizo como la cera, feliz y ansioso, atisbando a lo lejos del camino si llega finalmente la esperada silueta… ¡Evelyne! Una vez más, Michel, como impelido por todas sus fuerzas anímicas, se traslada en su imaginación al lado de la mujer amada y estima la deuda que tiene contraída con ella. Evelyne le ha moldeado de nuevo, lo ha reformado, ha hecho de él otro hombre. Recuerda lo que era antes de conocerla y lo que ahora es, sólo porque ella ha tenido fe en él, porque le juzgó en el fondo, más perfecto y mejor de lo que era en realidad. Ahora lo ve claro. Lo que ella vio en él es el hombre que ha querido ser. Y puede decirle:

«Mi corazón es lo que tú has querido que fuera. Este hombre es el resultado de tu obra».

En cierto modo somos siempre lo que la mujer que amamos quiere que seamos. La misión de la mujer es la de volver a crear al hombre. Alcanzar la verdad a través del amor es el más bello y hermoso destino que puede darse en este mundo. «Tú has escogido el mejor camino…». Michel recuerda las últimas palabras de su padre, la tristeza de su despedida. Y está convencido de que el anciano tenía razón. Sí, él ha escogido el mejor camino. Palabras pocas veces pronunciadas y, sin embargo, verdaderas. Amar y hacer don de uno mismo son las palabras clave de nuestra vida. Esto es inexplicable, por lo que hay que acudir a Dios. «Que uno se avenga a perder, y que perdiendo salga ganando, es lo único que podría hacerme creer…». Sí, Doutreval tenía razón. Ahuyentado por el hombre de la tierra y del cielo, Dios encuentra su inviolable refugio en el propio corazón del hombre:

Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor proviene de Dios. Aquel que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.

¡Esto es lo que San Juan quería decir! He aquí en todo su esplendor y su inconmensurable amplitud el mensaje del Apóstol al corazón sencillo, que antaño predicaba Mariette a Michel, cuando niño, con una emoción de la que él no se daba cuenta. Aquél que ama vive en gracia de Dios.

Michel no creía nada. También él, como Doutreval, negaba que la vida tuviera sentido y objeto. Y por haber amado, a casa de su miseria, a una víctima; por haberse compadecido de ella y aceptado compartir las lágrimas, la indigencia y la pobreza, detrás del triste, dolido y querido rostro del ser amado, otra imagen transparenta. Detrás de Evelyne, detrás del amor generoso de la doliente criatura, está el amor divino.

Sólo hay dos amores. El amor a sí mismo, o el amor a las demás criaturas vivientes. Detrás del amor a sí mismo no hay más que sufrimientos y maldad. Detrás del amor al prójimo está el bien, está Dios.

Cada vez que el hombre ama algo que no está sujeto a él es, conscientemente o no, un acto de fe en dios. Sólo existen dos amores: el amor a sí mismo, o el amor a Dios.