Capítulo VI

El hijo de Evelyne no vendrá al mundo. A los tres meses, un aborto. Han debido de quedar restos de placenta pues la temperatura va en aumento. Roy aconseja un raspado. El día transcurre en medio de una gran ansiedad. Por la tarde, Roy se lleva a Evelyne a su clínica en automóvil.

Cuando Michel se dispone a ir a ver a su mujer le llaman de casa de Berlequin, el viejo obrero cardíaco. Su nuera se ha agravado.

Michel llega presuroso a una casa llena de lágrimas. La joven acaba de fallecer en brazos de la señora Maufray, la comadrona, durante el parto. El hijo de Berlequin murió hace tres meses. Con su mujer, sólo le quedaba al anciano su nuera y la esperanza de ese nieto…

Sin embargo, la criatura vive todavía en el interior de aquel cadáver. Michel pide ladrillos calientes, calentadores y mantas de lana con que mantener tibio el cuerpo sin vida. Y corre a telefonear a Roy.

En aquel momento Roy se dispone a intervenir a Evelyne. Michel expone el caso. Cesárea post-mortem. Siete minutos después llega Roy con un enfermero. Sin decir palabra se precipitan a la habitación, se enfundan en batas blancas y ordenan salir a los Berlequin, la comadrona y las comadres.

Con el oído pegado al agujero de la cerradura, Gay Houtten la rolliza tendera, oye horrorizada las breves palabras de Roy a su ayudante:

—Mucho cuidado, Gérard. Las precauciones de costumbre. Hemos de suponerla con vida. Nunca se sabe…

Luego el silencio. De vez en vez, un leve tintineo de instrumentos de acero. Una exclamación de impaciencia de Roy. Una orden:

—¡Catgut, Doutreval!. ¡Anude el cordón!. ¡Listo!

De pronto, quiebra el silencio un leve y extraño gemido, el tembloroso chillido de una vieja y estropeada muñeca que estremece a todo el mundo con un sentimiento de horror y de esperanza a un tiempo.

Michel abre la puerta.

—¿Me hace el favor, señora Maufray…?

Sin embargo, acude todo el mundo. Todos quieren ser testigos del milagro. Hombres y mujeres irrumpen en la habitación, zarandean a la señora Maufray y miran boquiabiertos, alrededor de aquel cadáver despanzurrado, a los tres carniceros que con las batas moteadas de sangre muestran radiantes a todos los presentes una criatura viva.

—Y ahora —dijo Roy— me voy a la clínica a operar a tu mujer. ¿Qué piensas hacer?

Michel vacila. No puede marcharse. La criatura es endeble, apenas tiene vida. Según la fraseología técnica, ha nacido «pasmado». No, Michel no puede abandonarlo.

—Debo quedarme… Apresúrate. Procura esmerarte…

Roy le mira un instante, le estrecha la mano y se va. Hasta muy tarde, Michel calienta mantas de franela, vigila al recién nacido y tiene que atender a Berlequin, que ha sufrido un Síncope. En medio de ese tráfago, le asalta de vez en vez el pensamiento de Evelyne… A las diez, da por terminado su trabajo. La criatura va bien, y los Berlequin casi han recobrado su presencia de ánimo.

—Ahora —declaró Michel— les dejo a ustedes y voy a ver a mi mujer.

—¿Su mujer?

—Sí. Roy la está operando.

—¡Ah, doctor! —exclamó la vieja Berlequin con lágrimas en los ojos—. Pues claro. No faltaba más.

Michel les deja con la palabra en la boca. Sube en el coche. Finalmente, tenía derecho a pensar en él, en Evelyne. La encontró ya despierta, en un cuarto de la clínica.

—Todo ha ido muy bien —dijo Roy.

En toda la región se habló mucho de aquella intervención. Jamás se había visto eso de sacar un hijo vivo de una muerta. Todo el mundo quiere ver a la hija de los Berlequin. De un golpe, la reputación de Michel ha aumentado considerablemente. Acuden clientes de poblaciones lejanas. Y vuelve, arrepentidos, antiguos enfermos. Los Buccinali le traen, un poco avergonzados, a su hija tuberculosa, a quien las inyecciones de Seteuil no han conseguido mejorar.

Ha enflaquecido, ha perdido fuerzas y el pulmón derecho está completamente tocado. Hay que hacer una revisión a fondo, empezar por la base, partir de cero, con una enferma más fatigada, más consumida que hace seis meses. Luego se presenta Daudenaerde, el comerciante de chatarra, que confiesa su error y reconoce esta vez que Breuil, el curandero, no ha mejorado su salud. Nada puede hacerse con Daudenaerde. Él mismo ha contribuido a su propia ruina. También en este caso hay que luchar, reanudar la batalla, mentir, confortar, dándose por satisfecho con un mes, una semana, un día arrancado a la muerte. Es eso lo que exalta, lo que apasiona: la lucha contra el error, la batalla contra la muerte. En principio, eso no forma parte de la «profesión». Trátase en todos los casos de un ser humano, de una vida, de un hogar, de un sufrimiento humano, en lo que uno deja siempre un poco de su corazón… Y aunque uno sea un médico viejo y experimentado, cuando un chiquillo atrapa una bronconeumonía y presenta mal aspecto, uno no se siente orgulloso de sí mismo y entra en su casa preocupado y dice a su mujer:

—Mi chico no está bien.

Se come sin apetito, se lee el periódico sin entusiasmo y tarda uno en dormirse. Y eso dura hasta que el niño se cura o muerte. Pues también la muerte es para el médico una especia de liberación. Ha hecho cuanto ha podido para establecer el orden. No hay más que hacer. En adelante sólo pensar en los demás.

Pero mientras dure la vida hay que luchar incluso con la certidumbre del desastre. Siempre queda ese último e inmenso consuelo de aliviar, de mitigar, de evitar los sufrimientos inútiles. Hace dieciocho meses que Michel sostiene a la madre de los Letilleul, la pobre anciana cancerosa de pecho. La ha sometido a una intervención. ¡Un año ganado! Luego el mal ha vuelto a atacar. Metástasis en la pleura, en la médula espinal. Michel ha tenido que echar mano a la morfina. Más adelante han arreciado los dolores. Ha habido que aumentar la dosis y añadir escopolamina a la morfina. Nuevo aumento de las dosis, y cambiar los emplastos, los ungüentos, las pomadas. Y, además, prescribiendo los cambios de régimen que tanto influyen sobre el estado general y que muchos médicos desdeñan juzgándolo inútil.

Esos cuidados alivian a la pobre enferma. Mira a Michel de modo muy distinto que al principio. Sólo a él llama porque sabe que es el único que puede mitigar sus sufrimientos cuando arrecian las acometidas de su mal. Michel es para ella algo así como un enviado de Dios. Así lo proclaman sus ojos cuando se presenta Michel en una de sus crisis.

Los cancerosos son siempre taciturnos. El tuberculoso, en cambio, es con frecuencia más alegre. Lo ve todo de color de rosa. Demasiado. Sobre todo cuando no están en los sanatorios. Desde hace mucho tiempo Michel tiene a su cuidado a Francine Ray, la hija del relojero. La muchacha se va consumiendo, pero ella no se da cuenta. Y cuando todas las mañanas llega Michel, le dice muy orgullosa:

—¡He ido a pie hasta la iglesia, doctor! ¿Qué le parece a usted?

—¡Magnífico! —dice Michel—. ¡Bravo!

Francine no se acuerda de que tres meses antes asistía a los oficios divinos. Y a la primavera próxima, si sigue todavía de este modo, le dirá a Michel con el mismo ingenuo envanecimiento:

—¡He dado tres veces la vuelta a la mesa, doctor!

Y Michel repetirá:

—¡Magnífico!

Francine estaba prometida y a punto de casarse. Michel se lo impidió y aplazó la fecha de la boda sin que ella supiese los motivos. Otra batalla para ganar tiempo, para que la verdad se abriera paso poco a poco, suavemente, sin lastimar aquella pobre alma.

—Espere un poco. Dejémoslo para las Navidades como medida de prudencia…

Luego por Navidad, dice:

—Por Pascua de Resurrección…

Y luego.

—Por Pascua de Pentecostés.

Michel sabe muy bien que por esas fechas Francine habrá muerto o su estado será tal que forzosamente tendrá que comprender; o que el novio, cansado, adivinará la verdad y desaparecerá. Así terminan siempre estas cosas. Los pobres hombres no son unos santos. Esto es lo que ha debido ocurrir con Francine. Desde hace algún tiempo no se ha sabido nada del novio. Francine apenas habla de su matrimonio. Está más triste. Lentamente ha ido conociendo la verdad…

Afortunadamente está la chiquilla de los Buccinali que va mejorando, y la hija de los Lausefeld, los hilanderos, que estará curada dentro de un año. Los Lausefeld, estupefactos, no conciben cómo un huevo, un poco de queso, patatas, legumbres y frutas hayan restablecido a Anne-Marie.

—En el fondo —dicen—, vale más poseer un poco de verdad que mucho dinero.

En cuanto a la vieja Pauline Labuire, su impétigo va mejor gracias a los cuidados de Michel y sobre todo de Evelyne, conviértese de nuevo en enfermera de su marido, un viejo egoísta y paralítico. Ya no se levanta, hace sus necesidades en la cama y Pauline, al regresar del mercado donde vende retazos de tela, tiene que lavar cuatro sábanas todos los días. ¡Menos mal que puede aún meter las manos en el agua! Luego, cuando ha terminado la colada, tiene que leer el periódico, porque a él se le nubla la vista, o jugar a las cartas como solía hacer en el café mi entras ella trabajaba. Y lo curioso es que Pauline no se queja. Sólo sus familiares, los hermanos, las hermanas y los sobrinos, que se han cansado de ayudarle, dicen a Michel «que aquello es demasiado para una pobre mujer ya cansada». Y siempre, por doquier, todo es igual. Los que menos se sacrifican son los que más pronto se cansan. En cambio, para Pauline Labuire será sin duda demasiado pronto cuando ese viejo achacoso y feroz se vaya de este mundo.

Llaman a Michel de casa de Delabry, un modesto empleado de Banco. Cólicos atroces desde la víspera. Agudos dolores en el costado derecho fueron la señal. Peritonitis.

Demasiado tarde para intervenir. El vientre está duro, hinchado. El pulso filiforme. Cianosis.

Delabry se resiste a una intervención. Cree llegada su última hora. Pero quedan una mujer y dos hijos.

Michel llama a Roy a consulta.

Terminado el examen, Roy dice a Michel:

—Exageras, a migo. No hay nada que hacer. Se me quedará en las manos al primer soplo de anestesia. Está «azul». ¿No te das cuenta? Apenas se nota el pulso y el corazón…

—Está «azul». No lo niego. Pero si queda una posibilidad…

—¡Díselo a Lequesnoy! Ya verás si él opera o no.

—Por eso te he hecho venir.

—¡Hum! —gruñó Roy—. Estás farruco… Escucha —acaba por decir—. Operaré, pero nada de anestesia. Sólo morfina. No quiero que se me vaya en el «billar». ¡No va a disfrutar, el pobre! Ah, pero en cuanto a las consecuencias postoperatorias, no quiero saber nada. La paternidad corre a tu cargo. De modo que arréglatelas con el enfermo, explícale de qué se trata y procura convencerlo, si puedes.

—Vamos a operarle, señor Delabry… —¡Eso es lo más difícil! Michel no lo ignora. Se vuelve hacia Delabry.

—No —replica el paciente—. Prefiero morir… He sufrido ya demasiado…

—No olvide que tiene usted mujer y dos hijos…

Delabry solloza y vacila.

—En una hora estaremos listos —insiste Michel—. A decir verdad hay un pequeño inconveniente.

La debilidad de su estado no permitirá anestesiarle…

—¡No! ¡No! —repite Delabry—. He sufrido demasiado… ¡Por favor, doctor, déjeme morir en paz…!

Es preciso, no obstante, que Michel sea despiadado, cruel, que hable de la mujer y de los hijos, que torture a ese desgraciado que seguramente morirá en la mesa de operaciones, tras de horribles sufrimientos, y que haga oídos sordos a la cobarde incitación de un sentimiento de compasión que le grita: «¡Por Dios, déjalo morir en paz!».

Y todo ello porque existe una ínfima posibilidad de salvar una vida, porque la verdadera piedad, la compasión inteligente debe enmascararse, a veces, con las más despiadada dureza y hacer callar al corazón.

Delabry extenuado, sin fuerzas, acaba por decir:

—Está bien, doctor. Tengo confianza en usted. Adelante…

Lo trasladan a la clínica. Roy aplica una inyección de morfina e interviene a lo vivo. Michel sostiene la cabeza del desgraciado y mira en silencio cómo el ajusticiado, profiriendo sordos gemidos, clava sus dientes en un viejo pañuelo. ¡Uno de esos espectáculos que un médico no olvida! Roy extrae del vientre dos litros de pus y de exudado.

Cuatro, cinco días, y Delabry aún está con vida. Parece resistir bien. Roy está sorprendido. La tortura no cesa. La herida, en toda su extensión, se enfacela[104] y se pudre. El vientre presenta un corte de una anchura de tres dedos. Durante semanas enteras el intestino se exterioriza por el enorme orificio.

Roy se afana en contener y repeler el intestino. Dos horas se pasa en cada cura, martirizando atrozmente al desgraciado. El caso, un caso interesante, apasiona a Roy. Delabry vivirá. ¡Qué abnegación la de Roy en casos como éste! Refunfuña un poco, pero jamás se niega a intervenir. Mientras exista la posibilidad, por pequeña que sea, Roy opera.

Además, ello le produce una angustia terrible. En ciertos casos de cáncer del recto, por ejemplo, se presentan dos soluciones: operar con dos posibilidades sobre tres de que el enfermo muera, o no intervenir, en cuyo caso el enfermo muere irremisiblemente. Lequesnoy no opera nunca. Roy, siempre.

Hasta el punto de que las gentes, sin discernimiento alguno suelen decir:

—¡A Roy se le mueren más operados que a Lequesnoy!

Hay para los cirujanos un medio infalible de conseguir rápidamente fama y una buena clientela: no operar más que los casos fáciles. En cuanto a os demás, sólo hay que decir: «¡No hagamos nada, aquí hay un cáncer!». Es frecuente el caso de médicos experimentados que al establecerse como cirujanos, sin que se sepa exactamente por qué, cosechan grandes triunfos. Es a todas luces contrario a la lógica que cualquier doctor en medicina afirme ser cirujano de la noche a la mañana sin legitimar ningún conocimiento técnico particular.

A veces Michel se encuentra en la calle con Delabry quien, completamente restablecido, le saluda sonriente con el rabillo del ojo. Un saludo con el que expresa lo que no podía manifestar de palabra. Lo que Delabry ignora es que Michel estuvo a punto de dejarle morir por compasión. Eso es quizá lo más terrible de la profesión. Ni los egoísmos, ni las cobardías, ni las bajezas del sufrimiento y de la muerte; ni el estanquero que no quiere hacer operar a su mujer porque cuesta cinco mil francos; ni los hijos de la anciana señora Scrive, la rentista, a la greña siempre con la madre, y que no le saludan recatando apenas la antipatía que sienten por él, porque ha salvado a la vieja de un ataque de apoplejía. Ni Verfaille, el comerciante de legumbres al por mayor, que se niega a tomar una sirvienta y que el otro día obligó a su mujer, en plena crisis cardíaca, a levantarse para atender a unos clientes. Michel llegó a tiempo para ordenar a la desgraciada que se metiera otra vez en cama, sacudir a Verfaille por los hombros y amenazar con hacerle encarcelar. Son más frecuentes de lo que uno se cree, esas cosas donde el médico habla en tono conminatorio, da órdenes y asume la defensa de la víctima. No es eso, empero, lo más terrible. Lo más terrible es el caso Delabry: el hombre acabado, que ha sufrido lo indecible y respecto al cual uno debe mostrarse despiadado, por amor hacia él, porque a pesar de todo existe una posibilidad de salvación.

Cuando después de un combate de ese género, abrumado bajo el peso de una de esas terribles responsabilidades voluntariamente aceptadas, Michel entra ya anochecido en su casa, se siente cansado, triste y como presa de un indecible malestar. ¿No piensa nadie que a veces el médico, como el sacerdote, puede sentirse cansado de llevar siempre a cuestas la carga de los demás, los errores, las debilidades, las pasiones y a veces los crímenes del prójimo, todas las miserias de que, sin vacilar, le hacemos partícipe, simplemente porque es el médico? En tal momento es un hombre extenuado el que busca refugio al lado de Evelyne y que comprende claramente por qué ha sido concedido al hombre la ternura de la mujer. En tales momentos, Michel comprende, horrorizado, la soledad y el sacrificio de un sacerdote.

Sobrevienen una serie de abortos. El primero de ellos en casa de los Marquez. Un aborto involuntario de seis meses. Los Marquez son sifilíticos. Expulsión de una «mola» gelatinosa, una especie de medusa pegajosa conteniendo quizá en su interior vivientes jirones de carne. Y se bautiza rápidamente esa repugnante gelatina.

—Si posees un alma humana, yo te bautizo…

Luego, en una sucesión de verdaderos abortos, voluntariamente aceptados, provocados, esos abortos del sábado por la noche, efectuados entre marido y mujer, a consecuencia de los cuales la mujer descansará el domingo para volver el lunes a la fábrica.

Un sábado por la mañana, una comadre que acaba de salir de una aglomeración de viviendas obreras, llama a Michel con actitud misteriosa:

—Un momento, doctor. Tengo algo que decirle. Por supuesto, quedará entre nosotros… ¿Conoce usted a la Merchant, mi vecina?

—¿Y qué?

—Pues aseguraría que está embarazada.

—¡Ah!

—Pues sí. Hace tres meses que no pasa el período.

—¿Se lo ha dicho ella?

—¡Oh, no! ¡Lo oculta! Pero yo me he dado cuenta de ello cuando tiende la ropa a secar. Ella no lo ha dicho a nadie. Puede usted estar seguro de que tratará de hacérselo perder…

—¿Usted cree…?

—Sí. Y quizá lo haga hoy mismo. Como el lunes es fiesta tendrá un día más para descansar. Y he observado que barrió la acera de su casa ayer tarde en lugar de hoy, para tener trabajo adelantado…

—Pues bien, señora —dice Michel—, nada de eso me afecta, ni tampoco a usted. No podemos cometer ninguna indiscreción. ¡No somos la justicia! Ya veremos lo que pasa…

Sin embargo, la comadre ha adivinado. El martes siguiente, los Merchant mandan recado a Michel.

La mujer no confiesa. Sólo habla de dolores intestinales. Examen. La mujer no ha conseguido abortar, pero en cambio se ha perforado la matriz. Hemorragia interna.

—A mi parecer —le dice Michel al marido— su esposa tiene un tumor maligno en el vientre, que sangra…

Como no se trata de un caso de aborto consumado, el médico debe sopesar sus palabras. Por otra parte, el marido comprende perfectamente. Y asiente, con tono grave:

—Creo que esto debe ser, doctor…

Diríase que se trata de un colega llamado a consulta. Evidentemente, está al corriente, lo menos igual que Michel.

Operación. La mujer, cardiaca, muere bajo el bisturí de Roy. Consternación. Otro cadáver del cual será responsable a los ojos de las gentes, el pobre cirujano. Y ante aquel cuerpo sin vida, en presencia de Michel, el marido, tras una escena de tragedia, insulta a Roy le trata de asesino. Roy, un tímido en el fondo a pesar de su tupida barba y de su perfil árabe, no contesta. Se siente inmensamente desgraciado.

Una factura que jamás se atreverá a presentar y que, como tantas otras, figurará en la cuenta de pérdidas y ganancias. Y la serie continúa durante un mes, sin saberse por qué. Todas esas mujeres que abortan trabajan en la fábrica Lausefeld. La fábrica es para la mujer la gran escuela del aborto. Es allí donde se echa al olvido la moral y donde se aprenden los «trucos». Las vísperas de fiesta —Pascua, la Ascensión, Pentecostés— llevan aparejada una verdadera epidemia. Una aguja de hacer media, y adelante. Se clava la aguja en la matriz y al notarse resistencia se dice:

—¡Ahí está!

Se da un fuerte empujón y, ¡crac!, se perfora la matriz y a menudo el intestino. Michel, que tiene ya su práctica, reconoce de una manera infalible si el golpe ha sido dado por la mujer o por el marido. Si es la mujer, como coge la aguja con la mano derecha la perforación se produce en el lado izquierdo; si es el marido, ha empujado hacia la derecha. Con todo, hay que ir con cuidado al efectuar el sondaje. Encuéntrase uno a veces con mujeres experimentadas, antiguas clientes del hospital, que profieren un grito mientras el médico aplica el histerómetro[105] y que pretenden entonces que ha sido él el culpable de la perforación. Algunas veces, Michel encuentra en la matriz un alfiler, un pedazo de barra de metal, o una varilla de hierro de un «mecanno»…

—¿Qué es esto?

—Pues… ha sido al querer sentarme —dice la mujer.

O no dice nada. ¿Para qué? Harto lo sabe el médico. No vale la pena mentir. Y se calla. Michel grita, riñe, intenta atemorizar. Y, sin embargo, hay que atender a la paciente. Secreto profesional. En el fondo, la culpa de todo ello debe achacarse a la fábrica y al Estado, que ha prescindido de toda moral.

Al hospital. En algunos casos, la mujer muere. El hombre contrae nuevo matrimonio, y vuelta a empezar.

Y esa muchacha que entra en su casa un sábado por la tarde, enferma… La madre, que no sabe nada, sugiere tisanas e inyecciones y se sobresalta cuando Michel habla de clínica y de intervención. De todos modos, en casos semejantes, la madre suele estar al corriente. Cuando es así, Michel se da cuenta en seguida, pues es ella la primera en proponer con insistencia:

—¿No cree usted, doctor, que sería conveniente una operación, una pequeña intervención?

En las moradas burguesas las cosas se desarrollan de una manera más discreta. La señora Verval, la charcutera, llamó a Michel el año pasado porque se hallaba encinta. Luego, no se habló más de ello. El otro día, Verval mandó llamar a Michel para un caso de urgencia. En la casa no hay ninguna criatura.

Por otra parte, nadie muestra la menor turbación. Simplemente, se ha soslayado el tema. Luego, es la mujer de Failly, la carnicera, que ha tenido una vez más, un aborto de cuatro meses. También una vez mas Michel la ha atendido sin decir nada. Después, cuando todo está terminado, hay que ver con qué congoja los Failly le saludan, disimulando torpemente su satisfacción por verse liberados de un hijo con la complicidad del médico. Y la misma semana, una llamada urgente de casa de los Lavaisne. La señorita Lavaisne, una muchacha de veinte años muy moderna, sufre una hemorragia inexplicable. El gran Lavaisne está muy preocupado, lo mismo que la rubia señora Lavaisne, quien, aunque siente una debilidad especial por el género masculino y goce en engañar a su marido, no se ha enterado de nada.

Al punto se ve que la señora Lavaisne no abriga la menor sospecha sobre la dolencia de su hija, pues habla continuamente de inyecciones y de silla de extensión…

Michel, sin decir nada, cuida a la joven Lavaisne en presencia de los padres. Sin embargo, en dos o tres ocasiones habla abiertamente a la muchacha. Ésta rompe a llorar. Dice que la culpa no es suya, y que la libertad es una carga muy pesada, incluso para una muchacha «moderna». No tarda en restablecerse. Una mañana, al cruzar Michel el espacioso y enorme vestíbulo, le llama discretamente el joven Lavaisne, un colegial granujiento.

—Quería verle, doctor. Iré a su casa esta tarde. Pero no diga nada a mis padres.

El jovenzuelo va a ver a Michel «por encargo de un compañero que está preocupado». Michel le da unas palmaditas en el hombro y trata de granjearse la confianza.

—¡Pero si conozco muy bien a tu compañero! ¡No faltaba más! ¡Y no está lejos! ¡Delante de mis narices! ¡Vamos, vamos! Eres ya un hombre. Hay que ser valiente. Cuéntame lo que te pasa y en seguida te examino.

El pobre muchacho ha atrapado la sífilis. ¡Singular idea esa del Ayuntamiento de permitir que se instalara una serie de burdeles frente a la Universidad!

Michel está fastidiado. Secreto profesional. El joven Lavaisne, con sus diecisiete años, ¿cómo va a cuidarse sólo la sífilis y seguir un régimen severo de desintoxicación? Y, por añadidura, existe la posibilidad de un contagio en la familia o en la Universidad. ¿Debe Michel poner sobre aviso a los Lavaisne? El joven Robert ha depositado su confianza en él, suplica su silencio, hace un llamamiento a su honor y le dice:

—¡Doctor, si mis padres se enteran, me suicido!

Con esos muchachos, nadie sabe a qué atenerse. A ese jovenzuelo que hasta aquel momento nadie ha oído hablar de moral, Michel le habla de rectitud, de lealtad, de deber. Es sorprendente notar cuán intensamente penetran en él tales sentimientos, cuánta reserva de generosidad existe aún en una juventud minada por la gangrena. Sólo el pensamiento de que pudiera contagiar a sus compañeros, a su hermana, a su madre, hace titubear a Robert Lavaisne. Llora y consiente. Michel irá personalmente a explicar lo sucedido a su padre.

En su despacho, el gran Lavaisne, un gigante de tez rubicunda por la práctica de los deportes, el automovilismo, la caza y los buenos vinos, escucha a Michel con estupor. ¡Robert, que aún no ha cumplido los diecisiete años! ¡La sífilis! Se sienta, llora, confiesa su miseria, su hogar desunido, la desavenencia de su matrimonio, las mujeres con quienes mantenía relaciones y que amargan su vida.

Y dice como Lausefeld:

—¡El dinero! ¡Qué broma! ¡Qué inmundicia! ¡Y pensar que uno se desloma para ganar eso; eso que ha labrado toda mi desgracia!

Ignora que su mujer le engaña y que su hija acaba de abortar. De todos modos, a Lavaisne le sobra la razón cuando sienta la procedencia del mal: el dinero ganado con destilar el alcohol y envenenar al pueblo, y que ha permitido a los suyos gozar de una vida lujosa y holgazana. ¡Qué fastidiosas son a menudo las sífilis! ¡Cuánta diplomacia, cuántos embustes y argucias son necesarios!

Un buen hombre acude a ver a Michel. Muestra un grano sospechoso.

—¿Es usted casado?

—Sí.

—Usted ha engañado a su mujer.

—En absoluto.

—Vamos, hombre…

—¡Le juro que no!

Michel calla y reflexiona. Hay que evitar el drama.

—Diga a su mujer que venga. Quiero examinarla.

Al día siguiente se presenta la mujer con cierto mal humor. Michel la examina. Sífilis. Y no reciente, por cierto. Ha sido ella quien ha contagiado al marido. En presencia del buen hombre, Michel interroga:

—Señora, ¿ha viajado usted por ferrocarril durante el año pasado?

—No.

La mujer no comprende. Hay que insistir.

—¿No se ha sentado usted en algún retrete de algún hotel? ¿No se ha servido de una toalla usada?

Ésos son motivos de contagio.

De pronto, la mujer comprende. Se da cuenta de que Michel quiere salvarla. Ella le mira. Ambos adivinan sus pensamientos. Y la mujer murmura:

—¡Cielo santo! Es verdad… Ahora recuerdo… En el mes de agosto fuimos en coche a París. Tres días… ¿Te acuerdas, Adrien?

—Sí —contesta el hombre—. ¡Es verdad! ¡Pues vaya cosa!

No ha sospechado nada. Su felicidad está a salvo. Michel cuidará de los dos.

Sin embargo, otros casos son muy frecuentes. He aquí a una mujer casada que acude, avergonzada, a visitar a Michel. Picazón en el cuerpo. Se sonroja al hablar. Una mujer honrada, no cabe duda. Michel la interroga dulcemente:

—¿Se lleva usted bien con su marido, señora? ¿No sale usted sola? ¿No habrá usted…?, en fin, quiero decir… Perdone usted la franqueza, pero ¿no engaña usted a su marido?

—¡Oh, doctor!

—No, no, evidentemente… Pues en este caso, dígale usted que venga a verme.

Al cabo de unos días llega el marido. De buenas a primeras habla en tono altisonante.

—Doctor, por lo visto usted ha dicho a mi mujer que…

—Un momento —ataja Michel—. Hablemos primero de usted. ¿Dónde ha atrapado usted la sífilis?

La arrogancia del marido se esfuma por completo. Se sonroja, vacila, confiesa, exhibe su mal y pide consejo. Él y Michel examinan la situación, como buenos amigos. ¿Qué decir a la mujer? Podrían hablarle de una afección hereditaria de un abuelo de cualquiera de los dos. Afortunadamente casi todas las familias cuentan entre sus antepasados algún viejo e impenitente calavera cuya memoria ha sido tristemente célebre. Él cargará con todas las responsabilidades. Y si por casualidad faltara ese personaje clásico, se llama a la mujer y se le dice que se ha infectado al beber en un vaso poco limpio. Y de ese modo ha contagiado a su marido. La desgraciada está consternada. Llora. El marido, generoso, la consuela. Un matrimonio más salvado.

La hija del estanquero Simonet acaba de dar a luz a un niño de ocho meses, muerto. Recién llegada de París-Plage, nadie se había enterado de nada. También en este caso, gente de dinero. Los Simonet quisieran «salvar el honor», como ellos dicen. Un amigo de la casa les ha aconsejado.

—Hacedlo pasar por un feto de cinco meses. No habrá entierro ni escándalo…

Cinco meses: una simple inscripción en el registro civil, sin que medie acta de nacimiento ni de fallecimiento. La dispensa del entierro significa el silencio para hoy y el olvido para mañana… Los Simonet presentan a Michel el cadáver del bebé como un feto de cinco meses. Pero el cuerpecito no está macerado. Está completo, formado, es de talla casi normal. Michel se niega a participar en la conjura, a influir sobre el médico forense. Y prescinde de los Simonet, buenos clientes desde hacía tiempo. Éstos ni siquiera le ruegan el silencio. Hermoso rasgo, ciertamente. Por encima de todo, el médico, en nuestro país, debe gozar de estima y respeto para que nadie se atreva a decirle:

—Le ruego, doctor, que observe el secreto profesional.

Todo el mundo sabe que eso es inútil; que el secreto está bien guardado. Los Simonet llaman a Becquerel, quien certificará lo que se le pida.

—Ya lo ves —dice Roy—, uno hace lo que puede pero en realidad no puede hacer gran cosa. ¿Hijos? La masa no los quiere y ¡cómo es la masa la que manda…!, nada más fácil que la represión de la interrupción artificial del embarazo, pero los poderes públicos no lo quieren, porque el elector tampoco lo quiere. Eso es todo. Estamos sujetos a un sistema electoral mal concebido en que la selección, la selección del pueblo, como de las clases superiores, no puede expresar su opinión como quisiera. Pero antes de que tú te establecieras aquí, una buena mujer había denunciado a una abortadora. Cuando la gente se enteró, fue a derribar la puerta de la casa… ¿De la abortadora? No, de la denunciante. Estuvo a punto de que la lincharan. Tuvo que salir de la región. También yo he querido echar mi cuarto a espadas. Ya puedes suponer que conozco aquí muy bien a esas mujerucas que meten mano en la matriz de las mujeres que van «retrasadas». A casa de todas ellas, una tras otra, he enviado a un inspector de policía en traje de paisano. Decía que su mujer se hallaba encinta y solicitaba que la hicieran abortar. Todas las abortadoras aceptaron. Por este procedimiento conseguí hacerme con un «dossier» formidable. Entonces, presenté una denuncia al Juzgado. ¿Sabes lo que ocurrió? Pues nada en absoluto. El Juzgado no ordenó ninguna diligencia basándose en que, a su entender, no había habido «comienzo de ejecución». ¿Qué te parece? La verdad es que el Juzgado se ve obligado a someterse a las órdenes del Gobierno. El Gobierno está a las órdenes del elector. Y el elector no quiere hijos.

»Doutreval, si hubiera en Francia una sombra de autoridad, ¿se permitiría la venta libre de los innumerables artículos anticoncepcionales que se expenden sin receta, los óvulos, los extractos ováricos? Lee los periódicos y verás una serie de impúdicas propagandas; las clínicas para “enfermedades de la mujer”, los laboratorios que certificarán si una está encinta o no antes del segundo mes, cuando aún hay tiempo… Una publicidad ostensible, cínica. Ya conoces esa especialidad cuya propaganda consiste en una ilustración explícita: una cigüeña con el pico abozalado. Dicen en Alsacia que las cigüeñas llevan a sus hijitos en el pico. El símbolo era claro. ¡Verdaderas armas parlantes!

»Protesté y conseguí que cesara esa propaganda. Pero el producto continúa vendiéndose libremente en todas las farmacias. En la región de Lille se venden setecientas mil dosis de drogas abortivas al día. ¡Sin contar las especialidades! En total, que puedes doblar esa cifra. No vas a suponer que en nuestra región hay todos los días millón y medio de mujeres con menstruación irregular. No. Las tres cuartas partes de esos productos sirven para los abortos. Por otra parte, son tan conocidos los nombres de todos ellos que cuando una mujer encinta va a ver a alguno de mis colegas con la idea más o menos confesable de hacerse abortar, éstos le prescriben en seguida una pequeña dosis. ¡Inofensiva, por supuesto!, así la mujer se va contenta… y no aborta. Si el médico no le hubiera recetado nada, ella se hubiese tomado una cantidad diez veces mayor y quizá logrado abortar. ¡Hasta aquí hemos llegado!

»Y todo ello sin contar con las mujeres que hacen uso de las agujas y alfileres. Gracias a todas esas trapacerías, Francia tendrá en 1980 veinticinco millones de habitantes. Si no se acepta el voto familiar, el voto plural, no sé exactamente qué, pero en todo caso un sistema electoral que dé a las elecciones de todas las clases una garantía de labor eficaz, si no volvemos a la religión, a la moral, a un Gobierno integrado por los mejores de entre los obreros, los burgueses y los grandes y pequeños campesinos, te digo, Doutreval, que estamos perdidos.

—Estoy de acuerdo con usted —dice Lausefeld, el fabricante, al contestar a Michel que ha ido a visitar a Anne-Marie Lausefeld—. Una verdadera plaga, ciertamente. La causa primera, son el laicismo y el cuartel, de la despoblación. No somos nosotros, empero, los únicos responsables. ¿Por qué no tiene el Estado una política de inmigración? Ya ve usted dónde se alojan nuestros obreros polacos, checos, italianos y argelinos; en casas de huéspedes y en sórdidas pocilgas. Como si todo estuviera preparado para corromperlos en cuanto llegan y averiar la sangre nueva y sana que hubieran podido transfundir si se hubiese efectuado una selección cuando entraron. Hubiera sido necesario construir viviendas, ciudades obreras esparcidas por el campo, lejos de la fábrica, con servicio de autobuses. Nosotros, los industriales, habíamos pensado en ello. Pero no ha podido hacerse. ¿Quién lo ha impedido? Pues, Mooreman, Becquerel, los alcaldes y consejeros municipales. ¿No se da usted cuenta del número de electores que les habría sido arrebatado? Han preferido construir en la ciudad una colección de gigantescos inmuebles, viviendas exiguas y malsanas en los que cada ventana representa para ellos un voto más en las elecciones, y en los que nunca, por supuesto, vendrá una criatura al mundo. Chicos en piso. ¡Vaya comodidad! Ya conoce usted nuestros sórdidos tugurios, nuestros tabucos. Me denegaron la autorización porque en el barrio hay un establecimiento de bebidas propiedad de un consejero municipal. Le habría echado a perder la clientela… Tuve que desistir de mis propósitos y contentarme con pavimentar los patios, instalar agua corriente, dar una capa de pintura y chocar algunas macetas de flores… Y dicho sea de paso, tenga en cuenta que en el Ayuntamiento figuran diecisiete taberneros. Vivimos en el reino de la «tascocracia», doctor. Y eso será nuestra ruina.

Sí, pero en cambio ahí tenemos a la señora Daubian, que se halla una vez más encinta, que se ha pasado nueve meses en una silla de extensión y a quien esta noche Michel ha asistido en el parto. Un chico. No hay dinero en la casa. Daubian, que en sus tiempos fue rico, que lleva un apellido ilustre, trabaja ahora de peón y cuando vuelve de la fábrica Lausefeld lava la vajilla para que mujer pueda descansar. Sin embargo, qué alegría en este hogar, qué felicidad, al ver finalmente colmadas esas ansias de maternidad tras largos años de espera y sufrimientos voluntariamente aceptados. Y Evelyne, completamente restablecida y que de nuevo espera para fines de verano. Y los Dauvillé, ese matrimonio obrero. La mujer dio a luz el sábado pasado. Ambos son exjocistes[106], buen ánimo, amor y ni una perra gorda. Dauvillé, emocionado, trastornado no se ha movido del lado de su mujer. Le cogía las manos, le enjugaba la frente, le llevaba una taza de café, le hacía oler vinagre. Ese modesto obrero, de manos callosas, encontraba palabras tan dulces, tan cariñosas, tan sentidas, que a Michel se le humedecían los ojos. Esos matrimonios, esos hogares, donde aún subsiste el amor, lo redime todo. Esta mañana, Michel ha ido a casa de Dauvillé. Sentado en una silla baja, con el recién nacido sobre sus rodillas, Dauvillé, con sus manos agrietadas, envolvía cuidadosamente al bebé con blanquísimas mantillas, y sujetaba la tela con agujas imperdibles con la maña de una mujer experimentada. Cuando entró Michel se levantó. Dauvillé era bajo de estatura, delgado y lleva cubierta la cabeza con una gorra deslucida. Con la mano derecha en las posaderas de la criatura, envuelta en mantillas hechas de una sábana fuera de uso, la reclinaba contra su pecho sosteniéndola firmemente con la mano izquierda. Una manaza negra, fuerte, como perteneciente a un hombre más corpulento que él agrandada por un trabajo pesado, con grietas en las articulaciones y unas uñas cortas, cuarteadas y roídas. Rebosaba felicidad y sonreía a Michel, con el rostro del crío muy cerca del suyo. En aquella sencilla y alegre paternidad había una grandeza indescriptible. Durante todo el día ese recuerdo ha llenado la mente de Michel, la imagen de esa especie de pequeño y alegre San José de tez cetrina mostrando al mundo sobre su fuerte mano al recién nacido. Un recuerdo reconfortador que le hace a uno recobrar la confianza en el porvenir. ¡Adelante! Aún quedan en este mundo más hombres de buena voluntad de los que son necesarios para salvarnos.

El gran Lavaisne, el destilador, ha muerto. Oficialmente, de una apoplejía. Una tarde, la señora Lavaisne llama a Michel por teléfono.

—¡Pronto, doctor! ¡Mi marido! Una congestión. No, no, ha sido en mi casa. En la calle de Louis-Blanc.

En la calle de Louis-Blanc vive la amiga de Lavaisne. La congestión de Lavaisne ha consistido en una bala de revólver que aquella ha depositado en su cabeza. Una tremenda confusión en la casa.

Sangre desde el vestíbulo hasta el primer piso.

Michel llega a tiempo para arrancar de manos del hijo de Lavaisne, un pobre estudiante sifilítico, a la amante de su padre, a quien quería estrangular. La mujer y la hija de Lavaisne hurgan entre los cajones. En el primer piso, tendido en una cama, con un cobertor amarillo de seda moteado de sangre, el coloso agoniza. Al lado de él, un sacerdote le tiene cogida la mano y le interroga en voz baja, con la boca pegada al oído. Y sin duda le pregunta:

—¿Ha perjudicado usted a alguien para conseguir su fortuna? ¿Ha ganado usted su dinero con malas artes? ¿Lo ha empleado usted mal?

El poderoso destilador ya no puede hablar. Aprieta cada vez más la mano del sacerdote. Señal de afirmación. Unos momentos después muere.

Mientras Michel redacta el certificado, la mujer y la hija de Lavaisne lo remueven todo en la casa de su enemiga. Vacían los cajones, buscan papeles, facturas un posible testamento. Han encontrado los recibos del alquiler y del mobiliario. Todo está a nombre de Lavaisne. Así podrán ponerse a la venta los muebles de la amante. Michel, tras largas vacilaciones, se decide a escamotear la fórmula de ritual:

«Fallecido de muerte natural…» y certificar simplemente: «Muerto el día…». De todos modos, no deja de ser un caso engorroso. La omisión de «muerte natural», ¿no va a hacer entrar en sospechas al médico forense y a la justicia? Y por otra parte, hacerlo constar en el certificado sería una falsedad que podía llevarle a los tribunales. ¡No siempre es fácil salvaguardar el secreto profesional!

Precisamente con esas historias de certificados, Gaspard Becquerel se encuentra en un mal paso. Los Simonet solicitaron sus servicios, una vez se hubo marchado Michel. Fue fácil persuadir a Becquerel de que reconociera «haber asistido a la señora Simonet, que ha puesto al mundo un feto de cinco meses».

Pero el médico forense de la ciudad ha tenido la curiosidad de investigar el caso y ha comprobado la existencia de un feto de ocho meses. Mucho trabajo le costó a Becquerel echar tierra sobre el asunto.

Sobre todo después de un incidente a propósito de una fractura que aún era objeto de comentarios en el sindicato de médicos. Tiriez, médico de la Compañía de Seguros «La Solidaridad», al examinar su «dossier», encontró una fotografía de una fractura tan limpia, tan perfecta, que abrigó fundamentadas dudas. Justamente, el médico en funciones era Becquerel. Tiriez llamó a Becquerel y le dijo:

—Mi querido colega, esta fractura es verdaderamente magnífica. ¡Nadie la podría superar!

—No comprendo…

—¿Quiere usted traerme la placa fotográfica original? Le doy dos días de tiempo. Seremos discretos; pero si no tengo la placa en mi poder dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, presentaremos una denuncia.

Dos horas después, se presenta Becquerel con la placa. En medio del hueso, en sentido transversal un vigoroso trazo a lápiz simulaba la famosa e inexistente fractura.

—Ya ven ustedes que se trata de un error —explica Becquerel sin inmutarse—. Uno de mis enfermeros, un imbécil…

No hubo consecuencias. La compañía «La Solidaridad» se limitó a guardar el «dossier» y la placa, junto con otros documentos, en la caja fuerte. Becquerel es diputado. Y le interesa a «La Solidaridad» contar con el mayor número posible de argumentos firmes, por si determinados partidos políticos propusieran en el Parlamento la nacionalización de las Compañías de Seguros.

Un caso de difteria, otro y otro… Roy y Holmont atienden también otros casos. Todos los pequeños enfermos van a la escuela Louisse-Michel de la localidad vecina, que administran Becquerel y el alcalde diputado Mooreman. Michel y Roy visitan a Mooreman.

—Señor alcalde, sería prudente cerrar la escuela.

—Está bien —dice Mooreman sorprendido—. Hablaré de ello al consejo municipal. Además, es reglamentario.

Pero el consejo municipal no lo entiende así. Sí, claro, existe el reglamento, pero no hay nada que fastidie tanto a los obreros —los electores— como el cierre de una escuela. Los chiquillos vagan por las calles, importunan a las madres, coartan su libertad y les impiden ir a la fábrica. Faltando seis meses para las elecciones no puede hacerse tal cosa. El consejo municipal se opone a ello como un solo hombre…

—¡Vacunemos! —propuso Becquerel—. Vacunemos obligatoriamente a todos los niños de las escuelas.

Entusiasmo. La vacunación está ya decidida. El alcalde de un pueblo es dueño absoluto de la sanidad pública. Ahora bien, ni Mooreman ni siquiera Becquerel saben que la vacuna no implica siempre una inmunidad cierta, que sólo comienza a ser eficaz ocho días después de la inoculación… y, sobre todo, durante la semana subsiguiente a la vacunación, el niño vacunado está particularmente sujeto a los peligros del contagio. Si durante ese período el niño se contagia, ninguna vacuna podrá salvarle.

El mes siguiente es horrible. Epidemia de difteria. Michel se pasa cuatro noches consecutivas a la cabecera de los chiquillos moribundos. Tos, fiebre, ahogo, crisis de asfixia. Luego se hielan los pies. El frío va apoderándose de los tobillos, las pantorrillas, el vientre y el corazón. ¡No hay nada que hacer!

Ni siquiera el suero, medio brutal y desesperado al que a fin de cuentas debe recurrir Michel, puede resolver nada. ¡Cuatrocientos centímetros cúbicos de suero inyectado a uno de los chicos enfermos se manifiestan ineficaces! Todos esos chiquillos están enterados de quiénes de sus compañeros están enfermos y quiénes han muerto.

Y dicen a Michel que también ellos morirán. Michel se desvive, lucha sin descanso, miente, consuela, reconforta, arriesga su vida, lleva cada noche a su casa el peligro de un contagio mortal para Evelyne, y ve morir uno tras otro a niños de ocho y nueve años en los brazos de sus madres enloquecidas, sin poder decir nada, sin tener el derecho a acusar a los responsables.

Pero antes del día de Todos los Santos, Mooreman llama a Michel para su hijo Jean, un muchacho de veinte años. Hasta entonces había estado al cuidado de Becquerel. Mooreman tenía gran confianza en su amigo. Pero Becquerel no dejará de ser culpable de la muerte del hijo de Mooreman. El muchacho está tuberculoso. Becquerel ha atendido a su salud con la ayuda de píldoras y jarabes.

Consultado acerca de la oportunidad de un análisis de esputos, declaró: «¡Oh, no hay porqué alarmarse! ¡No existe el menor peligro!». Sin embargo, el muchacho iba perdiendo cada vez más y Mooreman ha acabado por alarmarse. Ha llamado a Jacquinet, el gran “patrón” y le ha rogado que le dijera la vedad.

—No hay nada que hacer —debió de decir Jacquinet—. Su hijo no verá la primavera.

Ignórase lo que pueden haberse dicho Mooreman y Becquerel. Lo cierto es que ya no se les ve tomando juntos el tren de París. Jacquinet ha ordenado un tratamiento rígido. Luego ha dicho a Mooreman:

—Llame usted a Doutreval… Su sistema de régimen y de higiene es un poco original, pero es un médico que sabe lo que tiene entre manos.

Mooreman interroga a Jacquinet. Uno arriesga su vida y sacrifica una hora a la cabecera de un moribundo, pero no por eso abdica de su condición humana. Jacquinet, que acaba de visitar gratuitamente a los enfermos indigentes de Michel, que escribe a veces a los pobres: «Si tiene usted que perder un día de trabajo por esperarme en el hospital, venga a mi casa y le cobraré lo mismo» y que percibe así veinticinco francos en lugar de trescientos, ha tenido una reacción bien perdonable. Y ha dicho con tono de suficiencia:

—¿Doutreval? ¡Ah, sí, muy bueno! Un médico de barrio, claro está, un hombre experimentado…

Pero a renglón seguido, porque hay que ser leal, ha añadido:

—De todos modos, nada perderán ustedes con ir a verle. Su método tiene cosas buenas.

Llamémosle.

Por otra parte, Jacquinet ha visto claro: el hijo de Mooreman está bien acabado.

—¡Consérvelo un año más, doctor! —suplica Mooreman—. ¡Hágalo vivir un año más! ¡Que lo tenga otro año a mi lado!

Llora. No es más que un desgraciado, un hombre digno de lástima, cuyo hijo va a morir y que ya no cree en nada. Michel, presa de emoción, promete. Probará. Luchará. Una nueva y pesada responsabilidad, una lucha constante, día a día, hora a hora, una lucha tenaz, agotadora y al mismo tiempo exultante, contra la muerte, con la certidumbre de una derrota final, pero sin desalentar ni dejarse batir. Ahí reside la grandeza de la profesión, en esa lucha hasta el postrer aliento, sin esperanzas, con la satisfacción, el orgullo, ya grande de por sí, de haber ahorrado sufrimientos, dado alivio a horas que podrían haber sido atroces, preparado una muerte dulce y apacible…

Una mañana temprano, Wilder, el carpintero, llama a Michel. Caso de urgencia, al parecer. Sin lavarse siquiera, Michel se encamina a casa de los Wilder. Su hijo sufre ataques convulsivos. Sin ser grave, la cosa ofrece cierto dramatismo. Los Wilder han perdido la cabeza. Michel se quita la americana, enciende la cocina, pone agua a calentar y prepara jofainas, franelas y toallas. Ha desfajado al niño, lo pone sobre sus rodillas y lo envuelve con ropas húmedas y calientes. Luego un baño total. La criatura vomita un líquido sucio sobre el chaleco de Michel. Y al cabo se tranquiliza y se duerme. A las seis de la mañana, moviéndose entre estropajos, charcos de agua, cubos, jofainas tiznadas de hollín, ceniza y carbón, Michel, en mangas de camisa, con os brazos arremangados, acuna finalmente, satisfecho de sí mismo, al niño amodorrado y enjugándose el rostro, declara:

—Creo que por esta vez lo hemos salvado.

La madre llora, da las gracias, vuelve a llorar y quiere hacer café. El padre se suena. Michel explica la lección y proclama algunas verdades. Luego de tomar un café inclasificable, se lava las manos y se pone la chaqueta sobre el chaleco salpicado de agua. ¿Qué dirá Evelyne?

—¿Qué le debemos, doctor? —pregunta el hombre.

Michel conoce a Wilder. Es un pobre Diablo que ha sufrido recientemente dos accidentes de trabajo.

—Una visita, Wilder. Quince francos.

Michel entra en su casa. Van a dar las siete. Demasiado tarde para acostarse. Le agrada a Michel en esos momentos de fatiga, encontrar a Evelyne levantada, esperándole. La riñe un poco, sólo por guardar las formas, pero está contento de tenerla a su lado, de oírla hablar mientras se afana en preparar las tostadas de pan con mantequilla, el café, el agua caliente para afeitarse, la navaja, la toalla seca, la ropa limpia…

Y entonces comienza para Michel su trabajo cotidiano de médico de barrio, según la humillante expresión de Jacquinet. Visita toda la mañana. A mediodía, a la hora del almuerzo, una anciana impedida, que acaba de llegar de Arras en una camioneta y a quien debe examinar en el mismo vehículo. Por lo tanto, reducción del almuerzo. De la una a las cuatro, visitas y más visitas en el pequeño gabinete, demasiado caluroso, que huele un poco a sudor.

A las cuatro, Michel, cansado, con la cabeza pesada, sale al jardín a tomar un poco de aire en compañía de Evelyne, a quien su nuevo embarazo obliga, en bien de ella, al reposo. Pero como es sábado, va a efectuar su recorrido semanal, visitar a los que van a morir. Consulta su pequeña agenda con cubierta de piel negra en la que figuran los nombres de todos aquellos que habrán muerto dentro de dos meses. En primer lugar, Borghère. Michel le visita, lo ausculta y ordena unas ligeras modificaciones del régimen. Una palmadita amistosa en el torso descarnado y velludo. Una buena palmadita, cordial, familiar y engañosa. Borghère, reconfortado por toda la semana, sonríe.

Cinco minutos en casa de los Labuire. Sentada junto a al cama del paralítico, la vieja Pauline juega a las cartas con su marido. Labuire apenas presta atención al juego. Sus dedos sin vida dejan caer las cartas. La vieja Pauline, paciente, vuelve a empezar el juego colocándole una a una las cartas entre los dedos. Al entrar Michel, avergonzada, trata de excusarse:

—No es que eso me divierta, doctor. Aún tengo que lavar la ropa… Pero sólo eso le distrae.

María Van Meulen tiene cincuenta años. Parálisis general. Ha perdido el juicio. Pero Víctor, su marido, no quiere que vaya al hospital. Sin embargo, como la mujer se encuentra insoportable, Víctor la ha atado en la cama a la que ha rodeado de una barricada de maderos. Él la cuida, la lava y la limpia.

Para alimentarla, se sube a la cama, se arrodilla encima de ella, la sujeta entre sus piernas, masca un pedazo de pan y quitándoselo de la boca introduce a la fuerza la pasta en la boca de la mujer, mientras ésta blasfema horriblemente y trata de pegarle. Así vive esta mujer desde hace dos años.

—¿Qué hay, Víctor? ¿No se decide aún a llevarla al hospital?

—¡Oh, no, doctor! Me echaría mucho de menos. Estoy seguro de que a veces aún me reconoce…

Una visita a Daudenaerde, una visita a la Comisaría de Policía para certificar la defunción de una muchacha arrollada por el tranvía cuyo hígado surge del vientre como una enorme seta color de encarnado oscuro, y Michel vuelve a su casa. Son las seis de la tarde del sábado. Un poco de descanso con Evelyne en el jardín. Luego, ¡qué gozo! El viejo «Citroën» se pone en marcha.

Al final del camino bordeado de sauces, alguien llama a la puerta Michel se apea del coche. Es el padre de Francine Ray, la muchacha tuberculosa.

—Perdone la molestia, doctor… Se trata de mi hija… Quiere verle…

Michel, turbado, presa de confusión, trata de excusarse.

—Ya sé que no vale la pena, que lo molesto por nada, porque, en efecto, nada puede usted hacer por mi hija. Pero se nos va, doctor. Ha venido el sacerdote. No vivirá mucho tiempo… Usted la ha cuidado muy bien y ella le quiere mucho… Me ha dicho… «Padre, quisiera ver otra vez al señor doctor…».

»Por eso me he atrevido a venir. Ya sabe usted, doctor, las ideas y los caprichos que se le ocurren a una enferma… Tiene usted que perdonarme…

—Sí, sí… Voy en seguida.

Michel entra en el jardín.

—¡Pobre Evelyne! Tampoco esta tarde tendremos libre.

—¿Qué le vamos a hacer? Gajes del oficio, Michel… —dice Evelyne esbozando una sonrisa.

Michel trata de poner en marcha el «Citroën», pero no lo consigue. Se apea y se marcha a pie.

El padre de Francine no ha mentido. Francine Ray está muriéndose, lentamente, dulcemente, sin embargo, reconoce en seguida a Michel. Le sonríe y dice con un hilo de voz:

—Esto es el fin, señor Doutreval… he querido darle las gracias… ¡Ha sido usted tan bueno conmigo!

En este momento no le llama ya «doctor» ni «señor doctor». Es el «señor Doutreval», un amigo. Es de la familia. Francine Ray ha pedido una copa para él, pues quiere que tome un poco de champaña.

Señala una flor en un búcaro colocado encima de la mesita de noche. Quiere que Michel se la lleve.

Será un recuerdo de ella, porque era un poco romántica, sólo un poco… Diecinueve años… Se le va la cabeza. Poco a poco va perdiendo la noción de las cosas. Se da cuenta de ello y tiene miedo. Y suplica:

—Señor Doutreval… Por favor… no se mueva de mi lado. No me deje sola…

Michel se queda a la cabecera de la moribunda, al lado de sus padres. Le coge la mano y eso la tranquiliza. Lentamente va sumiéndose en la inconsciencia. De cuando en cuando abre los ojos, unos ojos turbios y extraviados. Y ve a Michel inclinado sobre ella junto a sus padres. Entonces parece disiparse su temor. Michel no se aparta un momento de su lado y la ayuda a morir. Francine ha confiado en él de una manera tan ingenua, tan absoluta y tan hermosa, que sólo con tenerlo junto a ella entrará más apaciblemente en las tinieblas, como si hasta en la hora de la muerte, aquel que fue en este mundo su médico y mitigó sus sufrimientos aún pudiera protegerla.

Es tarde ya cuando Michel vuelve a su casa. Le escuecen los ojos. Con paso cansino atraviesa las calles de los barrios obreros, correspondiendo maquinalmente al saludo de los trabajadores y las mujeres que toman el fresco sentado a la puerta de su casa.

—¡Buenas noches, doctor! ¡Buenas noches, señor doctor!

El Michel Doutreval, su médico, una notabilidad, el más entendido de todos.

No suele pagársele, pero para ellos no hay otro como él. Las mujeres le sonríen, le salen al paso los pequeñuelos y las gentes le detienen para hablarle y pedirle consejo. La bonachona mercera de la calle de Louis-Blanc, a quien el año pasado persuadiera Michel para que amamantara por sí misma a su hijo, llama al joven doctor para mostrarle las carnosas posaderas de la criatura. Michel se queda boquiabierto. ¡Son, en verdad, unas posaderas espléndidas! Al poco, la mujer de Borghère le interroga acerca de recetas culinarias, pues no consigue hacer para su marido un guiso sin manteca ni mantequilla. Michel le dice que con un poco de aceite de cacahuete… Más lejos, los Letilleul, desde la puerta de su establecimiento, le dicen a voz en grito:

—¡Nos hemos decidido, doctor! Hemos traspasado la taberna y nos mudamos de sitio.

Hacía seis meses que regenteaban la tasca. Pero los chiquillos se pasaban el día en la calle, dormían a horas intempestivas, se acostaban tarde y nadie estaba de buen talante. Y acabaron por prestar oídos a los consejos de Michel. Unos metros más allá, sentada en una silla baja y dando el pecho a su hijo antes de acunarlo, estaba Elena, no casada aún, que fue a ver a Michel para hacerse abortar, y que después de haber pasado una hora llorando como una Magdalena en su despacho acabó por conservar al hijo.

Michel camina junto a las hileras de casitas que huelen a cebollas.

«Sí, claro, un médico de barrio».

Recuerda las palabras de Jacquinet sin apenas sentirse zaherido ni humillado. Un médico de barrio. ¿Y qué? Un hombre que anda de la mañana a la noche, continuamente preocupado por su «Citroën», que renuncia a unos minutos de asueto para atender a un enfermo que va de mal en peor y que seguramente necesita de él, y que tiene inscritos en su agenda los nombres de los pobres diablos a quienes ha cuidado, que no le pagarán nunca y a quienes volverá a visitar fingiendo, como ellos, haberse olvidado de todo. Un discípulo de Domberlé, un hombre que predica la verdad, que hace abandonar a los Letilleul la taberna que arruinaba su vida familiar, encuentra un hogar en el campo para una muchacha tuberculosa, convence a los Lausefeld a que empleen menos mujeres en su fábrica, y sustituyan su guardería infantil por un plus a la madre para que pueda quedarse en casa, que asume pacientemente la carga de los demás, y a quien todo el mundo confiesa las taras, los adulterios, las sífilis, los abortos, los asesinatos: porque es el médico y puede hacerse cargo de todas las miserias y todas las culpas que sin vacilar, sin comprender el alcance de lo que hacemos, descargamos sobre sus espaldas. Un hombre que sacrifica todas las semanas una tarde al lado de Borghère y de Daudenaerde, simplemente porque van a morir; que reconforta a una muchacha que acaba de ser madre; que ingiere si es necesario un plato de sopa en la mesa de un obrero para que no se sienta vejado. Que se pasa una noche en blanco junto a una mujer pronta a dar a luz, cuida a un niño enfermo, hace las veces de enfermera, prepara baños, echa a perder su mejor traje y que cuando se le pregunta cuánto se debe, puede contestar con disimulado orgullo:

—Sólo una visita, Wilder. ¡Quince francos!

Un hombre que, todos los días, debe visitar a quien sus colegas rehúsan ver: a los atacados de difteria, de tos ferina, o de tifoidea, a los sifilíticos y a los tuberculosos; que tiene que aceptar para él y para su hogar, para aquellos que ama, mortales peligros de contagio, sin que los enfermos se den cuenta de ello ni siquiera se lo agradezcan. ¡Para eso es médico! ¡Y médico de barrio!

Dejando atrás las últimas casas de suburbio, Michel atraviesa el campo en silencio y se encamina a su casa. Sopla, por entre los setos, el viento de la tarde muriente. Algunos murciélagos motean de negro la luz crepuscular. Michel piensa en Francine Ray. Aún le duelen los ojos. ¡Al menos que Evelyne no se dé cuenta de que ha llorado! Se inquietaría y le mimaría a hurtadillas toda la noche sin decir nada.

Evelyne se muestra siempre temerosa. Hay momentos en que, en el fondo de sí misma, no se siente segura y aún se reprocha haber sido un obstáculo para Michel, la culpable de su mediocridad… ¿Mediocridad? Sí, quizá a los ojos de los hombres. Sin dinero, una ruda profesión, una compañera enfermiza… Le preocupa a Michel el próximo parto de Evelyne. ¡Y pensar que tenía que casarse con Simone Heubel, vivir en compañía de una mujer robusta, una existencia de lujo, de honores, una vida fácil…!, no cabe duda de que a los ojos de los hombres se ha portado como un insensato. Evelyne ha traído consigo la mediocridad a su hogar. Pero en aquel momento, caminando sólo a través de los campos, con el corazón oprimido por la muerte de Francine, Michel, súbitamente lúcido, comprende que ha seguido la senda de la vedad y que debe a Evelyne el único y verdadero goce accesible al hombre… Han sido las miserias de Evelyne, su enfermedad y sus sufrimientos los que le han hecho comprender a Domberlé; lo que le ha proporcionado, con la salud y la sensatez, el inestimable poder de consolar y curar. Después de Domberlé, ha sido Evelyne quien a su ve ha pagado por él y por todos los demás. Sólo gracias a ella Michel ha alcanzado el esplendor de la vedad. Es sin duda un hermoso destino llegar a la verdad por la senda del amor.

Y también a la caridad. Evelyne ha salvado en él lo mejor del hombre: el corazón. Por ella se ha desprendido de las mentiras del dinero, conociendo la vida tal cual es, acercándose al dolor y a la pobreza que, en su desesperada realidad, han hecho de él un hombre a través del sufrimiento. Por Evelyne ha aprendido a amar a sus semejantes por encima de sus miserias, sus bajezas y ruindades. Por ella, la criatura humana, a pesar de su mezquindad y su inteligencia, se ha revelado a él con toda su crudeza y ha sabido verla de la única manera que jamás decepciona; como una tierra inculta en que hay que sembrar la verdad, como una ocasión de hacer don de uno mismo, como una conquista a emprender. Y a ella debe su recompensa: una humilde popularidad, la sonrisa y los saludos de los chiquillos de la calle a quienes ha curado el sarampión, y de vez en vez, como acaba de experimentarlo a la cabecera de Francine, una de esas emociones breves, de una magnífica intensidad, cuyo recuerdo guardará en su corazón toda la vida. Todo eso no lo hubiese experimentado a no ser por Evelyne. Es una deuda que tiene contraída con ella, que ha conservado en él la facultad de emociones, de hacer entrega de sí mismo, de amar. Ella ha sido su moral y su conciencia. Ella ha salvado su juventud.

En la oscuridad, caminando por el sendero bordeado de sauces, la amada y bendita imagen no se aparte de la mente de Michel. Con el corazón rebosante de gratitud y de ternura acelera inconscientemente el paso. Quisiera estar ya junto a Evelyne y decirle todo lo que está pensando. Eso es el amor. Por encima de las dudas, el cansancio, el desaliento, las tentaciones, los momentos de desesperación en que Michel ha creído haber dejado de amar, cometer una locura según el buen sentido de los demás, al final de esa caminata a través de la oscuridad, una nueva luz, un resplandor hasta ahora sólo presentido, ha iluminado su alma. Ha sido preciso renunciar a todo, abdicar de sus ambiciones, de su orgullo y hasta de la esperanza de ser todavía feliz; aceptar la pobreza, la miseria, las incomodidades, la enfermedad y la muerte. Un di atrás otro, a costa de su sudor y de sus lágrimas, ha sido preciso sostener a Evelyne y mantenerla con vida. Ella ha vivido para él, le ha hecho don de su propia fuerza, de su propia sustancia. Saber que Evelyne está contenta, procurarle una tarde y una noche tranquilas, despertar su sonrisa, aliviar su dolor, aventar o suavizar un mal recuerdo, distraerla, consolarla, educarla, éstos son los únicos goces que espera todavía de ella. Como así lo quiere Domberlé, ha vivido una existencia de místico y ha accedido a desempeñar el insensato papel de cargar con la cruz de un miserable, de expiar con ella el pecado de los hombres. Y he aquí que ha sobrevenido el milagro. Desde el día en que consintió hasta en al extinción del amor, en que nada pidió ni esperó de Evelyne, en que se consagró a ella sin desear nada a cambio, sin cálculos ni esperanzas, un nuevo amor ha brotado, purificado, triunfante, indestructible, libertado de su humanidad, de la servidumbre del egoísmo. Él, que había renunciado al mundo, que había querido limitar sus horizontes y su vida al rostro afilado de esa pobre criatura destinada a la muerte, se ha dado cuenta de que en su misma miseria, en esa misma desnudez, ha encontrado el entusiasmo, el esplendor, las emociones y los goces que el mundo entero no le hubiese deparado. En ellos hallará sus razones de vivir, sus energías, toda su recompensa…

Precisa creer que todo hay que merecerlo; verdad, gracia y genio. E incluso el amor. El amor del hombre y de la mujer ¿acaso no sería, como lo restante de la vida humana el símbolo, el reflejo de una gran obra de amor y redención? Pues también el amor exige y promete:

«Abandóname y me encontrarás».

Ha sido necesario que Michel olvidara, renunciara, se despojara del egoísmo, y, finalmente, según la Epístola del matrimonio, consintiera en morir por un semejante. Ha sido necesaria una obra de redención. Pero ahora, purificado de todo cuanto quedaba en él de material y terrenal, ama con un cariño nuevo e indestructible y puede decir al ser amado:

—¡Te amo! Por encima de las tristezas y miserias de tu ser humano, de tus flaquezas y de tu desnudez, y también a causa de ellas; por los renunciamientos, la servidumbre, los sufrimientos, los sudores y las lágrimas que me has costado: ¡te amo!