Capítulo IV

Al regresar a su casa, Fabienne se encontró mal, vomitó y tuvo que acostarse. Hizo decir a su padre que estaba enferma. Doutreval subió a verla y al comprobar que sólo tenía temperatura bajó preocupado. Desde hacía algún tiempo, Fabienne no era la misma de antes. Tendría que vigilarla.

Al día siguiente, hacia mediodía, a pesar de sentirse muy cansada, febril y dolerle la cabeza, Fabienne quiso levantarse. Tenía que evitar a toda costa que su padre sospechase algo.

Doutreval estaba en el comedor. Fabienne le dio un beso y rehuyendo su mirada se sentó en la mesa frente a él. Doutreval, preocupado, hablaba poco. Tenía al lado de su cubierto un montón de cartas que iba leyendo con visible mal humor. Fabienne se aprovechó de ello para picotear una hoja de ensalada, comer un bocado de tortilla y entregar a la doncella su plato casi intacto. Sólo al llegar al postre salió Doutreval de sus vacilaciones. Había leche cuajada con estragón, uno de los paltos favoritos de Fabienne. Doutreval, le sirvió una buena porción. Fabienne, a pesar de todos sus esfuerzos, apenas si la probó.

—¿Qué? —exclamó Doutreval al ver el plato lleno—. ¿Aún sigues mala?

—Sí. No me encuentro del todo bien… Un poco de paciencia…

—Estás paliducha, tus mejillas no tienen color y tienes los ojos hundidos. No volverás a la clínica Epidauria, Fabienne. Gasta. Te estás agotando y eso no puede ser. Uno de estos días iremos a ver a uno de mis colegas. Seguramente tendrás que someterte a un tratamiento glandular.

—No, no —exclamó Fabienne—. Me siento cansada, y eso es todo.

—¡Qué terca eres! A partir de hoy no te moverás de casa. Así podrás cuidarte con tranquilidad. ¿Crees que te encontrarás repuesta a fin de semana?

—¡Oh, claro!

—Veamos. Estamos a miércoles. ¿Podrías el sábado, o quizá mejor el lunes, acompañarme a París?

—¿A París?

—Sí.

—Pues claro.

—Está bien. En este caso telefonearé en seguida a Guerran. Será para el lunes próximo.

Fabienne palideció intensamente.

—Le he pedido una entrevista —prosiguió Doutreval, sin darse cuenta de la emoción de su hija—. Quisiera hablarle de mi Centro.

Y diciendo esto puso la mano sobre el montón de cartas.

—Muchas dificultades. Quisiera que interviniera, que hiciera sentir su influencia en el Ministerio de Sanidad… Y me gustaría que me acompañases… Si puedes, claro está, si estás en condiciones para hacer el viaje. Tienes una gran influencia sobre él y te aprecia mucho. Cada vez que nos vemos me habla de «su enfermera». Tu presencia será una ayuda para mí.

Sirviose un poco de queso y continuó:

—Iremos al ministerio y luego almorzaremos con Guerran en el restaurante Prunier. Por la tarde, si todo ha ido bien, daremos un paseo por la ciudad y te ofreceré un hermoso recuerdo, lo que más te guste… ¿Qué te parece?

—Encantada —murmuró Fabienne.

Se enjugó la frente con la servilleta, con un gesto maquinal que no pasó inadvertido a Doutreval.

—¿No te encuentras bien? ¡Estás muy pálida! Dime, Fabienne, ¿te sientes mal?

—Sí, un poco.

Doutreval se levantó preocupado.

—Échate en el diván.

—No vale la pena… Ya me encuentro mejor.

Fabienne apartó el plato, dio un suspiro y esbozó una sonrisa.

—Acaba de tomar la leche, papá…

Doutreval volvió a sentarse sin dejar de mirar a su hija.

—Uno de estos días iremos a ver a Huot —dijo—. En cuanto regresemos de París. No volverás por ahora a la clínica. Ya me arreglaré para tener libres los días de Pascua y nos iremos a Aix a descansar.

Sólo deseo que todo se resuelva bien…

Echó una ojeada a su correspondencia y suspiró. Hubo un prolongado silencio.

—Padre —dijo Fabienne.

Doutreval, absorto, ni siquiera la oyó.

—Padre…

Doutreval levantó la cabeza.

—¿Qué hay, pequeña?

—¿Tienes mucho interés en que…?

—Continúa.

—¿En que vaya contigo a París?

Doutreval sacó un cigarrillo de su pitillera.

—¡Oh, sí! —dijo encendiendo el mechero. ¿Por qué? ¿No quieres? ¿Te encuentras demasiado cansada?

—Sí.

—En este caso, esperaremos algunos días. A fin de cuentas, puedo ir sólo… Entretanto, puedes cuidarte tranquilamente aquí. Y por la Pascua nos iremos a Aix.

Fabienne dio un suspiro. Doutreval soltó una bocanada de humo. Su pensamiento estaba muy lejos.

Fabienne penosamente, prosiguió:

—Padre, si no lo tomaras a mal…

—¿Qué?

—Preferiría… Preferiría ir sola…

—¿A Aix?

—No quiero ir a Aix…

—Podemos ir a otra parte… A Arcachon, a Jean-les-Pins…

—Quisiera marcharme sola…

Doutreval dejó el cigarrillo en el cenicero y miró a su hija:

—¿Qué te pasa?

—Nada… nada…

—¿Adónde quieres ir?

—Aún no lo sé…

—¿Y no quieres que te acompañe?

—Preferiría… Me gustaría más la soledad…

—¡Por lo menos eres sincera!

—Te aseguro, padre —dijo Fabienne, casi con un sollozo—, que necesito estar sola… la soledad me hará mucho bien.

—Lo que necesitas es una buena auscultación, algún extracto glandular. Mañana por la mañana sin falta iremos a ver a Huot.

—Deja al menos que me vaya por algún tiempo. Viajar, alejarme por un tiempo de aquí…

Doutreval la miró fija y duramente. Fabienne bajó la cabeza. Sus ojos se humedecieron. Doutreval se levantó, y acercándose a su hija, le puso la mano sobre los hombros.

—¡Fabienne! ¡Mírame!

Ella permaneció sentada con la cabeza baja y llorando. Doutreval la cogió del brazo y la hizo levantarse.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Qué me ocultas?

—¡Nada! Nada, papá —dijo Fabienne—. Por favor, no me mires así… —¿Por qué lloras? ¿A qué vienen esos cambios de humor, esos sueños de fuga? ¿Por qué no quieres ir conmigo a París ni a Aix? ¡Contesta!

Fabienne no dijo nada.

—¿Tienes algo en la cabeza? ¿Un capricho? ¿Un amorcillo? ¿Un flirt? ¿Aquí? ¿En París?

Fabienne guardó silencio.

—¿Adónde querías irte?

—A cualquier parte…

—¿Sola?

—Te juro que…

—¿Por qué sola?

—No lo sé.

Doutreval oprimió el brazo de su hija.

—¡Vas a contestarme! ¡Soy tu padre! ¿A quién has visto estos últimos tiempos?

—A nadie…

—Regnoult se ha marchado… ¿Se trata de él? ¿Es a Regnoult a quien echas de menos? ¿Con quién frecuentabas en París? ¿A quién cuidaste? ¿A quién telefoneaste durante los últimos meses? Veamos. Por de pronto, a tu amiga del colegio. Y también a Ludovic. Un par de veces a Guerran…

—No me pasa nada —gritó Fabienne.

—Sí, hay algo, y vas a decírmelo todo. No quieres franquearte conmigo. Tienes una aventurilla, ¿verdad? ¿Sí, o no? Sí, será eso. ¡Contesta!

Fabienne asintió con al cabeza.

—¡Por fin! —exclamó Doutreval—. Lo sabía, sí, lo sabía. ¿Y por qué no me hablaste de ello antes? ¿No podías prometerte tranquilamente como todo el mundo? ¿Hacer un matrimonio normal? ¿Qué te hace falta…? ¿Hay algún obstáculo? ¿El dinero? ¿La situación? ¿Una enfermedad? En primer lugar, ¿de quién se trata? ¿No es Regnoult? Entonces, ¿quién es? ¿Por qué no quieres decirlo? ¿Acaso no quiere casarse contigo, o eres tú quien no quiere? Veamos, ¿quién es? ¿Vas a contestarme? Porque supongo que no se trata de un hombre casado…

Fabienne, sentada, seguía llorando con la cabeza entre las manos. No decía nada. Su silencio asustó a su padre. Y prosiguió con voz helada:

—¡Fabienne! ¿Se trata de un hombre casado?

Ella no contestó. Doutreval comprendió que había acertado. Permaneció un instante silencioso, como anonadado. Y dijo en voz baja:

—Vamos, dilo… Puedes decirlo. ¿Quién es?

Fabienne musitó:

—Olivier Guerran…

Doutreval estaba preparado para todo, pero no para ese golpe terrible. Y balbució:

—Guerran… Guerran… Guerran… ¡Dios! Eres una…

Era demasiado atroz, demasiado terrible. Confiaba todavía en recobrarse. Sin duda sólo se trataba de un capricho de jovencita.

—¿Hace tiempo que… comenzaste a pensar en él?

—Sí —murmuró Fabienne.

—¿Dos meses? ¿Tres? ¿Más?

—Más.

—¿Cuánto tiempo?

—Un año y medio…

Doutreval se sobresaltó.

—¡Un año y medio! Entonces, ¿la cosa es grave?

Fabienne calló.

—¿Hasta dónde habéis llegado?

—¿Hasta dónde? —balbució Fabienne.

—¡Sí! ¿Lejos?

—Lejos.

—¿Muy lejos? ¡Dios mío! ¡Es terrible tener que adivinar! ¡Formular tales preguntas a una hija! ¡Contesta! Ya sabes lo que quiero decir… ¿Habéis llegado a…?

Fabienne, con la cabeza sepultada entre las manos, asintió.

—¡Desgraciada! —dijo como en un murmullo—. ¡Desgraciada!

Ni cuando murió Mariette su sufrimiento había sido tan intenso. Sólo el pensar que un hombre había poseído a su hija, que se trataba ya de una cosa irremediable, que nada podía hacerse para lavar aquella mancha, le torturaba como un hierro candente. Apretaba los puños hasta clavarse las uñas en la carne.

En aquel momento, comprendía lo que era la venganza. Contemplaba a Fabienne, tendida en el diván, agitándose su cuerpo con los sollozos, y la odiaba. Si en aquel momento muriera, no derramaría una sola lágrima. Pegarla, golpearla, hubiera sido para él un consuelo físico. Sin embargo, se contuvo, dio algunos pasos y recobró el dominio de sí mismo.

—Vamos, terminemos —dijo—. Has sido su amante. ¡Su amante! ¡La hija de Doutreval! ¿Y ahora, qué? ¿Qué piensas hacer? ¿Qué pensáis hacer, los dos?

Fabienne se encogió de hombros con un gesto de infinito cansancio.

—¡No, eso no! —gritó Doutreval—. ¡NO se trata de hacer la Magdalena y lloriquear! Hay que hacer algo. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Y la suyas? ¿Va a divorciarse y casarse contigo?

—Él quería… —murmuró ella.

—¿Divorciarse?

—Sí.

—Entonces…

—Yo no he querido…

—¿Qué tú no has querido? ¿Por qué? ¿Con qué soñabas, pues? ¡Habla!

—He roto con él.

—¿Has roto con él?

—Sí.

—Entonces… ¿es que todo ha terminado?

—Sí, todo ha terminado…

Estas palabras le desarmaron. Sentíase desamparado. Todo ello escapaba a su comprensión. Y aventuró otra pregunta:

—Entonces, ¿qué te proponías hacer?

—Nada.

—¡Como, nada! Esto no es ninguna respuesta. ¿Por qué has roto con él? ¿Por qué te has negado a ese divorcio? ¿Por qué no me hablaste de ello? ¿Por qué querías estar sola, irte sin mí? Di, contesta.

—Por nada…

—¿Adónde querías irte, sola? ¿Se trataba, de vedad, de irte sola? No, no te encoja de hombros. Bastantes cosas me has ocultado ya… ¡Exijo una respuesta!

—No lo sé…

—¡Exijo una respuesta!

—Necesitaba… Tenía necesidad de estar sola.

—¿Por qué? ¡Ven aquí!

Doutreval la agarró por la muñeca y la obligó a levantarse.

—¡Mírame! ¡Mírame, te digo!

La condujo hacia la ventana y poniéndola la mano en la barbilla la levantó bruscamente la cabeza…

—¿Tienes miedo? ¿Tienes miedo de mirarme? ¡Estás muy pálida! Ese malestar, esos mareos… anoche tuviste y vómito… ¡Fabienne, no me ocultes nada!

Ella pugnaba por desasirse de las manos de su padre. Doutreval le sujetaba fuertemente la muñeca hasta hacerle daño.

—Mírame a los ojos. Esa faz amarillenta… Esos ojos… ¡Lo he adivinado! Es eso, ¡verdad! ¿Es eso?

Fabienne trató de taparte el rostro con la mano que tenía libre.

—¡Ah! —exclamó Doutreval.

La apartó de su lado con brusquedad. Fabienne fue a dar contra el diván y se incorporó penosamente. Era digna de compasión, pero Doutreval era despiadado y se daba cuenta de que no podía contenerse, de que estaba a punto de precipitarse sobre ella y darle de golpes.

Levantó el puño.

—¡Granuja! ¡Eso es lo que eres, una granuja! ¡Vete! No quiero verte en esta casa. Te irás a casa de los Droux. Allí esperarás. No me escribas ni te muevas. ¡Esperarás! Márchate en seguida. Vamos, pronto, levántate. ¡Vete!

Fabienne se levantó y pasó lentamente por delante de su padre, llevándose las manos a la cabeza como si quisiera recomponer las negras y largas trenzas de sus cabellos sueltos. Encaminose hacia la puerta. Doutreval la miró partir y en aquel momento la odiaba como jamás odiara a nadie. Hubiera dado cualquier cosa por pegarle.

En su habitación, solo, libre, Jean Doutreval daba rienda suelta a su furor. Jamás se había sentido herido de tal modo en su orgullo. La idea de que Guerran había abusado de su hija, que después de haberla conocido, había poseído, desflorado, mancillado en su carne a Fabienne, a su hija, desataba los nervios de Doutreval. Fabienne había aceptado aquello. Lo había consentido. Estaba encinta. No había nada quehacer. Era una cosa irremediable. Hiciérase lo que se hiciera, tendría un hijo de Guerran. Si en aquel momento le hubieran dicho a Doutreval: «Tu hija ha muerto» apenas se hubiera sentido afectado.

«¡Amor paterno! —pensaba—. ¡Cariño de padre! ¡Qué piedad, qué embuste, ese fervor, esa adoración que sentimos por esos tristes seres de carne y hueso, frágiles, falibles, egoístas, mezquinos y cobardes como todos los demás! Si solamente ayer Fabienne hubiera muerto, yo la habría seguido a la tumba. Y he aquí lo que ha sido de ella. Si hubiese sido hija de otro y se hubiera perdido, yo diría: “No se ha perdido gran cosa…”, sólo porque se trata de los nuestros tenemos esa impresión de pérdida irreparable. ¡Qué ciegos e imbéciles somos! ¡Estúpidos adoradores de ídolos despreciables!».

¿Y Guerran? ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Qué pensaba? ¿Cómo acabaría aquello para él? ¿Cuáles eran sus intenciones? Sin duda, nada. ¡Nada! Uno seduce a una muchacha pura, la deshonra, arruina su vida, destroza el corazón de su padre, y no pasa nada… Un proceso… Doutreval rió con amarga sonrisa… ¡Un proceso! Penoso, interminable, respetuoso con las fórmulas establecidas, para aplacar este odio feroz, esas ansias de venganza. Doutreval se sintió arrebatado por el súbito e irresistible deseo de encontrarse frente a frente con Guerran. Salió de la habitación, cambió de opinión, volvió a entrar y, dirigiéndose a la mesita de noche, cogió del cajón el pequeño revólver automático con culata de nácar que llevaba consigo durante la guerra del 14. No abrigaba ninguna intención de servirse de él. De todos modos ¡qué irrisoria satisfacción una bala de revólver cuando uno quisiera sentir entre sus manos la ausencia de la vida al oprimir con fuerza una garganta! Sin embargo, se daba cuenta, sin confesárselo, que su disputa podía tener consecuencias imprevisibles, hasta límites insospechados. En caso de llegar a las manos, su rodilla lastimada dificultaría enormemente sus movimientos. Cargó el revólver, descorrió el cerrojo de seguridad y metió el arma en el bolsillo del pantalón. Determinose, pues, a guardarla en la chaqueta. ¡Qué cosas tan singulares se piensan en tales momentos!

Se encontró frente a la puerta de Guerran. Había caminado como un autómata, sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

Al entrar en el gabinete del abogado, un secretario se cruzó en su camino:

—¿El señor Guerran…? —dijo Doutreval con voz quebrada.

Sentía una gran opresión en el pecho.

—El señor Guerran acaba de salir para París, señor Doutreval —dijo el secretario Legourdan—. Tengo entendido que espera allí, dentro de algunos días, la visita de usted… ¿Quiere que le avise…?

—Sí… No… Ya veré… Usted perdone. Muchas gracias.

Salió. Al atravesar las calles de Angers se acordó de que Jeanne Chavot, en tiempos que era su amiga, había hecho dos o tres veces veladas alusiones a Guerran y Fabienne… ¡Algo sin duda había de saber! La vergüenza y el furor cegaban a Doutreval.

Al entrar en su casa, encontró a Léonie, la criada, en el vestíbulo.

—¿Se encuentra mal el señor?

—¿Dónde está la señorita?

—La señorita acaba de salir para Aix. Me ha encargado decirle que le esperaba allí…

—¡Ah! Sí… Sí… Hágame la maleta esta noche. Léonie. Me voy a París mañana por la mañana. Encárguese de la ropa interior. Me duele la cabeza. Me voy a acostar. No me llame para nada.

Subió a su cuarto y se acostó. Durante horas y horas, su cerebro se sumió en los más desatinados pensamientos, hasta el punto de que le pareció alcanzar los límites de la locura.

A la una de la madrugada, aturdido por la fatiga nerviosa, Doutreval bajó a su laboratorio en busca de gardenal. Engulló treinta centigramos. Pensó en Géraudin.

Despertose tarde. Tenía náuseas y le dolía el estómago. Se levantó. Le entró un mareo y volvió a acostarse. Llamó a Léonie.

—¿No sale el señor?

—No. Estoy enfermo. Diga a Lherbier que suba.

A las diez llegó Lherbier, el nuevo ayudante de Doutreval. Traía el correo y noticias de orden profesional. Doutreval lo recibió en la cama y lo despidió en seguida. Poco inteligente y demasiado zalamero, Regnoult también lo era, pero más sutil, más fino… Sabía disimularlo. ¿Por qué se había marchado Regnoult? ¿No estaba también él enterado? ¿Y no lo estaban muchos otros? Doutreval sintiose la frente bañada en sudor. Un sentimiento de vergüenza y de furor le oprimía el corazón.

Nada nuevo traía el correo. Un artículo sobre la convulsoterapia firmado por un amigo. Un artículo de camaradería, casi halagador. Otro, en una revista de no mucha circulación y que le había costado mil francos a Doutreval. Y cartas, gente que solicitaba explicaciones, alusiones al turbio asunto de Marruecos.

Doutreval se sumió de nuevo en sus preocupaciones y consideró la amenaza que se cernía sobre su obra. Pensó en el Centro, en la gestión iniciada y que ahora resultaba imposible… No había pensado aún en ello. Nuevamente un sudor frío bañó su frene. Fue sin duda en tal momento cuando más odió a Fabienne.

Echose de nuevo en la cama. Las cartas y las revistas que resbalaron sobre la colcha yacían ahora en el suelo. Estirado, inmóvil, el rostro ceroso, Doutreval permanecía tranquilo. Pero su cerebro ardía tumultuosamente.

—¡Que se vaya! ¡Que desaparezca de mi vista! —rugió en él el demonio del odio—. Tanto peor para ella. ¡Ha arruinado mi vida! ¡Ha comprometido mi obra! ¡Todo ha terminado! Sí, será como si no hubiera tenido ninguna hija. Una obra reclama víctimas. Pues ella lo será.

La crueldad, el salvajismo de este sacrificio le parecían a Doutreval aureolados por la grandeza de un renunciamiento de la antigüedad.

—¡Qué se abra camino por sí misma!, ¡no le faltará dinero, un techo dónde cobijarse, gente amiga como los Droux…!, no estará sola… No tendrá de qué quejarse. ¡Ella lo ha querido!

Él se quedaría solo y seguiría luchado. Todavía era tiempo de dar fin a su obra. Había que evitar el escándalo. Que el hecho no trascendiera… Todo podía repararse…

Echado en la cama, inmóvil pasó largo rato en ese febril estado de ánimo.

Hacia las once, Léonie se marcho a la compra. Doutreval bajó, encorvado, apoyándose en el bastón.

Le dolía el epigastrio y la cabeza le daba vueltas. La casa, vacía era sombría, polvorienta y llena de ecos. En aquel instante se dio cuenta de lo triste y descuidada que era la casa desde que murió Mariette.

Al entrar Léonie se avergonzó de deambular de aquel modo, como un anciano, en medio de aquella soledad y subió a acostarse de nuevo.

—¿Almorzará el señor? —preguntó Léonie.

—No. Hágame una taza de tila.

Fiebre, fatiga, un ansia absurda y obsesionante de trabajar, de escribir cartas, de replicar a las críticas y al mismo tiempo un agotamiento nervioso que le nublaba la vista. Apenas probó la tila. Los mismos pensamientos atormentaban su cerebro: el Centro, Marruecos, Fabienne, Guerran, los artículos de Prensa, Marruecos… A mediodía, sin conseguir fijar sus ideas, volvió a ingerir gardenal, lo que le proporcionó unas horas de sueño atroz. Cada cinco minutos, hasta el momento de sumirse en la inconsciencia, una fuerte conmoción en la cabeza le despertaba, una palabra, un recuerdo agudo como un grito:

—¡Fabienne!

Despertose a las tres de la tarde, extenuado, con mal sabor en la boca. Vomitó bilis. Era el día de permiso de Léonie. Ella no quería dejarlo solo, pero él le dijo en tono agrio que le preparara una infusión de tila y le ordenó que se marchara. Se fue después de haber recibido el correo de manos de Lherbier. Nuevos motivos de preocupación. Y sin noticias de Fabienne.

«Que se las arregle como pueda —pensó Doutreval—. ¡Que no espere ni una palabra de mí!».

Sentíase cada vez más furioso. ¿Cómo luchar, ahora que ella le había puesto en entredicho? ¿Ir al Ministerio? ¡Vaya papel, el suyo! Había tenido un ataque de hígado. Ello le obligaría a esperar ocho días. ¿Y con quién iría al Ministerio? ¿De quién se valdría? Guerran…

«Y pensar —se decía Doutreval enfurecido— que si todo hubiese ocurrido ocho días más tarde, yo nada hubiera sabido. ¡Todo hubiese podido arreglarse!».

»¿Está Guerran enterado de ello? No. Fabienne en Aix y él en París. ¡Y me espera…!

Pensaba en Guerran con menos violencia que en la víspera y la antevíspera. Se acordó del revolver cargado, de las singulares precauciones que tomara, del arma colocada en el bolsillo de la americana, al alcance de su mano. Todo ello le pareció lejano, brumoso como una embriaguez. Aquella tarde la cólera había obrado sobre él como los vapores del alcohol. ¿Cuál era la opinión de Guerran?

Estaba enterado del estado de Fabienne. Su propia hija se lo había dicho. Y había añadido que, tras una explicación que tuvieron, él había prometido divorciarse.

«¡Fabienne tiene derecho a ello! ¡Yo, yo podría exigírselo!».

¿Era ésta la salida, la salvación posible? Pensó en ello largo rato, pero luego abandonó la idea.

Evidentemente, acarrearía un escándalo. Todo el mundo sabía la protección que Guerran dispensaba a Doutreval y dirían: «¡Doutreval ha vendido a su hija!».

En la cama, mudaba continuamente la postura.

«¡Es una cualquiera!».

Sin embargo, un escándalo se va amortiguando hasta que llega a olvidarse. Todo pasa… Y eso salvaría la situación.

«Ella no quiere ese divorcio, lo ha rechazado. Pero Fabienne nada tiene que decir sobre esta cuestión».

Sí, pero ¿y yo? —pensaba Doutreval—. ¿Cuál ha de ser mi actitud? ¿Cuál mi papel? ¿Cuál mi situación? ¡Yo no puedo aceptar eso!

»¿Qué es lo que ella quiere? Evidentemente abrigaba el propósito de no confesarme nada. Guardar silencio. ¿Y luego, qué? ¿Desembarazarse de la criatura? ¿Enviarla a una nodriza? O bien… ¿O quizá provocar un aborto? ¡Fabienne! ¡No, ella no podía hacer eso…!, para mí continúa siendo “una chiquilla con la cabeza bien sentada”. ¡Qué idiota soy! Ella ha debido maquinarlo todo. Y yo no me hubiera enterado de nada, de nada. Parece mentira que… que el hombre todavía feliz que yo era hace dos días pueda continuar existiendo».

Acordose de que poco bastó para que todo lo ignorase. Un viaje, una ausencia, una convicción enfocada sobre otros temas y todo hubiera cambiado. Fabienne se escapaba de su lado, se hubiera alejado de él con cualquier pretexto. Aunque trataba de desechar esta idea, no por ello dejaba de lamentar haber sido tan incisivo, tan lúcido, haberse dado cuenta de la angustia de su hija, haber adivinado tan rápidamente… ¡Qué sencillo hubiese sido todo de haberse mostrado un poco más ciego!

Se levantó para ir a vomitar bilis. ¡Ese gardenal…!, se tomó el pulso. Tenía temperatura: 39 grados por lo menos.

Sin embargo, si nada hubiera sabido, todo estaba salvado. No pensaba en nada, iba a visitar a Guerran las cosas estaban en camino de arreglarse…

Se puso el batín y trató de escribir una carta, releer un artículo. ¡Imposible! La cabeza le daba vueltas. Sintiose presa de angustia y se imaginó enfermo, sin poder moverse de la cama, inactivo en medio de aquel hundimiento… Y de nuevo apoderose de él la idea cobarde de lo que hubiera podido ocurrir de no haber sido tan clarividente, de no descubrir el mal con tanta rapidez… Pensó en burdas artimañas, en una carta con fecha retrasada, en algo que impeliera a Guerran a actuar sin que él tuviera que volver a verle. Luego, otra idea acudió a su mente. «Escribir a Guerran…».

Guerran no sabía nada. A sus ojos, Doutreval era ignorante de todo. ¿Por qué no fingir esa ignorancia? Guerran esperaba su visita, puesto que había dicho a su secretario:

—«Veré a Doutreval en París». ¿Ir a París? No, imposible. Pero escribir, emprender una gestión… Hacerse el ignorante… ¿Y después? ¿Después? Nada. La mente febril de Doutreval pensaba con una prodigiosa rapidez. En cuanto a Fabienne, ella haría lo que mejor le pareciera. Él no le hablaría ya más sobre el particular. ¡Ah, qué alivio! Había evidentemente ese hijo, esa pesada carga, esa tara vergonzosa para ella… Pero quizá esa criatura no viniera al mundo… Ella ha debido pensar en ello… En el fondo, esa debía ser su idea… Era posible y hasta fácil depararle una ocasión. Hacerle conocer, indirectamente, como si se tratara de un encuentro casual, un médico complaciente… Fabienne no sabría jamás que aquello sería obra de su padre. Ni uno ni otra tendrían motivos para sonrojarse. Por otra parte, ella seguiría estando en París y él aquí… ¡Qué fácil era todo! Se verían muy raras veces, y ambos guardarían silencio. Y el Centro se salvaría, la obra se realizaría…

—¡Ah! —exclamó Doutreval en voz alta—. ¡Y vosotros que pensabais tenerme bien sujeto!

Bebió la infusión de tila ya fría, sintió náuseas, la vomitó y luego se encontró mejor, menos febril.

Se enrolló al cuello una gruesa bufanda y bajó.

En la casa desierta reinaba un silencio absoluto. No había nadie. Salió al jardín sumido aún en la desolación invernal. La acacia, antaño esmeradamente podada, apuntaba hacia el cielo nuboso largas y espinosas ramas. Las verdes laminilla de los primeros iris emergían de la tierra pisoteada donde iban pudriéndose las hojas muertas. ¡Qué limpio era antes todo aquello! Desde que Mariette murió, Léonie vaciaba a lo largo de la pared las mondaduras y los residuos. Él no disponía de tiempo para pensar en todo aquello. Su obra… Sentose en el banco, junto a la ventana del laboratorio. Sentía frío. Permanecer allí le proporcionaba un gran bienestar. Del interior de la casa llegó a sus oídos el timbre del teléfono.

No se movió. Estaba demasiado cansado. Harto se adivinaría su laxitud. En la vida, jamás debe uno dar la impresión de vencido.

Levantose y dio algunos pasos. Se sentía viejo. Cojeaba más que antes. ¡Qué grande y vacía era la casa!, notó que los visillos de las ventanas del segundo piso estaban deslucidos y deshilachados. Era, en suma, la casa de un hombre viejo y solitario. Fue a orinar junto al gallinero. Observó que su orina era muy encarnada. Y pensó al mismo tiempo que la soledad animaliza al hombre. Al vivir solo, uno adquiere costumbres de sucio egoísmo. Volvió a sentarse y escupió bilis.

Oyó un rumor junto a la pared. Se volvió. Bajo las plantas todavía desnudas, rozando apenas las hojas muertas de las vedes vides, se acercaba un animal. Doutreval reconoció a Titi, el gallo de Mariette. El ave era ya vieja y sus rivales la zarandeaban de lo lindo, hasta el punto de que Léonie la sacó del gallinero dejándola corretear por el jardín. La bestia llevaba allí una vida apartada y melancólica. Titi se acercó a Jean Doutreval, le miró con sus redondos ojos, semejantes a brillantes botones de cristal engastados en la roja carne, y cloqueó. Con un vuelo, con un salto aún ligero, se posó en las rodillas de Doutreval.

Quedaban aún en el bolsillo del batín las migajas de un bizcocho. Doutreval las ofreció al animal, lo acarició y tuvo la impresión de estar menos solo.

Se acordó de Mariette, de aquel tiempo en que ella lo animaba todo, en que los perros perseguían a los gatos ladrando furiosamente, en que los conejos, las gallinas y los palomos hacían un revuelo de mil demonios precipitándose en tropel a los pies de su ama, en que Titi, al verla llegar, se colocaba en lo alto del gallinero para darle la bienvenida con sus cantos triunfales. Se acordó de que en aquellos días había más luz en la casa y en el jardín. Entonces se dio cuenta, en todo su alcance, de la alegría, el bullicio, la vida que con tanta rapidez había desaparecido de la casa. Sintiose solo y agostado como un árbol muerto. Se dio cuenta de su pavorosa soledad de hombre viejo, reducido a alimentar a un desgraciado gallo y a emocionarse con el afecto que le demostraba un animal…

Advirtió toda la amplitud de su miseria. Suavemente, prodigándole una última caricia, dejó a Titi en el suelo, sepultó la cabeza entre sus manos y lloró. Hubiérase dicho que esos ojos e abrían y que de pronto lo veía todo con más claridad. La culpa era suya y sólo a él debía achacarse. Aquella soledad era obra suya. Por culpa de su orgullo había perdido a Michel. Luego a Mariette. Y ahora a Fabienne…

Se dio cuenta del abismo al que iba a precipitarse. Y se negaba a creer que hubiese podido consentir en ello. Percatose claramente de lo que iba a hacer: inmolar su último hijo a su orgullo, sacrificar la última posibilidad de dicha que le quedaba en su intento de salvar una obra que, ahora lo veía claramente, no era más que un embuste. Arrancó brutalmente el velo que nublaba su facultad de pensar, aventó de su mente toda la bruma acumulada por su soberbia y se confesó a sí mismo que lo que a fin de cuentas se proponía era hacer abortar a su hija, recabar para el Centro la ayuda del amante de Fabienne y apartar de su lado a su hija, perderla, sacrificarla. Esa odiosa y cruda verdad le horrorizó.

No, eso no era posible, él no llegaría hasta ese extremo. Y de pronto, como un alud irresistible, invadió su ser un hondo sentimiento de cariño hacia Fabienne… La recordó frente a él, cansada, agobiada, enfermiza, cogiéndose con las manos sus trenzas desatadas… Se la imaginó en Aix, sola y desesperada, presa de angustia y encinta… Sentía una extraña opresión en la garganta, y de repente apoderose de él un inmenso sentimiento de compasión, un loco deseo de estar al lado de su hija, de besarla, pedirle perdón, consolarla…

Sí, Doutreval no iría más lejos, había llegado al límite. La pasión egoísta no le haría avanzar un solo paso.

«¡Nada existe! —le decía a gritos la razón—. Nada existe, tú no crees en nada, sólo tú existes, únicamente tú. En este mundo sólo cuenta tu poderosa voluntad de satisfacer tus deseos. Ésta es tu única preocupación. Sabes demasiado bien que fuera de ti y después de ti no hay más que la nada».

Pero aunque su amor propio y su terquedad nihilista se desgañitaran, Doutreval era incapaz de ir más lejos. Algo en él se negaba a salir adelante. Capitulaba, cedía a la ternura humana, a la necesidad de amar, a la piedad, a un instinto más poderoso que él, que dominaba su razón. No, no podía resignarse a este último y salvaje sacrificio de su hija. Sería la bancarrota de su vida, de todos sus principios, de todas sus afirmaciones… La destrucción de toda su obra, el derrumbamiento de todos los holocaustos hasta entonces consentidos. ¡Qué más da! Había llegado el momento en que el orgullo, el yo, reclamaban de él, después de todo lo ocurrido, el sacrificio de su último hijo. Y eso era mucho, demasiado. Doutreval se negaba a ello. ¿Para eso se han querido apagar en el cielo los luceros de la esperanza, haber desposeído al Crucifijo de su realeza y de su corona…? En este mundo sin guía y sin fe, hoy día, en el lugar de la divinidad expulsada se ha instalado y reina el Yo, una nueva divinidad, cruel y tiránica, monstruosa hasta lo indecible. Ya no hay Dios —dice el hombre—. Ahora existe el Yo, el egoísmo. Y he aquí que el Yo se exora con todos os antiguos atributos de Dios, y se muestra infinitamente más feroz que el más bárbaro de los dioses. Doutreval pensó en la frase de Nietzsche:

«Me he disfrazado de Dios. ¡Es más cómodo!». ¡Eso es! Y ese Yo disfrazado de Dios, revestido con la túnica sin costura y los andrajos del Dios de quien se ha renegado, proclama sus exigencias, ordena, tiraniza y martiriza como jamás lo hizo ningún Dios. Sólo existe el Yo. Así que todo debe sacrificarse a él. Humanidad, patria, amistades, familia, hijos, piedad, amor; no hay sacrificio que no te pida un día el nuevo amo. Hasta el momento en que te sentirás incapaz de ir más lejos, de dar satisfacción al monstruoso culto, de someterte a sus despiadadas exigencias, de destrozar tu corazón en nombre del egoísmo, y entonces te dirás:

«¡Pides demasiado para mí!».

Doutreval no había comprendido ese grito de su hijo en el momento de su ruptura: «Me pides demasiado…» ahora, roído por los remordimientos y la desesperación, lo comprendía.

Había abrumado a Michel con su desdén. Le había apostrofado tratándole de débil y cobarde. Él se había creído un superhombre. Había sacrificado a Michel, a Mariette… Había alcanzado el límite de ese estoicismo cruel. Y ahora le pedía que sacrificara a Fabienne. Y él, fuerte, vacilaba y hacía marcha atrás. Percatábase de pronto de la salvaje inhumanidad del nuevo ídolo. Se daba cuenta de que sería incapaz de darle entera y total satisfacción, y, por primera vez en su vida, de esa cosa sorprendente y consoladora: de que muy pocos hombres han podido vivir en un ateísmo total, llegar hasta las extremas consecuencias del nihilismo…

«¡Me piden demasiado!».

A él, el hombre cruel y despiadado, le había llegado el turno de ceder, de sacrificarse por un sentimiento de ternura, de piedad…

Nietzsche… El caballo de un coche de punto… El beso dado a la bestia dolorida y apaleada, en una calle de Turín, en vísperas de la locura… El gesto significaba sin duda lo mismo. Ahora lo comprendía Doutreval. Cuando Nietzsche se echó al cuello del animal martirizado debió de experimentar algo más que todo el mero horror ante el horrendo drama de la materia capaz de sufrimientos. Sí, otra cosa: un gesto de rebelión, una negativa…

El mismo grito, en el fondo del alma del genio medio loco, que profiriera Michel, el mismo que el de Doutreval:

«¡Me pides demasiado!».

La misma negativa de llegar hasta el límite extremo de la crueldad lógica. El mismo gesto de un hombre que, como Doutreval, deificara el egoísmo, y que, horrorizado ante el abismo de inhumanidad que se ha abierto ante él, también él retrocede y se abandona a una piedad absurda, a lo incomprensible.

Piedad que, en el último momento, ya en el umbral de la locura, le salva sin duda por toda la Eternidad.

Un hombre encorvado, abrumado por un cansancio infinito, apoyándose en un bastón, arrastrando su pierna lastimada, caminaba lentamente, seguido de un viejo gallo de lacio plumaje, por las avenidas del triste y desnudo jardín y revivía intensamente su pasado. Desfilaban por su mente todos los sacrificios consentidos al ídolo, al único y monstruoso amor de sí mismo, y se daba cuenta de que toda su vida no había sido más que un fracaso lamentable. En el fondo, sólo había vivido para él. Sus hijos, sólo los había amado para sí. Sólo los había educado para asociarlos a su obra, verlos vivir y gravitar en torno suyo. Su felicidad quería que dependiera de la de él. A Michel le había impuesto su condición nihilista del mundo: se propuso que fuera más fuerte que él mismo. Y cuando Michel claudicara imponiéndolo lo que él juzgaba una humillación, lo había apartado de su lado sin calcular lo que exigía de su hijo, sin pensar que él mismo, el padre, capitularía también un día ante lo inhumano de su filosofía. Su obra la había destinado a su hijo. ¿Deseo de salvar a los hombres? Oh, sí, claro. Mas, sobre todo, afanes de gloria, ansias de satisfacer su ambición y su orgullo. El germen que alentara su obra, era, en el fondo, impuro, y en consecuencia llevaba en sí el sello de la corrupción. Únicamente por orgullo, siempre había rehusado estudiar los trabajos de algunos de sus competidores, apartando a un lado a discípulos y ayudantes cuya inteligencia y espíritu de iniciativa podían arrebatarle parte de su fama, puesto trabas al desenvolvimiento de cuantos le rodeaban para mejor destacar sobre ellos. Sólo para satisfacer su orgullo había explotado a Regnoult, con su estilo elegante en redactar, su arte en desarrollar un tema; a Groix, con el ardor que ponía en el trabajo, su imaginación, su facultad de inventiva. Groix y su cicatriz… El botellazo que recibió en la cara para salvar a Doutreval… ¿Y de quién fue la idea del curare, quién la puso en práctica? Groix. Sin embargo, en el último instante, Doutreval prescindió de él y firmó sólo la comunicación a la Academia de Medicina. Un robo, en suma. El sentimiento de orgullo había hecho tabla rasa de la conciencia, el sentido moral y la humanidad. Hubo momentos en que, de una manera intuitiva, Doutreval se había dado cuenta de que andaba equivocado. Ante el espectáculo de las crisis sufridas por los convulsionados, ante aquellos miserables locos atacados de tétanos, cuyos miembros se les quebraban en sus espasmos, algunas veces, Doutreval, horrorizado, había vacilado, percatándose de que iba demasiado lejos y que el derecho de uno a efectuar experimentos sobre sus semejantes tiene sus límites. Sin embargo, siempre había hecho caso omiso de su conciencia. ¿Por qué?

Porque lo que en el fondo ambicionaba era cosa distinta de la salvación de los hombres. Apetecía su única satisfacción, la apoteosis de su «yo». Acudió a su mente aquel film de actualidades, en el que trataba de curar a un loco entre un combate de boxeo y experimentado una impresión desagradable y asqueante. ¿Por qué? Porque, en el fondo, sin atreverse a confesárselo, se daba cuenta de que aquella farsa, aquella exhibición de un demente en plena convulsión de epilepsia artificial, constituía una sacrílega profanación de la miseria humana puesta al servicio del orgullo. Propaganda, artículos mendigados a amigos suyos, artículos pagados a pobres directores de revistas… Y una cobarde y secreta sensación de alivio cuando Groix, testigo demasiado lúcido, le dejó… ¡Demasiado lúcido! ¡Cuán acertadamente juzgaba su obra y la calificaba aquella noche en Ámsterdam, cuando el «patrón» vacilaba, respeto a la operación de Mariette, entre Heubel y Géraudin! Groix había visto claro en el alma del maestro. Y había «reabierto» a la muerta. Había visto la verdad. Lo sabía todo. Desde aquel trágico momento en que, en su semiinconsciencia, a la cabecera del lecho mortuorio de Mariette, Doutreval oyera las palabras de Cassaing a Fleurioux: «La han vuelto a abrir y Groix me ha explicado que…»; desde aquel momento Doutreval se había sentido desazonado en presencia de su ayudante.

»¿Por qué escogí a Géraudin? —pensaba Doutreval. Sabía, en el fondo, que no era el de antes, que habían sobrevenido en su clínica algunos accidentes… Pero necesitaba a Géraudin—. Me engañé a mí mismo, quise tranquilizarme, cegarme. Y sacrifiqué a Mariette.

»Y la he sacrificado una vez más al cabo de un año de su muerte, al ir a ver a Géraudin en demanda de apoyo para el Centro. Yo lo sabía, me daba cuenta. Y él también. Sin embargo, de no haber hoy ocurrido el desastre de Fabienne, lo hubiese olvidado todo y no me hubiera acordado de nada. Ni siquiera hubiese pensado en ello.

»¡Memoria, inteligencia, razón, altas facultades del alma de las cuales nos gloriamos, sujetas, en cambio, a la rosa de los vientos del orgullo!

»¿Y Fabienne…? Mía es también la culpa de lo que le ha ocurrido. He querido asociarla a mi obra. La envié a París para “adiestrarla”. No vacilé en apartarla de mi lado, en sumirla en un ambiente emponzoñado. ¡Así tenía que ser, puesto que había de ser mi colaboradora! Sí, y además, cuando las dudas comenzaron a socavar los cimientos de mi obra, Fabienne siguió, a pesar suyo, en París. La he mantenido lejos de mí para que no se diera cuenta de mis vacilaciones. No quería sufrir ante ella la humillación de confesar mis fracasos, las dificultades con que tropezaba. Éste es el motivo por lo que, en el fondo, me negué a que volviera, precisamente cuando el demonio de la duda le roía el alma, cuando tenía necesidad de mí, de un hogar, cuando me rogaba que la dejara ir a Angers… Yo me negué. Peor aún. He dado pie a sus relaciones con Guerran. Ello me halagaba y podía serme útil… ¡Todo esto es lo que había dentro de mí!

«Y ahora Fabienne ha caído. Sin embargo, aún me atrevía a esperar… ¿qué? ¿Qué tentación anidaba en mí? Guardar silencio… Vender a mi hija a cambio de que mi obra subsistiera, salvar mi abominable orgullo,… a lo que seguiría llamando heroísmo y grandeza de alma…».

Solo, apoyado en un añoso árbol, bajo la luz del crepúsculo, Doutreval, por primera vez, hacía examen de su vida y se juzgaba a sí mismo.

»¡Un genio! ¡Un gran hombre! ¡Un sabio! ¡Una gloria! Sí, quizá es eso. ¡Vanidad, presunción, mentira, bajezas, robos, crímenes! Y ni siquiera sin que uno se dé cuenta. ¡El orgullo! ¡Ah, el orgullo!

Le dolía el estómago. Regurgitó hiel. Subiole a la boca un vómito de bilis, un líquido amargo que escupió furiosamente, con un rictus de repugnancia, como si hubiera escupido el asco que sentía de sí mismo.