Doutreval regresó de casa de Géraudin muy abatido. El triste fin de su viejo amigo, que sabe que todo es vano, que nada sirve para nada, ni siquiera el sufrimiento, y que al llegar al final de todo sólo piensa en desaparecer sumergido en el feliz amodorramiento de un narcótico y de una botella de champaña, hacía pensar a Doutreval en sus propias preocupaciones, en ese constante «¿para qué?», que le obsesionaba cada día más en medio de sus esfuerzos. En el fondo, Géraudin había sido lógico, «más lógico que yo» pensaba Doutreval.
La lucha se hacía cada vez más áspera. Desde hacía un año, algunos de los discípulos de Doutreval efectuaban pruebas de curarización en gran escala en los hospitales indígenas de Marruecos. Los primeros resultados conocidos fueron desastrosos: la Prensa marroquí tomó cartas en el asunto y violentas recriminaciones llegaron a París. Un diputado había escrito al ministro anunciando su propósito de hacer una interpelación sobre el caso.
Inquieto, el ministro de Sanidad dio orden de aplazar la inauguración del Centro ya terminado, que había de abrir sus puertas el mes siguiente en Angers. Entretanto, procediose a una investigación en Rabat y Casablanca y se pidieron a Doutreval informes complementarios. En una sesión del Consejo General, los adversarios de Guerran aprovecharon la situación creada para que se dejara sin efecto, hasta nueva orden, la subvención prometida. Así las cosas, Doutreval tenía que lograr a toda costa la intervención de Guerran. Sólo él podía salvar el Centro, garantizar su apertura. Sólo con que el Centro funcionara durante seis meses, le bastaba a Doutreval para enmendar sus errores, encontrar paliativos, atenuar la brutalidad del remedio, afirmar la situación. Y, además, ello hacía posibles nuevas investigaciones, nuevas mejoras, encontrar otros métodos convulsivos, ensayar dosis diferentes y nuevas diluciones. Incluso se podría probar el nuevo procedimiento de convulsión por la electricidad.
Este método le causaba una indecible repugnancia y sentía hacia él, como hacia aquellos que lo habían imaginado —al fin y al cabo competidores suyos—, una irrazonable hostilidad que le había impedido hasta entonces estudiarlo y seguirlo como hubiera debido. ¡Qué más daba! Empezaría de nuevo. En última instancia podría ensayarlo en el Centro e invitar a sus autores a presenciar los experimentos…
Sin embargo, una cosa era cierta: a pesar de sus inconvenientes, su método no carecía ni mucho menos de valor. No era un curalotodo, y ofrecía evidentes peligros. Pero ¿acaso era una razón para repudiarlo definitivamente? ¿Qué serían hoy día la medicina, las vacunas, los sueros, las inyecciones intravenosas, los neumos y la toracoscopia[100], la anestesia, las inyecciones intrarraquídeas, la malarioterapia[101] y mil otras cosas semejantes si no se hubiera aceptado un porcentaje de riesgos? Todo estribaba en reducir ese porcentaje. Y para conseguirlo, era preciso que Doutreval pudiera trabajar en paz, sin engorros de ninguna clase. En una palabra, precisaba el Centro. «Centro de curarización…». Como reclamo era quizá un poco prematuro. Tal vez demasiada «seguridad en sí mismo». «Centro de investigaciones sobre la convulsoterapia»… Eso sería más modesto y más hábil. «Investigaciones». Eso daría margen a los errores, a las innovaciones, a las consultas con los colegas, a las investigaciones, a esa electroconvulsión… Sí, pero antes de bautizar el Centro, era preciso que existiera. Y para ello, Guerran, únicamente Guerran…
Entre aquel tole, un artículo sobre todo, mortificó a Doutreval. Era una pesadilla que no lograba aventar de su mente. En un ensayo publicado en la revista Gallien acerca de su labor y de sus trabajos en Saint-Clément, se censuraban acerbamente no sólo sus resultados, sino especialmente los métodos empleados. El autor del artículo declaraba que el derecho a efectuar experimentos sobre la persona humana tiene sus límites. Y apropósito de los ensayos de Doutreval sacaba a colación el libro «Précis de Médicine Catholique» de Henri Bon, página 606:
Uno se queda estupefacto al ver el candor y la inconsciencia con que algunos autores se han entregado a experiencias peligrosas y aun mortales. El doctor Bongrand, en su tesis «L’experimentation sur l’homme». (Burdeos, 1904-1905) cita 109 grupos de enfermedades inoculadas que afectan a millares de individuos…, la sarna, la viruela, la escarlatina, la sífilis, la blenorragia, el chancro blanco, el cólera, la fiebre amarilla, la peste, el paludismo, la lepra, las lombrices, la disentería, la fiebre puerperal, la podredumbre de hospital, la tuberculosis, el tifus, etc… Los casos de fallecimiento fueron numerosos… Ahora bien; esas inoculaciones[102] fueron a menudo efectuadas por hombres de alto valor, con lo que se atestigua que «la moral, como la ciencia, se aprende, y que aquélla no confiere ésta ni dispensa…».
… Destaquemos, además, que algunos de esos experimentadores han tenido que comparecer ante los tribunales y han sido condenados…
Después de esa cita, el autor concluía el artículo afirmando que las experiencias del profesor Doutreval eran de tal género que sobrepasaban los derechos del médico sobre la persona del enfermo.
Doutreval, presa de cólera, leyó varias veces el artículo. Finalmente, lo tiró al cesto, se encogió de hombros y se propuso no pensar más en él. Ese espíritu tan lúcido, tan amante de la crítica, no se acordó de que se había negado a inocular a Fabienne, cuando vino al mundo, la primera vacuna tuberculosa (poco antes de la B. C. G) que le aconsejaron algunos colegas como inofensiva y sin duda eficaz.
«¡Será tan inofensivo como dicen! —pensó—. ¡Pero no haré la experiencia sobre mi niña!».
El martes siguiente se efectuó el entierro de Géraudin. Guerran sostuvo uno de los cordones del coche fúnebre. Al salir del cementerio alguien le cogió del brazo. Era Doutreval.
—He traído mi coche. Si quiere usted acompañarme…
—Encantado —dijo Guerran—. Voy a mi casa.
Doutreval condujo a Guerran a su casa. En silencio. Uno y otro estaban demasiado preocupados para hablar de cosas indiferentes y para comentar el silencio que ambos observaban. Al despedirse de Guerran, Doutreval, asomándose a la portezuela, se inclinó hacia él y le dijo:
—¿Piensa usted quedarse algún tiempo en Angers?
—No —respondió Guerran—. Me voy el jueves a París. Quizá mañana por la noche. ¿Por qué?
—Hubiera querido verle…
—¡Ah! —dijo Guerran con voz apagada—. ¿Verme?
—Sí. Quisiera hablar con usted.
—¡Ah!… Bien. ¿se trata de algo importante?
—Sí y no. De mis trabajos… Del Centro…
—¡El Centro!
Una expresión de alivio que Doutreval no advirtió iluminó el semblante de Guerran.
—¡Muy bien! —dijo—. Sí, sí; muy bien. Venga a verme… Veamos. Esta semana no, porque estaré en París. Y la semana próxima también. ¡Lo siento…!
—Puedo ir a verle a París.
—De acuerdo. Avíseme el día antes, para disponer de mi tiempo. Almorzaremos en el restaurante Prunier.
—Solicitaré sin duda su influencia.
—No faltaba más, querido amigo —dijo Guerran.
Y añadió, casi a pesar suyo, con la desatinada esperanza de preparar el porvenir, las decisiones que pudieran sobrevenir:
—Nada puedo negarle… —dijo con voz temblorosa—, nada puedo negarle al padre de mi enfermera…
—No sabía —dijo Doutreval—. Se lo agradezco mucho. Trataré de que ella me acompañe.
Se despidieron, contentos los dos, con un apretón de manos.
—Le han llamado dos veces al teléfono, señor —dijo a Guerran su secretario principal, Legourdan, cuando el abogado entró en su despacho—. El señor Rebat…
—¡Rebat!
—Sí. Ha dejado dicho que le llame usted.
Guerran se sentó y marcó el número del abogado de su mujer.
—Sí, mi querido colega —dijo la voz opaca de Rebat—, quisiera hablar con usted. Se trata de ultimar algunos detalles, en fin, algunas cosas, todavía pendientes a propósito, ¡ejem!, de esa separación… ¿dónde podríamos vernos?
—¿En mi casa? —propuso Guerran.
—Preferiría…, pues bien, preferiría en la mía —dijo Rebat—. Hágase usted cargo, mi querido colega, de que es usted el adversario de mi cliente… No es correcto que sea yo quien… En cambio, tengo el perfecto derecho de recibirle en mi casa. La tradición exige que sea usted quien, por su propia iniciativa, venga a verme a mí…
Rebat, desconfiado, quería atenerse estrictamente a las reglas profesionales del foro.
—De acuerdo —dijo Guerran.
Una hora después llegó a casa de Rebat.
El abogado de Julienne lo recibió en su despacho con desmedida cortesía y mal disimulado contento. Estaba dispuesto a llevar su venganza hasta el fin.
Trataron en primer término de la pensión alimenticia. Guerran propuso dos mil quinientos francos mensuales. Rebat, con tono almibarado, solicitó cinco mil.
—¡Sesenta mil francos al año! —exclamó Guerran—. Y cien mil para la dote durante cinco años. Y, además, traspaso la clientela a mi hijo.
—Supongo que contará usted con reservas, mi querido colega…
Guerran tuvo que humillarse, exponer su situación financiera, apurar hasta las heces el cáliz de su amargura. Finalmente, convinieron en fijar la pensión en tres mil quinientos francos mensuales.
Julienne dispondría de la casa. Eso era una de las condiciones esenciales. Entonces, comprendió Guerran por qué había hecho repintar toda la casa. Sin duda, aconsejada por Rebat. Naturalmente, también usufructuaría el mobiliario.
—¡Pero al menos la mitad me pertenece a mí! —exclamó Guerran.
—¿Qué quiere usted, mi querido colega? —dijo Rebat sonriendo—. No puedo permitirme insinuar a una celebridad de nuestro foro que jamás obtendrá usted el divorcio sin contar con nuestra buena voluntad, con la buena voluntad de sus adversarios… A este propósito debo manifestarle que antes de presentarnos ante el tribunal solicitaré su firma, su aceptación escrita a todas las condiciones que acabamos de fijar.
—¿Y si me niego? —en este caso, y en nombre de la señora Guerran, me opondré a su divorcio y no lo conseguirá usted. En suma, nada puede usted reprochar a nuestra cliente: ninguna carta, ninguna prueba de injuria grave…
—No. Nada más que veinte años de martirio cotidiano.
—Eso no cuenta ante los jueces. Todos los derechos están de parte de su mujer. Si ella se niega a divorciarse nada podrá usted hacer. Supongo que no es eso lo que usted desea.
—Está bien —dijo Guerran—. Iré a firmar la víspera del proceso.
Rebat, sin dejar de sonreír, le acompañó hasta la calle. A Guerran, que a duras penas podía reprimir su cólera, le ardían las sienes. ¡Rebat lo tenía bien agarrado! Sabía que Guerran tenía interés en divorciarse y necesitaba para ello de su aceptación para evitar un «no ha lugar». Teniéndolo así cogido, Rebat apretó las clavijas hasta el límite extremo, refocilándose en una de esas frías venganzas jurídicas que se parecen a una vendetta, larga, cuidadosa y sagazmente medida y preparada.
Finalmente, todo había terminado. Guerran podía considerarse ya un hombre libre.
Entró en un café y telefoneó en seguida a Fabienne para darle la noticia y participar de su contento.
Llamó al número de Doutreval. La propia Fabienne se puso al aparato. Guerran la reconoció por la voz.
—Puedes hablar, estoy sola.
—Fabienne —dijo Guerran—, tengo que darte una buena noticia. ¿Podemos vernos esta tarde?
—Sí.
—¿A las cinco, como el otro día? ¿Detrás del castillo?
—De acuerdo, a las cinco.
—¿Te parece bien?
—Sí, si, Olivier. Hasta luego.
El día se le hizo largo a Olivier Guerran. A las cinco menos cuarto esperaba ya al pie de las recias torres.
Reconoció de lejos a Fabienne. Iba enfundada en su impermeable gris, tocada con su sombrerito de fieltro que le ensombrecía el rostro y que nunca desamparaba, y llevando en la mano un voluminoso bolso ya un poco ajado, de piel de cocodrilo. Una vez más, al darse cuenta de su falta de coquetería, Guerran experimentó la habitual desazón que siempre ello le causaba. Cuando Fabienne estuvo cerca de él, advirtió el poco cuidado que había puesto en hermosearse. Sus mejillas aparecían de una ocre palidez y se le notaban profundas ojeras. Y, como en anteriores ocasiones, en aquel instante pareció menguar el amor que por ella sentía. Tuvo que esforzarse y dar a su voz un tono jovial para decirle:
—¡Hola, Fabienne! Pues bien, ya está todo arreglado.
—¿El qué? —preguntó ella.
—He visto a Rebat esta mañana. Hemos discutido las condiciones y otras cosas. Pero ya está ya todo arreglado. A partir de este momento nos podemos considerar libres.
—¡Ah! —exclamó Fabienne.
—Rebat es un canalla. Me ha exprimido como un limón. ¿Qué le vamos a hacer? Comenzaremos nuestra nueva vida bajo pesadas cargas, Fabienne. Pero ¡qué importa! Eso no me preocupa. Y a ti tampoco, ¿verdad?
—¿El qué?
—¡Las cargas! ¡Las deudas! Quizá tengamos algunos sinsabores…
—No —atajó Fabienne.
—En adelante, tenemos derecho a pensar en nosotros.
—¿En nosotros?
—Eso es, sólo en nosotros. Buscaremos un piso, pequeño y alegre, en París, por Auteuil o el Parque Monceau… Tendremos que comprar los muebles y preparar nuestra instalación. ¿Cuándo piensas volver a París?
—No hay prisa, Olivier…
—¿Te parece?
La respuesta le molestó. Pero al instante comprendió: para él todo estaba ya liquidado. Era un hombre libre, pero ella aún no. Tenía que pasar todavía por la prueba más dura. Reprochose a sí mismo su momentáneo mal humor y dijo:
—Evidentemente, te queda aún por franquear un obstáculo difícil, ¿verdad Fabienne? Vamos, ten buen ánimo. No hay ninguna razón para tener miedo. Creo que es preferible que seas tú quien hable primero a tu padre.
—¿Yo?
—Sí… Prepararías el terreno… ¿Qué te parece?
Fabienne no respondió. Guerran continuó:
—Podrías hablar de una manera discreta de tu intención de contraer matrimonio… di que has conocido a alguien… Un hombre ya maduro… Desgraciadamente divorciado… pero que goza de buena posición y que te quiere. Supongo que dé importancia a esas cosas. Un espíritu libre como el suyo… Y una vez preparado el terreno, podrías decirle que se trata de mí. Entonces yo iré a verle, y el lograr su consentimiento es cosa ya de mi cuenta. No veo en todo ello ninguna dificultad que pueda atemorizarte. Por supuesto, no es cuestión por ahora de hablar de tu…, de tu estado. Adelantaremos la fecha de nuestro matrimonio, e inmediatamente nos iremos a Córcega o a las islas Hyères donde puedes dar a luz… ¿Qué dices a esto? ¿No contestas? ¿Tienes miedo? ¿Temes algo?
—No…
—Pues no pareces estar contenta. ¿Alguna contrariedad?
—No, Olivier, no…
—¿Qué quieres, pues que haga? ¿Crees acaso que no he hecho ya bastante?
—Has cumplido con tu deber.
—Pues entonces…
—Pues, bien, yo debo decirte…
—¿Qué? No te detengas, habla.
—Estos últimos tiempos he reflexionado mucho, Olivier. He recordado el pasado, he pensado en todo y todo lo he sopesado. Me he acordado de Aix-les-Bains, de París, de Saint-Julien… He pensado en tu familia, en tu mujer, en tus hijos, en ti. He meditado mucho y he comprendido que… que…
—¿Qué?
—He comprendido que lo mejor que puedo hacer es devolverte tu libertad —dijo Fabienne con voz apagada, sin mirarle, con visible esfuerzo.
Guerran la miró estupefacto. Abrió la boca dos o tres veces, pero no pudo articular palabra.
Fabienne recobró el aliento y prosiguió:
—Para eso he venido. Para decirte que todo ha terminado, que no quiero que te divorcies y que debemos decirnos adiós, Olivier…
—¿Te has vuelto loca, Fabienne? —exclamó Guerran.
—No. He reflexionado mucho y me he dado cuenta de que estaba demasiado segura de mí misma, que era, en el fondo, demasiado orgullosa. He creído ser más fuerte de lo que era en realidad… He tenido demasiada confianza en la juventud, en el amor, me figuré poder luchar contra el pasado, la familia… Entablé combate, pero me he convencido de que sería finalmente vencida. No puede lucharse contra la familia. No me siento con ánimos de separarte de tus hijos, de tu hogar, garantizarte el olvido y ahuyentar de ti, por toda una vida, los recuerdos, la nostalgia y los remordimientos. No, no me atrevo. No me siento lo bastante segura de mis fuerzas para triunfar en esta batalla.
Guerran guardó silencio. Sentíase incapaz de decir una palabra. Anonadado, se había apoyado en el pretil que discurría a lo largo de los antiguos y profundos fosos de la vieja fortaleza. Miraba a Fabienne y al escuchaba aturdido. Tenía la impresión de que estaba soñando. Fabienne calló. Él permaneció aún largo rato sin decir nada. Parecía que las ideas fueran adentrándose poco a poco en su cerebro.
Confusos pensamientos acudían en tropel a su mente: encontrados sentimientos de estupor, de cólera, de vergüenza, de amor propio herido, germinando al mismo tiempo, en lo más recóndito de su conciencia, un sentimiento turbio parecido a un cobarde alivio. Sin embargo, sentíase dominado por la violencia del orgullo lastimado, por la necesidad de zaherir. Y con una amarga sonrisa, Guerran dijo:
—Siempre creí que me amabas…
Fabienne respondió dulcemente:
—Precisamente porque te amo he escogido este camino.
—¿Me abandonas, pues, para salvar nuestro amor?
—Es la única manera de salvarlo.
Guerran levantó la cabeza y miró fijamente a Fabienne, para ver si hablaba seriamente.
—No te comprendo —dijo moviendo la cabeza.
Y era verdad. No hablaban ya el mismo lenguaje.
—Sin embargo, está claro como la luz del día —replicó Fabienne—. ¿No te has dado cuenta de ello Olivier? ¿No lo has notado en esos reproches, esas injurias terribles que te dije el otro día a propósito de tu hija y que al recordarlas me siento morir de vergüenza y me impiden conciliar el sueño? Y todo ello, porque habíamos ya dejado de amarnos. Cada uno de nosotros amaba por sí mismo, amaba a sí mismo en el otro. Una vez tuviste razón y te expresaste bien: nuestro amor comenzaba ya a parecerse a todos los demás. Porque yo te amaba, porque tú me amabas, me creí con derecho a exigirlo todo de ti, la entrega total. No era es lo que me figuré cuando me entregué a ti. Yo me dije: «Quiero que sea feliz. Yo le demostraré que no sólo hay egoísmo en este mundo…». Mas poco a poco la exaltación se desvanece, la vida recobra sus prerrogativas, entran los cálculos y la previsión, uno se acostumbra a la idead e que tiene derechos sobre el otro e insensiblemente se va perdiendo de vista el primer incentivo: la felicitad de aquel a quien se ama… y por esta causa nuestra aventura iba a convertirse en algo semejante a todas las aventuras de amor —tú mismo lo dijiste—, en el choque de egoísmos.
—Sí —dijo Guerran en voz queda.
—¡Pues bien, no! ¡Nuestra aventura no terminará así, Olivier! La nuestra será mucho más hermosa. Guardarás de ella otro recuerdo. Tú, que no creías en nada, creerás al menos en mí. Al menos habrás tenido en tu vida a alguien que te habrá amado por ti mismo, para quien no habrá existido en el mundo nadie más que tú.
—¡Fabienne!
—Puedes irte tranquilo. Estoy dispuesta a todo.
—Pero ¡y nuestro hijo! —exclamó Guerran con voz entrecortada y temblorosa.
—Déjame con mi hijo. No hablemos más de ello. Es mi destino. Puedes dejarme sin remordimientos.
—¡Fabienne!
—¡No llores! ¡No estoy triste! Ya vez que te sonrío. A pesar de todo, estoy contenta… Tengo la seguridad de que me llevo la mejor parte. No debes llorar, Olivier.
—¡Fabienne! ¡Fabienne! —exclamó Guerran con un sollozo.
Ella se apoyó un instante en el parapeto de piedra. Hubo una pausa. Luego, después de hurgar en su bolso de cuero, tendió a Guerran un paquete. Y dijo con voz animosa:
—Aquí tienes tus cartas. Tómalas. Tú guardarás las mías, como recuerdo. Para mí nada de eso tiene importancia, puesto que todo ha terminado… ¡tómalas, toma tus cartas…! ¡Ah, esto es demasiado para mí! ¡Adiós! ¡Adiós! Vete, vete en seguida.
Guerran la miró un momento, con el fajo de cartas en la mano, como aturdido. Con un sollozo la estrechó con fuerza contra su pecho y estampó un beso en la helada mejilla. Luego, la apartó de sí y se marchó con paso vacilante a través de la negrura. Fabienne le vio partir, anonadada, casi inconsciente.
De pronto, como si una súbita luz desgarrara las sombras de su alma, comprendió la terrible grandeza de su sacrificio. Y ante el largo camino de tinieblas y de soledad que iba a emprender, su juventud se conmovió, tendió los brazos hacia su amante y gritó con un sollozo:
—¡Olivier!
Pero él estaba ya lejos y no la oyó.
Guerran caminaba de prisa, envuelto cada vez más por las sombras del crepúsculo. Volvía a su vida de antaño. Tenía la impresión, vaga todavía, pero cierta, de que retornaba a su pasado, hacia aquella vida engorrosa, material, sin sentido, que había sido la suya antes de que conociera a Fabienne. Nada habría cambiado. Su vida transcurriría igual que en tiempos pasados. Fabienne le dejaba en el mismo punto en que él la había encontrado. Sólo que un poco más lúcido sobre su miseria.
Descendía de las alturas del castillo en dirección al Maine. Llegó a los muelles, el triste, sórdido y popular barrio que dominan las viejas torres feudales. Encendíanse los faroles de gas. Una mujer de pelo lacio y una muchacha le salieron al paso y le murmuraron algo en voz baja. Guerran no contesto.
Pero en el fondo de su conciencia, a pesar de su dolor y aturdimiento, apuntaba turbia y confusa la idea vergonzosamente agradable de que en adelante era un hombre libre…
Moderó el paso y caminó más despacio a o largo de los muelles. En la otra margen del Maine, las luces de los escaparates y los faroles de gas asaeteaban el agua sombría y convergían hacia él en forma de prolongados reflejos zigzagueantes. Guerran, casi a pesar suyo, se dejó invadir por oscuros e insidiosos pensamientos. Ese divorcio que no llegaría a efectuarse, ese trastorno que se ahorra, la vida vuelta a la normalidad… ¡Y Rebat! ¡Y Charles y Micheline! Una vez más comenzó a pensar en algo que se parecía vagamente a una cobarde sensación de alivio… Y respiró a todo pulmón la tibia y húmeda brisa que soplaba del Loira y que hacía tremolar las tranquilas aguas del Maine. Libre… Se sentía libre, casi físicamente…
Sin embargo, una sombra se cernía sobre esa libertad reconquistada: la soledad, una nueva lucidez, clara y cruelmente consciente, de la vanidad de todo, incluso de las cosas que durante el tiempo había presidido su existencia: el deber paternal, el cariño de su hija. De todos modos, en esa aventura había dejado algo: su ignorancia, esos últimos residuos de optimismo y de ceguera que le hacían creer aún en el puro afecto de su hija, en la posibilidad, para él, de llenar su vida sacrificándose por ella. Ahora, hasta eso le parecía vano, pues había comprobado el vacío absoluto de las cosas terrenales, incluso el cariño de su hija. ¿A qué se agarraría, pues, para vivir? ¿Cómo, después de lo ocurrido, podría engañarse a sí mismo, encontrar razones que mitigaran y desvanecieran sus remordimientos, olvidar el recuerdo ya dolorosamente insoportable de Fabienne, de esa joven existencia que él había arruinado?
Guerran sabía ya, o creía saberlo, en qué consistía el remordimiento: en el resultado de una mala acción cometida impremeditadamente, sin artificios que, ocultándola a nuestros ojos, la embellezcan con la aureola de la honestidad. Esa honestidad, esa excusa, la buscó Guerran en todos sus actos. No, era Fabienne quien había querido la separación. Si no se hubiera comportado como una muchacha orgullosa e imbécil… Mas a pesar de todos sus intentos de justificarse no lo conseguía. La veía tal como era, delgada, casi esmirriada, enfundada en su impermeable gris, con el rostro pálido y afilado, mal arreglada, los ojos pardos bajo su sombrerito de fieltro y tendiendo afligida el fajo de cartas. Y en aquel momento hubiese dado su vida por correr a su encuentro, estrecharla entre sus brazos, besar y acariciar a aquella muchachita consternada y animosa…
Cosas que hasta aquel momento le molestaban: su tez amarillenta, sus ojeras, su torpeza en pintarse, la fealdad de su rostro de mujer embarazada, le conmovían ahora hasta hacerle saltar las lágrimas, y se cambiaban en recuerdos atrozmente dolorosos. ¡Y pensar que ello le atormentaría durante toda su vida! ¡Toda su vida! ¡Libre sí, pero a qué precio! Por otra parte, ¿qué haría en delante de esa libertad odiosa y criminal?
Ella, por lo menos, conservaba todavía alguna cosa: una confianza, una fe. En el fondo, no había cometido ninguna locura al encumbrar su amor más allá de todos los egoísmos. Al hacerlo así había tenido razón; en ese amor residía la única posibilidad de salvarlo. Fabienne había triunfado. De esa ruin y mezquina aventura ella había salido purificada. Y demostraba a Guerran que nada existe en el alma humana, por ruin que sea, que no pueda transmutarse en un sentimiento elevado. En adelante podía volver la vista atrás no sin dolor, pero si sin remordimiento, sin avergonzarse de nada, con el ánimo sereno y hasta con una dulce nostalgia. Ella tenía al menos derecho de poder decir que no había quedado en deuda. ¡Lo había pagado todo! ¡Por los dos! Salía de aquella dramática aventura despojada y ensangrentada. Pero Guerran se daba cuenta de que ese despojo consentido constituye a veces un singular enriquecimiento. Sí, algo salvaba Fabienne de esa aventura: su propio dolor, su sacrificio, el exultante pensamiento de un gesto noble y voluntariamente aceptado. El papel que ella había desempeñado cobraba una belleza y una grandeza sublimes. Sí, sólo a ella correspondía la grandeza. Y entonces, Guerran recordó, de pronto, de una manera intensa, el viejo rostro amado, el dulce y triste rostro de su buena madrina la señora de Nouys. Y acudieron a su mente aquellas graves palabras tantas veces oídas, aquella palabras que ella solía pronunciar y cuyo sentido no había logrado entonces comprender: «Deber, sacrificio, entrega de sí mismo…». ¡Ahora lo comprendía todo! ¡Todo le parecía ahora claro y luminoso! Y aunque quizá antes lo negara, en aquel momento reconocía que la certidumbre de haber cumplido su deber podía llenar toda una vida. Sí, Fabienne no lo había perdido todo. Por absurdo que ello pudiera parecer, Guerran, al considerar lo que le reservaba el porvenir, se decía para sí, sin que llegara a comprenderlo: Fabienne tenía razón, había escogido la mejor parte.
Si ello era cierto, Fabienne no lo sabría probablemente jamás. Por pruebas que le deparara la vida no podría nunca sanar de esa herida incurable, de ese supremo castigo: la duda, la incertidumbre sobre la inutilidad de su sacrificio. Sin embargo, quizá sin darse cuenta, ella había triunfado. A través de misteriosos y áridos desiertos, de caminos y abismos que la habrían hecho retroceder, horrorizada, de haberlos conocido de antemano, había a pesar de todo impelido a Guerran a rendir al bien, por primera vez, ese oscuro y casi inconsciente homenaje. Quizá para ello había sido necesaria toda la vida de Guerran, su pasado, su juventud, el error de la señora de Nouys, Julienne, y ese sufrimiento, esa caída, esas faltas y hasta esa cobardía. Quizá sea cierto que todo conduce al bien, a la verdad. Mas no saben cuán afortunados son los que lo alcanzan por los caminos de la justicia. Un cruel destino debe ser para un hombre no haber podido entrever la faz de la vedad sino a la trágica luz de una mala acción irreparable.