Capítulo II

De regreso a Angers, Guerran tomó sus medidas en vistas a la rápida obtención de su divorcio. Tras algunas escenas, en las que menudearon terribles disputas, consiguió al fin esbozar un proyecto de separación con Julienne. Guerran le cedería el disfrute de la casa y le satisfaría una pensión cuyo importe sería determinado más adelante, pero que permitiría a Julienne vivir holgadamente. A Charles le dejaría su bufete y su biblioteca. Gestionaría que el partido político al que pertenecía confiara a su hijo los asuntos que hasta entonces había tenido él a su cargo. Charles se encargaría asimismo de lo contencioso de algunos importantes Bancos de la plaza y de los asuntos de los sindicatos de pizarreros y los de los obreros textiles. Todopoderoso en el seno de los dos sindicatos, una sola palabra de Guerran bastaría para transferir la sucesión a Charles.

Quedaba Micheline. Guerran hizo llamar a Bussy y le dijo:

—He resuelto divorciarme. No se sobresalte. Mi decisión es irrevocable. De todos modos, como es mi intención que el matrimonio entre nuestros hijos se realice y como por otra parte me propongo, cueste lo que cueste, que se pronuncie mi divorcio antes de tres meses, le sugiero que adelantemos la fecha de este matrimonio. Podríamos fijarla, por ejemplo a fines del mes próximo. No creo que sea un impedimento difícil de salvar que su hijo no haya terminado el servicio militar. Si fuera militar de carrera, ¿acaso no se casarían nuestros hijos? Puesto que está destinado en la región de Boulogne, podríamos alquilar allí una linda casita, donde los novios pasarían la luna de miel.

—Pero ¿y el divorcio de usted? —objetó Bussy.

—Yo me divorciaré inmediatamente después. Asistiré a la boda con mi mujer. Nadie sabe nada y no se producirá el menor escándalo. Que luego nos divorciemos, no es cosa que afecte a nuestros hijos y a quienquiera que sea. Nadie puede echarle en cara que haya dado usted su consentimiento a este matrimonio.

—¿Y la dote?

—Entregaré cuatrocientos mil francos en seguida. El resto, a razón de cien mil francos anuales a un interés de cinco por ciento.

—Yo doy seiscientos cincuenta mil —dijo Bussy—. Podría usted llegar a los seiscientos mil.

—No puedo poner un céntimo más.

Sobrevino una larga disputa. Por dos veces Bussy cogió el sombrero dispuesto a marcharse. A la postre, Guerran prometió el dormitorio y el comedor del joven matrimonio, que Robert escogería en casa de Brougnan, el afamado mueblista de Angers. Llegaron a un acuerdo. Se celebraría la boda en el mes siguiente.

Julienne se puso al habla con un abogado. Instintivamente se dirigió a Rebat, el enemigo moral de su marido. Abogado y consejero del exministro Dauret, Rebat no había echado en saco roto los ataques de Guerran, quien le había censurado acremente por los escabrosos caminos que había hecho seguir a su cliente. Ese divorcio le deparó la ocasión de hacer pagar a Guerran la humillación de que le había hecho víctima. Prometió a Julienne hacer cuanto pudiera. Puesto que Guerran quería divorciarse, ya pondría el precio a su decisión. Julienne conseguiría una sentencia favorable y Guerran tendría que satisfacer una crecida pensión en concepto de alimentos. Rebat se convirtió en protector y confidente de Julienne, quien, dándose cuenta del odio que él sentía por su marido, no solamente lo estimuló y explotó, sino que hasta acrecentó su encono. Traicionando a Guerran, contaba a Rebat todo cuanto sabía, todo lo que recordaba, todas las palabras duras, los severos juicios que oyera a su marido pronunciar a propósito del papel desempeñado por su colega en el asunto Dauret. Lamentaba no recordar más cosas y estimar que, a la sazón, todo aquello carecía para ella de interés. La inquina de Rebat fue en aumento. Guerran se daba cuenta de lo que ocurrí ay se percataba del odio que le profesaba Julienne por la manera cómo Rebat, en el palacio de Justicia, le saludaba y le estrechaba blandamente la mano, apartando la vista como quien no se atreve a mirar de frente al adversario…

Los más encontrados pensamientos, los asuntos profesionales, las discusiones y la lucha doméstica no daban a Guerran punto de reposo. Sin embargo, galvanizado, como si le hubieran dado un trallazo, reaccionaba con violencia. De temperamento combativo, la resistencia le sobreexcitaba y redoblaba sus fuerzas. Mas por las noches, no pocas veces al despertar de su primer sueño, no lograba conciliarlo de nuevo. Entonces parecía recobrar su lucidez. La febril actividad del día, la excitación de la lucha, se habían desvanecido. Y se presentaba frente a él la fría realidad. Se imaginaba, aterrado, el camino que quedaba aún por recorrer. Sopesaba la gravedad del paso que iba a dar, la ruina que iba a sembrar a su alrededor, el hundimiento de su hogar, la separación de sus hijos, sobre todo de Micheline, el mediocre vivir que acechaba a Charles y a su esposa Andrée… Y en cuanto a sí mismo, podía dar por cancelados el bufete y la clientela. Además tenía que pagar cien mil francos anuales a Bussy, la instalación de un nuevo matrimonio y recomenzar una nueva vida con el peso material y moral de un pasado en liquidación. En aquel momento de lucidez, tenía la impresión, clara, absoluta, de que sus razonamientos eran lógicos, que cometía una locura que se lanzaba a una aventura estúpida y sin salida posible. Hasta el punto de que permanecía desvelado hasta que apuntaba el día, agitado, casi jadeante, sudoroso y tratando de imaginarse lo que el porvenir le reservaba. Al levantarse, todo había terminado y su temperamento activo le hacía olvidarse de todo.

Supo que Fabienne había vuelto a Angers. Le telefoneó y convinieron verse una tarde, cerca del castillo del rey René. La entrevista, efectuada al pie de las macizas torres de piedra gris, duró un cuarto de hora. Guerran le explicó todo: su divorcio, las medidas tomadas para asegurar el matrimonio de su hija, la situación de su hijo y lo que le deparaba el futuro. Expuso las cargas que la constitución del nuevo hogar le obligaría a asumir. Diole cuenta de sus planes para salir adelante. Irradiaba optimismo, con el fin de tranquilizar a Fabienne. Se mostró lleno de confianza, casi alegre. Fabienne le escuchaba en silencio. No dijo nada y ni siquiera pronunció una palabra de crítica o de aprobación. Esta frialdad sorprendió a Guerran y se sintió por ello un poco ofendido.

Algunos días después, en Epidauria, Fabienne dio origen, sin darse cuenta a un penoso incidente.

Una mañana, un tal Perceloup condujo a la clínica a su mujer. Un caso de aborto con hemorragia.

Godefrin, que sospechaba fuera provocado, efectuó el raspado con ayuda de Fabienne y extrajo los restos con la placenta. Sin embargo, dos días después, la enferma se agravó. Se le descompusieron los rasgos de la cara y subió la temperatura.

—Apostaría cualquier cosa a que ese animal ha provocado él mismo el aborto —dijo Godefrin a Fabienne—. Y habrá causado una perforación.

Hizo llamar al marido a su despacho y declaró:

—Creo que será necesaria una intervención. Tendremos que abrir el vientre.

Perceloup se negó en redondo.

—Prohíbo terminantemente que se efectúe esta operación —respondió—. Y no le aconsejo que haga caso omiso de mis palabras.

Antes de marcharse, subió a decir a su mujer que debía negarse en absoluto a dejarse intervenir.

—Ya lo ve usted —dijo Godefrin a Fabienne—, ha sido él el autor de esta carnicería. Tiene miedo de que descubramos su hazaña. Antes la dejaría irse al otro mundo.

Perceloup se marchó. Al anochecer, el estado de la mujer empeoró de una manera alarmante.

—Estoy verdaderamente preocupado —dijo Godefrin—. Quisiera hablar con el marido. Mándelo llamar en seguida.

Fabienne bajó a la secretaría y buscó las señas de Perceloup. Sólo había dejado el número de su teléfono: Gutenberg 199-09. Fabienne hizo rodar el disco.

—Oiga, ¿es el 199-99?

Al otro lado del hilo una voz de mujer respondió:

—Sí señorita.

—¿El señor Perceloup, por favor?

—No ha llegado todavía.

—¿Tendrá usted la bondad de decirle, cuando llegue, que vaya a la clínica Epidauria?

—¿A la clínica Epidauria?

—Sí, el doctor quiere hablar con él sobre el estado de la señora Perceloup. Es urgente.

A las once de la noche aún no se había presentado nadie. Godefrin, furioso, seguía esperando.

—¡Se están burlando de nosotros! ¿Debo intervenir o no? Necesito una autorización. A ese imbécil su mujer le importa un bledo. Insista con el teléfono, señorita.

Fabienne volvió a llamar al 199-99. La misma voz le respondió:

—La señora Perceloup no se encuentra en la clínica, señorita. Debe tratarse de un error.

—¡Cómo! ¿No es ahí el 199-99? Me han dado este número, señorita. ¿No vive ahí el señor Perceloup?

—Sí.

—¿Me hace el favor de decirle que se ponga al aparato? —todavía no ha llegado.

—Entonces, le ruego que en cuanto llegue llame en seguida a Provence 1804-22. Esperaremos hasta medianoche.

Fabienne colgó el receptor. Comenzaba a sospechar algo. Se acercó a Godefrin.

—¿Qué ocurre? Hay que darse prisa, señorita. Es cuestión de minutos.

—Oiga, doctor —dijo Fabienne—, tengo la impresión de que…

La interrumpió el timbre del teléfono.

—¡Por fin! —exclamó Godefrin.

—Diga. Sí —repuso Fabienne—. Sí, Epidauria al habla.

Era la misma voz de mujer que las dos veces anteriores.

—¿Decía usted señorita, que la señora Perceloup se ha agravado?

—Sí. ¿Ha vuelto ya su marido?

—No, señorita. Mi marido no está aún en casa. Yo soy la señora Perceloup. Ya comprendo… pero es muy triste, señorita, sabes así de repente, que mi marido me engaña después de veinte años de casados…

La voz era lenta, grave, quebrada. Fabienne colgó el receptor y permaneció aturdida, incapaz de decir una palabra. Perceloup, al llevar a la clínica a su amante, había cometido la torpeza de dar el número de su propio teléfono. Fabienne acababa de destrozar la vida de una desdichada mujer.

A la una de la madrugada, Godefrin se decidió a intervenir a la amante de Perceloup. Para obtener el consentimiento de ella, fue necesario decirle que había sido imposible dar con el paradero de su amante. Al abrir, como ya lo sospechaba, Godefrin encontró la matriz perforada, el intestino agujereado en dos sitios y el vientre lleno de pus. Tuvo que extraer toda la matriz.

Al día siguiente, al mediodía, se presentó Perceloup. No sabía nada porque no había pasado la noche en casa.

—Así que también tú me engañas —dijo la mujer.

Murió al cabo de tres días.

Lo ocurrido sirvió de excelente pretexto a Perceloup para no pagar los honorarios, ciertamente crecidos, de la clínica Epidauria. Declaró que no había solicitado una segunda intervención, que Godefrin era el único responsable y que, después de todo, él, Perceloup, no tenía nada de común con la muerta… Y el médico no podía denunciarle, se lo impedía el secreto profesional. Esto lo sabe todo el mundo, y con frecuencia hay quien se sirve de esta arma contra el propio médico. Pero Godefrin disponía de un argumento contundente.

—Está bien —dijo a Perceloup—. En este caso solicitaré que se practique la autopsia. Veremos entonces si la intervención era legítima o no, si hubo o no perforación…

Perceloup palideció. No había contado con la autopsia, que revelaría sin lugar a dudas sus hazañas como abortador. Sin decir una palabra, sacó su cartera y firmó un cheque.

—No la comprendo a usted, señorita Fabienne —dijo luego Godefrin—. No debe usted preocuparse de este modo. No es culpa suya si ese cretino ha dado el número de su teléfono.

—Sí, ya sé doctor —musitó Fabienne.

Sin embargo, aturdida, obsesionada, no lograba ahuyentar de su mente la imagen de ese hogar que acababa de destruir. Aún le parecía oír la voz dulce y triste de esa mujer ya madura que con unas leves palabras le había significado por teléfono toda la hondura de su sufrimiento. Hubiérase dicho que se trataba de una suprema advertencia, recibida en el último instante…

En Angers, Guerran recibía todas las mañanas nuevas y numerosas facturas. Julienne se entregaba a un verdadero frenesí de despilfarros, explotaba a su marido hasta el último día, se proponía sin duda hundirle, crearle una situación económica tal que el divorcio le acarreara una ruina total y tuviera que renunciar a él. Guerran entregaba el dinero a Charles. Julienne se apoderaba de él e inmediatamente efectuaba compras a crédito. Charles no se atrevía a decir nada. Luego los comerciantes presentaban de nuevo sus recibos al cobro. Guerran, presa de cólera, aseguraba haber pagado, pero le demostraban lo contrario. Tales discusiones causaban un efecto deplorable.

Entretanto, Julienne iba adquiriendo numerosos vestidos que ni siquiera llevaba, pieles y joyas. Hizo pintar y alfombrar toda la casa de arriba abajo. A la menor protesta de Guerran sobrevenían tales escenas de violencia, que tuvo que abstenerse de poner coto a esas extravagancias. Por otra parte, no podía poner sobre aviso a los comerciantes y vendedores, ni declarar con un anuncio en la Prensa: «que no se haría cargo de las deudas que contrajera su mujer». Hasta el matrimonio de Micheline había que salvar las apariencias, evitar a toda costa el escándalo. Después, después, ¡qué liberación! Guerran se consumía en silencio, contaba los días y lo soportaba todo por Micheline, la más dura, la más egoísta, la más cruel de los tres para con él, y que se había puesto por entero de parte de su madre. Había renegado de él. Lejos de apiadarse de su padre o mostrarse cuando menos indiferente, se empeñaba en zaherirle, en mortificarle con continuas alusiones, en prodigar a Julienne atenciones y zalemas que antaño reservaba para él. Veinte años de sacrificios, de resignación, de miseria conyugal, pacientemente sufridos sólo por Micheline; veinte años de esfuerzos, de cariño, de vigilancia, de solicitud, para salvarla, para preservarla del mal, conservar su confianza, mantenerla pura, asegurar su porvenir y su felicidad; veinte años de una vida así, de esa entrega total a un hijo para que después, fríamente, deliberadamente, en el momento en que el esfuerzo ha dado fin, en que se ha alcanzado el objetivo de proporcionarle una vida dichosa, en que uno espera, finalmente, pensar un poco en sí mismo, ese hijo se aparta de nuestro lado y se echa, sin dirigirnos tan sólo una mirada, en brazos de la enemiga. ¿Qué quieren, pues, de nosotros, nuestros hijos? ¿Que seamos unos santos?

Sabía que Micheline estaba como celosa de él. Se había dado cuenta de ello hacía ya mucho tiempo, cuando tuvo que abandonar por ella a su primera amiga. A la sazón Micheline era aún una niña, y sin estar segura de nada, barruntó ya lo que ocurría. Sin embargo, era ya suficiente. Él comprendió en seguida que si Micheline se enteraba de sus devaneos, si adquiría la certidumbre de ello, Julienne aprovecharía la ocasión para llevar las cosas por la tremenda y arrebatarle a su hija. Fue, pues, por Micheline por lo que rompió con su a miga, por lo que renunció a un gran amor. Sufrió mucho, porque amaba a aquella mujer. Luego, se consoló. En los momentos en que la tentación le acuciaba, y cuando la vida en su hogar se le hacía insoportable, había buscado el olvido, de vez en vez, en los fugaces placeres que le brindaba alguna que otra mujer que encontraba al azar. A todo eso había consentido por Micheline: a que no hubiera en su vida, que trascurría en el vacío, ningún cariño de mujer. Habíase contentado con breves caprichos, con esos amores fugaces, puramente fisiológicos, con esas cópulas de animales por las que e pagan cien francos. Si Micheline lo hubiese sabido, ¿qué hubiera dicho a su padre? Sin duda, lo habría despreciado. Sin embargo, ahora conocía la vida y las exigencias del ser animal, y sabía que un hombre no es sino un hombre. Hallábase en edad de contraer matrimonio, no era ya una niña y nada ignoraba. ¿Qué quería, pues, de él? ¿Ni el amor de las hijas ni el amor de una mujer? A veces hubiera deseado que fuera ya casada para poder decirle brutalmente:

—¡Escoge tú misma! ¿No aceptas a la amante? ¿Prefieres, pues, para mí las rameras tarifadas, las mujeres que uno encuentra por la calle a quienes no se conoce y que no hacen mella en nuestro corazón? ¿Es todo lo que quieres que haga? ¿Estás celosa de mi cariño hasta esa monstruosidad, hasta pretender de mí ese envilecimiento, de que tú estarías enterada y que, simplemente, fingirías ignorar? Entre la prostituta que te dejará el corazón secretamente emponzoñado y la nueva esposa que quizá te usurpa una parte de él pero que lo conservará santo, ¿acaso habrías hecho ya tu elección?

Luego se daba cuenta de la desdicha de su hija. Adivinaba en su semblante sus inquietudes y sus tormentos. Y la paternidad acababa por imponerse. Acusábase a sí mismo y se martirizaba con nuevos remordimientos. En el fondo, si ella parecía complacerse en inflingirle tales crueles era porque amaba de veras a su padre. A su manera: celosa, egoísta, exclusiva, orgullosa. Pero, al fin y al cabo, había en ella cariño… En suma, le devolvía lo mejor que podía el mal que su padre le causaba. Además, ese noviazgo había sido para ella una continua fuente de sinsabores; asimismo por culpa de su padre. Ese proyectado divorcio había estado a punto de dar al traste con su matrimonio. Varias veces se habían producido humillantes discusiones a propósito de la dote y de la forma de hacerla efectiva. Todo ello le intuyó la vedad y adquirió la dolorosa convicción de que su prometido no la amaba como ella a él y que hacía sobre todo un matrimonio por conveniencia… Una noche llegó a casa con los ojos llorosos, más no dijo nada a su padre. Pero Guerran se enteró, escuchando a la puerta de la habitación de su hija, de lo que ésta decía a su cuñada Andrée: Bussy, su futuro suegro, había hecho alusión delante de ella al próximo divorcio de Guerran, y a esa dote pagadera por anualidades. Por un instante, Guerran, en un arrebato de furor y pensando en el porvenir de su hija, estuvo tentado de sacrificarlo todo, de renunciar a su divorcio, a Fabienne y retener a su lado a Micheline, permitiéndose simplemente el miserable goce de una vida secreta, breves amores de una hora en que, dando satisfacción a la bestia, se vengaría de Julienne; de conquistar, de encontrar nuevamente ese triste corazón de su hija, ingrato, celoso y miserable…

Alternativamente, se iba a cenar al restaurante y a dormir al hotel. La vida en su casa se le hacía insoportable. En algunas ocasiones, Julienne, quizá aconsejada por sus hijos, había hecho un supremo esfuerzo para recobrar a su marido. Sus coqueterías, sus pueriles intentos no inspiraban a Guerran más que tristeza y compasión. Tuvo con él una última explicación. Le dijo que no tenía necesidad de irse, que por consideración a sus hijos, a la familia, a su apellido, quizá no era prudente ese divorcio…

Guerran comprendió en seguida lo que aquellas palabras encerraban, lo que ella no se atrevía a decir abiertamente: que se avenía al «menaje à trois». Cuando Julienne se dio cuenta de que él había adivinado sus intenciones y que por lo tanto su respuesta era negativa, tuvo un arrebato de cólera. En adelante sólo en la huida encontraba Guerran el medio de defenderse de su mujer.

A los ojos del mundo y por un tácito acuerdo, se guardaban aún las apariencias. No se interrumpieron los paseos dominicales, seguían recibiendo a las amistades y asistieron dos o tres veces a reuniones en casa de Heubel, o de Vallorge, al baile de la Prefectura y a las cenas de Valérie Géraudin. En ella Guerran tuvo ocasión, después de algunos meses de no haberse visto, de departir con su viejo amigo.

Géraudin le pareció muy envejecido y caduco Géraudin envejecía a ojos vistas. Cualquier intervención que por su índole requiriera cierto tiempo le causaba una honda ansiedad. Ya dos días antes sopesaba todos los accidentes posibles.

Experimentaba la zozobra de un estudiante de bachillerato ante el tribunal examinador. Sentíase nervioso, obsesionado y presa de una indecible angustia, lo que contribuía a agravar su estado. Apenas comía, bebía demasiado borgoña, fumaba constantemente, y las noches de insomnio se las pasaba amodorrándose en la lectura de los periódicos o junto a la radio, que solía escuchar por la noche. Se había hecho instalar un aparato de doce lámparas en su gabinete, a la cabecera del diván. Allí le encontraban a veces las sirvientas por la mañana, dormido junto a la radio, que seguía funcionando para el vacío. Acabó por no atreverse a operar. Hacía lo que los cirujanos sin talento: si se trataba de una úlcera de estómago no la extirpaba, la dejaba en su sitio, pegada a la pared del estómago, y se limitaba a facilitar la evacuación de los alimentos enlazando directamente el estómago al intestino mediante una gastrenterotomía. Cuando se trataba de un cáncer del recto ni siquiera lo tocaba, cortaba el intestino más arriba del cáncer y lo hacía salir por el vientre mediante un ano artificial. Al no pasar los excrementos por el recto, el cáncer, menos irritado, sólo se agravaba lentamente y aun a veces dejaba de evolucionar. Todo ello era honesto y lícito. Pero ¡qué decadencia para un hombre como Géraudin Gigon, el todopoderoso secretario de la Facultad! Lo abandonaría dentro de poco. Se jubilaba en Pascua. Con él, perdía Géraudin un punto de apoyo esencial. No podía ya operar delante de los estudiantes, poner de manifiesto en público su decrepitud. Solicitó la jubilación de profesor y decidió abandonar la Facultad a la terminación del curso escolar.

No se le vio más en el anfiteatro y muy rara vez en el hospital. Sólo conservó la Maternidad, para no desprenderse de todo y no morirse de tedio.

En su clínica había reducido los honorarios. Trabajaba ahora por unos emolumentos irrisorios y hasta practicaba intervenciones a las tarifas fijadas por los Seguros Sociales. Obedecía a los médicos, no discutía y ni siquiera se rebelaba contra las exigencias de aquellos. Sentíase demasiado fatigado, demasiado cansado de todo para seguir luchando. L os honorarios de sus colegas eran los suyos. Su diagnóstico, el suyo. No era en sus manos más que un dócil instrumento. En la antesala del quirófano, Louis oía a veces cosas singulares:

—Le aseguro que, en mi opinión, no veo la necesidad de ninguna intervención —decía Géraudin después de haber palpado una vez más el vientre—. No veo en absoluto la amenaza de una peritonitis…

Pero el médico de cabecera del enfermo insistía, irritado:

—No hay más remedio, amigo mío. Yo le he hecho traer aquí, la familia tiene el alma en un hijo, y vaya usted a decirles ahora que el enfermo no tiene absolutamente nada… Dirán que soy un estúpido. No, no ¡Adelante!

Y Géraudin practicaba la intervención.

Ni siquiera esta humillación bastaba. Nadie recurría a él, y a pesar de rebajar sus honorarios, los médicos de prestigio no se atrevían ya a arriesgar en manos de Géraudin la vida de sus enfermos.

Demasiado lento. Los segundos que un operado pasa bajo los efectos de la anestesia son preciosos. Y Géraudin no acababa nunca.

La señora Claim, la jefa de las enfermeras, aprovechándose de su decadencia, hizo sentir su despotismo sobre él y sobre toda la clínica. Se hallaba en guerra declarada contra la señora Géraudin.

Valérie se exasperaba al comprobar que el déficit iba en aumento, metía las narices en todo y fiscalizaba las cuentas. La señora Claim, furiosa, se vengaba en la persona de Géraudin, tiranizando al viejo y desgraciado profesor. Si por las mañanas llegaba tarde, si no se presentaba a las ocho, aguardaba exactamente un cuarto de hora. Luego, la señora Claim ordenaba practicar las curas y cambiar los vendajes. Si Géraudin llegaba un minuto después y quería ver la herida de algún enfermo, no era ya posible.

La señora Claim se lo prohibía, se habían renovado ya las vendas y no iba ahora a desenvolverlas.

Tenía que esperar hasta el día siguiente y ser más puntual. Cuando los otros médicos iban a la clínica para visitar los enfermos que estaban bajo su cuidado, la señora Claim les hacía esperar cosa de media hora. Géraudin no se atrevía a decir nada. No quería cambiar de enfermera; estaba acostumbrado a la señora Claim ara sus operaciones, y si utilizara a otra, las dificultades serían aún mayores. Todo ello le atormentaba. Y aquella cruel mujer abusaba del pobre Géraudin. Por las mañanas, el viejo doctor se precipitaba hacia su coche, del mismo modo que un chiquillo que se ha levantado tarde corre hacia la escuela.

—¡Pronto, Louis, o la señora Claim armará bronca!

Tal estado de cosas no atraía ciertamente a los médicos y a los clientes. Avecinábase un desastre. El balance era cada vez más catastrófico.

Géraudin había pensado en vender la clínica, pero Valérie se negaba a ello. Las pérdidas serían demasiado cuantiosas.

—Aún no te has dado cuenta de tu suerte —exclamaba ella—. ¿Qué hubieras hecho de no contar con mi dinero para pagar la clínica?

Pero Géraudin sólo veía una cosa; su Bordelais, su ciudad natal, una casita, la pesca, la caza, un jardincillo, la paz, el reposo… Y decía a Louis:

—Durante la Cuaresma nos iremos a Burdeos, Louis.

—¿Lo ha dicho la señora?

—La señora no quiere ir… Pero…

—Entonces no iremos a Burdeos —replicaba Louis.

—¡Iremos a Burdeos!

—¡No iremos a Burdeos!

Y no se iban a Burdeos.

A veces pensaba en su hijo, no en el idiota, sino en el otro, se preguntaba qué hacía, cómo era, si vivía feliz, si sabía quién era su padre, y como le juzgaba. A Géraudin le hubiera gustado saber dónde se hallaba, pero no se atrevía a emprender ninguna investigación. Valérie y la señora Claim lo tenían esclavizado.

Todo le desazonaba. Cualquier diversión, cualquier festejo —una feria, un baile público, una fiesta popular—, le hastiaban y le incomodaban. En el fondo envidiaba la alegría ajena. Ni siquiera hacía el menor esfuerzo para fumar un poco menos. Louis no dejaba de reconvenirle:

—Hace usted mal en suspirar de este modo. Eso le dañará el organismo.

—No sabía que suspirase, Louis —respondía Géraudin.

—Si continúa así, se volverá usted neurasténico.

—La neurastenia no existe, Louis —afirmaba Géraudin—. Siempre se sabe el motivo de la bilis.

El notario y él convencieron finalmente a Valérie de que se pusiera la clínica en venta. Encontraron un cliente y se fijó un precio razonable. En el último minuto Valérie aumentó sus pretensiones en doscientos mil francos. El cliente dio por rotas las negociaciones. Y el notario abandonó el asunto.

Menudearon las quejas en la Maternidad y en el hospital, que la administración trató de apaciguar.

Compadecianse de Géraudin y no querían infligirle la humillación suprema de su despido. Mas él se daba perfecta cuenta de que tenía que marcharse. Ya ni siquiera se sentía capaz de efectuar una cesárea hasta el final. En cuanto comenzaba a brotar la sangre, perdía los estribos y no sabía lo que hacía.

Comunicó su decisión de dimitir el cargo al llegar la Pascua, y aún abrigaba sus dudas sobre si estaría en condiciones de trabajar hasta esa fecha.

Valérie despidió a Louis. Había que reducir gastos y Géraudin podía perfectamente prescindir del chofer y conducir él mismo su «Panhard». Así Géraudin perdió su último aliado, el único que le daba ánimos en el momento de las intervenciones, que le alentaba, le galvanizaba y le hacía luego recobrar la calma. El único que se atrevía a enfrentarse con la señora Claim y gritar más alto que ella, el único que se oponía a los antojos de Valérie. En el fondo, ese hombre del pueblo, ese hombre sencillo y primitivo había sido en los últimos tiempos la fuerza que sostenía a su patrón.

Géraudin conducía mal: su vista menguaba; sus nervios, destrozados, no obedecían y su pensamiento estaba muy lejos del volante. Causó tres atropellos y en uno de ellos aplastó a una mujer ya anciana. No atreviéndose a conducir por la ciudad iba casi siempre a pie a la clínica, donde llegaba ya cansado antes de ponerse a operar. ¡Ah, si supieran cómo esos ajetreos impuestos por la Administración, desde su casa al hospital y desde el hospital a la Facultad, carente de centralización, consumen las energías de un cirujano!

Durante una de sus últimas intervenciones en «L’Egalité», Géraudin fue víctima de un accidente.

Tratábase de extirpar la vesícula biliar a una mujer joven afectada de un absceso en dicho órgano.

Géraudin había adrede descansado la víspera, para tener un completo dominio de sí mismo. La infección era debida a la presencia del bacilo de Ebert, el microbio de la tifoidea. Era un caso de suma gravedad.

Rodeado de estudiantes, Géraudin operó a la mujer. Había puesto al descubierto el canal colédoco[97] y el cístico[98]. Examinaba el absceso, hinchado y a punto de estallar. Y mientras trabajaba informaba a los estudiantes, con breves palabras, del método más seguro:

—Cuando esté así al descubierto, sujetaréis el cístico, poco más o menos en el sitio que voy a indicaros… Seccionad… Luego agarráis los vasos de la vejiga… Unas pinzas, hermana…

Presionó los vasos con las pinzas y se inclinó, con interés, el rostro casi tocando la herida, para ver por dónde iba a cortarlos. De pronto, como si reventase un fruto podrido, se abrió el absceso. Un chorro de sangre y de pus salpicó en parte la faz de Géraudin.

Nadie se movió. Para Géraudin el peligro era terrible. O desinfectarse en seguida o morir de una infección rápida. Pero abandonar la paciente era sentenciarla. La disciplina exigía que nadie se moviese, que se dejase actuar a Géraudin.

Su semblante palideció. Se recobró y echó una ojeada a su alrededor. Su mirada aparecía un poco nublada. Aquel hombre decrépito pareció en aquel momento agrandarse. Y en su rostro moteado de gotas de pus se reflejó, tras unos instantes de angustia, una súbita resolución, acompañada de un repentino resplandor de alivio y de esperanza.

—Campos —pidió Géraudin, en tono tranquilo.

Le dieron los campos, piezas de ropa blanca aseptizada que se extienden sobre los operados.

Géraudin se enjugó rápidamente el rostro y los ojos en los que también había entrado el pus. Sin desinfectarse volvió a empuñar el bisturí, extirpó la vejiga sin provocar hemorragia y dio fin a la intervención de una manera brillante, con un brío que le recordaba los hermosos días de su juventud.

Trasladaron a la mujer, salvada. Los estudiantes se agolparon en torno a su «patrón», le estrecharon las manos y le traían antisépticos. Y en medio de la emoción y del entusiasmo generales, Géraudin, pálido, presa de angustia, se preguntaba, invadido por encontrados sentimientos de inquietud y de esperanza, si la muerte acechaba su presa…

Pero la muerte parecía esperar. Durante ocho días Géraudin se observó a sí mismo. Nada. Al cabo de diez días, supo que había resistido a la infección. Decididamente, le era negada también la grandeza de una hermosa muerte.

Un domingo por la mañana, Guerran fue a ver a su viejo amigo. Encontró a Géraudin en el garaje, metido debajo del «Panhard» tratando de repararlo, enfundado en un mono, con las manos llenas de grasa, el rostro tiznado y sin ver apenas nada por haber roto las gafas al darse un topetazo con el eje de transmisión.

Que lo vieran en tal estado fue quizá la pequeña y última humillación que le impulsó a tomar una decisión. En cuanto se marchó Guerran, Géraudin tiró en un rincón del garaje la bomba «Técalémit» y el bidón de grasa, y se fue a su casa. Valérie acababa de arreglarse. Habíase proyectado pasar cuatro días en La Baule.

—¡Arréglate como quieras —dijo Géraudin— pero yo no iré! ¡Es la última vez en mi vida que he puesto la mano en ese coche!

Disputaron una hora. Al cabo Valérie tuvo que llamar un taxi y marcharse con las sirvientas.

Géraudin pasó la noche solo. El lunes por la mañana no almorzó, se contentó con el «caldo de las once» en «L’Egalité» y partió en seguida, con el «Panhard» ya reparado, hacia La Baule. Conducía mal, tuvo una avería y no llegó hasta la noche, extremadamente cansado. Preguntó por su mujer, sin saber por qué. Quizá esperara aún de ella alguna cosa, un atisbo de compasión, una palabra de cariño que le reanimara. Las sirvientas le dijeron que la señora, como de costumbre, había ido a jugar al bridge a casa de miss Jenninson.

—Está bien —repuso Géraudin.

Pasó al velada junto a Henri, su hijo idiota. Estuvo con él largo rato hablándole y tratando de hacerse comprender. Pero el idiota era incapaz de comprender nada. A las once, la nurse, miss Dorothy, fue en busca de Henri para acostarlo. Como de costumbre, le dio un pedazo de chocolate. El idiota lo masticó expresando con tartamudeos su satisfacción.

—Parece contento —dijo Géraudin.

—Siempre está contento, señor.

Géraudin miró a su hijo y suspiró.

—Es verdad, es feliz y en el fondo no necesita de mí para nada. No le hago ninguna falta, ¿verdad señorita?

Sólo más tarde recordó miss Dorothy esas palabras. ¿Qué afán, qué deber, qué razón de luchar y de vivir pretendía, en su desesperación, encontrar Géraudin al lado de su miserable hijo, sin lograr alcanzarlos?

Miss Dorothy se llevó a Henri. Géraudin se fue a su habitación y escuchó la radio hasta las dos de la madrugada. Por la mañana, bajó bastante tarde, preparó el «Panhard» y preguntó si aún dormía la señora. Valérie estaba despierta, pero mandó decir que se hallaba cansada. Géraudin se marchó solo, sin haberla visto.

Cuatro días después, el sábado por la noche, al llegar a la Facultad, Doutreval recibió un aviso de Gigon.

—¿Ha venido usted en coche? Acompáñeme a la comisaría de policía. No tenemos noticias de Géraudin. He telefoneado a su mujer, y a la señora Claim. Nada. La señora Claim me ha rogado que hiciéramos investigaciones.

El comisario de policía y dos agentes acompañaron a Doutreval y a Gigon a casa de Géraudin. Todo estaba cerrado. Llamaron repetidas veces sin que nadie contestase la casa parecía deshabitada.

Un agente requirió los servicios de un cerrajero. Forzaron la cerradura y los seis hombres penetraron en el vestíbulo. Al punto se sintieron aliviados. Había alguien en la casa. Del gabinete de Géraudin llegaba a sus oídos una melodía de jazz, un tango de ritmo lento y sincopado.

—¡Uf! —exclamó Gigon—. ¡Ahí está!

—¡Géraudin! ¡Géraudin! —llamó Doutreval.

A pesar de la pierna renqueante, fue el primero en llegar al despacho. Géraudin estaba allí, tendido, en el diván. Muerto desde hacía tres días. Al lado de él, sobre un velador, había dos tubos de gardenal vacíos, una botella de champaña y una caja de cigarros abierta. La radio seguía funcionando.

Funcionaba desde hacía tres días. Había amenizado los últimos estertores de la agonía, devanando canciones, discursos, informaciones, conciertos, bailes; cosas agradables, distraídas, alegres, motivos de risa, de olvido, con toda fidelidad, hasta el postrer instante, a los oídos del cadáver, en el silencio de la mansión espaciosa y desierta. Y seguía sin parar… Cantaba un aire de jazz negro, una armonía bárbara, melancólica, ingenua y primitiva, con la monotonía de un ritmo de bajo, los metálicos sonidos del triángulo, el breve chasquido de una varilla, el súbito gemido humano del saxofón y el acompañamiento sordo, distante, opaco y triste del «tamtam». Una de estas melopeas[99] salvajes con que los negros del Nuevo Mundo, quizá sin proponérselo, han expresado el sufrimiento del destierro y el recuerdo de su suelo natal, y que los hombres de América primero y luego todos los hombres de nuestro tiempo han hecho suyas, las han amado y adoptado, sin duda porque han encontrado en ellas el eco de su propia tristeza, de su hastío, de sus pesares, su nostalgia de algo indefinido, que su alma vacía e inquieta tiene vagamente la sensación de haber perdido.