Fabienne había reanudado su trabajo en la clínica Epidauria. Sentíase cansada, enferma, incapaz de asumir graves responsabilidades. Por ello había solicitado un servicio menos agobiador que el de enfermera. Trabajaba ahora en la secretaría. La tarea era más descansada. Ello le deparaba al mismo tiempo la ocasión de ponerse al corriente de la organización administrativa de la clínica, que no era grano de anís. Pues aparte de las operaciones y de la intensa vida médica del establecimiento, Epidauria representaba en suma un gran hotel en pleno funcionamiento, con sus habitaciones, su ropa, sus cocinas, su restaurante, su personal, sus automóviles y su correspondencia. Todo ello, sin embargo, era puro comercio, cuestiones de dinero que no interesaban a Fabienne. Además, en aquel momento le absorbían sus propias preocupaciones. Olivier Guerran había regresado a Parías a comienzos de año, con ocasión de la reapertura del Parlamento. Sostuvo con él una primera entrevista bastante borrascosa a propósito del futuro y de las decisiones a tomar. La discusión degeneró casi en disputa, se lanzaron uno a otro inútiles reproches, acabaron los dos por avergonzase de su actitud y se separaron reconciliados sin haber tomado ninguna decisión. Aún había que esperar. Por ahora no podía hacerse nada.
—¡Esperar! ¡Qué poco costaba decirlo! Él, como hombre, no arriesgaba nada. Fabienne, al volver a Epidauria, recordaba la entrevista con contenida cólera y se acusaba a sí misma de cobarde. Hubiera debido exigir una decisión, pedirla, costase lo que costase. Sí, era cobarde, se sentía desalentada en cuanto se trataba de causar un sufrimiento a Olivier. De vez en cuando, se apoderaba de ella la tentación, la tentación terrible y dulce al mismo tiempo de no decir nada, de no hablarle nunca más de nada, nunca más. ¡Qué consuelo no tener que pedirle nada, no exigirle, no obligarle a nada, no violentarle, no conocer nunca más esas disputas, esas afrentas, esos agravios mutuos! ¡Qué liberación!
Claro es que esperaba el hijo… Pero, después de todo, esas cosas pueden remediarse. Los hijos sólo vienen cuando uno lo quiere. En Epidauria, rodeada continuamente de mujeres elegantes que acudían a someterse a una biopsia y de muchachas de la dorada burguesía a quienes a veces se aplican laminarias, ¿cómo no pensar en ello a cada momento en ese ambiente de corrupción mundana, discreta y generalmente admitida? ¡Qué comodidad! ¡Y qué rápido todo! ¿Acaso no era ese pensamiento el que adivinaba a veces en la mirada de sus compañeras, las dos secretarias de la clínica? ¿No era lo que se decían entre sí?
—También a ésa le llegará el turno. Se ausentará durante un par de días y regresará un poco más pálida…
También Godefrin, su «patrón», había adivinado el estado de Fabienne. Ésta se percataba de ello por la singular e inquisitiva manera con que él la miraba a veces con el rabillo del ojo. En dos o tres ocasiones aludió ligeramente a la salud de Fabienne, a su acentuada palidez. Parecía preocupado. En el fondo se compadecía de ella. Hubiera querido actuar de intermediario entre Fabienne y su padre. Pero la muchacha se resistía a ello.
De vez en vez, Fabienne parecía tomar una decisión y se decía:
«Esta semana sabré a qué atenerme. No puedo esperar más. Se han dado cuenta de mi estado, de mi mal aspecto. Ese hijo no puede venir al mundo. Es preciso que esta semana…».
¡Qué tranquilidad si ella se atreviera! Unas horas de sufrimiento y el drama habría terminado. No se hablaría nunca más de ello. Olivier callaría y ella también. Jamás harían la menor alusión. Habría entre ellos un acuerdo tácito y acordarían ignorar aquella amenaza, la amenaza de un hijo… ¡Oh, sí, que tranquilidad! Sólo habría entre ellos, como entre tantos otros, una sombra, un cadáver nonato, un crimen, en suma. ¡Pero tanta gente vive así! No se habla más de ello y asunto concluido… Uno debiera poder habituarse a vivir con un secreto veneno en el alma, con una especie de aposento para los cadáveres, como en el castillo de Barba Azul, una sima profunda en la que duermen las infecciones y a la que uno no se asoma jamás… ¿Acaso no vivía de este modo la gente que rodeaba a Fabienne?
Y entonces ¿qué? ¿Ser como todo el mundo? Ese amor en el que ella creyera, al que todo había sacrificado, ¿iba a envilecerlo hasta convertirlo en un vulgar y trivial amorío exento de grandeza, en una de esas uniones que tan a menudo veía a su alrededor, mezquinas, repulsivas, tejidas de envidias, egoísmos, sensualidad y mutua laxitud que no se atreven a manifestarse? Invadíale un sentimiento de rebeldía, sentíase sobrecogida de terror. A esa pasión, Fabienne lo había inmolado todo: su juventud, su virtud, su porvenir, su vida entera. No podía aceptar verla agostarse, naufragar en la indiferencia y la vulgaridad. Toda la desatinada generosidad de que diera muestras al hacer donación de si misma, no podía en modo alguno perderse en el vacío. Costase lo que costase quería salvar aún lo que podía ser salvado, lo que hacía de ese amor, a pesar de sus miserias, sus fealdades y sus vergüenzas una aventura que a pesar de todo era valerosa y sincera, en la que quizá alentaban posibilidades de grandeza. Matar al hijo era el fin de todo, el hundimiento definitivo. Sin decírselo, sin comprenderlo siquiera de una manera clara, Fabienne se aferraba con todas sus fuerzas a esa última esperanza en la que confusamente presentía que podía confiar sus posibilidades de salvar lo bello y puro que contenía su amor.
En dos o tres ocasiones el viernes por la tarde, cuando Guerran fue a buscarla a la clínica, Fabienne le habló tímidamente, con palabras discretas, como si se sintiera atemorizada. Encontrados sentimientos de cólera y de temor agitaban su alma: sentíase exasperada ante el silencio de su amante y temerosa al mismo tiempo de molestarle, de incomodarle. ¿Acaso no tenía ya bastantes quebraderos de cabeza? ¿No se sentía ella entristecida al verle tan preocupado? ¿Por qué echar a perder las pocas horas en que iban a estar juntos hasta el día siguiente? Fabienne esperaba que durante la semana él reflexionara, que, a no tardar, con firme decisión, se sometiera a su juicio un plan cuidadosamente meditado, y que tomando la iniciativa, le dijera:
—Lo he reflexionado bien, Fabienne. En primer lugar haremos… ¡Qué alivio no tener, como un niño, más que obedecer!
Pero él no habló. Pasaban os días. Lentamente, un sentimiento de cólera apoderábase de nuevo del alma de Fabienne. Acentuábase su rebeldía contra la indiferencia, la doblez, el egoísmo del macho. ¡Oh, a él le importaba un comino! ¡No era él quien cargaría con el hijo, quién tendría que sufrir las molestias, las miradas de la gente, la vergüenza…!, nada comprometía su vida futura. ¡Quién sabe si no alimentaba el proyecto de esperar, dejar pasar os días hasta que fuera ella quien provocara una decisión, la ruptura…!, un viernes por la mañana, en la secretaría de la clínica, recibió un breve telegrama de Guerran: que no lo esperara aquella noche, pues había tenido que marcharse a Angers por tres semanas para atender importantes asuntos.
Fabienne, sin hacer caso de la presencia de otras empleadas, hizo pedazos, enfurecida, el papel y rompió a llorar convulsivamente. Salió a escape, corrió hacia el estanco más próximo y llamó a Guerran por teléfono. Estaba aún en la casa.
—¿Eres tú?
—Sí —dijo Fabienne con voz dura.
—¿Ocurre algo?
—He recibido tu telegrama…
—¡Ah, sí! Qué fastidio, ¿verdad, cariño?
No parecía turbado. No debió de pensar mal. Juzgaba su forzada ausencia como cosa natural. Y eso era justamente lo que exasperaba a Fabienne. Su mano se crispaba al empuñar el auricular.
—Estoy preguntándome… —dijo ella.
—¿Qué?
—Si tu marcha te fastidia de verdad.
—Dices que… No te oigo.
—Te digo que ya estoy harta —replicó Fabienne con voz entrecortada—. ¡Comienzo a ver claro! Adivino tu juego. Y esto me da asco. ¡Me da asco! ¿Me entiendes?
—Pero Fabienne, tú estás loca.
—¡Déjame en paz! ¿Te vas?
—Pues… no… Tenía que… Pero si te empeñas en que me quede…
—Sí.
—Está bien. Me quedo —dijo Guerran con un suspiro—. Entonces hasta esta noche. Como de costumbre, ¿verdad?
—No. En seguida.
—¿Tienes que hablarme?
—Sí. No puedo esperar una hora más.
—De acuerdo. A mediodía en la plaza de la Madeleine. ¿Te va bien? Frente al restaurante Larue. Sí, hasta pronto…
A mediodía, paseando de arriba abajo por la acera, frente a los cafés abarrotados de gente, Guerran esperaba a Fabienne. Llovía. Una fría llovizna envolvía a París con una grisácea neblina, esfumaba los contornos de la Madeleine y abrillantaba el asfalto. Las puertas giratorias de los cafés engullían a la multitud que iba a tomar un aperitivo. Rodaban los taxis por la calzada con el rumor opaco del caucho mojado sobre el firme alquitranado. Una vendedora de flores protegía con un impermeable azul su delicada mercancía. Guerran le hizo una seña. Bajo la lluvia, en la gris y fría neblina, la mujer descubrió las esplendideces de la primavera: mimosas amarillas y vellosas como polluelos recién nacidos, manojos de violetas de Parma aprisionadas dentro de un papel de plata, y deslumbrantes claveles de Niza, encarnados y blancos. Guerran compró un ramo de violetas de Parma. Luego reanudó su paseo desazonado, malhumorado, consciente de lo ridículo que debía de ser, con el impermeable chorreando, su cabello entrecano y su manojo de violetas frente a los ventanales de los cafés detrás de los cuales los consumidores sentados ante los vasos de pernod o vermut le estaban mirando. Se alejó, atravesó la calzada y reanudó su pase.
Seguramente, Fabienne debía de figurarse que él se tomaba las cosas con buen humor. Que nada le importaba a él, puesto que en aquella aventura desempeñaba el papel más fácil y más cómodo. Guerran suspiró, pensó una vez más en el infierno en que se había convertido su casa, su hogar, desde que Julienne sospechaba la verdad. ¡Y charles, que hacía causa común con su madre, inquieto por su porvenir, por el despacho de abogado al que creía tener derecho! ¡Sin contar a Micheline que también se ponía de parte de Julienne! ¡Y ese matrimonio con Robert Bussy que él se proponía realizar, costase lo que costase, antes de que se produjera ningún escándalo, antes de que Fabienne tomara una decisión!
Bussy no se decidía a fijar la fecha de la boda. Robert no había terminado aún el servicio militar, y el padre prefería esperar. De todos modos, avanzar el matrimonio era adelantar el momento de la entrega de la dote. Habíase llegado a un acuerdo: ochocientos mil francos. ¿Dónde buscarlos? Una vez más Guerran hacía sus cuentas. Ciento sesenta cédulas de fundador de las «Cimenteries de la Mayenne».
Setenta y cinco acciones del Banco del Crédito Industrial, puestas a flote el año 1931 por el Estado. Un pequeño paquete de rentas francesas heredadas de su pobre madre, que había arruinado su salud ahorrando franco tras franco y que creía en la seguridad de los títulos del Estado… En suma, unos trescientos mil francos. Además, unos cien mil que podrían reunirse fácilmente hurgando en los cajones y dejando exhaustas las cuentas de los Bancos. Pero ¿y el resto? ¿Hipotecar la casa de Angers?
Pongamos ciento cincuenta mil. ¿Y los doscientos cincuenta mil que faltaban? Ya es sabido que las dotes pueden pagarse en varios plazos. Cuatrocientos mil al contado sería ya una suma respetable. Y el resto a razón de cien mil anuales. Pero Bussy quería el dinero en seguida. Él le daba a Roger seiscientos cincuenta mil francos. Y al contado, en el acto. Quería que su hijo emprendiera aquel negocio de los terrenos y para eso hacía falta dinero en efectivo. No, cuando uno se apellido Guerran y además de un célebre abogado es diputado y ministro, no podía confesar a Bussy:
—No dispongo de medios con qué dotar a mi hija…
Sobre todo cuando era harto sabido en Angers el tren de vida que llevaba Guerran, las actividades de su gabinete y el dinero ganado en los últimos veinte años.
«El año más flojo —pensaba Guerran con amargura— fue de trescientos mil francos. ¿Dónde había ido a parar todo eso?».
Evidentemente, Julienne… también él un poco… Así es la vida cuando los matrimonios están desavenidos. Julienne tenía joyas por valor de unos trescientos mil francos. Joyas que muy pocas veces había lucido. Las compraba por el placer de comprar, porque le gustaba tener, poseer algo, como una urraca que agarra un pedazo de estaño porque brilla. En unos cofrecitos se amontonaban joyas inútiles.
«Sería perder el tiempo rogarle que las vendiera —pensaba Guerran—. Se reiría en mis narices».
Experimentó un ligero sobresalto. A lo lejos, abriéndose paso entre los transeúntes, embutida en un impermeable de seda gris y cubriendo sus negros cabellos en una capucha, se acercaba Fabienne.
Estrecháronse la mano. Guerran advirtió al instante el duro semblante de Fabienne.
—¿Qué tal estás?
—Bien —contestó ella.
—Pensé que estas violetas te gustarían…
Fabienne, con gesto maquinal, olió el pequeño y apretad cono de violetas.
—¿Hay alguna novedad?
—Soy yo quien debo preguntártelo —dijo ella.
—¿Yo? Para mí, no…
—¿Te vas a Angers?
—Debía ir.
—¿Sin haber decidido nada respecto a nuestra situación?
Guerran se calló.
—¡Contesta!
—Nos sobra tiempo…
—¡Eso te parece a ti! ¡Ah, claro, para ti todo va bien! Nada se te antoja urgente. ¡Muy al contrario!
—Fabienne…
—Pues bien, yo te digo que no puedo esperar más, que no te irás y que sabré en seguida, aquí mismo, cuál es tu decisión.
Fabienne había alzado la voz. Algunos viandantes se volvieron. Guerran se enfureció.
—¡Escenas, no Fabienne! De lo contrario…
—De lo contrario ¿qué?
—Te dejo plantada y me voy.
—Eso, quisiera verlo —replicó Fabienne.
—¡Pues ya lo has visto!
Dio media vuelta, dejó a Fabienne aturdida en al acera y a grandes zancadas, casi corriendo, atravesó la calzada. Llegó a la acera opuesta. Tenía las manos crispadas. Sin embargo, al alcanzar la esquina de la plaza, frente al restaurante Larue, se detuvo y miró de lejos a Fabienne, quien permanecía en pie, inmóvil, frente a la iglesia, sin moverse, sin derramar una lágrima, con al cabeza baja, como una bestia a la que hubieran descargado un mazazo en la testuz. Los transeúntes chocaban con ella, sin que pareciese darse cuenta. De pronto, apoderose de Guerran un sentimiento de intensa piedad, un remordimiento brutal ante esa juventud, esa miseria de la cual él era responsable, el único culpable. Al fin y al cabo se trataba de Fabienne, la mujer que le había amado como nunca lo había sido, que le había hecho donación de toda su vida, locamente, magníficamente, sin reparo alguno, únicamente para complacerle. Recordó Aix-les-Bains, la Saintonge y evocó a Fabienne con todo su caudal de belleza, de generosidad y de abnegación. Y Guerran no pudo soportar un momento más la idea de lo que por su culpa debía ella sufrir en aquel instante, con el hijo que llevaba en sus entrañas, y teniendo por delante un tenebroso porvenir… sus ojos se humedecieron de lágrimas, pero se apresuró a enjuagarlas ante la gente. Atravesó corriendo la calzada, llegó junto a Fabienne, que seguía inmóvil, y la cogió del brazo.
—¡Fabienne! ¡Fabienne! ¡Amor mío! Por favor, seamos razonables. Sobre todo nada de escándalos ni escenas ante la gente. Ven conmigo, Fabienne. Vamos a almorzar para que te repongas un poco… Luego vendrás a mi casa y tendremos todas las explicaciones que quieras. Ya verás cómo llegaremos a estar de acuerdo. Todo irá bien. Ven, vente conmigo.
Guerran la cogió del brazo. Fabienne se dejaba llevar como un autómata. Atravesaron el paso claveteado y entraron en chez Larue, donde los camareros y el maître se apresuraron a darles la bienvenida, pues Guerran solía frecuentar el establecimiento. Fabienne no quiso despojarse de su impermeable y de su chal de seda. Sentía frío. Penetraron en el salón restaurante. El maître dispuso para ellos una mesa en un rincón discreto, hizo servir dos cubiertos, colocó encima de la mesa un búcaro[95] de cristal y plata y encendió una lámpara con una pantalla color de rosa.
—¿Tienes apetito? ¿No? Vamos, haz un pequeño esfuerzo. Elige lo que más te guste.
Fabienne no dijo nada. Con el semblante lívido, parecía estar aturdida. Guerran indicó al maître lo que ella prefería, una minuta especial a base de golosinas; ostras vedes, potaje oxtail[96], perdiz con coles de Bruselas y buñuelos con kirsch. Con un discreto movimiento de la mano llamó al repostero y le dijo:
—Para las ostras, un borgoña seco. Sí, «Chablis, 1911». Y una botella «Hospice de Beaune» para la perdiz. ¡Ah, y que esté al punto! Y ponga al fresco una media botella de «Pomery-brut» y una entera de «Perrier».
Servía él mismo a Fabienne y le aderezaba las ostras con una vinagreta con ascalonias.
Fabienne seguía sin decir nada. Sólo llegaba a sus oídos el apagado murmullo de los comensales, el tintineo de los platos y los vasos, el paso ligero de os camareros sobre la alfombra. No se apartaba de su mente el horrible momento en que hacía poco Guerran la había abandonado sola, en la acera, bajo la lluvia, zarandeada por la muchedumbre. Detrás de ella, el majestuoso maître estaba al acecho de la menor indicación de Guerran. La presencia de aquel hombre la atormentaba. Si de pronto rompiera de sollozos ¿qué pensaría? La luz de la lamparilla de la mesa, tamizada por la pantalla rosa le dañaba la vista. La apagó. Le dolía la cabeza. Un camarero diligente retiró los platos, incluso el de ostras de Marennes a cuarenta francos la docena que Fabienne había dejado intactas. Con la manga de la chaqueta derribó el búcaro de violetas que Fabienne había puesto sobre la mesa. El camarero se excusó, pero el maître le llamó con una seña y le hizo una observación. El camarero volvió y acabó de quitar el servicio de entremeses. A hurtadillas miraba a Guerran y a Fabienne con manifiesto mal humor.
«Sientes envidia de mí —pensó Fabienne—. ¡Me odias! ¡Crees que soy una mujer feliz!».
La sopa de caldo humeaba. Fabienne fue reventando lentamente el huevo escaldado que flotaba encima del líquido. La yema del huevo se iba mezclando con el caldo dorado. Movía lentamente la cuchara, había dejado intactas las ostras y no se sentía con ánimos de engullir el caldo. Guerran no dejaba de mirarla.
—¡Por Dios, Fabienne! Esfuérzate un poco.
Fabienne se llevó la cuchara de plata a los labios. De pronto se sintió mareada, le pareció que iba a desmayarse, se levantó rápidamente y se marchó.
—¿Adónde vas?
Fabienne ni siquiera le escuchó. Dirigiose hacia el vestíbulo, dispuesta a salir a la calle.
—¡Dios! —exclamó Guerran—. ¡maître!, la cuenta en seguida.
—¿Han terminado los señores?
—Sí… No… No importa. Déme la cuenta en seguida. Y el sombrero.
Pagó la nota, dio un billete de Banco al maître, otro al repostero que acudió con aire falsamente indiferente y entregó una moneda de cinco francos al botones que le trajo el sombrero. Y salió a escape.
En cuanto estuvo fuera, echó a correr. Alcanzó a Fabienne a la entrada del «metro», la cogió del brazo, la condujo a un taxi sin decir palabra y dio las señas al chofer:
—Quai aux Fleurs.
Subió después de Fabienne. Hicieron el trayecto en silencio.
Al llegar al Quai aux Fleurs la hizo subir por delante a su aposento. Fabienne entró en el pequeño despacho, se despojó del impermeable y de la mojada capucha de fieltro y se sentó. Pálida, con profundas ojeras, rostro afilado y amarillento a causa del embarazo, con una infinita sensación de fatiga, hubiera despertado en quien la viera un sentimiento de compasión. Frente a aquella miseria que era su propia obra, asaltáronle de nuevo a Guerran sinceros remordimientos. Remordimientos que su egoísmo de hombre hubiera ignorado de no mostrarse Fabienne en aquel estado. Nuestra ferocidad nos absuelve fácilmente de nuestros crímenes en tanto no surjan ante nosotros con todas sus consecuencias.
Guerran dijo con tono suave:
—No lo comprendo. ¿Qué te ha ocurrido en chez Larue? Me has puesto en ridículo, Fabienne. Tú, tan razonable…
—Perdóname —dijo Fabienne—. No podía más. Me encontraba mal. Me habría desmayado. Quizá se debe a mi embarazo.
—Sí, tal vez…
Fabienne se levantó, dirigiose hacia el espejo colocado encima de la repisa de la chimenea, se arregló los lacios y mojados cabellos y se aplicó polvos rosa a las mejillas con una borla de pluma de cisne. «Es un error» pensaba Guerran a pesar suyo, como siempre le ocurría. «Con su tez morena y aceitunada, unos polvos ocre se hubieran notado menos».
Fabienne debió de darse cuenta de su fealdad, porque se miraba al espejo conteniendo su cólera. Sonrió amargamente y dijo:
—¡Dios mío! ¡Qué espantosa llegaré a ser!
Metió furiosamente la borla en su bolso de cuero y se acercó a Guerran. Sus ojos, ya secos, ardían.
Guerran, con una pierna apoyada en el borde del escritorio de caoba, estaba mirando a Fabienne.
—Me has prometido una explicación —dijo ella.
—¿Una explicación?
—Sí. No salgas por la tangente. Ten valor, por una vez al menos. A mí no me falta, y te aseguro que lo necesito más que tú. Hace un momento, antes de entrar en el restaurante, me prometiste que vendríamos aquí y tendríamos una explicación. Pues bien, ya estamos aquí. ¿Qué dices?
—¿Qué quieres saber?
—Tus intenciones.
Guerran sentado en la mesa escritorio, los ojos bajos, despabilaba en su boquilla la ceniza de un cigarrillo Camel.
—¿Qué quieres que hagamos? —dijo—. ¿Qué hacer sino…?
—¿Sino qué?
—Esperar.
—¿Esperar qué?
—Pues… lo que haya de venir… Porque ni tú ni yo queremos…
—No queremos, ¿qué?
Fabienne le miraba ávidamente, le bloqueaba en sus últimos reductos, exigía saber de él, de una manera despiadada, cuáles eran sus propósitos, sin tapujos ni reservas mentales.
—Ya sabes lo que quiero decir —dijo él.
Fabienne rió.
Guerran, con los ojos bajos, continuaba dando golpecitos a la punta del cigarrillo sobre el cenicero.
—Pues bien, ya que sobre ese punto tu respuesta es negativa —prosiguió Fabienne— ¿qué has decidido?
—Ya te lo he dicho: esperar, llevarte dentro de algunos meses a un lugar tranquilo… Volverás después del parto…
—¿Y nuestro hijo?
—Una buena nodriza…
—¿Y yo?
—¿Tú?
—Sí, yo…
—Pero, no comprendo… Nuestra vida continuará…
Fabienne, en pie, se echó a reír amargamente.
—¡Ja, ja!, nuestra vida continuará. ¡Magnífico! Entonces, ¿esto es todo lo que te ha dictado tu hermoso egoísmo? ¿Acaso te figuras que las cosas quedarán así?, ¿qué después de haberme mancillado, perdido, deshonrado, y tener un hijo de ti «la vida continuará» y yo seguiré siendo para ti como una esclava; que nada cambiará, que tú continuarás tu existencia tranquila con los tuyos, sin el menor contratiempo, hasta el fin en que, cansado de mi, me abandones de una manera más o menos elegante? ¿Te imaginas de verdad que todo va a ocurrir así?
Fabienne avanzó un paso más hacia él con aire casi amenazador. Guerran dejó el cigarrillo en el cenicero, se levantó pálido, y la miró con dureza.
—Sabes de sobre que detesto las voces. La mujer de la limpieza puede entrar de un momento a otro…
—¡No me importa, al punto que han llegado las cosas!, así que ¿son esas tus promesas? ¿Te has olvidado ya de Aix-les-Bains, de nuestros paseos, del lago, de todo lo que me decías? Entonces eras desgraciado y me contabas que tu mujer te fastidiaba continuamente, que tus hijos te explotaban, que estabas cansado de todo, amargado, escéptico… Sólo egoísmos habías encontrado en este mundo. Jamás un amor puro, un cariño verdadero… ¡Ah, si tú hubieras conocido la sinceridad, la abnegación, la entrega total…! Yo he creído en ti. Yo he visto en ti al mejor y más bueno de los hombres, desgraciado, pero más leal, más generoso, infinitamente más digno de compadecer de lo que en realidad te merecías. ¡Soñé en sacrificarme por ti, para gozo tuyo, para tu resurrección! Para probarte que no sólo hay egoísmo en este mundo. Y así lo he hecho. ¿Te acuerdas Olivier? ¿Te acuerdas de todo lo que entonces me dijiste, de todas tus promesas?
Guerran se encogió de hombros.
—Tú me preferías y me amabas más que a nada en el mundo. Sólo yo contaba para ti, únicamente yo. Para mí el porvenir había cambiado. Tu vida había de conocer una nueva primavera. Tu hija iba a contraer matrimonio, cederías a tu hijo el bufete de abogado y pedirías para ti un cargo en Marruecos o en Túnez, o un puesto en una Embajada… Te divorciarías de tu mujer, ese «monstruo»… Y fundaríamos un nuevo hogar, y viviríamos el uno para el otro… Y, ¿quién sabe? Quizá un día, como una aprobación visible de que habían obrado bien, que a pesar de todo habíamos seguido en la vida el camino recto, tal vez un día en nuestra casa, un hijo, hijo tuyo y mío… ¡Olivier! ¡Olivier!
Fabienne se echó a llorar. Guerran, pálido sugirió:
—No es culpa mía…
—¿No es culpa tuya?
—Yo fui sincero… en aquel entonces… Yo no podía prever… No podía sospechar… Era sincero cuando…
—Tus sinceridades se suceden unas a otras.
—No siempre se hace lo que uno quiere.
—¡Claro, sobre todo cuando uno piensa únicamente en sí mismo! Por ti me he perdido, tú has gozado de mi juventud, te has aprovechado de mí, he sido para ti un instrumento de placer… Y ahora, todo ha terminado. Me rechazas, me abandonas, tu amor ha sido puro egoísmo.
—¿Y el tuyo, Fabienne?
—¿El mío?
—Sí, el tuyo. ¿Acaso lo has olvidado? ¡Ese don de tu persona, ese holocausto que entrañaba el ofrecimiento de tu vida…! ¡Claro, sólo egoísmo había visto hasta entonces a mi alrededor! Y tú me brindabas lo contrario; un amor desinteresado, una abnegación sin límites, el olvido de todo. ¿Lo has olvidado ya? ¡Qué poco éxito has tenido, Fabienne! ¿En qué piensas ahora sino en ti misma? ¿Por qué quieres separarme de los míos, hacerme renunciar a mi carrera, destrozar mi hogar, romper los vínculos que me unen a mis hijos? ¿Es por mí o por ti? ¿Acaso no tengo razón? En este mundo sólo priva el egoísmo. Y ya lo ves, Fabienne, hasta el amor más puro se reduce a esto; al choque dedos egoísmos.
—No es en mí en quien pienso.
—¿En quién, pues?
—En mi hijo. ¡Porque tengo que tener un hijo!
—También yo tengo hijos.
—¡Hijos de veinte años, a punto de casarse! No vas a decirme que aún necesitan…
—Mi hijo sí me necesita. No está en condiciones de trabajar solo. Sin mí, el bufete se hundiría en un par de años. ¿Qué porvenir le esperaría a Charles? Y mi hija debe casarse. Si yo me divorciara lo echaría todo a rodar. Además, hay el problema de la dote. Tengo que reunir ochocientos mil francos. ¡No es éste, ciertamente, el momento de entablar un divorcio! Está en juego el futuro de mi hija. Y mi respuesta es no. No puedo decir otra cosa.
Su voz se había tornado ronca, dura, casi salvaje.
Hubo un silencio hostil.
—Así ¿es que no? —dijo Fabienne—. ¿Me sacrificas?
—Te lo repito: no.
—Y eso por tus hijos. Sólo por ellos. Para ti cuentan más que yo. ¿No te acuerdas ya de lo que dijiste sobre tus hijos? ¿Te has olvidado ya de tus propias palabras, de su miseria moral, de lo solo que te encontrabas en su compañía? ¿No te acuerdas ya de tu enfermedad, de la clínica? Yo no me he olvidado de las visitas que te hacía tu hijo, que sólo pensaba en el dinero, en su porvenir, en los negocios, en los asuntos en cartera y que me preguntaba en los pasillos: «¿Ha dormido bien, señorita? Porque tengo un asunto difícil…», que te consumía tus últimas fuerzas y consultaba tu temperatura cada vez que iba a verte. Al parecer, no recuerdas ya lo que a veces me decías de él. «Para mí, la paternidad no es más que un deber… El amor de los hijos es estrictamente proporcional a lo que necesitan de uno…». ¡Ah, sí, sobre todo tu hijo!
Guerran se sentó de nuevo y dijo con voz grave:
—Después de todo es mi hijo.
—Y tu hija, que antes de ese drama, ante tu vida en peligro, sólo pensaba en los obstáculos que pudieran frustrar su boda, y que se marchaba en seguida porque él la esperaba abajo; que trataba de saber, estúpida y abiertamente, sin tener el pudor al menos de disimularlo, si caso de que fallecieras podría contar con la dote…
—Después de todo, es mi hija —repitió Guerran en voz queda.
Fabienne, exasperada, se encogió furiosamente de hombros.
—¡Tu hija! ¡Ti hija! ¿Estás seguro de que es tuya?
Guerran se puso lívido. Levantose y se acercó a Fabienne. Balbució:
—¡Cómo…! Acabas de decirme que… Has dicho…
—Tú mismo me lo dijiste.
Guerran se frotó el rostro con las manos. Y dijo con voz entrecortada:
—¡Ah, Fabienne…! ¡Tú, Fabienne! ¡Tú!
Parecía que no pudiese articular otras palabras.
Fabienne, asustada, avergonzada, permanecía frente a él, erguida, hierática. Y murmuró:
—La culpa es tuya… Sólo tuya… Has apurado mi paciencia.
Guerran permaneció callado, vencido con la cabeza entre las manos. Lloraba silenciosamente.
Fabienne, en pie, tenía los ojos fijos en él con una mirada sin expresión. Las palabras que acababa de pronunciar la habían dejado anonadada. Lo hubiera dado todo para reparar la falta, pero se sentía impotente. Sí, no cabe duda que debiera postrarse a sus pies, suplicarle, implorar su perdón. Más, a pesar de todo, le contenía el orgullo, el gozo malsano de vengarse hasta el fin, de verle sufrir… Jamás hubiera pensado que aquel amor contuviera tanto odio.
Le atormentaban aún sus vacilaciones, cuando Guerran se levantó. Era ya demasiado tarde.
—No hablemos más, Fabienne.
Lentamente, se secó los ojos con el pañuelo.
—Ya que así lo quieres, me casaré contigo. Me divorciaré. Mañana iré a Angers. Comunicaré mi decisión a Julienne y a mis hijos. Haré cuanto pueda para asegurar el matrimonio de Micheline.
»Charles saldrá adelante con mi bufete… Seremos marido y mujer. Tú lo has querido. No me digas nada más. Mi decisión está tomada. Y ahora cállate. Vete. Déjame solo. Necesito estar solo. Puesto que he consentido no tienes ya nada que pedirme. Puedes estar tranquila. Vete, vuelve a la clínica… iré a verte dentro de algunos días… Ahora, déjame. Hasta pronto, Fabienne… Ya iré a verte… Adiós…
La acompañó hasta el rellano de la escalera, se despidió de ella y cerró lentamente la puerta.
Fabienne bajó la escalera como un autómata. Las sienes le ardían. Al pisar la acera sin darse cuenta de dónde iba, emprendió el camino de la clínica. Acudían a su mente la escena transcurrida, la lucha entablada y su repentino fin, esta victoria total, inesperada, que no le satisfacía. No; el triunfo alcanzado no la contentaba. Antes al contrario, le invadía un sentimiento de amargura y al mismo tiempo sentíase avergonzada y temerosa. Tenía la impresión de que, en el fondo, acababa de realizar una mala acción. Su triunfo había sido un triunfo inmoral. Al margen de todas las miserias, los odios, de lo desavenido y hasta de lo grotesco que era el hogar de Guerran, no dejaba por ello de ser un hogar que ella acababa de destruir. La esperanza de la lucha, el acento casi salvaje con que Guerran se había referido a sus hijos, le daba a Fabienne la medida del poderío del adversario vencido, de la grandeza de esa fuerza familiar que ella acababa de pulverizar. Le roía el remordimiento, una sorda inquietud, y dudaba de su propio poder… Presentía que quedaban incólumes las raíces subterráneas que vigorizaban esa fuerza vencida, su oculta y persistente vitalidad, que durante años y años, quizá durante su vida, continuaría luchando contra ella y de la cual no triunfaría fácilmente su juventud y el imperio que pudiera ejercer en su amante.
Y, sobre todo, quizá con mayor intensidad que todo lo demás, una cosa le atormentaba; un descubrimiento repentino, una revelación de su propia alma. Recordando las palabras de Guerran, cuyo orgullo desgarrado traslucía la profunda vedad, comprendió de pronto que había amado de la misma manera que todo el mundo, como todas las demás mujeres, y que esa aventura, ese amor que ella había considerado sublime, no había sido, en el fondo, como tantos otros, según las amargas palabras de Guerran, sino el choque de dos egoísmos.