—Toma —dice Michel a Evelyne—, aquí tienes noticias de un antiguo conocido.
La carta viene de París. Evelyne rasga el sobre y busca la firma.
—¡Es de Tillery! ¡Cuánto tiempo hacía que no sabíamos de él!
Tillery y su mujer están bien. El 201 está a punto de aumentar en un centenar, como dice Tillery. Michel comprende que va a cambiar su coche por un 301. El trabajo marcha bien. Tillery y sus gafas se han hecho populares en el barrio. Habla de una instalación de Rayos X, y, entretanto, la señora Tillery se ocupa activamente en elaborar un nuevo heredero para su marido. «Uno o varios» observa Tillery, aleccionado por la experiencia de su par de gemelos. En espera del arribo del feliz nacimiento, Choute, para hacer uso del galante diminutivo que emplea su marido, acaba de recoger y adoptar a un rapazuelo de cinco años, a cuya madre había atendido Tillery y que ha quedado huérfano.
—«No puedo decir que sea precisamente una preciosidad —continúa la carta—. Tiene una tuberculosis ósea y se notan en su rostro las grandes huellas rojizas de sus antiguos abscesos. Pero cuando las mujeres se meten una cosa en al cabeza… Por otra parte, yo había atendido a esa criatura en vida de su madre…». El bueno de Tillery parece ahora excusarse.
Y añade, fingiendo un sentimiento de tristeza: «La medicina me hizo tomar esposa y ahora me brinda una criatura. ¡Vaya singulares aventuras que ocurren en nuestra profesión!».
Michel da la carta a Evelyne.
—Esta noche les contestarás —dice.
—Les enviaré lana blanca para los pañales. La he encontrado a precio de fábrica. Parece que a Tillery las cosas le van bien.
—Sí —asintió Michel—. ¡Qué curioso! Sin embargo, no fue nunca un alumno aventajado. Ni siquiera sabe desenvolverse. ¡No puede compararse con Seteuil! ¡Oh, no! ¿Te acuerdas de su cabezota, de sus gruesas gafas, de su naricita respingona, de sus rubicundas mejillas de bebé? ¿Y de sus chanzas, sus bromas, sus pesadas jugarretas? ¡Un estudiante! ¡Un estudiante! ¡Un estudiante de medicina toda la vida! Nada de lo que precisa en apariencia para conquistar una clientela. Y, sin embargo ya ves.
Busca en un montón de revistas que están a disposición de los clientes en la sala de espera. Hojea una y muestra a Evelyne una fotografía, el retrato de un hombre de edad madura, de rostro enjuto y tez bronceada, tocado con un casco colonial. A su lado, un poco a segundo término, se ve la faz redonda y joven de una sudamericana, de aspecto semisalvaje.
—Es un médico —explica Michel—. Un hombre a quien le ocurrió una aventura semejante a la del doctor Barataud. Éste, si no recuerdo mal, fue acusado de haber asesinado a su amante y condenado a trabajos forzados. Sí, ahora recuerdo que cuando se celebró el proceso, una enorme multitud, todos los desgraciados del barrio donde él ejercía y a quien atendió durante años, declararon en favor suyo y pidieron que no le condenasen. Algunos de sus enfermos dijeron al tribunal «Es nuestro médico, no nos lo quitéis. ¿Qué será de nosotros si él nos abandona? ¡Sólo tenemos confianza en él!».
»Condenado a trabajos forzados, fue enviado a la Guayana. Allí salvó la vida al hijo de uno de los carceleros, ejerció la medicina en el presidio y se granjeó la estima de todo el mundo. Finalmente, consiguió escapar a Venezuela. En este país vive ahora en un pueblecito, sito a tres días de ferrocarril de la ciudad más próxima. Dedicado a su profesión, se casó con una mujer del país que le ha dado dos hijos, es extraordinariamente popular y todos los habitantes de la región, tanto blancos como indígenas, no reparan en decir que se produciría un levantamiento popular en el caso improbable de que se pidiera su extradición. Ésa es nuestra profesión. Uno es, ante todo, el que salva la vida de sus semejantes. A la gente, sólo eso le importa. Y ésa es, naturalmente en otro aspecto, la historia de Tillery. Fíjate, en cambio, en Belladan, un as de la Facultad, diez veces más sabio que todos nosotros. Apenas si ha reunido cien mil francos. Ahora ha abandonado la profesión para dedicarse a los Seguros. Y a su lado, ahí tienes a Tillery, a todos esos estudiantes a quienes más les importa correr una juega que aprobar una asignatura y que, en cambio, salen adelante porque saben cómo tratar al enfermo, “establecer” el contacto de hombre a hombre…
Michel echa una última ojeada a la carta.
—De todos modos, me alegra mucho lo de Tillery. Pero qué singular profesión la nuestra, ¿verdad Evelyne?
Michel mostró la carta a Seteuil, a quien esos aumentos de la familia Tillery regocijaron enormemente. Seteuil soñaba con entusiasmo la fecha de su próximo matrimonio. Al lado de Anne-Marie Lausefeld, la hija mayor de los ricos hilanderos, se conducía como el más galante y atento de los prometidos. Por aquel tiempo, a pesar de una calvicie cada vez más acusada, Seteuil, alto, moreno, de barba tupida, voz grave y apuesto continente, era un tipo verdaderamente magnífico. Y aunque viudo con un hijo, no era en modo alguno un mal partido. El anuncio de su matrimonio tuvo lugar bajo los mejores auspicios.
Un miércoles al mediodía, al llegar a casa de los Lausefeld, para comer, Seteuil encontró a Anne-Marie bajo los efectos de un fuerte resfriado. La muchacha estaba desconsolada. Tenía la nariz encarnada y los ojos hinchados. No quería que Seteuil la viese en aquel estado. Éste en tono de chanza, adoptó un aire doctoral:
—¡Oh, un catarro! ¡Cosa grave, muy grave!
—Hay que andar con cuidado, ¿verdad doctor? —dijo Lausefeld sonriendo—. Véale la garganta. Háganos una buena receta…
—Abra usted la boca, señorita —dijo Seteuil siguiendo la broma—. ¡Ajá! En ese lado no hay nada.
—¿Me hacen el favor de un pañuelo?
Lo colocó a la espalda de la muchacha, por encima del escote del camisolín y aplicó el oído largo rato… Sin decir nada, colocó el pañuelo en el pecho y volvió a auscultar. Luego se incorporó:
—Pues bien, mi receta es ésta: una buena comida rociada con borgoña y una caja de pastillas Valda…
—La primera parte será cumplimentada puntualmente, doctor —dijo Lausefeld—. ¡Al instante! El tiempo de ofrecerle una copa de oporto mientras ponen la mesa.
La comida transcurrió en medio de gran alborozo. Al cabo de tres días, Seteuil aún no se había presentado. El domingo, Lausefeld recibió una carta del doctor. Éste formulaba una serie de excusas, daba cuenta de que una serie de circunstancias imprevistas, que no podía revelar por ser secreto profesional, le había impedido ir a verles y rogaba al industrial que considerar rotas sus relaciones con su hija. Nadie y menos aún los Lausefeld comprendió nada.
Fue un gran escándalo. Anne-Marie Lausefeld quedó muy impresionada.
Al cabo de tres semanas los Lausefeld mandaron llamar a Michel para que visitara a su hija. Había perdido el apetito, enflaquecía y los padres estaban preocupados. La desilusión, sin duda. Y aquel resfriado que no acababa de marcharse. Michel auscultó a Anne-Marie: foco tuberculoso en sus comienzos.
A ello se debió sin duda la ruptura de Seteuil. Al auscultar en broma, vio claro en seguida. Mas nada podía decir. Rompiendo el noviazgo por causa de tuberculosis hubiera pasado por un cobarde.
Prudente, había preferido callar y ausentarse, escudándose tras el secreto profesional y dejando a tiempo, al azar, el cuidado de advertir a los Lausefeld la dolencia que aquejaba a su hija.
A las primeras palabras de Michel, los Lausefeld se acordaron del incidente y comprendieron. Y se lo contaron todo a Michel.
Anne-Marie Lausefeld no parecía, empero, gravemente afectada. Michel ordenó un régimen de desintoxicación y pudo garantizar el éxito.
Gaspard Becquerel, el medico diputado, a quien Michel reemplazara a su llegada al Norte, continuaba prosperando. Numerosos matasanos trabajaban por cuenta suya y dirigían a su gabinete a los holgazanes deseosos de aprovecharse de un accidente del trabajo y muchachas encintas en busca de alguien que las hiciera abortar seguro de la impunidad, confiado en su poder político, expresaba casi abiertamente su desdén por la ley. Acababa de ocurrirle, empero, un enojoso incidente. Los Lespagnel, buenos clientes, le llevaron a su hijo con una herida en una mano que se produjo en una caída.
—¡No tiene importancia! —exclamó Becquerel—. Una pequeña cura será suficiente.
Los Lespagnel fueron dos veces más a casa de Becquerel. Luego, preocupados al ver la hinchazón de la mano, abandonaron a Becquerel y visitaron a Michel. Demasiado tarde. Michel abrió en seguida la palma de la mano y la desinfectó. Durante tres meses, el muchacho tuvo que ir todos los días a casa de Michel. Entretanto la Compañía de Seguros de los Lespagnel recibió una nota de Becquerel: veintitrés visitas, con curación. ¡Y el chiquillo aún estaba en tratamiento!
La Compañía llamó a capítulo a Becquerel. Éste trató de excusarse y pretextó un error de apellido.
No hubo el menor escándalo. Simplemente, la Compañía guardó el asunto en sus archivos para el caso, por ejemplo, de que Becquerel, en el Parlamento, quisiera pronunciar un discurso propugnando la nacionalización de las Compañías de Seguros…
Con todo, Becquerel no perdió un ápice de prestigio y continuó siendo un gran personaje, el amigo del todopoderoso Mooreman, diputado y alcalde. Había que verlos cuando tomaban el tren de la mañana para ir a París a las sesiones del Parlamento. Mooreman y Becquerel llegaban juntos a la estación. El primero, cargado de carpetas y legajos, daba una parte de ellos a Becquerel.
—Examine esto. Así trabajaremos durante el viaje.
—De acuerdo.
Se separaban y se acomodaban en dos compartimientos contiguos, para disponer de sendas mesitas y ahuyentar la tentación de hablarse. A través de una de las ventanillas veíase a Mooreman absorbido en áridos estudios, sumido en la lectura del Diario Oficial o de tratados de sociología y de economía política, mientras que por la ventanilla de al lado asomaba la regocijada faz de Becquerel enfrascado en la contemplación de incitantes fotografías publicadas en lujosos magazines. «Sex-Appeal», «La Vie Parisienne», etc… Todos los empleados de la estación sonreían socarronamente.
Becquerel hacía buenas migas con el cirujano Lequesnoy, porque éste actuaba también en política y acababa de afiliarse al partido de Becquerel. Esperaba obtener la Legión de Honor y, sobre todo, un puesto de cirujano en el hospital de una ciudad vecina para su hijo, un zote integral más apto para manejar la azada que el bisturí. Afortunadamente, el médico director se oponía a ello con todas sus fuerzas, pero la influencia de Becquerel, íntimo amigo del alcalde Mooreman, era lo bastante poderosa para hacer pesar la balanza a favor del hijo de Lequesnoy.
También Templemars se había lanzado a la política con fines honestos, pero con resultados desastrosos. Había tenido la audacia de afiliarse a un partido de derechas y sobre todo de confesarlo.
Eso fue el fin. La clientela obrera lo abandonó en masa.
El pobre diablo pagaba su sinceridad muriéndose de hambre. Por añadidura, había cometido la imprudencia de firmar un certificado, muy poco hábil, a un hombre que trajo a su chico, un niño flacucho y mal cuidado por una nodriza sin escrúpulos. Templemars, inocentemente, había hecho constar en el certificado:
«Enteritis crónica a consecuencia de malos cuidados».
Al salir de casa de Templemars, el padre propinó a la nodriza una paliza monumental. Detenido, exhibió el certificado. Templemars fue citado a comparecer ante el procurador de la Republica y recibió una severa amonestación. Ello acabó de desanimarle. Hablaba de mandarlo todo a paseo, de buscarse un puesto en la burocracia y hasta llegó a lamentar no poder reengancharse en el ejército.
Rosselet, cargado de años y de achaques, arrastrando la pierna y apoyándose en el bastón, continuaba recorriendo la comarca, visitando a sus tres o cuatro clientes cotidianos para ganar su sustento y el de su mujer, y obstinándose en ignorar los desesperados latidos de su corazón ya gastado y presto a dejar de funcionar.
Algunas veces, Michel, por compasión, le llamaba a consulta para enfermedades de los niños.
Rosselet se había especializado en estas dolencias.
Había llevado una vida de intenso trabajo. Había ahorrado mucho y enriquecídose. La crisis, las bancarrotas y las devaluaciones devastaron su capital, como el de todos los ahorradores. De un paquete de ochocientos mil francos en acciones, esperaba salvar unos quince mil. En uno de los más importantes Bancos en quiebra tenía un crédito por valor de trescientos setenta y cinco mil francos, de los cuales quizá recuperara un día el tres por ciento. No se puede ejercer honradamente la medicina y dedicarse al mismo tiempo a especulaciones de Bolsa. No hay tiempo para ello. Rosselet, como tantos otros, se había arruinado trabajando. Y allí estaba, pobre y digno, animoso, simulando un bienestar económico, como quien atiende a la clientela para satisfacción propia, cubriendo las apariencias, esforzándose para mantenerse erguido, alegre y perspicaz, irradiando optimismo como así lo quiere la clientela, y en el fondo, corroído por la angustia, vigilándose a sí mismo, atento a su pierna derecha cada vez más débil y preocupado porque de día en día veía y oía menos. El oído es indispensable, es el capital de un médico. ¿Qué hacer si no pudiera ya auscultar? Eso constituía la inquietud, la continua obsesión del anciano Rosselet: una enfermedad crónica, un reuma, una sordera que le dejara impotente, inválido, incapaz de ganarse la vida… ¿Qué sería de él y de su vieja compañera? ¡Sobre todo de ella! ¿Y si muriera primero dejándola sola? A veces, Rosselet soñaba con una muerte conjunta, el mismo día, una muerte piadosa que no dejara a ninguno de los dos sólo en la tierra. Entretanto, seguía ejerciendo su profesión, hacía aún sus contadas visitas cotidianas, traía a su casa sus buenas ochenta francos, abrumado de fatiga, sintiendo percutir en las sienes los latidos de su corazón, apoyándose en el quicio de una puerta después de subir las escaleras, y viéndose obligado a acelerar la respiración, a ponerse las manos en el pecho y esbozar una sonrisa ante el cliente cuando sentía la muerte en el interior de sí mismo. El médico es algo así como el comediante sobre el tablado. Debe desempeñar su papel hasta el final. Y ahí estaba Rosselet, como imagen del porvenir, del destino prometido a todos los jóvenes de su profesión cuando hayan a su vez agotado su juventud en esa lucha demasiado dura, en ese terrible quehacer en que el hombre honrado apenas gana su pan, esa carrera en que uno se agota en lugar de vivir, después de haber convivido, por espacio de cuarenta años, con la miseria, la suciedad, la pobreza, la desesperante tristeza de la existencia humana cuando se aparta de las grandes leyes de la naturaleza.
—¡Magnífica profesión la nuestra, a pesar de todo! —decía Templemars a Michel—. Cuando uno ve a un Rosselet, a un Roy, a todos los demás, a todos esos tipos como tú y como yo, esos cuarenta mil toubils[90] de Francia y de Navarra a quienes atados de pies y manos, y con los ojos vendados (pues la consulta es eso, no te quepa duda), entregan un cuerpo ya medio podrido; cuando uno ve a todos esos médicos que podrían ganar cochinamente el dinero a espuertas y rehúsan gallardamente, no puede negarse que nuestra profesión es única. Sí. En primer lugar, nadie trabaja gratuitamente más a menudo que nosotros. Eso, de por sí, constituye ya un título de nobleza. Y observa, a migo mío, que aún en el caso de un decaimiento moral, el médico cae menos de prisa, menos bajo que los demás. Su hundimiento no es nunca total. Se agarrará a os Seguros, a las Cajas públicas, a cualquier cosa. Y, con frecuencia, de acuerdo con el miserable cliente. Una asociación entre dos miserias. Para el médico, el límite de la granujería es el sufrimiento. Son bien pocos los que lo franquean. Y es fatal. No es nuestra la culpa. Empero, no hay que jactarse de ello. ¿Quién es testigo de los sufrimientos ajenos? ¿Quién ve todos los días, todos los días de su perra vida, lágrimas, dolores, miserias y sangre? Nosotros, amigo. Por eso los hombres más buenos se encuentran en nuestra profesión. En el campo de la política, un granuja sólo pensará en forrarse el bolso. En cambio, nosotros sólo pensamos en salvar el pellejo de los demás. A nosotros nos salva el sufrimiento.
—¿Mi clientela? ¡Oh, sí cada vez va en aumento! Tenía tres mendigos y ahora tengo cinco.
Michel recuerda muchas veces esas palabras de Tillery. También él podría aplicárselas. Muchos clientes pobres, de una fidelidad a toda prueba, pero que nunca pagan. Una buena mujer que le llama a las ocho de la tarde para que abra un ántrax en las posaderas de su hijo en el fondo de una cocina infecta. No hay nadie para sostener al chiquillo. La madre está atemorizada. El padre se ha ido sólo al cine. O la anciana Pauline Labuire, que con sus setenta y cinco años cuida como a un niño un marido paralítico, huraño, ruin y egoísta. Michel le ha prohibido tocar agua. Ella escucha la prohibición estupefacta. Los médicos se figuran que eso es muy fácil1 pero ¿quién lavará los platos? ¿Quién hará la colada? ¿Quién cambiará las sábanas de la cama del viejo llena de orines? El impétigo[91] de la vieja Pauline no se curará jamás. O se trata de la señora Daubian, que está nuevamente encinta, y a quien convendría estar acostada. Sí, pero ¿quién hará la comida mientras su marido esté en la fábrica? O es el caso de la hija de los Buccinali, unos emigrados italianos, que ha atrapado un fuerte resfriado. Michel la ausculta. Un principio de tuberculosis. Echa una ojeada a la sórdida habitación, con sus tres camas, donde los Buccinali viven hacinados con sus hijos. ¿Cómo ejercer la medicina en tales condiciones?
En el piso de encima, unos húngaros, unos checos, unos marroquíes y en lo alto de la casa, los Posnowiec, unos polacos. La madre que trabaja en la fábrica de los Lausefeld, sufre una metritis[92] ocasionada por la fatiga. El trabajo de la fábrica mata, esteriliza a la mujer. Y las que no están de ello afectadas, aprenden en seguida la manera de no poner más hijos en el mundo. Las hijas de Posnowiec trabajan, como su madre, en la fábrica de los Lausefeld, y en sus horas libres «viven al vida». La mayor va a curarse a casa de Michel de una sífilis contraída ya hace tiempo. Esos desgraciados arrancados a su sana tierra nativa se instalan en nuestro país para ser mal alojados, mal alimentados, con dinero sobrante, exceso de alcohol y contaminados por todos nuestros vicios. ¿Qué puede hacer contra eso un mediquillo de barrio, sino luchar sin esperanza?
Numerosos obreros trabajan en la empresa «Construcciones Metálicas». Es una fábrica enorme. Los salarios son altos, pero el trabajo duro. De todos modos, las plazas son muy solicitadas, porque se gana mucho dinero. Se bebe un poco más de alcohol, para aguantar el golpe, y eso es todo. Pero a los cincuenta años un hombre está ya acabado. Berlequin, el exfundidor, sabe algo de ello: a los cuarenta años, aortitis. Berlequin no trabajará ya nunca más en «Construcciones Metálicas». No obstante, no hace más que soñar en su antiguo trabajo. Sólo allí es feliz. Dos o tres veces a la semana pasa unas horas viendo trabajar a los demás y sólo entonces se olvida de su mal.
—Pronto volveré a la fundición, ¿verdad doctor?
—Pues claro, Berlequin. ¡NO faltaba más!
También Borghère, un gigante, el atlético descargador de gabarras, había vendido su pellejo a «Construcciones Metálicas». Cáncer de estómago, a fuerza de tragar los alcoholes que para él y para tantos otros destilaba Lavaisne. La bebida le daba ánimos. ¡Cómo iba a suponer que una cosa tan buena iba a perjudicarle! Sobre todo cuando Lavaisne subvenciona a los periódicos para que digan que el alcohol tonifica. Borghère hostiga a Michel para que éste le autorice a reanudar a su trabajo en «Construcciones Metálicas». Cuatro chiquillos son una ruina. Cada vez que Michel va a verle, Borghère insiste:
—Así que podré empezar a trabajar el lunes, ¿verdad, doctor?
—Todavía es pronto. Entretanto, descanse…
—¿Entonces, el jueves?
—No hay que darse prisa…
—Bueno, el lunes…
Michel se sulfura…
—¿Quieres dejar el pellejo? ¡Déjame en paz! ¡No te daré el alta! ¿Has comprendido? ¡No!
Borghère no se atreve a replicar. Pero una mañana se presenta en casa de Michel. Está pálido y atemorizado, pero acaba por explicarse…
—Señor doctor… ¿quiere firmar esta hoja?
—¿Esta hoja?
—Sí. He vuelto al trabajo… Me aburría demasiado…
Borghère, en el fondo de su gabarra, beberá un poco más de alcohol y se hará la ilusión de que a pesar de todo se defiende bien. ¡Y todas esas mujeres, esas madres que trabajan en la fábrica, esos hogares dónde ya no aparece la sopa en la mesa, dónde se comen bistecs con patatas fritas y conservas, dónde los chiquillos se pasan el día en la calle y los hombres en las tabernas mientras la mujer atrapa una metritis, todo el día de pie ante una máquina de bobinar! ¡Y todos esos cafés, ese tabaco, esos tabucos, esas fábricas, esos cines, esa Prensa, esas tentaciones de una civilización que arruina a los hombres, y en medio de la cual, desatinado, impotente, perdido, el pobre médico de barrio se afana y lucha, sin esperanza, para tratar en vano de llevar un poco de orden, de alud, de vedad, a enjambres de miserables condenados a sumirse de nuevo, apenas curados, en su acostumbrada miseria! ¡Ah, qué tentación no visitar más que a gente rica, no atender más que a gente feliz, poder recetar lo que convenga sin tener en cuenta la pobreza, no ver, saber nada, ignorar por completo la miseria!
Luego, al entrar por azar en casa de la vieja Pauline Labuire, Michel encuentra allí a Evelyne. Ha venido sin saberlo su marido y está lavando los platos. ¡Ah, por eso va curándose el impétigo de la vieja Pauline! Evelyne ni traiciona ni se desespera. Permanece fiel a su pasado. Ya salvada, no acepta en modo alguno la gozosa y falaz ceguera del bienestar. Podría soslayar muchas cosas, olvidar, vivir como una burguesa, pero se niega a ello sin saber por qué, sigue formando parte del pueblo y va a lavar los platos a casa de Pauline. No persigue grandes soluciones sociales. Consuela con su presencia y procura ayudar al infortunado. Que los demás hagan lo que ella y todo irá mejor. Y, sin saberlo, son dos lecciones las que da a Michel: permanecer fiel a la dura realidad y realizar oscuramente su esfuerzo, sin emprender tareas de vasto alcance que de por sí justifiquen nuestra impotencia y nuestro desaliento.
Daudenaerde, el comerciante de chatarra, tiene un foco tuberculoso. Michel le atiende durante tres meses. Daudenaerde mejora visiblemente, pero de pronto juzga muy lenta la curación, y, hastiado, abandona a Michel y acude a Breuil, el curandero. Por espacio de cuatro meses, los Buccinali han tenido en Michel una confianza absoluta. Y justamente cuando su hija va mejor le dejan por Seteuil, que habla en tono más fuerte, que aplica inyecciones, prescribe gran número de medicamentos a cuál más variado y da al menos la impresión de hacer algo. Algunas visitas a casa de Orlan, el panadero, un cliente fiel. La hija sufre una especie de ataques epilépticos. En su desesperación, la señora Orlan se confía en Michel. Le confiesa las taras de la familia, revela que su abuelo tuvo blenorragia «y algo peor que eso», y que ella tiene un hermano loco, internado en un nosocomio. Luego, cuando las crisis han ido espaciándose hasta desaparecer, gracias al tratamiento general prescrito por Michel, los Orlan abandonan sin más el médico que ha devuelto la salud a su hija y acuden a otro. Cuando las gentes se confían a uno y le confiesan todas sus taras, se convierten en enemigos. Le odian a uno. Los panaderos han dejado de saludar a Michel.
La mujer de Verval, el tocinero, se ha puesto súbitamente enferma. Cuarenta años. Paro de la menstruación, vómitos. Probable embarazo. Sorpresa, consternación…
—¿Qué va a pasar, doctor? ¿Qué vamos a hacer?
Michel sonríe socarronamente…
—Supongo, señora, que dentro de seis meses…
—¡Usted no se da cuenta! ¡A mi edad!, mi hija tiene catorce años. ¿Qué va a decir?
Silencio. El matrimonio Verval insiste. Michel hace oídos sordos. Otro cliente pedido. No volverán a llamarle. Sí, le saludarán, pero muy fríamente. Por supuesto, en casa de los Verval no nacerá un segundo hijo.
Alice Toutelong, viuda de un obrero fallecido de peritonitis, acude a Michel para hacer vacunar a su hijita de tres años. Los periódicos han hablado mucho de la difteria y la buena mujer está atemorizada.
Al fin y al cabo, una inyección no tiene importancia… Dos días después, la pobre mujer llama a Michel. La chiquilla no se ve bien. Fiebre. Transcurren veinticuatro horas. Las piernas se anquilosan.
Rigidez en la nuca. Al terminar la semana, la niña tiene una parálisis completa. Convulsiones, vómitos, ausencia de reflejos, ojos revulsivos, 140 pulsaciones. Al décimo día sobreviene el coma, la niña recobra el conocimiento, llama una o dos veces a su madre, y muere. Encefalitis vacunal. En adelante, llevará sobre sí el estigma de aquella muerte. Será el causante de la muerte de la hija de Alice Toutelong. Había advertido a la madre, desaconsejado la vacuna, hablando de accidentes posibles y hasta frecuentes que no son del dominio público, y explicando que un régimen sano y puro, el ejercicio y el aire libre serían para la niña una mejor inmunización. Alice Toutelong, hipnotizada por un artículo en el periódico, sólo creyó en la inyección milagrosa y no hizo caso de las advertencias de Michel. ¡Pero id a decir todo eso a la gente!
Es preciso dejarse calumniar, perder la clientela, pasar por ser un carnicero y callarse. La gran servidumbre de la profesión es el silencio. De vez en vez, Michel ve avanzar por el extremo de la calle la enlutada silueta de la desgraciada Alice Toutelong. Entonces da un rodeo, evita su encuentro y se aleja de ella como si fuera verdaderamente culpable.
Templemars se va. Abandona la lucha. Ha aceptado un puesto de médico en una explotación de minas de hulla de Valenciennes. ¡Qué más da! En la enfermería de la empresa hullera recibirá todas las mañanas la visita de ciento veinte enfermos. ¡Cuarenta enfermos por hora! ¡Un minuto y medio para cada uno! El tiempo de preguntar «¿qué te duele?», y recetar entre las ciento cincuenta pócimas aprobadas por la Compañía, el jarabe 74 y las píldoras 17. ¡Y eso es todo! Luego, el descanso, la seguridad económica. Dos mil francos mensuales, y vivienda, luz y calefacción gratuitas. ¡Qué paraíso! ¡Viva la medicina social! ¡Adiós la juventud, los reveses, la lucha, adiós la profesión apasionante, pero demasiado dura, que le permite a uno morirse de hambre! Adiós la medicina. Templemars ha ido a despedirse de Michel. Segura que está contento, muy contento, pero se marcha con un brillo húmedo en los ojos.
Una tarde, al efectuar la última visita del día, Rosselet se encuentra mal. Sin decir nada, sube la escalera que conduce a la habitación de su cliente, se detiene en el rellano, se sostiene el pecho con las dos manos y cae de rodillas. Y allí muere, en la brecha, luchando hasta el final.
Su anciana compañera, la señora Rosselet, vende los muebles y las joyas, y, como otras esposas de médicos, se refugia en un villorrio perdido de Flandes. Ha escogido un pueblecito cerca de Hazebrouk donde nadie la conoce. Se sabe que para vivir hace faenas de limpieza; tres horas todas las mañanas. De vez en vez, Roy y algunos de sus colegas le mandan una pequeña cantidad, acompañada de una breve carta: «Partición de honorarios», como si se tratara del importe de las consultas que antaño celebraba con ellos su marido. No debe lastimarse a quienes se ayuda.
Las cosas marcharían bien en casa de Michel si Evelyne fuera más robusta. Pero se fatiga demasiado. El problema siempre latente de esa sirvienta a todas luces indispensable, pero imposible de poder pagar. Y por añadidura, Evelyne está encinta. Jamás comprenderá un hombre normal su voluntad, el valor que anima a las mujeres cuando se trata de dar un hijo. Evelyne sufre vómitos, mareos. Dieta y una semana entera en cama. Una vez más pasa Michel unos días embrutecedores.
Numerosos enfermos, un trabajo loco. Y una casa a la deriva: la cocina en desorden, la cama sin hacer, los vestidos sin cepillar.
Por doquier, papeles rotos, platos sucios y restos de comida. Encima de la mesa, en el aparador y en la repisa de la chimenea se ven tazas con infusiones y caldo, se oye el roer de los ratones en todos los rincones. Michel se acuesta tarde, se levanta todas las noches tres o cuatro veces, duerme vestido y come patatas frías durante quince días, hasta que se encuentra con que estás cubiertas de moho. Luego, Evelyne, tras haberse recobrado un poco, comienza a tomar alimento, sale del dormitorio, y entre dos largas permanencias en la silla de extensión dedica una hora a poner orden en la casa. El hogar parece rejuvenecido cuando una mañana, pálida y con paso vacilante, entra Evelyne en la cocina.
Unos días más tarde, Michel encuentra a Seteuil, jovial como siempre, rebosando optimismo, con su negra y tupida barba y su calvicie cada vez más acentuada, que hasta le favorece dándole un porte doctoral.
—¿Qué tal van las cosas? —dice Seteuil—. ¿Estás cansado? Parece que no estás en forma estos días. Sobre todo, atención a las mujeres. Ah, otra cosa. El otro día se hablaba de ti en el estanco. Yo me encontraba allí casualmente… y escuché. Amigo mío, con tus monsergas de trigo crudo, ensalada y qué sé yo más, te estás labrando una reputación deplorable. Daudenaerde contaba eso desternillándose de risa.
—Es Breuil ahora quien cuida de él.
—Sí, lo sé. ¡Vaya idiota! De todos modos, eso te perjudica. A propósito, debo decirte que Lespagnel…
—Sí…
—Pues bien, ha venido a verme.
—¡Ah!
—¡Qué quieres! Su mujer está hasta la coronilla de tus legumbres cocidas después de cambias varias veces el agua y otras zarandajas por el estilo. Yo no me preocupo tanto. ¡Con administrarle inyecciones intravenosas de salicilato de sosa, estoy al cabo de la calle! Las venas saltan a la vista. La cosa es sencilla, fácil, sin ninguna complicación ni para él ni para mí. Y hablando de otra cosa ¿sabes la noticia?
—¿Qué noticia?
—Alguien se casa. Adivina. Pues nada menos que Ludovic, tu cuñado. Sí, Vallorge. Acabo de enterarme por un compañero de Angers. ¿Y sabes con quién? Pues asómbrate. Con tu antiguo amorcito. Sí, con Simone Heubel, la hija del «patrón». ¡Excelente partido! Ese Vallorge irá lejos.
Michel se despide de Seteuil y se va a su casa, lleno de sombríos pensamientos. La imagen de Simone Heubel no se ha borrado aún de sus recuerdos. Ve de nuevo en su imaginación aquella muchacha sana y robusta, el viejo castillo de Pruillé, a orilla del Mayenne, el espacioso parque donde corrían juntos, con Mariette y Fabienne. La vida fácil, dorada y feliz que a la sazón se le ofrecía.
Lujo, dinero y una brillante carrera profesional. Todo lo que echó por la borda, a causa de Evelyne,… Coge un atajo flanqueado de sauces. Después de atravesar el jardín, entra en el vestíbulo.
Contra su costumbre no va a la cocina. Sin saber por qué prefiere no ver a Evelyne. Poco después, para consultarle acerca de un vago malestar del lado del corazón, la señora Lavaisne acude a visitar a Michel. La señora Lavaisne no gasta remilgos. Seteuil ya se lo advirtió a Michel. Ya sabe éste, pues, a qué atenerse respecto a la señora Lavaisne. ¿Quizá es por esto? Lo cierto es que se le nubla la vista, y una turbadora sensación se apodera de él cuando la señora Lavaisne se quita el corsé y le mira fijamente. Michel baja la cabeza y pasa largo tiempo escribiendo una larga receta. Se da cuenta de que hay que esperar, que una vez esté en presencia de la mujer desnuda, con los senos fláccidos, su piel moteada de manchas rojizas, su vientre rasgado por la presión del corsé, sus negras y malolientes axilas, se disipará el vértigo que le había atenazado y sólo se enfrentará con una pobre carne desnuda, sincera, sin poder alguno sobre él. Pero esa espera, esa conciencia de nuestra debilidad no deja de ser un momento humillante y penoso.
A causa de ello sin duda, esta noche y mientras después de cenar finge leer el periódico, singulares pensamientos embargan el ánimo de Michel. Seteuil, los chismorreos del estanco, el imbécil de Daudenaerde. Lespagnel que acaba de abandonarlo, como tantos otros, para confiar en Seteuil y en sus inyecciones… ¡Cuántos sacrificios exige, a fin de cuentas el viejo maestro Domberlé! ¡Una especie de suicidio! ¿Cómo llegar hasta el final por ese camino? Y tras esos pensamientos, otros recuerdos surgen:
Vallorge y su carrera… Simone Heubel… El pasado… Lo que él habría podido ser… Y hoy mismo, la señora Lavaisne… Se siente desazonado, irritado contra sí mismo, avergonzado y presa asimismo de vagos remordimientos. ¿Serían verdad las amargas palabras de su padre: «El amor se desvanece… No se construye la vida sobre un amor…»?
—¿Habré echado a perder mi vida? —se preguntaba Michel—. ¿Habré sacrificado mi vida inútilmente? He estado a punto de ceder a la tentación. De haberlo hecho mi existencia toda y mi sacrificio por Evelyne hubieran carecido de sentido. Con ello habría demostrado que había ofrecido mi vida a un ser por nada… Y, sin embargo, he estado a punto de ceder… ¿Me habré equivocado?
Y he aquí que detrás de esa duda y esa angustia, la tentación surge, el egoísta e indestructible deseo, siempre dominado y siempre presente en el corazón del hombre; salvar lo que aún puede salvarse, labrarse un bienestar, no ir más allá en la senda del sacrificio… Si te has equivocado, aún hay tiempo para… ¿Qué mal harás, en el fondo? ¿Afectaría ello a tus obligaciones para con tu compañera? Con tal que le garantices la salud, el bienestar, la paz que te ha pedido… ¿No podrías, en lo que a ti concierne, vivir tu propia vida, tener tus goces personales? ¿No has dado ya bastante? ¿Porvenir, felicidad, fortuna? ¿Acaso tiene derecho a reclamarlo todo, todos los placeres de la tierra? ¿Qué daño causarías aceptando de ve en vez una breve satisfacción sin que ella se enterara y a la cual tienes perfecto derecho? Piensa en lo que habrás echado de menos, en lo que será tu existencia cuando sea ya demasiado tarde, cuando hayas rehusado todo, cuando todo lo hayas sacrificado por nada…
—¿Estás preocupado, Michel?
Michel tiene un sobresalto. Evelyne ha acabado de lavar los platos y le mira inquieta.
—¡No!
—No lees ni hablas. ¿Ocurre algo en casa de los Daubian?
—No, nada.
—¿Y cómo va la pequeña Francine Ray? ¿Se ha agravado?
—No, sigue igual. ¿Por qué me preguntas todo eso?
—Por nada. Pensaba que… Tenía miedo de que…
Evelyne vuelve a la cocina. Se cansa a causa de su estado; respira fatigosamente y de cuando en cuando debe detenerse. No, no son los enfermos lo que preocupa a Michel. Es otra cosa. ¿Cuál?
Seguramente el dinero, siempre el dinero. Pero ella no puede remediarlo, no puede hacer más, pues ni siquiera se siente con fuerzas para hacer sola los quehaceres de la casa. Sólo es buena para acarrearle gastos. Sin embargo, este mes ha hecho cuanto ha podido. Los Roy han ido a visitarles. Necesitaban visillos nuevos para el comedor, servilletas y un galletero. Evelyne ha salido del paso lo mejor posible.
Ha disimulado las rozaduras con adornos de encaje y los ha colocado en las ventanas ocultando los zurcidos con los pliegues. Ha convertido unos faldones de camisa, adornándolos con orlas amarillas y azules en lindas servilletas de té. Y ha renunciado al par de pantuflas que le hacían falta para comprar unas hermosas pinzas para el azúcar. Todo resultó a las mil maravillas; los Roy se marcharon encantados y Michel estuvo contento. El siguiente lunes, día del cumpleaños de Michel, él se encontró al lado de su plato el libro que tanto apetecía… Sí, ella ha hecho cuanto ha podido, y con habilidad y discreción. Michel no ha visto nada, no se ha dado cuenta de nada. Evelyne confiaba que las cosas marcharían bien, pero por lo visto él tiene grandes preocupaciones, quizá se presentan gastos imprevistos… Tal vez la criadita, la sirvienta flamenca de dieciséis años que Michel quiere tomar a comienzos del mes venidero… No cabe duda de que se necesitará, con el hijo que va a nacer, ese hijo que quizá imprudentemente ella ha querido. ¡Cuántos gastos! La culpa es suya, de Evelyne. El reproche, el remordimiento, amenazadores, obsesionantes, están presentes, prestos a surgir en cuanto asomen las dificultades: «Si Michel no se hubiera casado conmigo, sería feliz. La culpa es mía…». Termina de enjuagar los platos, por parejas, colocándoos uno debajo del otro, como le enseñaron cuando comenzó a prestar servicio doméstico. Los va alineando cuidadosamente en la escurridera, siempre de espaldas a Michel. Hay momentos en que uno se imagina ser un estorbo en la vida de los que ama, en que uno no puede evitar decirse que si desapareciera sería en el fondo una suerte para ambos…
—¿Vienes a acostarte, Evelyne?
—¡Oh, sí!
Evelyne sigue de espaldas a él. ¿Por qué tendrá tanto trabajo?
—Ven un momento —dice Michel.
—¿Yo?
—Sí. Ven aquí.
Evelyne se vuelve y se acerca, turbada. Evitar mirarle.
—Mírame.
Michel la conduce bajo la luz y le levanta la barbilla. Y le dice estupefacto:
—¿Has llorado?
—No…
—¡Tú has llorado!
Evelyne reclina la cabeza sobre el pecho de Michel y rompe a llorar.
—¡Evelyne! ¿Qué te pasa, Evelyne? ¿Por qué esas lágrimas?
Michel ha vuelto a sentarse y sienta a Evelyne sobre sus rodillas.
—¿Te encuentras mal? ¿Tienes alguna pena? ¿La salud? ¿No eres feliz? ¡Contéstame, Evelyne! ¡Me das miedo! ¡Contéstame!
Ella se explica penosamente, conteniendo los sollozos:
—Tengo miedo… No estoy tranquila…
—¿Por qué?
—Me doy cuenta de que no te faltan preocupaciones…
—¿Preocupaciones? —repite Michel.
—Esa sirvienta… Ese hijo nuestro… El dinero.
Evelyne no ha adivinado nada. Ni siquiera lo ha sospechado.
—¡Bah! —exclama Michel aliviado, en tono sincero—. ¿El dinero? ¿Y eso, qué importa? Con el trabajo no nos faltará dinero. Ya ves que la clientela va en aumento y que mi nombre se va dando a conocer. Esta semana han sido muy numerosos los enfermos. Y he efectuado una consulta con Jacquinet. ¿Acaso te parece poco que una familia me llame a mí, un médico joven, un principiante sin títulos para una consulta al lado de una eminencia? El paciente ha debido de oír hablar bien de mí, no cabe duda.
»Dentro de diez años, cuando al gente se dé cuenta de que yo estoy en posesión de a verdad, que mis curaciones son definitivas, que sano a los enfermos sin inyecciones ni drogas, sin martirizarlos, ¿cuál no será mi clientela? Ya verás, Evelyne, como todo irá bien y saldremos adelante.
Michel pone en sus palabras un acento tal de persuasión que llega a convencerse a sí mismo.
—Vamos, ¿estás tranquila? ¿Ya no lloras más? ¿Ya se ha pasado el miedo?
—Siempre tengo miedo… —murmura Evelyne.
—¿Miedo de qué?
—Siempre tengo miedo de que lo lamentes… Si no me hubieras conocido, si no te hubieras casado conmigo…
No es posible engañar a la que se ama. Diríase que las mujeres se enteran misteriosamente de lo que pasa por nuestro corazón, de nuestras tentaciones, de nuestros desalientos. Michel permanece un instante silencioso, como si tuviera el alma al desnudo. Ella ha penetrado en sus pensamientos. Michel no se explica cómo, pero se avergüenza porque es vedad y porque Evelyne ha calado hondo. Y se le oprime el corazón al pensar en lo que Evelyne ha debido de sufrir. Lo que le atormentaba es un sueño imposible. No puede abandonarla, la toma nuevamente bajo su protección y acepta una vez más la pesada y querida carga que se impuso aquel día de su juventud y que ya no puede abandonar. ¡Sea! Irá hasta el final y renunciará a todo. ¡Aunque sea sin amor! Si es preciso parecer feliz, será feliz. Callará si es necesario callarse. Mentirá si es conveniente mentir. Todo, con tal que ella sea dichosa.
Y las palabras le salen del fondo del corazón, palabras que no obstante haberlas escogido para consolarla se le antojaban sinceras y verdaderas.
—¡De nada puedo lamentarme, Evelyne! Piensa tan sólo lo que hubiera sido de mí sin ti. ¿Habría encontrado a Domberlé? ¿Lo habría comprendido? ¿Habría creído en él? No, en absoluto. Han sido necesarios tus sufrimientos, ha sido preciso que te amen para alcanzar la verdad. ¿No te parece bella cosa alcanzar la vedad por el camino del amor? Ignoras, además, lo que ha sido mi juventud, lo que fui, y no sabes aún de qué me has salvado. De no haberte conocido, ¿qué hombre sería yo hoy día? No creía en nada. Carecía de principios y de moral. Quizá por todo esto, para que yo me diera cuenta de cuál era mi deber, te cruzaste, Evelyne, en mi camino. A los escépticos quizá les haya bastado creer en alguien… Ésta es tal vez la razón que me impulsó a encontrarte… Ya ves que no tengo ninguna queja que formular. Vamos, dame un beso. Piensa en el hijo que va a nacer y que hará nuestra felicidad… ¿Se han secado ya las lágrimas? ¿Estás ya tranquila? Mírame, Evelyne.
Ella le mira, y con los ojos todavía húmedos, le sonríe. Y dice en voz queda:
—Sí, ya estoy tranquila…
—Entonces, dame un beso.
Evelyne le da un beso en la mejilla con el que expresa toda la tristeza, la ternura y la gratitud que no se atreve a declarar. Ahora, todas las tentaciones, todos los malos pensamientos se han ahuyentado de la mente de Michel. Ningún sentimiento impuro se cobija en su alma, sólo una indefinible alegría, una sensación que no participa sin duda de la pasión primeriza, una paz, un sosiego, la certidumbre de que marcha por la senda de la verdad. Una alegría extraña, pura, suprema, inexplicable. Diríase que en este momento, en que acaba de aceptar todas las abnegaciones y todos los sacrificios, comienza a anidar en su alma un nuevo amor, purificado e indestructible. La pobre pasión humana con que se inició no era sino la ocasión, el pretexto, algo así como una asechanza tendida al hombre para obligarle a superarse.
La semana siguiente, Michel recibe la visita de Vansteger, el farmacéutico, acompañado de su mujer y de su hija de cuatro años. Vansteger está hastiado de los médicos. Hace tres años que la pequeña sufre lo indecible sin que nadie acierte a curarla. ¡Un farmacéutico! Sólo Dios sabe la fe que él tenía en la medicina oficial. Alimentada con «leche seca» —leche en polvo desvitalizada mediante una desecación brutal de 150 gramos—, acidificada desde la infancia con el famoso zumo de naranja que se administra hoy día a todos los pequeñas, la niña ha comenzado por padecer de enteritis, por eliminar el zumo de naranja. Un «especialista» a quien ha consultado, ha suprimido la leche, pero ha recomendado el suero y, por supuesto, el zumo de frutos ácidos. Resultado: desnutrición, enflaquecimiento.
Vansteger envía a su mujer y a su hija a un instituto de Chamonix. Allí se hace vivir a la criatura en contacto con la nieve y se la alimenta a base de confituras, frutos ácidos y bebeurre[93]. Con tal régimen, la niña atrapa una osteomielitis de la mandíbula superior acompañada de septicemia. Se abren los focos de supuración y aparece el puso, que se había extendido desde la mandíbula hasta la órbita del ojo derecho. Vacunas, inyecciones, transfusión para la cual la pobre señora Vansteger ofrece su sangre. No obstante, en nada se modifica el régimen. Se traslada al Norte a la pequeña moribunda, amenazada, además, de la pérdida del ojo derecho. Nueva intervención, esta vez por Romagnol. El cirujano practica una ablación, se encuentra con el hueso de la mandíbula literalmente podrido, hecho papilla, y lo limpia como puede, puesto que se ve obligado a poner al descubierto las meninges por debajo. Notábanse las leves palpitaciones del seno cavernoso de la miserable criatura. Sométese a la niña, que sólo tenía ocho meses, a un régimen por demás toxico: carne y pescado. Y, naturalmente, zumo de frutas. A poco el hueso del talón comienzo a gangrenarse y se reproduce la infección en la mejilla.
Nueva y doble intervención, en la mejilla y en el talón, a lo vivo, porque la criatura no está en condiciones de soportar la anestesia. Operada con plena lucidez, y después de media hora de lucha con dos robustas enfermeras, la niña —que a la sazón contaba un año— agoniza durante tres días. A pesar de todo, se resiste a morir. Una vez más, la alimentación a base de carne y zumo de frutas le acarrea supuraciones, abscesos y, por último, una osteomielitis en el hueso del brazo. Hay que practicarle un raspado: cuarta operación. Y dos meses después, una quinta intervención en la mejilla, a pesar de una serie de autovacunas que no dieron el menor resultado. Sin embargo, en las piernas, en los brazos, en la cara, se manifiestan con frecuencia focos de supuración, que aunque alivian el estado humoral, agotan y torturan a la criatura, revelando el emponzoñamiento y la acidificación alimenticias, a lo que nadie ha prestado importancia. Finalmente, Vansteger echa por la borda la medicina escolar, prescinde de los servicios de la enfermera profesional que atascaba a la niña con sesos y filetes de lenguado y acude a ver a Michel.
Michel prescribe un régimen sintético, sin carne ni pescado ni zumo de frutas. Al cabo de pocas semanas el cambio es asombroso; las fístulas se cierran, cesan las supuraciones y se desarrollan rápidamente las actividades funcionales. En algunos meses la niña aparece transformada. Una mañana, Vansteger presenta a Michel a su hijita, desfigurada por las profundas cicatrices de las intervenciones, aún un poco desmineralizada, pero alegre y resucitada.
Acuden luego a visitarle una serie de enfermos. Entre ellos se encuentra una criatura de dos años a quien desde la edad de cinco semanas le aplican, bajo el pretexto de una Wassermann apenas positiva, inyecciones de arsenobenzol en las venas del cráneo, atiborrándola de jamón y seso. Un régimen progresivamente vegetariano establece el orden en un par de meses. Luego una muchacha intoxicada y aquejada de continuas jaquecas, a quien nadie ha curado y a la que se habla de trepanarla. Con tal propósito, Holmont, el especialista, le ha hecho ya una radiografía del cerebro. Le ha introducido en la columna vertebral un trocar a través del cual ha extraído todo el líquido que baña el cerebro. En su lugar ha inyectado aire, ha «hinchado» el cráneo en bloque. Ello ha permitido obtener una fotografía espléndida. Pero la muchacha ha estado a punto de enloquecer. Otros perforan directamente el cráneo y extraen el líquido mediante un tubo cóncavo, a siete centímetros de profundidad. Otro enfermo: un chiquillo de seis años sobre el cual interesa saber si su bronquitis se complicaba o no con la dilatación de los bronquios, lo que por otra parte no debía de influir respecto al tratamiento. Dos inyecciones de morfina escopolamina[94]. Pulverización de cocaína, varias veces, mediante un fuelle de largo pico, hasta el fondo de la laringe, hasta alcanzar la traquearteria. A renglón seguido, introducción por la boca de un tubo de metal por donde se vierte en los bronquios del desgraciado una dosis de cocaína y luego una mezcla de aceite caliente y de tintura de yodo hasta invadir todo el pulmón. ¡Un martirio insensato! El miserable rapazuelo, candidato en adelante a tuberculosis, parece un gaseado de la guerra.
Y todos esos sufrimientos por culpa de una ciencia sistemática que desconoce las verdaderas causas y la unidad de la enfermedad y que cuida las dolencias de una manera loca y con procedimientos brutales. ¡Cuántos padecimientos en este mundo cesarán el día en que el médico tenga la debida comprensión! Cuando Michel piensa cuán sencilla es la verdad que tan pocos quieren entender, y en los sufrimientos inútiles que a los del paciente añade a veces la medicina, le embarga un sentimiento de cólera y al mismo tiempo de piedad infinita. Piensa en Evelyne, en el hijo que va a nacer, en las torturas que esa sabiduría le ahorra y le ahorrará. Cruzan por su mente las imágenes de la pequeña Vansteger, ya salvada, y de aquella criatura de dos años a quien se aplicaban inyecciones en las venas del cráneo y de todos aquellos seres inocentes a quienes alivia y salva todos los días. Y se avergüenza de sus abominaciones. Suceda lo que suceda, la lucha por el triunfo de esa verdad merece todos los sacrificios. Ser llamado a divulgarla, ¿no es para él un maravilloso destino? ¿Qué obra de caridad podría equiparársele? «El bien que se hace a los hombre», ha escrito Cuvier. El mismo Cristo ha dicho que había venido a la tierra para «proclamar la verdad».
Michel se siente poseído por una fe nueva. Y recuerda las últimas palabras de Domberlé:
¡Lucha por la verdad hasta la muere,
Y Dios Nuestro Señor combatirá por ti!
Todas las miserias y las pruebas por las que hasta ahora ha pasado y las que puedan sobrevenirle no le causan ningún temor. Sin saber por qué casi las acepta gozoso, como si en ese momento en que acepta la lucha hasta la muerte por la verdad se alzara detrás de él una sombra inmensa, desconocida y omnipotente, le tocara la espalda y le impulsara a seguir adelante. Dos días después llega a sus manos la respuesta de Domberlé, a quien había escrito. Una de esas cartas en que el viejo profeta bíblico, el tullido, el moribundo, expresa a gritos su fe en Dios, en la verdad, su fe formidable en la vida.
«Tu conducta es intachable, Michel. Sigues la buena senda y posees la verdad y la vida. Sufrir para tus semejantes, enseñarles el camino de la verdad y expiar por ellos es el único orden existente. Y lo es asimismo estar solo, provocar injurias y risas, pasar por loco, vivir duramente de su profesión, permitir ser robado por aquellos a quienes se cura y se enriquece, saber de traiciones, negaciones, ingratitudes, dudas, lágrimas y agonías. Sustentarse con poco, padecer sin curarse a sí mismo para curar a los demás, y oírse apostrofar: “¡Maldice de una vez a Dios y muérete!”. ¡Ésta es la vida, éste es el orden! Todo esto está bien y es hermoso. ¡Esto es vivir! ¡Es llevar a cabo la misión de la verdad! ¡Bendito sea el nombre del Señor! Y aunque me enviara la muerte, seguiría esperando en Él. Lee una vez más a Job. Michel
»¿Por qué, en determinados momentos, tiene que ser un hombre viejo, achacoso, atormentado por los sufrimientos, bestia de carga del Señor, quién encuentra aún en su miseria las palabras que nos flagelan y galvanizan, que bendiciendo a Dios clama su férrea confianza en la vida, nos hace avergonzarnos de nuestros escepticismos y nos recuerda que con la inteligencia, la voluntad y la fe en Dios se salva uno y se salva el mundo?