—Saint-Jean d’Angely —exclamó Guerran soltando una mano del volante del coche para señalar en el horizonte el pueblo que apenas se columbraba con las blancas torres gemelas de su iglesia nunca terminada. A través de la portezuela del coche, Fabienne contemplaba, extasiada, la belleza de la Saintonge, esa llanura de suaves ondulaciones sembrada de bosques y viñedos entre inmensos trigales y verdes prados. Hacía un calor sofocante. Una luz violenta bañaba el paisaje hasta la caliginosa[82] lejanía esfumada por un vaho amarillento. Entre esa vasta perspectiva de tierras opulentas y apacibles, Saint—Jean se elevaba cansinamente en un recodo profundo por donde discurría el Boutonne, evocando con sus casas enjalbegadas, sus techumbres y sus grandes y redondas tejas, el aspecto de una ciudad provenzal.
A medida que avanzaban, Fabienne veía el pueblo agrandándose a sus ojos. Penetraron en él por una ancha avenida y atravesaron una plaza donde unas palmeras ofrecían una nota de exotismo. No tardaron en llegar al centro del pueblo donde convergían blancas callejas, bañadas por el sol, bordeadas de estrechas aceras por las que discurrían calmosamente gentes desocupadas que regresaban del juego de bolos o se encaminaban a la plaza para el aperitivo de la noche. Guerran, para sorprender a Fabienne, enfiló un dédalo de callejuelas y detuvo el coche frente a la antigua iglesia de Saint-Jean-d’Angely, una singular, inmensa y espléndida basílica comenzada a construir dos siglos antes, abandonada en tiempos de la Revolución y que jamás será terminada. Fabienne se apeó. Sola, dio la vuelta al edificio, entró y desde el arca del altar mayor echó una ojeada al interior. Era una extraña y espaciosa ruina, intacta, inacabada, corroída aquí y allá antes de haber servido; blanca, muy blanca, clara, una catedral decapitada donde un sol deslumbrante proyectaba una luz alegre y cegadora, una luz mediterránea, como sobre un templo del Acrópolis. Aquella ruina era casi gaya. No se notaba en ella la grisalla[83], la pátina sombría propia de Amiens, Reims y Nuestra señora de París. Había allí la luz, la blancura, la nitidez de una ruina antigua. Pero en medio de aquella claridad, en la pureza de aquella brisa bonancible, entre el azul del cielo y la albura de las piedras, revoloteaban acá y acullá, graves y cachazudos, negros pajarracos de alas crujientes, cornejas y cuervos anidados bajo las bóvedas y que con vuelo torpe, acompañándose de roncos y salvajes graznidos, se elevaban y se perseguían, bajo aquella inmensidad luminosa, como grandes y siniestras sombras. Fabienne se detuvo largo rato contemplándolos. En medio de su alegría aquellos tenebrosos pajarracos parecían traerle un mensaje.
Buscaba en ello un símbolo sin acertar a definirlo. Cuando volvió a subir al coche, Guerran la reprendió ligeramente por su retraso.
Salieron del pueblo por la carretera de Poitiers, y tras un par de kilómetros de marcha, enfilaron a la derecha en Saint-Julien, un angosto camino que discurría a través de un bosque y atravesaron por un puente un río de aguas claras y rápidas que Guerran nombró:
—El Boutonne.
Dieron un breve viraje, traspusieron la alta verja y penetraron en el espacioso patio de un enorme edificio mitad granja, mitad castillo, de techumbre plana, estrechas ventanas con los postigos entornados y muros enjalbegados con argamasa, por los que trepaba una parra. Una avenida de arenilla, que contorneaba el patio, delimitaba un vede césped donde crecían algunas plantas grasas. Ante la escalinata de la casa, dos masas de tupido follaje y dos tilos centenarios parecían proyectar en la fachada un suave frescor. A uno y otro extremo del patio se hallaban la vivienda del aparcero, los establos y los trojes. Pasó una moza levando unos cubos de leche. Oíase el mugido de unas vacas. Una anciana mujer apareció en la puerta de la casa y dio la bienvenida a los nuevos moradores. Condujo a Fabienne de la cocina al salón y luego a los aposentos, grandes y escasamente amueblados, sumidos en la penumbra, de paredes encaladas, rústicos pavimentos de encina, limpios y brillantes por siglos de pintura al encausto, con techos entrelazados de vigas y espléndidos armarios antiguos con largas cerraduras de hierro forjado. Fabienne aspiró el fragante perfume de las sábanas, de recia tela hilada a mano. Abrió la ventana y paseó la vista por el parque, el césped, el abigarramiento de pinos, los secoyas, los cedros, las palmeras y los bancales apenas visibles bajo la madreselva, la ampelopsis[84] y la yedra. Más allá se veía un huerto, un vergel, y, más lejos aún, praderas, bosques y vastas extensiones de hierba donde pacían rebaños de vacas negras y blancas. Y en medio de todo ello, ora despejado y argentado cual una serpiente bajo el sol, ora oculto tras la espesura de los árboles, ora embridado por la esclusa de un molino y surgiendo bajo los álabes en medio de un hervor de espuma, el río Boutonne proseguía su jubiloso curso. Fabienne midió con la vista la extensión de su nuevo dominio, imaginó el campo de descubrimientos que se le ofrecían y bajó por la amplia, brillante y sonora escalera para compartir su entusiasmo con Olivier Guerran y llevárselo al huerto a hacer acopio de ensalada.
Por las mañanas Guerran solía levantarse tarde. Desayunaba en la cama… Y Fabienne le apostrofaba:
—¿No te da vergüenza? Te has perdido un hermoso espectáculo. La neblina flotando sobre el Boutonne. Y el rocío. Un verdadero espolvoreo de plata. Vamos, ven a ayudarme a recoger las habas…
Guerran, después de haberse lavado, en mangas de camisa, pantalón de franela y alpargatas, tocado con un viejo casco colonial con visera de mica, siguió en pos de Fabienne, cargado con un gran cesto que ella iba llenando con rábanos, calabacines, espárragos, alcachofas, habas y lechugas. Fabienne iba de un lado a otro y atiborraba el cesto sintiéndose como transportada ante aquella abundancia, aquella opulencia de la tierra. Con su vaporoso vestido blanco, moteado de florecillas azules, las piernas desnudas, y el enorme sombrero de paja para proteger del sol su rostro todavía afilado y ligeramente pálido, Fabienne parecía una salvajina. Todo lo había olvidado: Angers, París, la clínica, las preocupaciones, las angustias. Colgábase de la rama de un ciruelo para sacudirlo. Y mientras estallaba en risotadas, Guerran contemplaba cómo bajo la piel de sus brazos juveniles dibujabanse los músculos finos y tensos.
«¡Si esto pudiera durar siempre!», pensaba.
Al regresar, almorzaban dulcemente envueltos por la fresca penumbra del vasto comedor, a través de cuyas ventanas entornadas penetraba un deslumbrante rayo de sol. Luego Guerran, armado de una caña de pescar, se iba junto al canalillo del molino. A su lado, Fabienne, tendida boca abajo sobre la hierba, buscaba renacuajos en espera del momento de zambullirse en el agua. Después del baño, de una hora de natación en el agua transparente y helada del Boutonne, bajo las bóvedas umbrosas de los álamos y los tilos, Fabienne y Olivier Guerran paseaban hasta el anochecer a campo traviesa, adentrándose por atajos perdidos entre tupidos y verdes setos y alcanzando, tras largos rodeos, envuelta en una atmósfera resplandeciente y ardorosa, la áurea llanura, abrasadora, en que a ras del suelo parece el trigo rubión, seco e inmóvil, inclina sus gruesas y grávidas espigas. Fabienne y Guerran regresaban al caer de la tarde, al mismo tiempo que el rebaño de la granja, una masa grisácea que irrumpía en tromba por atajos y vericuetos y a la que zarandeaban con breves ladridos unos perrazos negros de sanguinolento hocico. En la cocina, la sirvienta había encendido unos leños, pues en cuanto declinaba el día un frío húmedo parecía expandirse del Boutonne. Olivier y Fabienne cenaban al calor de la lumbre. Las ramas del tilo y del álamo, tiernos todavía, exhalaban un efluvio agrio, silvestre, el olor amargo de la savia. Fabienne alimentaba el fuego con manojos de bellotas. Acompañado de chisporroteos y resplandores de incendio, un torrente de llamas subía por la chimenea. Afuera, se extendía la noche y se oscurecía la masa de los tilos bajo el azulado terciopelo del cielo. Mugía una vaca. En una cuadra un caballo parecía querer desprenderse de la cadena que lo sujetaba en cuclillas sobre los ladrillos, junto al insoportable y refulgente brasero, Fabienne se calentaba hasta tostarse las piernas. Llegaba del hogar un rechinamiento apenas perceptible, regular, melancólico, monótono, el cri-cri de un grillo, que se sentía como Fabienne, contento y a sus anchas. Fabienne se acordaba entonces de cuando era pequeña. Su padre se había ido de viaje, muy lejos. Ella lloraba y todas las noches había llegado a sus oídos un extraño y leve sonido: un grillo cobijado en una grieta abierta en pared le había cantado cada noche su triste estribillo.
«Eso trae suerte» había dicho Mariette.
Desde entonces, todas las noches, Fabienne había esperado y escuchado, esperanzada, la sempiterna música del insecto… «Suerte…». Eso significaba que su padre regresaría pronto. Y así fue, Doutreval volvió más pronto de lo que él mismo pensaba.
Desde aquel día, Fabienne no había vuelto a oír el cri-cri. Ahora que se había disipado la ansiedad, el grillo había dado por terminada su tarea; no era ya necesario que se constituyera en mensajero de esperanza… Junto al hogar, Fabienne se extasiaba oyendo la singular musiquilla. Rememoraba viejos recuerdos y emociones de sus días infantiles y, contenta sin saber por qué, llenaba su alma de inexplicables y consoladoras esperanzas.
Dos veces por semana telefoneaba Guerran a Angers para que Legourdan y sus secretarios le informaran de los asuntos pendientes de mayor importancia. Todo marchaba bien. A fines de la tercera semana, sin advertir a Fabienne, se trasladó a Saint-Jean desde donde telefoneó a París-Plage. Allí pasaban temporadas Julienne y sus hijos. Charles y Micheline. Tras dos horas de espera consiguió la comunicación. Al instante reconoció la voz tajante de Julienne.
—¿Eres tú, Julienne?
—Sí.
—¿Qué tal los niños?
—Bien.
—¿Sabes que iré a verte dentro de dos días?
—Mucho has tardado en decidirte.
—Pienso estar toda la semana con vosotros.
—Creo que ya nos toca.
—¿Cómo?
—¿Dónde estás?
—¿Dónde estoy?
—Sí. ¿Desde dónde me telefoneas?
—Pues… desde Angers —dijo sintiéndose atrapado—. Desde mi despacho…
—Charles ha ido a Angers para verte, y tú no estabas.
—Creo que tengo el derecho de ir a ver a mis colegas de París.
—¡Ja! ¡Ja! —exclamó Julienne desde el otro extremo del hilo.
—¿Tienes o no interés en verme?
—¡Pues claro! Soy yo quien irá a verte.
—¿Qué vendrá a verme? —exclamó Guerran.
—Sí. Espérame. Salgo para Angers. Llegaré esta noche.
—¿Esta noche?
—Pero… yo no estaré esta noche. Me marcho… Debo partir en seguida…
—¡Ja! ¡Ja! —rió de nuevo Julienne.
Guerran perdió los estribos.
—¡Dios…!, vete a hacer gárgaras. Volverás a verme cuando a mí se me antoje. ¡Buenas noches!
Se fue a pie a Saint-Julien. Estaba furioso. Con una rama recogida en el camino golpeaba los macizos de hierba que bordeaban la ruta. Y se decía:
«¡Qué imbécil soy! No me iré. ¡Vaya estupidez la mía! con esa tranquilidad de que gozo aquí, con esa dicha. ¿Por qué tengo que acudir allí? Me está bien empleado por haber hecho esas combinaciones sin decir nada a Fabienne».
La imagen de Fabienne acudió a su mente. Evocó su rostro juvenil, sus brazos finos, su ternura apasionada, fiel, abnegada, segura… Asaltado por remordimientos, embargado por una extraña emoción, aceleró el paso al encuentro de Fabienne, como si se dirigiera a un refugio. La encontró detrás de la casa, en el parque, leyendo bajo la sombra moteada de claros de luz que esparcían los altos y negros pinos de troncos esbeltos. Al verlo, Fabienne dejó el libro, se levantó y se dirigió hacia Guerran quien la estrechó en sus brazos. Un gozo misterioso le invadía el corazón. Se daba cuenta de la juventud de Fabienne y de la entrega total que hacía de su persona.
Mas, llegada la noche, junto al hogar. Pensó en Micheline. Y midiendo las palabras se aventuró a decir:
—¡Es un fastidio, pero tendré que dejarte sola algunos días!
—¿Negocios?
Agarrose instintivamente a aquella posibilidad de mentirle.
—Sí… sí… He telefoneado al despacho. Legourdan me necesita. Es un pelma. Si supieras lo que esto me fastidia.
—¡Qué le vamos a hacer, Olivier! Si es necesario…
—¡Cuánto lo siento!
—No tiene importancia.
—Para ti.
—¡Qué malo eres! No te pido que me escribas. Pero todas las tardes, cuando hayas terminado el trabajo, hacia las ocho o las nueve…
—¿Qué?
—Pues a las nueve, te retirarás a tu despacho, solo, completamente solo, y pensarás cinco minutos en mí. Y yo, a la misma hora, me sentaré aquí, y sabrás que también yo pienso en ti. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
—De este modo tendremos la impresión de estar todavía juntos. Nos sentiremos uno al lado del otro.
Vamos, no estés triste. Los días pasan aprisa y volveremos a encontrarnos… Una semana pasa pronto… Puesto que no puede evitarse, no desfallezcamos.
Y Guerran se dejó consolar.
A través de Normandía, por carreteras interminables, rectas, bajo la sombra de árboles espléndidos, el coche, lanzado como un rayo rodaba a noventa por hora con una marcha sostenida, con una velocidad monótona. Guerran, al volante, tarareaba viejas canciones y romanzas. Rouen, luego Abbeville y llegaría al término de su viaje. Iba a ver a Micheline. Con esas canciones de su juventud apenas susurradas, su corazón parecía estallar. Había dejado ya de pensar en Fabienne…
Había salido de Saint-Jean d’Angely la víspera, pernoctado en Angers y reanudado su marcha a la madrugada.
Hizo en Rouen un almuerzo frugal, rociado con una caña de cerveza en uno de los cafés sitos en las márgenes del Sena, cerca del gran puente. Luego reanudó el viaje. No habían dado las dos. Por la carretera de Abbeville aceleró aún la marcha. En menos de dos horas llegó a Etaples y tras cruzar el amplio lecho enarenado de la Canche alcanzó París-Plage, con sus quintas semiocultas entre los pinos y sus amplias avenidas, por donde galopaban caballos pura sangre montados por elegantes amazonas. A la izquierda elevábase el Picardy, el nuevo hotel en vía de construcción, con sus complicados andamiajes y sus masas de cemento armado junto a las cuales se veían moverse minúsculas hormigas humanas. Guerran se detuvo frente a la plaza circular en la que se erguían el Casino y l’Ermitage.
Reconoció al Casino, cuya fotografía le había mostrado Micheline antes de partir. Sabía que la villa se encontraba en dirección izquierda. Un guardia urbano, con el aire de agente de policía inglés, cosa no sorprendente en esa región en que todo parece a propósito para que los ingleses se sientan como en su país, le indicó el camino.
The Daffodilsi, la villa alquilada por Julienne, sentaba sus reales bajo un fondo de delgados pinos y de dunas, circuida por un césped de extraordinario verdor, luciendo su fachada normanda y sus techumbres de pequeñas y descoloridas tejas.
El coche de Guerran penetró en el parque y se detuvo ante la «logia», exornada con enormes rosales que parecían disimular la entrada. Guerran descendió del automóvil. Bajo la «logia», circundado por rocas artificiales cubiertas de plantas acuáticas, elevábase un pequeño surtidor. El suelo estaba pavimentado con grandes losas cuyas junturas se hallaban cubiertas de musgo. Cuando Guerran entró en el vestíbulo y luego en el salón, en blanco y en rosa, desde la alfombras hasta las coquetonas pantallas bajo las cuales se ocultaban las luces de la araña, comprendió perfectamente los treinta mil francos mensuales de alquiler. Unos pasos resonaron en la escalera. Bajaban por ella Julienne y Micheline.
—¿Eres tú?
—Sí, soy yo. Que tal, Micheline ¿no me das un beso?
A la primera ojeada, al ver a su hija inmóvil y como clavada en el suelo, Guerran se dio cuenta, sin explicarse las causas, de que había perdido en ella todo el terreno conquistado desde hacía diez años.
Julienne lo condujo al cuarto de baño, pequeño y bajo de techo, adornado con placas de vidrio color verde jade. La bañera, de mármol verde antiguo, estaba empotrada. A través de tubos invisibles un grifo suministraba agua caliente. Tras haberse bañado, lavado y descansado, Guerran en batín se afeitó lentamente meditando entretanto el programa de la tarde. Precisaba al menos de media hora libre para telefonear a Fabienne. Púsose un traje de golf, gris claro, a grandes cuadros, y una corbata de seda color púrpura que al tiempo que le rejuvenecía le daba un aire deportivo. Al salir del corredor se encontró con su hijo Charles y su nuera que volvían del tenis, y bajó con ellos. Julienne se hallaba ausente. A petición de Guerran, Charles le condujo en automóvil a Correos. Cuando regresaron, les esperaban ya Julienne y Micheline. Resolvieron ir a la playa a pie.
Al ponerse en camino, Julienne dejó que los jóvenes se adelantasen. Evidentemente, quería estar a solas con su marido, lo que a éste no le pasó inadvertido.
—No vayas tan aprisa —dijo Julienne—. Deja que se adelanten. Quiero hablar contigo.
—Si tratas de aprovecharte de mi presencia aquí para fastidiarme las vacaciones, te advierto de antemano que me voy en seguida.
—¡Cuánto te gustaría —replicó con ironía Julienne— encontrar una buena excusa para irte de nuevo al lugar de dónde vienes!
—Haces mal en insistir.
—Terminemos ¿dónde estabas?
—Donde quería.
—¡Oh, sin duda! ¿Tanto te gusta tu amante?
—¡Qué imbécil eres!
Caminaban juntos, y se decían esas cosas en voz baja, de un modo apacible, casi sonrientes. No estaban solos. Mucha gente pasaba al lado de ellos. Los que iban a al playa o los que volvían. Una veintena de metros más adelante, Micheline, Charles y Andrée hablaban con animación, probablemente sobre sus padres.
—Sabré quién es, no te quepa duda —dijo Julienne.
—Te aconsejo que no insistas en tus intentos.
Julienne se dio cuenta de estas imprudentes palabras.
—¡Ahora lo comprendo! ¡Estabas al corriente de todo! ¡Has comprado a los policías de la agencia!
Guerran aceleró el paso. Micheline había tenido que detenerse para anudar los lazos de sus «topolinos[85]». Charles y Andrée la esperaban. Guerran anhelaba darles alcance.
—No tengas tanta prisa. ¿Tienes miedo?
Sin contestar, Guerran avivó el paso.
—¡Oh, no pretendas escaparte! —Dijo Julienne—. Ningún temor me priva de hablarte. No serán mis hijos ningún obstáculo. ¡Soy tu mujer! ¡Tengo derecho a saberlo todo!
El tono áspero de su voz hizo volverse a sus hijos.
—¡Te ruego que te calles! —exclamó Guerran.
—Y yo te ruego que me digas de dónde vienes. ¿Dónde estabas cuando te telefoneé? Charles fue a Angers y no te encontró. No vas a negarlo en presencia de mi hijo.
Julienne consiguió lo que deseaba: una escena ante sus hijos. Los cinco estaban juntos, en la acera de la estrecha calle que conducía a la playa. La gente les miraba al pasar.
—Basta ya —dijo Guerran—. Vine con el propósito de ver a Micheline. Por lo tanto, me voy.
—¡Ah! —exclamó Julienne—. ¿Lo ves? ¡Charles! ¡Micheline! ¿Os dais cuenta de que tenía razón? Se marcha, va a lanzarse en brazos de su amante. ¡De la pelandusca! No puede vivir sin ella, ni siquiera un día. Ni en atención a vosotros. Apenas ha llegado, le ha faltado tiempo para mandarle un telegrama.
Guerran miró dolorido a su hijo, que no había vacilado en denunciarle. Charles, sofocado, bajó la cabeza y fijó los ojos en la acera.
—Y ahora —prosiguió Julienne— vas a decirnos…
Guerran giró sobre sus talones y los dejó plantados. Encaminose apresuradamente hacia The Daffodilsi. Entró en la villa, se dirigió al cuarto de baño y al no ver su equipaje enfiló un pasillo. En una espaciosa habitación Luis XVI, una doncella con gorro blanco estaba sacando los trajes de las grandes maletas abiertas y colocándolos en el armario.
—¿Es usted la doncella de la señora?
—Sí, señor.
—Vuelva usted a hacer en seguida las maletas.
La joven doncella le miró, sorprendida. Guerran reflexionó un instante. Micheline…
«No, en absoluto» dijo para sí. Y dirigiéndose a al doncella añadió.
—¿Es ésta la habitación de la señora?
—Sí señor.
—Está bien. Lleve usted mi equipaje a otro cuarto. Hay alguno disponible, ¿verdad?
—Hay tres, señor.
—Bien. Prepare uno.
—Si el señor quisiera verlos.
—Cualquiera. No importa.
Dejando confundida a la doncella, Guerran salió de la villa y fue a pasearse solo entre las dunas y los pinos.
Junto al paseo elevábase la tapia tras la cual se erigía la villa The Dattodils. Era un espeso paredón de escasa altura, coronado por una recia barra de madera color rojo subido. No había puerta. La avenida de gravilla partía directamente del paseo. Discurría a través de un campo de verde césped que se mantenía constantemente húmedo mediante una regadera mecánica que iba girando lentamente. Aquí y allá macizos de rosales, junquillos y geranios enmarcaban la blanca morada con su deslumbrante florescencia. Y bajo un cielo de un azul vivo barrido por la brisa marina, los pinos, de un verde oscuro, se extendían más allá del blanco edificio como un fondo de bosque mediterráneo. Los transeúntes se detenían al pasar para echar una ojeada a The Daffodilsi, pensando en las felices gentes que allí vivían.
Guerran pasaba los días solo. Erraba por el bosque, llegábase hasta el campo de deportes, o alquilaba un caballo con el que galopaba a lo largo de la playa hasta Mernmont y Stella-Plage. Al volver, entraba en el Casino, deambulaba por los jardines, tomada un alimonada ajo la pérgola y mataba el tiempo yendo de una a otra parte en espera de la noche, de la hora sombría de la cena en familia. En The Daffodilsi se le recibía con el más completo silencio. Un silencio preconcebido y brutal dejaba en suspenso el ánimo de todo el mundo. Julienne, pintarrajeada, luciendo un atrevido escote, más emperifollada que nunca, dirigía el servicio y daba órdenes a la servidumbre. Charles comía con la nariz metida en el plato. Micheline picoteaba la comida, murmuraba que no tenía apetito y daba suspiros. Únicamente Andrée, la nuera, se aventuraba de vez en cuando a pronunciar alguna palabra indiferente, a la que Guerran no prestaba atención. Después de tomar el café, se iban al Casino. Los jóvenes bailaban, Julienne arriesgaba algunos billetes en la sala de juego, olvidando pronto sus pérdidas en la sala de espectáculos, y Guerran se iba al jardín a fumar un cigarrillo. Hacia las doce, en la noche maravillosa, bajo miríadas de estrellas, los cinco regresaban en silencio a través de los pinos. Llegaba del mar una brisa ligera y un rumor prolongado y suave. Entraban en The Daffodilsi sin cambiar una palabra. Tras las buenas noches de ritual en el vestíbulo, Guerran subía a sus habitaciones, al cuarto de huéspedes. La separación, la habitación aparte que Guerran había dispuesto para sí, irritaba a Julienne.
Hasta entonces la apetencia de los sentidos había mantenido a Guerran sujeto a su mujer. Frente a la tentación de la carne, Guerran se mostraba débil, y todo lo olvidaba ante el incentivo del placer. Este camino había seguido siempre Julienne para reconquistarlo. Incluso ahora, si en alguna de aquellas noches de lasitud, de desesperación, de duda, hubiera ido a llamar a la puerta del cuarto de huéspedes donde Guerran, solo, se atormentaba el espíritu en la tortura del insomnio preguntándose qué camino debía seguir, no cabe duda de que no hubiera podido resistir. Su corazón, su pobre corazón de hombre débil, sensual y desdichado, se habría enternecido y habría abierto la puerta, estrechando en sus brazos a aquella mujer que a pesar de todo era la suya, que había concebido hijos que eran suyos, que muchas veces le consolara y que una vez más, sin remordimientos, sin angustia, en el sosiego de un retorno al orden, a la vida normal, le ofrecía de nuevo el placer de la carne vuelta a encontrar… Pero la idea de esa humillación, de esa capitulación sublevaba a Julienne en un exasperado arrebato de cólera y de orgullo. No, no quería ser la primera en rebajarse. ¡Que acudiera él! Les esperó varias noches.
Entretanto, al tiempo que se mostraba con él arisca y hostil, se hermoseaba más que nunca, se pintaba con especial esmero, coqueteaba y se ponía sus más incitantes vestidos. Con su afinada esbeltez, su tez mate, su cabello negro, sus ojos profundos y ardientes, de mirada dura, tras el arco de las cejas tupidas, su boca grande con dientes fuertes y crueles bajo unos labios avivados con un rojo violáceo, tenía una belleza personal, tenebrosa y a veces casi demoníaca, pero al mismo tiempo apasionada y cautivadora.
Julienne se propuso reconquistar a su marido y mantuvo encendida la luz hasta muy tarde. Dejó levantadas las persianas de la ventana para que Guerran se diera cuenta desde su habitación de que aún estaba despierta. Dos o tres veces se fue con sólo el peinador hasta la puerta del cuarto de su marido para observar si dormía. Hizo ruido, adrede, al pasar por el corredor. ¿Saldría? No, no salió. Fue Charles, una vez, quien abrió extrañado la puerta de su dormitorio. Julienne se avergonzó y murmuró unas palabras a propósito de una zapatilla perdida, de una babucha que no encontraba. Sentía fijos sobre ella la mirada inquisitiva de su hijo. Julienne se dio cuenta de que Charles comprendía el motivo de su estancia en el pasillo. Sintiéndose herida en su orgullo, decidió firmemente no volver a salir del cuarto. Renunció a la esperanza de recobrar a su marido y a partir de aquel momento le odió aún más.
En la expresión de su rostro, en la manera como ella le miraba a veces por la mañana a hurtadillas, cuando almorzaban frente a frente en el espacioso comedor, blanco dorado, donde penetraba el sol a través de la ligera cortina de los pinos. Guerran adivinaba de cuando en cuando los sentimientos que agitaban el alma de su mujer y casi a pesar suyo se apiadaba de ella.
La más arisca, la más inaccesible, era Micheline. Más despiadada aún que su madre, era ella, en el fondo, quien aguijoneaba el orgullo de Julienne, quien obstaculizaba una todavía posible reconciliación. Su amor propio herido de hija mimada, inexorablemente celosa, se transformaba en odio, en un oculto y perverso deseo de hacer sufrir a su padre. Varias veces intentó Guerran hablar a solas con ella en el parque o yendo a su encuentro mientras tocaba el piano en el salón, aquel enorme Errad de gran cola parecido a un extraño y singular sarcófago. Pero Micheline rehuía su presencia, presa de turbación y resueltamente decidida a no tener con su padre ninguna explicación. La víspera de la Gala del Casino, donde debía celebrarse una brillante fiesta con concurso de elegancia y gymkhana automovilística y batalla de flores. Guerran le compró un reloj de platino y una perla de doce mil francos. Micheline apenas le dio las gracias, echó una rápida ojeada sobre el estuche y al día siguiente lució con afectación el viejo reloj de oro que le regalaron el día de su primera comunión.
Algunas veces, abrumado por el cansancio de su vida solitaria, acuciado por la cobardía de sentirse débil y desgraciado, le decía sin reparos:
—Escucha, Micheline. Me complacería mucho que vinieras conmigo… Daríamos un paseo por el bosque y charlaríamos. Sabes muy bien que tenemos muchas cosas de que habla…
—En este momento no puedo —replicaba francamente Micheline—. Espero a Robert.
Robert Bussy, su novio, residía con sus padres en Stella-Plage, distante escasos kilómetros.
Y Guerran se iba a pasear solo.
En dos o tres ocasiones, Andrée, su nuera, estuvo presente en tales negativas y le vio marchar solo.
Sin embargo, corría a reunirse con él en el vestíbulo y le proponía en voz baja.
—¿Le agradaría, papá, que le acompañara?
—Si así lo quieres, Andrée… —respondía Guerran.
Andrée cogía un chal y se iba con él hacia el bosque, caminando por angostos senderos, a través de la arena. Le mortificaba a Guerran la caridad que le brindaba una persona extraña a su soledad y a su miseria. Tampoco Andrée se divertía con ello, pero compadecíase a la postre del asilamiento en que vivía su suegro. Y Guerran aceptaba la limosna de esa piedad. Adentrábanse juntos en el bosque.
Guerran hablaba de sus cosas y evocaba múltiples recuerdos.
La conversación, casi un monólogo, recaía siempre en Micheline, en las travesuras que hacía cuando era pequeña, en el cariño que ambos se profesaban. Esas historias debían de interesar muy poco a Andrée, pero a Guerran le consolaban. Sacaba de la cartera antiguas fotografías: Micheline en la escuela, Micheline el día de su primera comunión, Micheline y él, juntos de paseo, cogidos del cuello y riendo… Esta sobre todo la contemplaba largo rato. Era quizá la que más prefería, aunque de vez en cuando le dolía porque le recordaba el cariño, la intimidad, la camaradería llena de confianza y familiaridad que existiera entre él y Micheline. Esa cartulina constituía una especie de testimonio. Y parecía decirle:
«He aquí lo que erais tú y ella, éste es el cariño que existía entre vosotros. ¿Y ahora qué? ¿Ves alguna vez a Micheline pasar el brazo alrededor de tu cuello y reírse con risa franca y abierta?».
Andrée, cortés, fingía curiosidad. Guerran permanecía absorto largos minutos, ahondaba en su pasado, y ahincándose en evocar recuerdos se torturaba a sí mismo. Había obrado mal. Era él quien primero había mentido, disimulado, engañado a Micheline, nublado la transparencia, la sinceridad que hasta entonces reinara entre los dos. Sentíase culpable. Dábase cuenta sobre todo de que el pasado no volvería a resucitar, que lo que se había roto no volvería a anudarse, que años y años de abnegación y sacrificios no volverían ya a restablecer en su primitiva pureza el cariño que existiera entre su hija y él.
Dando un suspiro colocaba de nuevo la borrosa imagen en su cartera y decía a Andrée, que no acertaba a comprender:
—Andrée, uno no debería llevar fotografías consigo…
El último día que fue al bosque, llovió. Como hacía mal tiempo, no se atrevió a pedir a Andrée que le acompañase. Se puso un impermeable y se fue solo a través de los pinos. Una lluvia pertinaz caía a través del escaso follaje de los altos árboles. La seca arena de la duna absorbía en seguida el agua y dejaba seco el sendero. Una espesa alfombra de secas y rojizas briznas de pino cedía con un ligero crujido bajo el peso de Guerran. Mostrábanse, fugaces, las posaderas de un blanco conejo. La espesa neblina procedente del mar se dispersaba al enredarse entre los árboles. Encorvado bajo la lluvia, Guerran caminó largo rato. Pensaba en Andrée, en esa forastera que había asido la única que se había apiadado de él. Recordaba a su vieja madrina la señora de Nouys… ¡Y pensar que aconsejándole aquel matrimonio había creído labrar su felicidad, hacerle seguir la senda del orden!, ¡si pudiera ver, hoy día, esa «felicidad»!, quizá, a fin de cuentas, porque no pensó solamente en su felicidad, sino ante todo en el orden, en el deber… ¡Cuán incomprensible era todo aquello!
Fue muy lejos, se extravió y volvió a orillas del mar a través de inmensas extensiones de arena, quebradas aquí y allá por un camino, un solar apenas delimitado y de vez en cuando por una quinta en construcción, con unas ventanas huecas, y montones de tablas y de ladrillos. Regresó a París-Plage fatigado y triste, con las espaldas chorreando agua. Al atravesar la plaza del mercado, el edificio de Correos, que data todavía de los tiempos lejanos y al mismo tiempo próximos en que París-Plage no era más que un lugarejo, le pareció sórdido y pequeño. Guerran entró y preguntó si había correspondencia para él, que su secretario Legourdan la reexpedía allí a lista de correos. Había una carta de Fabienne.
Sin abrirla, caminando por las angostas calles, flanqueando los hotelitos bajo la lluvia, con el sobre en el bolsillo, Guerran se sentía ya trastornado y transfigurado. Como si una luz sobrenatural, hubiera iluminado su espíritu. La verdad, la salvación, la vida, el amor, el provenir, estaban allí, con Fabienne, en Saint-Julien, en la Carente, en aquel vetusto caserón que se elevaba casi a orilla del río. En su imaginación, la veía llena de dulzura, buena, amante y pródiga en consuelos. Ella amaba por los dos.
Ella se le ofrecía enteramente, sin cálculo alguno, sin reservas mentales, generosamente, locamente, magníficamente. En un rincón de un oscuro bar de la calle Saint-Jean leyó una y otra vez lentamente, la carta de Fabienne, abierta sobre uno de los toneles de encina barnizados, con cercos de níquel, que hacen las veces de veladores. De vez en cuando suspendía la lectura y miraba a su alrededor para ver si alguien se fijaba en él. Entonces, se enjugaba disimuladamente los ojos. Afortunadamente, en aquella hora había muy poca gente. Y, además, donde él estaba había muy poca luz. Desde que llegara, decíase Guerran, nunca había pensado en Fabienne como en aquel momento; ni sus pensamientos, acuciados por el recuerdo, eran tan unidos. Había sido necesaria la ingratitud de los suyos, la crueldad de Micheline, la limosna, la caridad de la forastera como Andrée para que finalmente se rebelara, para que dejando atrás aquella montaña de egoísmo volviera a aquella que era todo amor, todo abnegación, todo sacrificio, que se entregaba a él sin cálculos mezquinos, que todo lo olvidaba para no ver sino a él y cuya exaltación cariñosa, su ingenua confianza, le atormentaban ahora con un sordo remordimiento. De pronto, se levantó, dio unas monedas al camarero y regresó bajo la lluvia a The Daffodilsi mientras iba diciéndose.
«¡Basta! ¡Me marcho pasado mañana por la mañana!».
Al día siguiente, Robert Bussy, su hermana y sus padres vinieron en coche a buscar a los Guerran para efectuar una excursión a Berck, proyectada desde hacía tiempo. Robert Bussy, con su uniforme de alférez, era un apuesto muchacho. Micheline fijaba los ojos en él con un sentimiento de admiración que mortificaba a Guerran. En Berck dieron un corto paseo por la playa en medio del triste espectáculo de innumerables tuberculosos tendidos en sus cochecitos, que empujaban unas enfermeras. Guerran se sintió desazonado. Dejó adelantarse a los jóvenes, que acompañados de Julienne y la señora Bussy se disponían a visitar los sanatorios, los pabellones de reposo, toda esa extraña ciudad de hospitales y clínicas concentrados en aquel lugar con la absurda esperanza de que un poco más de yodo atmosférico bastaría para compensar, sin someterse a una alimentación más natural, los estragos del alcohol, de las conservas y de la química alimenticia con que se nutre nuestra raza. Y se quedó con Bussy en la terraza de un café. Tras unos breves rodeos el notario enfocó de lleno el tema del matrimonio:
—Roberto terminará pronto su servicio militar. Su hija Micheline no tardará en cumplir los veinte años… Podríamos comenzar a pensar en ese matrimonio… ¿Qué opina usted?
—¡Oh, sí, hemos de pensar en ello! —respondió Guerran.
—Me gustaría que Robert se estableciera en uno de esos parajes, o cerca de Hardelot. Tengo cuantiosos intereses en la región. Tres kilómetros de bosque tocando a la playa. Lo suficiente para organizar una playa elegante, si pudiéramos reunir el capital necesario. Pero creo que con la ayuda de usted, su nombre, sus relaciones…
—Sí, sí, es cosa de pensarlo —repuso Guerran, que pensaba en Fabienne, en aquella granja acogedora, en los carneros volviendo cansinamente al redil al caer la noche, en los atajos pedregosos, en las aguas heladas del Boutonne royendo las raíces de los viejos álamos…
—Se hizo un ensayo hace cosa de treinta años. Algunas personas murieron ahogadas… sí, a causa de los «Baches» de una corriente contraria que se producía, al parecer, cuando bajaba la marea. Habladurías, a mi entender. Además, la gente se ahoga en cualquier parte. También en París-Plage abundan las corrientes. Y en la Canche. Todo es cuestión de vigilancia, de un poco de cuidado… En mi opinión, todas esas historias las han puesto en circulación nuestros vecinos de Hardelot por temor a la competencia… Si dispusiéramos de ayuda financiera y política, si pudiéramos acometer una casta empresa, con hipódromo, campo de golf, aeródromo, Casino autorizado para jugar a la ruleta (y esto dependería un poco de usted, Guerran), contaríamos sin duda con toda la aristocracia inglesa. Sí, no me olvido de París-Plage, pero está siempre abarrotado de gente. La afluencia de autobuses y los fines de semana populares será su perdición. Han hecho bien en negarse a la construcción de una estación de ferrocarril, porque así se ahorran la concurrencia de las clases populares. Sin embargo, creo que el automóvil a plazos les llevará al fracaso. Los obreros y la clase media no convienen en absoluto. ¡Qué distinto sería una playa acotada, privada y reservada, únicamente enlazada con París por una autopista y a Inglaterra por un aerobús! ¡Los ricos deben alternar entre ellos! Sentirse como en su casa. Si no es así, no hay nada que hacer.
«Mañana por la tarde estaré en Angers —pensaba Guerran—. Y pasado mañana en Saint-Julien…».
Lo anunció aquella noche, de regreso de Berck, en el salón blanco y rosa de The Daffodilsi.
—Me marcho mañana.
—¡Mañana!
Micheline y Charles levantaron la cabeza. Julienne cerró bruscamente los mandos de la radio dejando en suspenso el lamento de una guitarra hawaiana que el éter transportaba Dios sabe de dónde.
—No tienes motivos para marcharte mañana.
—Esto es cuestión de apreciación personal.
—¿Así, nos dejarás? ¿Vas a verla?
—¿A verla?
—Sí, a tu amante, no te hagas el imbécil.
Guerran sin contestar, se dirigió a la puerta dispuesto a salir. Julienne se interpuso en su camino.
—¿Te marchas?, ¡tienes miedo! ¡Temes las explicaciones ante Charles y Micheline! Pues bien, yo no temo tus explicaciones. Hablarás, y en presencia de todo el mundo. Así sabremos por qué no has recibido aquí una sola carta, por qué has mandado retener sin duda tu correspondencia en lista de correos, por qué me has abandonado, por qué has dispuesto para ti una habitación separada. Charles, Micheline, oíd lo que va a inventar para defenderse.
—Déjame salir —dijo Guerran.
Julienne le cerró el paso. Su rostro había cobrado una expresión salvaje, casi aterradora, la misma de los días en que era preciso golpearla para hacerla entrar en razón.
—Puedes matarme, pero no saldrás de aquí.
Guerran apretó los puños, pero se contuvo, y castañeteándole los dientes, fue a sentarse junto a la ventana.
—Por lo visto, después de lo que has hecho, vuelves a empezar —dijo Julienne—. ¡Cuántas veces me has engañado, cuantas veces te he perdonado por amor a mis hijos! Incluso antes de que nos casáramos, tenías otra mujer…
—¡Cállate! —gritó Guerran.
—No me callaré. Digo la verdad. Tenía ya a Charles y aún no te habéis casado conmigo. Vacilabas y poco te hubiera costado abandonar a tu hijo. ¿Acaso no es verdad?
Charles y Micheline, en pie, escuchaban.
—¡Fue precisa la intervención de tu madrina para que te decidieras a cumplir tu deber, cobarde! Y aún me pregunto si también ella no ha sido tu amante. ¡Hubieras sido capaz…!
Guerran se encogió de hombros.
—No te importa, ¿verdad? ¡Y aún te ríes! Estás pensando que no tengo pruebas… ¿Acaso no las tengo de tu último enredo con Jeannine Bonier? ¿No lo has confesado tú mismo? ¿Y su marido? ¿No estaba al corriente como yo? ¿Y la criatura que ella puso al mundo? ¿No fue el propio marido quién afirmó que no había sido él quien…?
—¡No hables de criaturas! —exclamó Guerran—. ¡No hables de criaturas, Julienne! ¡También yo tengo algo que decir!
—¿Algo que decir?
—Sí, algo terrible. Bien lo sabes.
Bajo el ocre de su maquillaje, Julienne palideció. Y dijo en tono burlón.
—¡Habla! ¡No me das miedo!
Guerran hizo sólo un gesto. Julienne presintió que su marido no se atrevería a hacerlo en presencia de Charles y Micheline, porque a pesar de todo, aún se compadecía de ella. Y segura de la generosidad del adversario, fue ella quien atacó, quien reanudó la batalla.
—Entretanto, no te irás sin dar una explicación.
—No tengo nada que explicar.
—Vas a decirme quién es esa mujer…
—Y tú vas a comenzar por dejarme en paz.
—¿No quieres hablar?
—¿No quieres callarte?
—Está bien. Lo sabré. Aún no me conoces. Antes de ocho días sabré a qué atenerme. Iré a encontrarla y armaré un alboroto. Puedes hacerme encerrar si es eso lo que quieres, pero no me harás retroceder. No te quepa duda, esa mujer sabrá quién soy yo. ¿Quieres un escándalo? No te faltará. Y si es preciso recurrir al revólver o al vitriolo, no me arredraré. No temo al escándalo. Tu situación me importa un bledo. Y en cuanto al porvenir de tus hijos, tuya sería la culpa. La carrera de Charles se irá a hacer gárgaras y el matrimonio de Micheline quedará en el aire. Ésa será tu obra la tuya y la de tu…
Micheline se echó a llorar. Guerran saltó de la silla, y con la mano levantada avanzó hacia Julienne, que continuaba de pie en el quicio de la puerta.
—¡Tu amante! —repitió Julienne—. ¡Tu zorra, tu pu…! ¡Ah, bruto!
La bofetada estremeció todo su cuerpo. Con los ojos desorbitados se abalanzó sobre su marido.
Guerran la rechazó con un empellón tan brutal que Julienne fue a dar contra el mueble de la radio.
Charles se precipitó hacia su padre y le agarró la muñeca.
—¡Dios! —rugió Guerran.
Desprendiose de la mano de Charles con un movimiento violento. Por un instante, padre e hijo permanecieron frente a frente, inmóviles. De pie, junto a su madre, sin decir palabra, Micheline miraba de lejos a su padre.
De pronto Guerran se dio cuenta de lo solo que se hallaba bajo el peso de su culpa, del bloque que su esposa y sus hijos formaban contra él, como si él fuera un extraño, un enemigo. Bajó la cabeza, pasó junto a Charles, de pie junto a la puerta, y se dirigió lentamente hacia Julienne. Pero Micheline le cerró el paso.
—¿También tú? —dijo—. Déjame. Nada le haré a tu madre. Puedes estar segura. Julienne, te lo explicaré todo dentro de algunos días. Te daré todas las explicaciones que quieras exigirme. Todo ha terminado. Sólo te pido algunas semanas de tiempo… el suficiente para dejar las cosas arregladas…
Julienne, petrificada, movió loas labios, pero no dijo una palabra.
—Me marcho mañana por la mañana. Nos veremos de nuevo en Angers y entonces discutiremos las condiciones de una separación. Creo que un divorcio… Piensa entretanto en la pensión que necesitas… Repito que todo ha terminado. Mi vida está en otra parte.
Miró a sus hijos, uno después de otro. Y murmuró:
—Mi vida está en otra parte.
Encaminose con paso cansino hacia la puerta, apartó suavemente a Charles y desapareció.
Había pensado partir al día siguiente a las nueve de la mañana, antes de que Julienne estuviera levantada, sin ver a nadie, pero a las ocho la doncella de Julienne llamó a la puerta.
—El señor Bussy acaba de llegar, y querría ver al señor.
Bussy, el notario, esperaba a Guerran en el salón. Levantose a su encuentro con las manos tendidas:
—¡Qué tal! ¿No marchan bien las cosas? Anoche me telefoneó su esposa… Me contó una sarta de historias… Perdóneme… Por lo visto, estaba muy excitada… Vamos, vamos, mi querido Guerran, un poco de calma. Sobre todo nada de testarudeces, ni de escándalos. ¡Un hombre de la posición de usted!
Un hombre como usted, que el día de mañana…
—No habrá ningún escándalo —respondió Guerran.
—Su esposa me ha hablado de divorcio.
—Es muy posible.
—¡Ah, no, eso no puede ser! De ningún modo. ¡Un divorcio! Sería una catástrofe para mí. Mis relaciones, mi clientela… Piense que gozo de la confianza de muchas y buenas familias. Tenga en cuenta que muchos de mis negocios se los debo al clero y a numerosas familias católicas… ¡No va a casarse mi hijo con la hija de un divorciado! Sería su ruina inmediata. Por otra parte, mi mujer no lo consentiría. Mi mujer es creyente, casi fanática. Yo tengo otro concepto de la vida. Comprendo las cosas… Vamos, sea usted razonable, Guerran. No se porte usted como un colegial. Todas las cosas tienen arreglo. ¡No faltaría más!, ¡qué diablos, un hombre de su edad! No sería usted el primero que… No creo que por eso haya necesidad de divorciarse.
—Ya veremos —respondió Guerran—. Reflexionaré. Ya le comunicaré más tarde mi decisión. En primer término, todo eso me concierne a mí, ¿verdad?
—¡Ah, claro! Pero piense también en su hija, en ese matrimonio… Bueno, hasta pronto, mi querido amigo. Estoy seguro de que usted reflexionará, que seguirá el buen camino. Entonces, hasta pronto. Nos veremos en Angers.
Guerran almorzó rápidamente. Aunque decidiera lo contrario, resolvió, antes de marcharse, ver a Julienne. Subió a su habitación. Era la primera vez que entraba en ella después de que llegó a París-Plage.
Sorprendiose al encontrar con su madre a Micheline y Charles.
Julienne, todavía en la cama, tomaba el café y charlaba animadamente con sus hijos. Guerran tomó una taza del velador, se sirvió café y bebió un sorbo.
—He venido a deciros adiós —anuncio.
Nadie respondió.
—Julienne, te mandaré un cheque desde Angers… Espero que me avisarás[86] cuando pienses volver a casa…
—De acuerdo —repuso Julienne.
—Ya veremos… Ya veremos qué medidas podemos tomar.
—Por mi parte, ya está todo decidido.
—Bussy ha estado aquí…
En el brillo de la mirada de Julienne, Guerran comprendió que ella estaba ya enterada de todo por la doncella. Debió de combinarlo todo el día antes con Bussy.
—¿Te decides, pues, a marcharte? —dijo Julienne.
—¿Por qué no?
—Está bien. Ya sabes ahora lo que nos espera a todos.
Guerran adivinó las intenciones de su mujer. Y respondió:
—¿Todos? No creo que afecte a nadie más que a nosotros dos.
—Evidentemente, si te desinteresas del porvenir de tu hijo, del matrimonio de tu hija…
Comenzaba el chantaje. Guerran forcejeó:
—No veo por qué el porvenir de Charles…
—No te preocupes por mí —intervino Charles—. Sabré salir adelante.
—Vuelvo a repetir que no se trata de…
—Así, ¿qué te propones quizá dejarme a mí y retener a tu hijo a tu lado? —dijo Julienne—. El día que me vaya, Charles no se separará de mí. No dejará sola a su madre. En cuanto a Micheline…
—¡Yo trabajaré! —exclamó Micheline.
Guerran, con la taza vacía en la mano, miró asustado a su hija. ¡También ella! Sentíase encadenado, estrangulado. Todos ellos iban a sumirse en la desgracia voluntaria, estúpidamente, con perversa intención, sólo por influir en su decisión, para hacerle responsable del desastre general. Incluso Micheline, que no ignoraba la influencia que cualquiera de sus actos ejercía sobre su padre. Iba a servirse cruelmente del cariño que él le profesaba para obstaculizar sus propósitos. El amor que Guerran sentía por su hija constituía su punto débil, su talón de Aquiles. Y lo peor era que ella o Julienne habían dado en el clavo. Guerran se daba cuenta de que ése era su punto vulnerable, hasta el extremo de que ese divorcio, esa proyectada liberación se le antojaba quimérica, irrealizable, imposible. Al sentirse dominado por sus sentimientos, encadenado por sus emociones, quiso desprenderse de ese lastre con un gesto de furor, de violencia y de rabia contra sí mismo. Estrujó entre sus dedos la fina porcelana japonesa de la taza vacía, arrojó los fragmentos al suelo y salió dando un portazo. Cinco minutos después, el coche de Guerran salía de los Darffodils. Tres pares de ojos le seguían tras los visillos del cuarto de Julienne, mientras después de rodear el césped rodaba lentamente por la avenida de blanca gravilla para enfilar luego la carretera. Guerran no volvió la cabeza.
Fabienne no llegó a comprender la emoción que embargaba a Guerran. Presintió que durante os días de su ausencia había sobrevenido un drama, un cambio profundo en la vida de su amado. Pero él rehuyó toda clase de preguntas.
—Estamos lejos de todo el mundo —dijo—. Somos felices. Pensemos sólo en nosotros, sólo en ti y en mí.
Y así reanudose su vida, una vida rústica, dulce y apacible en el viejo caserón de la Carente, a orilla del río. Peor algo había cambiado. «Pensemos sólo en nosotros». Como si Guerran pudiera hacer eso.
Como si estuviera en su mano aventar los recuerdos, las preocupaciones, la sorda obsesión que le roía el alma. Aunque procuraba aturdirse, no ignoraba que marchaba a grandes pasos hacia el desastre, hacia el abismo. Estaba en juego el porvenir de su hogar. Julienne no le preocupaba. Pero estaban Charles y Micheline. Y era ese recuerdo, ese pensamiento súbito, agudo, cruel, lo que le hacía sangrar el corazón en medio de una sonrisa, de su momento gozoso, de un instante feliz, dejándole el ánimo en suspenso, crispándole los rasgos de la cara, como si se acordara de pronto de un mal que le consumiera.
Fabienne notaba en su rostro aquella mudanza súbita y brutal, adivinaba el significado de un suspiro reprimido e interpretaba los más recónditos pensamientos de Guerran. Y ello le causaba un dolor oculto, mezcla de cólera, de odio y de orgullo lastimado.
Fabienne reanudó la lucha con buen ánimo. Durante aquel mes, la vieja vivienda troncose en una morada de risas, de sol, de alegría y de fiesta. De la pobreza en que transcurriera su infancia, Guerran había conservado los gustos populares y saboreaba la sencillez, la delicadeza y la franqueza del campesino. Fabienne contrajo amistad con gentes de labor; el tío Brun, cazador y gran aficionado a la pesca, el molinero Costenoble, que conocía los recodos del Boutonne en los que abundaban las truchas, y el señor Tillebois, el propietario de las casas donde vivían los dos anteriores, una especie de gentilhombre pueblerino, hombre rudo, que poseía, sin parecerlo, trescientas hectáreas de bosques y tierras de labranza, que se pasaba la vida vigilando a sus granjeros y sus leñadores, y conocía, en una legua a la redonda, la zanja donde solía detenerse una enorme liebre, y el punto exacto del surco desde donde levantaría el vuelo en septiembre de aquel año un enjambre de perdices. Cuando levantose la veda, se organizaron nutridas partidas. Fabienne, para acompañar a Guerran, compró un equipo y una escopeta de caza. Para Guerran, esa singular indumentaria con la que Fabienne aparecía como transfigurada era ya un motivo de gozo. La muchacha venció el reparo que le causaba el sufrimiento de los animales, dio muerte a faisanes en los bosque y con un disparo detenía la carrera de os conejos, pobres bestezuelas silvestres y ensangrentadas, atemorizadas y dolorosas, que Tillebois levantaba por las orejas y acababa de quitarles la vida con un puñetazo en la nuca para cortar su agonía y su postrer terror. Aprendió a disparar contra la garza y el chorlito, a lo largo de la costa, en la marea baja, entre Rochefort y la Rochelle, a oír sin desfallecer los gemidos de un pájaro por ella derribado y que agonizaba en sus manos, al agarrarlo por las patas y a golpearle la cabeza con todas sus fuerzas contra el estribo del coche para ahogar su palpitación y sus lamentos… Por la noche, pero antes de amanecer, Fabienne acompañó a los hombres para la caza, en el pantano. Tillebois poseía, estratégicamente disimuladas, a ras de los aguazales, para la caza de la tringa, la polla de agua y el pato silvestre.
Al despuntar el alba, agazapada entre los juncos del aguazal, Fabienne gustó la emocionada espera en medio de un silencio turbado de cuando en cuando por el grito melancólico del reclamo, atado por una pata, que llamaba a sus hermanos silvestres. Y cuando el vuelo de los pájaros lejanos se cernía sobre el pantano, encima de su cabeza, Fabienne aprendió en un doble tiro rápido a diezmar la bandada, a recibir en pleno rostro una rociada de plumas y de sangre, botín de su carnicería, y a aceptar con una sonrisa los cumplidos de Tillebois y el tío Brun. Olivier se divertía y llegaba a olvidarse de todo.
Fabienne no deseaba otra cosa y estaba dispuesta a todo para alcanzar ese fin Guerran y Fabienne regresaban cansados, y tras un breve descanso tomaban un refrigerio. Luego se iban al presbiterio del pueblo vecino a llevar una de las piezas cobradas al abate Bourguin, el anciano cura atareado aquellos días en recoger las patatas de su huerta situada detrás del cementerio. Pues Guerran simpatizaba mucho con aquel anciano.
En suma, Guerran y Fabienne llevaban una vida gozosa y apacible. Sol, flores, música, una radio que funcionaba ininterrumpidamente, una actividad febril en el placer y la diversión. En cuanto se levantaba, Guerran sentíase transportado, galvanizado. Excursiones en automóvil hasta Saint-Jean de donde regresaban cargados de vituallas, periódicos y libros. Al volver a la granja esperaban su llegada, porque era ya hora del aperitivo, el tío Brun, el molinero y Tillebois. De todos modos, Fabienne provocaba adrede su visita, les invitaba de antemano y retenía a uno u otro a almorzar. Comían bajo la «logia» y tomaban el café en un rincón del parque. Luego Tillebois invitaba a sus huéspedes a visitar sus viñedos o sus bosques donde una máquina a vapor cortaba los álamos en largas rebanadas. O recorrían la comarca en automóvil, visitando las viejas iglesias o sorprendiendo al abate Bourguin en el jardín de su presbiterio, detrás del pequeño cementerio. Entonces Guerran charlaba largamente con el anciano sacerdote paseando con él en torno a la blanca y abandonada iglesia, fiel y solitaria guardiana de los muertos que reposaban a su alrededor. Después de cenar, además de la radio y los periódicos, sobrevenían, en la hora crepuscular, bajo los tilos, las interminables conversaciones con el tío Brun, los granjeros y los mozos; los juegos a la baraja, las chanzas y el regocijo de unas horas de descanso con que aquellos hombres compensaban las fatigas del trabajo del día. Hacia las once comenzaba a sentirse el fresco y a Guerran, fatigado, le invadía el sueño. Entonces, él y Fabienne se iban a la cama. Un día más ganado, un día en que él no había pensado en nada. Y si a Guerran le costaba conciliar el sueño, si ella le oía agitarse o suspirar, se arrimaba a él y le brindaba su juventud, el más seguro de todos los olvidos. Para que él se sumiera en una modorra, ausente de todo sueño y de todo pesar.
Fabienne se pasaba el día imaginando y combinando distracciones, excursiones, vestidos nuevos, quehaceres, algo nuevo para que él no tuviera tiempo de pensar, de ahondar en sus recuerdos. Le vigilaba como a un niño. Y de cuando en cuando, súbitamente, en cualquier sitio donde se hallasen, le preguntaba:
—¿En qué piensas?
Fabienne estaba al acecho de los recuerdos que inquietaban a Guerran. Su frente se contraía a veces con una arruga que no pasaba inadvertida a Fabienne, una arruga que aparecía cuando le asaltaba alguna preocupación, y que ella vigilaba y combatía como si se tratase de un enemigo. ¿La familia? ¿Los hijos? ¿La mujer? Nada de ellos temía Fabienne. Ella era la juventud y el amor.
Luchaba audazmente contra aquello y decíase con orgullo:
«Mientras yo esté a su lado, no sufrirá. Yo sabré hacerle olvidar».
Y así discurría su vida, entre fiestas, excursiones y abundantes comidas, entre las cuales se producían espaciosos silencios preñados de cosas de las que estaba prohibido hablar y hasta acordarse de ellas.
Con todo, había momentos en que Fabienne se sentía cansada, abrumada por el peso de la enorme carga que temerariamente había aceptado. Jamás hubiera creído que un pasado, una familia, constituyera un lastre tan poderoso, tan pesado. Por la noche tenía a veces la impresión de que a fuerza de imponer en torno suyo la risa y la alegría, había perdido toda su energía, todo su poder de irradiación. Y había momentos en que con un indecible consuelo, hubiera abandonado la lucha y renunciado a todo.
¿Y qué ocurriría más tarde, dentro de algunos años, cuando sobreviniera la saciedad? Fabienne lo presentía. Había momentos en que la atracción de su cuerpo había dejado de ser irresistible, en que el goce carnal no constituía incentivo alguno, algunas noches en que después de la breve y total satisfacción de los instintos. Guerran fatigado y febril, acostado al lado de ella en la oscuridad del dormitorio, evadíase una vez más en espíritu, se alejaba irresistiblemente de ella huía de su lado y, en su imaginación, se trasladaba lejos, hacia lo que era su obsesión, hacia aquéllos a quienes había dejado.
Permanecía inmóvil y trataba de hacer creer a Fabienne que dormía. Pero tenía abiertos los ojos.
Fabienne sabía lo que él estaba pensando y nada podía hacer para impedírselo. Lo único que ella podía proporcionarle eran unos minutos de placer, que contribuían a fatigarle y a entristecerle más sumiéndole en la depresión subsiguiente, a una sobreexcitación excesiva. Al despertar de aquellas noches, Guerran sentíase triste y taciturno. Y nada podía sustraerle a su abatimiento. ¿Qué ocurriría dentro de diez años?
Guerran se le escurría de entre las manos. Sin proponérselo, de una manera lenta y falta, Guerran parecía desentenderse de todo lo que le ordenaba. Fabienne se dio cuenta de que, de pronto, el abate Bourguin había cesado de visitarles. Se había enterado de la irregularidad de su situación. Fabienne interrogó a Olivier, quien confesó que se había confiado al abate revelándole la verdadera situación de su hogar. El silencio le oprimía, le ahogaba y sintió la necesidad de expansionarse, de hablar con alguien. Y desde entonces sólo experimentaba un gozoso sosiego cuando se evadía de vez en vez furtivamente de la casa y se trasladaba al pueblo. Allí, durante horas enteras charlaba con el abate Bourguin de su hogar, de su mujer, de su hijo y de Micheline, en el pequeño cementerio pueblerino, perdido en el campo, con sus antiquísimas tumbas señoriales cubiertas por la hierba y sus hileras de altos y negros cipreses rasgando el cielo azul. En el centro, blanca y achaparrada, con un portal romántico moteado de troneras, la vieja iglesia velaba sus muertos. Su lisa fachada aparecía rematada por un sencillo campanile[87], un frontispicio en la cima del cual, abierta a los vientos, colgaba una campana. Una atmósfera luminosa, una paz completa y silenciosa, un sosiego de eternidad envolvía la vieja iglesia levantada en el medioevo, los árboles y las tumbas solitarias, abandonadas, lejos de los hombres, en medio de los campos. Todo aparecía simplificado, bañado de luz y hasta engrandecido. Y las palabras de deber y sacrificio que pronunciaba el abate Bourguin, que en otro lugar hubieran hecho asomar una sonrisa de escepticismo en los labios de Guerran, cobraban allí un matiz de grave y sencilla solemnidad que ahondaban en aquel pobre y atormentado corazón.
No le pasaban inadvertidas a Fabienne esas evasiones de Guerran. Estaba al acecho de sus movimientos y sentíase presa de furor y de celos, pues no ignoraba que él iba allí para hablar de los ausentes, de su mujer, de su hija de sus más directas rivales. Se daba cuenta del doloroso placer que él experimentaba al rememorar su pasado que tanto se obstinaba ella en hacerle olvidar. Y se exasperaba, se afanaba en recurrir a la ayuda de todas las amistades, de todas las tentaciones, acudía al tío Brun y a Tillebois y les decía sin remilgos:
—Quédense con nosotros, llévenselo con ustedes… Distráiganle, ayúdenle. Tiene muchas preocupaciones y aquí se aburre…
Mas, a pesar de la lucha encarnizada, Fabienne tenía vagamente la impresión de que todos sus esfuerzos eran inútiles, de que no era ella quien estaba en posesión de la verdad.
Cuando buceaba en su propio corazón veía con claridad cuál era el camino a seguir. Tener con él una explicación franca y sincera. Examinar serena y animosamente la situación creada por su imprudencia, su temeridad y su pasión. Sopesarlo todo: los deberes familiares de los dos y sus deberes mutuos, puesto que a pesar de todo se amaban. Ponerlo todo en la balanza, juzgarse a sí mismos y trazarse un destino, el más recto, el más sensato que su ánimo les permitiera escoger, para que en adelante nada oculto y secreto existiera entre ellos, para sentirse purificados, para salvar la última posibilidad de seguir amándose, porque la mentira, de una manera lenta, pero segura, extingue el amor.
Sólo había ese camino: la sinceridad, la rectitud, la aceptación tal vez de una separación… En suma, consentir en expiar la culpa y en sus consecuencias…
—¡Jamás! —exclamaba Fabienne, en un arranque de cólera, de dolor y de orgullo—. Lucharé. No cederé.
Y emprendía de nuevo la batalla con renovado tesón. Pero no tardaba en desanimarse. Día a día apoderábase de ella, con creciente intensidad, la convicción de que estaba luchando contra la verdad, contra el orden y la rectitud. Pese a todas las equivocaciones que sus rivales, Julienne y Micheline Guerran, pudieran haber cometido, ellas estaban dentro del orden, encarnaba el hogar y la familia.
Fabienne, en cambio, era la forastera, la aventurera, la intrusa, el fermento de disociación, de estragos y de ruina. Todo ello le producía un sentimiento de implacable envidia hacia la mujer y la hija, de cólera contra Olivier, debatiéndose al mismo tiempo en arrebatos de duda, de desesperación y de asco.
Abandonaron Saint-Julien a mediados de septiembre. Para atender a sus negocios, Guerran volvió a Angers. Fabienne, después de pasar una semana junto a su padre, regresó a París y reanudó su trabajo en la clínica. Guerran le hizo dos o tres breves visitas. Fabienne estuvo enferma durante algunos días.
Poco después de Navidad, ella le comunicó que estaba encinta.
Entretanto Doutreval proseguía su lucha.
Ludovic Vallorge había contraído nuevo matrimonio el mes de julio de aquel año. Había hecho la corte a Simone Heubel, la hija del cirujano, y ella le dio su consentimiento. La boda fue sumamente sencilla. Vallorge dedicaba ahora sus actividades a los laboratorios Dynam, la importante empresa de medicamentos químicos, cuyo principal accionista era Heubel, que había adquirido bajo mano y a precio fuerte el paquete de acciones de la señora Géraudin. Vallorge hacía encontrado por fin el campo de acción que cuadraba mejor con su habilidad y su sentido comercial. En unos pocos meses, los laboratorios Dynam duplicaron su cifra de venta.
Evidentemente, Vallorge tenía el instinto de los negocios. Como muchos otros, los laboratorios Dynam publicaban una pequeña revista: «Le Mois Médical». Vallorge le dio en seguida un impulso formidable, la ilustró con fotografías y consiguió la colaboración de afamados escritores. Decidiose que, cada semestre, los laboratorios lanzarían al mercado dos nuevas especialidades para sostener la atención del público. Tales especialidades las administrarían los profesores en sus servicios hospitalarios y luego darían cuenta en «Le Mois Médical» del resultado de las pruebas. Este procedimiento, bastante corriente, ejercía gran efecto sobre la clase médica. Regnoult, a quien Vallorge arrebató a Doutreval para lograr su colaboración, imaginó una interminable serie de especialidades con nombres rimbombantes y lujosas envolturas.
Luego Vallorge ponía esos productos bajo el patrocinio de un «pontífice», una personalidad conocida, y solicitaba de él un artículo para «Le Mois Médical», asegurándose así su recomendación y apoyo, que garantizaba el éxito de la especialidad. Al cabo de seis meses, «Le Mois Médical» necesitaba cuatro toneladas de papel para su edición. Y mientras Vallorge preparaba tres nuevas revistas publicitarias, Regnoult se iba a Dinamarca a visitar los mataderos y estudiar los procedimientos de extirpación de las glándulas de los animales sacrificados, con miras a montar en Angers un importante centro de fabricación de productos opoterápicos[88].
La marcha de Regnoult acentuó aún más la soledad y el abatimiento de Doutreval. Después de Vallorge y de Groix, también Regnoult le había abandonado. Doutreval se debatía en un mar de confusiones. Parecía existir el acuerdo tácito de que Regnoult se casara con Fabienne. ¿Por qué aquel cambio repentino? Además, Regnoult era director del Centro. Sin prestarse todavía asistencia a los enfermos, percibía ya tres mil francos mensuales; lo dirigía todo, tenía allí un trabajo apasionante y le aguardaba un brillante porvenir. Guerran había obtenido para el Centro una importante subvención del Ministerio de Sanidad, a la cual venían a sumarse los subsidios de los departamentos. Los locales estaban dispuestos. Dentro de poco, el Centro comenzaría a funcionar. Y de pronto, Regnoult lo abandonaba todo: Fabienne, su cargo, la curarización. Se iba e ingresaba como consejero técnico en los laboratorios Dynam. Aunque Doutreval tratara de aventar sus dudas, sentíase hondamente preocupado.
«¿Acaso tiene miedo de algo? ¿Por qué abandona la nave en peligro? ¿Duda de mis métodos?».
Pues, había de confesarlo, la curarización chocaba cada día con mayores obstáculos. No se hacía progreso alguno, no se avanzaba. Abundaban las críticas. Faubert, el gran psiquiatra de la Academia de Medicina, condenaba el método y cifraba en un 47 por ciento el porcentaje de fracturas, según sus intervenciones personales. Y Doutreval, a pesar de que refutaba y negaba tales aseveraciones, había de confesar que la razón estaba de parte de Faubert. Los éxitos habían sido escasos. Al término del tratamiento, muchos de los dementes tenían la columna vertebral más o menos averiada. Ninguno de los ensayos de Doutreval y de Regnoult —el veronal, los preparados cálcicos y la raquianestesia— habían impedido ese aplastamiento de las vértebras. Doutreval intentó disminuir la dosis del producto convulsivo inyectado. Pero también fracasó. O a pesar de todo se producía la crisis, o en caso contrario, el enfermo guardaba el recuerdo de una espera, de un trastorno, de una angustia tan horrible que en adelante se negaba rotundamente a un nuevo ensayo.
Doutreval no se daba por vencido. Entregábase a la búsqueda de medios mecánicos, de posiciones que evitasen las fracturas: decúbito lateral[89] con el cuerpo contraído, posición en cuclillas, empleo de un catre metálico al que se sujetaba al paciente. Nada había tenido éxito. Y en los periódicos, arreciaban los ataques. Hablábase abiertamente de abscesos al pulmón provocados por el tratamiento y empezaba a preconizarse un nuevo procedimiento, la convulsión por la electricidad, método que Doutreval desdeñaba y condenaba enérgicamente.
En medio de tales fluctuaciones, el Centro estaba casi terminado, lo que representaba, a pesar de todo un triunfo tangible, una categórica respuesta a los adversarios. Entre tantas dificultades un solo pensamiento reconfortaba y animaba a Doutreval:
—Digan lo que digan, ésa es la realidad. El Centro es un hecho y no tardará en funcionar.