Capítulo III

Se anuncian los esponsales de Seteuil con la señorita Anne-Marie Lausefeld, la hija del poderoso industrial. Magnífico partido para Seteuil, viudo con un hijo.

Con todo no es tampoco Seteuil, un partido despreciable. De apuesto continente, la negra barba y la frente despejada le dan un aire intelectual. Y, además, gana mucho dinero. «Trabaja» con el cirujano Lequesnoy, quien le cede el cincuenta por ciento de sus honorarios. Una leve amigdalitis, un asomo de apendicitis, y, de resultas, Lequesnoy, el «billar» y el bisturí.

—¡No comprendo las cavilaciones! —exclama Seteuil—. ¡Es tan sencillo abrir un vientre y ver lo que hay dentro!

Una nube ensombrece aquel magnífico equilibrio. Una noche su hijito sufre una indigestión. Cólico, vómitos. El vientre no está duro y no hay temperatura… Sin embargo, Seteuil piensa en la apendicitis y se inquieta. Llama a Michel, quien le tranquiliza.

Al día siguiente no se nota ninguna mejoría. Viene Holmont a ver al chiquillo.

—Yo soy partidario de una intervención. De todos modos, no perderemos nada con extirparle el apéndice.

—¡Bien se ve que no es tu hijo! —exclama furioso Seteuil.

El viejo Rosselet, a quien se ha consultado, emite su opinión.

—No veo la urgencia…

Pero a la mañana del tercer día sube la fiebre. Seteuil se precipita al teléfono para llamar a Lequesnoy, mas en el último momento vacila. Sí, Lequesnoy es un buen cirujano, pero en el fondo no tiene el golpe de vista ni la mano de Roy… No cabe duda, Roy es infinitamente más seguro. Y además, al menos no opera por el simple placer de operar.

Tras una breve vacilación, Seteuil marca en el disco negro agujereado de círculos blancos del teléfono el número de Roy.

Roy procede a auscultar al niño. Detrás de él, Seteuil espera con el corazón oprimido. Se imagina a su hijo con el vientre abierto, ahogándose bajo un balón de éter piensa en los síncopes, las hemorragias, las infecciones, los largos martirios que producen las vendas al arrancarse, los drenajes que se limpian, las grapas de acero clavadas en la piel… ¡Por Dios, que ahorren ese calvario a su chiquillo!

—Es muy nervioso —murmura Seteuil—. Una raquis me da miedo… Y una anestesia total, con un hígado enfermo… ¡Hay tantos peligros! Piense en todo eso, Roy.

Roy no dice nada y continúa examinando al chiquillo. Luego se incorpora.

—No, francamente, no —dice—. No creo que se imponga la intervención… Respiración profunda sin dolor, ninguna retención de gases… El chico puede conservar su apéndice. De algo le servirá, aunque se diga lo contrario… ¿La fiebre? No es más que desnutrición. Comience por darle jugo de manzanas dulce…

Seteuil, renace a la vida. Ahora que su hijo no tendrá que padecer, todo parece sonreírle. El niño se restablece. Según la costumbre, Seteuil envía a la señora Roy, a guisa de honorarios, un magnífico chal de Persia antiguo. Y Roy, al ver a su mujer colgar en la pared del salón el hermoso chal, piensa, con un poco de melancolía, que ello no impedirá a Seteuil que continúe, como antes, recomendando a sus clientes que se hagan intervenir por Lequesnoy.

—¡Eso de la dicotomía es una plaga! —exclama Roy.

Aquella tarde fue, como al azar, a ver a Michel. Se siente triste y cansado. Demasiado trabajo, demasiada competencia, excesivos impuestos. El hospital se lleva toda la clientela. Lequesnoy con su dicotomía y Romagnol, el gran «patrón» de Lille, con su título de profesor, arramblan con lo que deja el hospital. Roy ha prescindido de su ayudante. Dedica ahora algunas de sus noches a practicar esterilizaciones para intervenciones del día siguiente. Su mujer hace las veces de ayudante en las operaciones. Y, además, tiene siete hijos.

Respecto a esa cuestión de la dicotomía, Roy tenía formada su opinión. El médico tiene derecho a su parte de honorarios. Es él quien, cuando se plantea el caso de una intervención, decide, telefonea, hace gestiones y actúa de consejero. Es moralmente responsable. No hay, pues, ninguna razón para negarle su retribución. Roy propone establecer un baremo, una tarifa de honorarios especiales, para el médico, habida cuenta de la gravedad de la operación y la parte de responsabilidad y de iniciativa que le competen. La única dificultad estribaba en determinar esa tarifa. Sin embargo, llegose a estipularla tras una serie de consultas con algunos colegas. Pero cuando todo estaba a punto, el sindicato se mostró en desacuerdo: «Demasiado complicado, muy discutible…». En realidad, el médico no gana lo suficiente para prescindir de tal beneficio. Y resulta irritable leer contra la dicotomía artículos con la firma de grandes «pontífices» que pueden, sin quebranto alguno darse el lujo de hacer gala de una honestidad profesional.

—De todos modos, en el fondo —arguye Roy— no hay nada que hacer. Nada, ni siquiera el sistema de «un tercer pagador» impedirá al cirujano poner en manos del médico un billete de mil, ni al médico aceptarlo. En esto, como en los casos de aborto, de los accidentes de trabajo y de todo lo que ustedes quieran, no basta la ley. Debemos actuar, ante todo, sobre la conciencia de cada uno de nosotros. Todo es cuestión de conciencia individual. Contar con una tarifa razonable debidamente reglamentada. Y sobre todo y en todo momento, velar por el reclutamiento y la formación del cuerpo médico a fin de que se respeten las reglas establecidas.

Hace algunos meses, Brunel, el chofer de los Hesdelot, los ricos harineros, se rompió el brazo en un súbito retroceso de la manivela. Seteuil, Lequesnoy y otros médicos han atendido al paciente sin lograr que la fractura llegar a curarse. Esto no se osifica. Lequesnoy, partiendo del principio de que Brunel está desmineralizado, ha prescrito un régimen de pan integral y legumbres cocidas, y, además, de una manera harto simplista, le ha administrado copiosas dosis a base de productos calcáreos. Resultado: el mal no ha hecho sino empeorar, como sucede muy a menudo. Por último, Brunel llama a Michel.

Brunel —el caso es frecuente— sufre un síndrome completamente ignorado de los «clásicos»; la desmineralización por sobremineralización. Tez pálida, labios agrietados, caries dental. Ese ser debilitado no consigue ya asimilar las sales minerales. Y la sobrecarga que le ha impuesto Seteuil no ha hecho más que obstruir el organismo dejando al mismo tiempo hambrientas las células. Pues un organismo debilitado sólo puede aceptar alimentos ligeros y desconcentrados.

Michel prescribió un régimen a base de pequeñas dosis de trigo crudo y cocido, ensalada fresca, legumbres hervidas, cambiándose el agua varias veces en el curso de la cocción, pan blanco, frutas dulces y prohibición absoluta de ácidos. Mejor que una abrumadora sobrecarga mineral esa alimentación desconcentrada y ligera, proporciona a Brunel los materiales que su organismo anémico tiene que metabolizar. Recalcificación rápida. Brunel se hacer radiografiar su brazo curado en casa de Lequesnoy. Y éste no comprende nada.

Pero Brunel ensalza a Michel de tal modo que sus patronos, los Hesdelot, se deciden a llamar para su padre a ese «mediquillo». Evidentemente sus módicas tarifas no inspiran la menor confianza. Pero ¿quién sabe? A veces, a través de la servidumbre, se penetra en casa de los ricos.

El anciano padre Hesdelot tiene un cáncer. Demasiado tarde para una intervención. Opium et mentiri[79].

Los Hesdelot se muestran muy contentos con Michel. Excelente reclamo. Le llaman luego los Lavaisne, ricos destiladores. Es la primera vez. Emoción. Michel se prepara con más cuidado que de costumbre y se sorprende a sí mismo al hablar con cierta aspereza a Evelyne a propósito de una mancha en sus guantes de hilo. Pasa largo rato en abrillantas las deslustradas aletas del «Citroën». Evelyne le ayuda. Ha salido de la cocina llevando un sucio delantal. Sus manos están ennegrecidas por la pasta con que ha limpiado el hornillo. ¿Por qué, al verla así, siente hoy Michel una impresión tan desagradable?

La morada de los Lavaisne se levanta en medio de un parque, detrás de la destilería. Vestíbulo de mármol. Majestuosa espiral de una escalera doble con pasamanos de hierro dorado. Discreción de sirvientas con gorro y delantal blancos. Toda la familia Lavaisne le aguarda: él, un gigante de tez rojiza, gran consumidor de coñac; su mujer, platinada, con la cara llena de afeites, de pierna final, al parecer de Seteuil; la hija, una muchacha de veinte años, tan pintada como su madre, y el hijo, un atildado colegial que fuma cigarrillos ingleses. Sobrevienen las explicaciones: la abuela acaba de ser víctima de un ataque de nervios.

Al subir la escalera de honor, Michel trata de recordar las reglas del comportamiento del médico, que le enseñaron en la escuela: caminar con precaución sobre las alfombras, desconfiar de los pavimentos encerados, procurar, durante la auscultación, no inclinarse demasiado, lo que puede hacer perder el pie y dar grotescamente de narices sobre el almohadón o el edredón… Tales precauciones imprimen a su rostro, mientras avanza silenciosamente hacia la enferma, una expresión de singular estupidez.

Tratábase de una apoplejía. Un movimiento convulsivo sacude todavía de vez en cuando a la anciana, que ha entrado ya en el coma. La enferma se sobresalta, mueve los pies y las manos y vuelve a desplomarse inanimada. A sacudidas, la hemorragia va anegando, uno tras otros, los centros cerebrales, provocando un último espasmo. Pero el viejo corazón aguanta y puede resistir semanas enteras…

Michel, entregado por completo a su examen, ha olvidado a los Lavaisne y su lujosa mansión, y al incorporarse hace bambolear con la cadera la mesita de noche llena de teteras…

—¿Qué opina usted, doctor?

Poco o nada puede recetarse. Esto es lo peor… Un caso ideal para aparentar ser un imbécil.

—Volveré esta noche —balbucea Michel—. Yo… nosotros… Ya veré esta noche…

Parece increíble como el «Citroën» frente a la escalinata pueda tener con su tapizado roído, sus fundas de encaje y su pobre muñeca, un aspecto tan miserable y prehistórico al lado del suntuoso «Buick» de los Lavaisne, deslumbrante con el poderoso brillo de su esmalte negro y de su cromado donde se mira el chofer con blusa blanca y cuello y bocamangas azules.

Lo que queda de la abuela Lavaisne se empeña en vivir. Los Lavaisne se sienten nerviosos. Les fastidia aquel semicadáver que no acaba de morir. Con voz suave, el orondo Lavaisne sugiere:

—¿No son una crueldad, doctor, esos sufrimientos inútiles? ¿Es que una pequeña inyección…? A mi parecer, una muerte rápida sería más humano. Puesto que no hay esperanza…

La rubia señora Lavaisne y su hija, con el rostro pintado y las manos arregladas, son de distinta opinión. El sábado deben asistir a una velada en casa de los Hesdelot, los harineros. Y piensan:

«¡Con tal que viva hasta el sábado! ¡Tenemos ya los vestidos encargados! ¡Todo está a punto! ¡Sería un desastre!».

Les preocupa tanto la idea de no poder asistir a la fiesta, que acaban por solicitar una consulta con Seteuil.

Seteuil ha ido a buscar a Michel con su coche, un «Panhard» impecable, al que Seteuil echa una última ojeada.

—¡El detalle, amigo, el detalle! ¡Es muy importante!

Antes de entrar en casa de los Lavaisne, Seteuil se cepilla el traje, se limpia los zapatos con un trozo de gamuza y de una bolsa del coche saca tres pares de guantes y escoge el más nuevo.

—Siempre llevo tres pares en el coche —dice—. Los más sucios para los obreros. Éstos para los burgueses, y éstos, completamente nuevos, para las «grandes familias». Y ahora, entremos.

En la cabecera de la enferma, Seteuil deslumbra a los Lavaisne, y a Michel. Saca de su maleta instrumentos y más instrumentos. Un pachon[80], estetoscopios, objetos de níquel y de ebonita, sobre todo de níquel.

Reclama una toalla y otra y otra. Jamás aplica el oído sobre la piel desnuda. Saca una estilográfica de oro. ¡Qué aire doctoral le prestan la barba y la incipiente calvicie! La receta deja a Michel estupefacto. Comienza, en tono solemne y en término a la sazón a la moda:

Aconsejamos a la señora Heurtebise-Lavaisne la medicación siguiente…

Y a renglón seguido, ¡ni una sola especialidad! ¡Ni un solo medicamento ya preparado al uso de todo el mundo! En cambio, una serie de recetas complicadas colmadas de términos latinos, de fórmulas químicas, de abreviaciones cabalísticas, sólo inteligibles para los farmacéuticos… de lo que cabría dudar. Algo que, con toda evidencia, ha sido especial y halagadoramente concebido para uso personas y exclusivo de la abuela Lavaisne.

—¡Nunca harás fortuna! —dice Seteuil a Michel acompañándolo en el suave y silencioso «Panhard»—. A los ricos hay que dejarles boquiabiertos. ¡Instrumentos, objetos niquelados y elegantes automóviles! ¡Hay que deslumbrarlos! Cuando te invitan a comer, procura llegar tarde. Sino tienes nada que hacer, paséate mientras tanto. Hay que adoptar una expresión de fatiga. ¡Y manojos de flores y cajitas de almendras garrapiñadas! Tampoco con los obreros sabes hacer las cosas. La chiquilla de Gaby van Houtten, la tendera, atrapa la escarlatina. ¡Enfermedad contagiosa! Te falta tiempo para advertir al Ayuntamiento y hacer cerrar la tienda por un mes. ¡Qué idiota eres! Había que prevenir a la madre, arreglártelas para que guarde el secreto de la enfermedad, que traslade a la niña a su habitación y que hable de una gripe… Puedes estar tranquilo, durante años y años siempre atenderás a alguien de la familia Houtten. ¿Y Failly, el carnicero? Se queja de ti, lo he sabido por mi sirvienta. No le compras ni un gramo de carne. Ya sé que la corta como un leñador, y que la carne no figura mucho en tus comidas, pero hay que comprar a todo el mundo… Yo, cada vez que paso delante de la tienda de Failly, no me olvido de dar una palmada a los cachos de buey que cuelgan de los garfios y digo: «¡Ah, qué hermosa carne!».

»Y además no se te ve nunca por el estanco de Simonet. Es una necedad. Una gran tontería. ¿Acaso no te das cuenta de que un estanquero puede hacerte una propaganda formidable? Vas allí, invitas a fumar, el obrero te ve y piensa: “Pues no es orgulloso…”.

»Y cuando llega la ocasión, te llama. Pero, sobre todo hay una cuestión de los regímenes. Demasiado rígidos, demasiado absolutos, amigo Michel. Sí, ya lo sé, el alcohol, el tabaco, las grasas, la mantequilla cocida… Pero cuando tú has dicho y recetado lo que a tu juicio debías, si la gente no quiere someterse al régimen que has prescrito, si prefieren llevarse buena vida y “diñarla” con la tripa llena, eso no te importa en absoluto. Deja que hagan lo que quieran y lávate las manos. Yo en seguida vi claro. Cuando un paciente comienza a insinuar: “¿Ni media pipa, doctor? ¿Ni dos dedos de coñac? ¿De veras me haría daño?”, comprendo en seguida.

»Bueno, consiento en dos dedos de coñac, pero sin abusar, ¿eh?». Sobre todo, no mortificar al cliente. ¿No te has preguntado nunca por qué los fabricantes de «reconstituyentes» han amasado grandes fortunas? Porque han cuidado de que sus porquerías sean agradables al paladar. Éste es el secreto. Se lo tragan como si fuera vermut. Todo el mundo lo quiere. Incluso lo saben los chóferes que reparten los productos a los farmacéuticos: a las once de la mañana detienen el camión en al carretera y rompen el gollete de una botella de «Kostodivnamine» o de «Bicotgenol». Y entregan los pedazos al patrón. Gastos generales… Falta de psicología. Esto es todo. No lo olvides, querido Michel.

A la noche, terminada la cena en al cocina, Evelyne lava los platos y Michel se va a su despacho.

Enciende el radiador de gas, abre la carpeta de las facturas y hace sus cuentas. El fin de mes será duro.

Carbón, contribuciones, un neumático nuevo al C. 4. Y además, para que todo marchara bien, haría falta una criadita porque la asistenta, con abrir la puerta e introducir a los clientes tiene ya bastante. De un tiempo a esta parte, Evelyne tiene mal semblante. Domberlé, avisado, exclama: «Sobre todo, descanso, mucho descanso». Evidentemente Evelyne ha perdido. Hace tres noches que duerme muy mal. También esta noche, Michel ha velado con ella hasta las dos de la madrugada para no dejarla sola, para compartir su insomnio, para alejar de ella los pensamientos sombríos… Sabe que si Evelyne no lograr conciliar el sueño se apodera de ella una extraña melancolía. Finalmente, se ha dormido. Michel, cansado, permanece despierto largo rato. No cabe duda, hace falta una persona para atender la casa.

Sentado ante la mesa escritorio, Michel examina las cifras garrapateadas con prisa. Ciertamente, el examen no le satisface. Aquella misma mañana Seteuil acaba de indicarle lo que tendría que hacer.

Deslumbrar a los ricos, halagar sus manías y vanidades. Y respecto al pueblo, rebajarse al nivel del vulgo, beber con los hombres, guiñar el ojo a las mujeres, ser bonachón, ingenuo, hablar argot, soltar un dicho picante, no fastidiar a la gente con regímenes severos, visitar de vez en vez la taberna de la esquina, ser popular, hacer elogios de la carne de Failly.

«Jamás lograré hacer eso», piensa Michel.

Se oye el ronroneo del radiador de gas. Michel cierra a medias la llave, vuelve a sentarse en el despacho y se sume en sus cavilaciones. El gas, la factura, el carbón, la luz… ¡Cuánto sube todo eso!

Piensa en el anciano Hesdelot, con su cáncer. Precisamente los Hesdelot creen que Michel carece de energía. Puesto que el anciano vive todavía, algo puede hacerse, quizá una intervención… Por su propia iniciativa han propuesto varias veces con insistencia:

—¿No cree usted, doctor, que una intervención quirúrgica…?

Eso es lo más penoso, que la tentación parta de los propios clientes. Michel vacila y acaba él mismo por no ver claro. Después de todo, nadie sabe… La operación es, en efecto, la última posibilidad. Se han visto milagros. Y los Hesdelot son inmensamente ricos. ¡No se trata de unos pobres diablos!

Michel, de buena fe, no sabe en absoluto si procede o no la intervención. ¿Se habría negando Domberlé, el viejo maestro? ¿Acaso la vedad lleva verdaderamente en sí una fuerza de persuasión suficiente para alcanzar el triunfo? ¿Y si al cabo los hombres se niegan a admitirla? ¡Qué equivocación esos regímenes, esas abstinencias que Michel impone a su clientela! ¡Qué propaganda tan contraproducente! Se apartan de él y acuden a Seteuil. ¡Por algo se han tragado golosamente vinos tónicos que saben a vermut! Y los propios colegas… ¡Eso es lo lamentable!

Rehúsan aprender, niegan la evidencia y no se atreven a salirse de las enseñanzas que han recibido en la Universidad. ¡Hay demasiados médicos! Jamás la verdad sencilla y desnuda triunfará sobre esa multitud. No hay nada que hacer.

Entonces, ¿no sería lo mejor seguir el camino de os demás? ¿Ejercer buenamente la medicina como todo el mundo? En aquel momento, la soledad, la renunciación a una vida de verdad como la de Domberlé, estremece a Michel.

Aparta de sí la carpeta de las facturas, se levanta, da algunos pasos y se sienta en el diván donde se tienden los enfermos para la auscultación. Sintiéndose incapaz de ganar tanto dinero como Seteuil, se inquieta un poco por su porvenir y se apodera de él una humillante sensación de inferioridad. Y trata de justificarse:

—Es porque yo no quiero…

Se siente herido en su amor propio. No está del todo seguro de que Seteuil no sea superior y más fuerte que él, en la batalla por la vida. Siempre, en cierta medida, uno juzga a los demás y a sí mismo según el dinero que ha sabido ganar. ¡El dinero! Aunque uno sobreponga a él la honradez y la conciencia no alcanza nunca a extirpar de sí mismo esa idea que representa, de todos modos, el signo infalible del valor de un hombre.

—Yo tengo mi propia conciencia —se responde a sí mismo—. He hecho ya mi elección y he preferido seguir siendo un hombre honrado.

Sí, pero ésta es a menudo la excusa de los débiles. Un recuerdo reciente acude a su mente, un recuerdo que ha procurado ahogar y combatir y que no obstante le obsesiona. Evoca la primera mañana que le llamaron los Lavaisne. ¡Qué emoción aquel día! ¿Por qué la sencillez de Evelyne, su delantal, sus manos ennegrecidas por el carbón del hornillo, le habían parecido tan desagradables y humillantes? ¡Apenas pudo ocultar su desazón, su mal humor! Y al pronto ¡qué repulsión porque un rico había solicitado sus servicios!

Evelyne llama suavemente a la puerta. Michel se levanta. Ella entra.

—¿Trabajas?

—Acabo mis cuentas.

—¿No sientes demasiado calor? ¿Puedo cerrar el radiador?

—Sí, si quieres.

Michel vuelve a sentarse. Evelyne cierra la llave del radiador. La llama se extingue con una pequeña explosión. Al pasar, Evelyne echa una ojeada sobre la mesa escritorio. No entiende nada de facturas ni de números. Sin decir nada se tiende en el diván y fija en su marido sus ojos negros llenos de ansiedad.

Michel ha reanudado sus cálculos. Evelyne suspira contenidamente y sigue mirando de lejos a su marido que acaba por sentir sobre él esa mirada silente y ansiosa que nada se atreve a decir y que, no obstante, adivina las cosas. Michel, embargado por un sentimiento de emoción, se apiada de esa silenciosa inquietud, se levanta, se acerca a Evelyne, le coge dulcemente la mano, se inclina hacia ella y la besa en los ojos. Ella le devuelve el beso, un beso que expresa su emoción, sus temores y hasta su gratitud, una gratitud de perro fiel, agradecimiento del ser que teme siempre molestar. Y Michel, con voz casi jovial y reconfortante, exclama:

—¿Qué tal, señora Doutreval? ¿Todo va bien?

—Sí, Michel. ¿Y para ti?

—Desde luego. Todo marcha bien, mujercita.

Evelyne le sonríe. En aquellos ojos negros de criatura temerosa que tanto ha sufrido, hay un brillo de felicidad, una expresión de dicha y reconocimiento infinitos. Y porque ella parece feliz, también Michel, en medio de sus incertidumbres y sus dudas, siente invadirle el corazón una sensación de bienestar, un gozo singular y dulcísimo que no llega a explicarse.

Lo que desazona y a veces abruma verdaderamente a Michel es el espectáculo de esa medicina horra de principios generales, de todos esos desdichados enfermos curados. ¡Medicina sintomática! En el caso de la diabetes, por ejemplo, uno se hipnotiza con el azúcar. Uno no se da cuenta de que lo que ha alterado la secreción de azúcar en el hígado son sobre todo los venenos alimenticios. Por lo tanto, prohibición del azúcar, pero no de la carne, del alcohol, las grasas y la leche. Hasta el punto que la intoxicación del diabético se agrava. Y, sin embargo, muchos diabéticos se curan tomando un poco de azúcar y reduciendo la alimentación de carne, pescado y grasas. En las enfermedades del corazón ¡cuántas veces una purga ligera, zumo de frutas y un régimen de descongestión del hígado evitan una crisis cardiaca! Pues son los venenos de la alimentación lo que la provocan. Sin embargo, el médico se contenta frecuentemente con lacerar el corazón con inyecciones de aceite alcanforado o administrando digitalina. Y en cuanto a la sífilis, a nadie se le ocurre, en general, tomar en consideración las defensas naturales. Olvídase que la infección subsiste debido en parte a las toxinas alimenticias. ¡Inyectables! Se inyecta con verdadero frenesí hasta que el enfermo, agotado, se va al otro mundo. Ni siquiera se ha pensado que un régimen adecuado permitiría un tratamiento infinitamente más suave. ¿Y respecto a los niños? ¡Cuántas otitis, sinusitis, mastoiditis[81] y amigdalitis tratadas simplemente con intervenciones locales! Se escarba la garganta, se cortan las amígdalas, se practica una incisión en los cornetes nasales, se extirpan los pólipos, se trepanan los senos, y se cree ya haber cumplido sin preocuparse siquiera del defectuoso régimen de la alimentación que seguía el pequeño enfermo y que debiera ser modificado.

Entre los colegas de Michel, la ablación de los pólipos y de las amígdalas, es cosa corriente y se practica en serie en el hospital. Michel provoca la sonrisa o la protesta de sus colegas cuando sienta la afirmación de que los pólipos o la inflamación de las amígdalas se curan sólo mediante un régimen apropiado y una vida sana, y que la operación de las amígdalas no solamente no es inofensiva, sino peligrosa. La amígdala es un órgano de defensa, de secreción de productos tóxicos. La irritación de dicho órgano proviene de la cantidad exagerada de productos tóxicos a evacuar, sobreviniendo la inflamación microbiana como un hecho secundario. Extirpar el órgano sin prescribir ninguna modificación en el régimen es preparar el terreno para más graves enfermedades. De esta suerte comienza uno a darse cuenta que esa operación de las amígdalas pueden despertar antiguos focos de tuberculosis, favoreciendo además terriblemente la más peligrosa de todas las poliomielitis: la poliomielitis del asiento bulbar. Una cosa es segura: todos los días acuden a Michel niños que han sufrido una intervención afectados de apendicitis, temperatura, vómitos biliosos y hasta de tuberculosis ósea. ¡Cuánta vedad en la relación que el médico clásico juzga poder establecer entre una amigdalitis y una apendicitis, relación, no obstante, inexplicable a sus ojos! Con todo, suprimiendo las causas, prohibiendo los ácidos, las carnes tóxicas, cerdos aves, el pescado, las drogas y los reconstituyentes, Michel cura a menudo sus pequeños enfermos sin intervención alguna y sin sufrimientos. ¡Pero cuán pocos de sus colegas lo entiendes así! Asusta pensar que semejante error está sólida y oficialmente arraigado en los espíritus. Mas ¡qué agotador y doloroso papel saber, poseer la verdad y no lograr hacer aceptar, desgañitarse en el desierto, ver alrededor de uno cómo las gentes cuidan a ciegas de su salud y sufren inútilmente por ignorancia, cuando el alivio de sus males y su salvación estaría en sus manos con sólo que a uno le escucharan!

Finalmente, la abuela Lavaisne ha muerto. Ya era hora. Su agonía resultaba ya fastidiosa para sus familiares. Cuando se han dejado materializar por el bienestar, los ricos soportan con impaciencia el más ligero contratiempo.

Los Hesdelot se han arreglado. Para cuidad al abuelo canceroso han contratado los servicios de una enfermera y una religiosa. De esta suerte se ahorran las fatigas y los sufrimientos que quizá hicieran mella en su corazón.

Para poner fin a su incertidumbre Michel llama a Roy en consulta. Tiene en él una confianza absoluta. Desde el caso de la señora Daubian, se dirige a Roy cuando se precisa intervenir a sus enfermos. Roy es lento. No deslumbra por su rapidez como Romagnol, el gran profesor, ni por sus audacias, como Lequesnoy. Pero su trabajo es clásico, pulcro, metódico. No «tropieza». Los enfermos se restablecen pronto. Practica la anestesia mediante un procedimiento empleado por uno de sus amigos: con éter caliente. Jamás sobreviene una congestión pulmonar.

Roy visita al anciano Hesdelot.

—Es inútil operarle. Que muera en paz.

Al despedirse de Michel, Roy le ha invitado a pasar la tarde del sábado en su casa, con Evelyne.

Toda la semana Evelyne está preocupada. Michel tendrá su abrigo nuevo; sólo le faltarán unos guantes. ¡Pero ella no tiene nada!

Limpiado con éter, planchado bajo un trapo húmedo y adornado con una camelia artificial, su sencillo traje sastre no hará, espera, mal papel. Michel ha prometido comprarle un sombrero, un elegante gorrito de terciopelo azul que sólo cuesta cien francos. Afortunadamente, Evelyne conserva todavía los zapatos del día de su boda, una acertada imitación de piel de lagarto. Bajo los efectos de la luz parecen «verdaderos». Las mangas de su blusa de tafetán están deshilachadas. Evelyne las suprime.

Ira con los brazos al aire. En todo caso, y con el pretexto de un resfriado, no se despojará de la chaqueta. Quedan las medias. Aunque las cuida con esmero, está atenta a la tensión de la liga, las enjuaga después de habérselas quitado y las pone a secar a la sombra, encima de una toalla los tres o cuatro pares que poseía han acabado por deteriorarse. Economiza desde hace un mes para comprarse otras. Pero Michel ha hablado, durante la comida, de Daubian, ese hombre en tiempos poderoso y ahora un miserable obrero, cuya mujer quiere a toda costa darle hijos. Ahora está esperando uno y apenas si el marido gana lo suficiente… Evelyne ha ido a verlos, y allí se ha quedado el dinero de las medias. A fuerza de buscar, Evelyne acaba por encontrar dos medias con deterioros en el talón, pero desparejadas.

Una es más clara que la otra. Pero ¿hay que plantear a Michel un nuevo problema por un par de medias?

En el momento de salir, en el umbral de la puerta, Michel examina a Evelyne con una ojeada. Traje sastre gris, zapatos de piel de lagarto, medias de seda, una blusa de tafetán rosa cerrada en el fláccido escote, con un delicado broche que podría ser de oro, y un sombrerito de terciopelo azul. Confiesa a Evelyne que está «apetitosa», le da un beso y la conduce al «Citroën».

Roy, un mocetón barbudo, de ojos negros y perfil árabe, les recibe sin muchos remilgos. Cuatro chicos y tres chicas no dan pie a mundanas cortesías. Mientras las dos mujeres preparan el café en la cocina, Roy conduce a Michel a su sala de operaciones. Es su orgullo. Sólo él sabe los cálculos, las noches en blanco y los sacrificios que le han costado este moderno instrumental, ese aparato de radio, esa atmósfera caldeada. Muestra su irrigador para los sueros que utiliza, entibiado, para las llagas. Explica sus «trucos», sus habilidades, los hilos que emplea, los útiles concebidos o mejorados por él, su retractor muscular automático, su mesa elevatoria y giratoria, que se mueve accionando un pedal, para operaciones sin necesidad de ayudante. Desmonta su aparato para aplicar la anestesia con éter caliente. Sabido es que en los países tropicales, el éter, siendo tibio, no provoca nunca en los intervenidos las congestiones pulmonares que son en nuestras latitudes uno de los grandes peligros de la anestesia. Partiendo de este principio, un amigo y colega de Roy ha imaginado un aparato que calienta al baño maría los vapores del éter antes de que éstos penetren en los pulmones. De este modo el éter no resfría al enfermo, actúa rápidamente, el paciente lo absorbe en pequeña cantidad y se repone con gran celeridad, sin riesgo alguno de complicaciones pulmonares. Roy utiliza siempre este método.

—¡Pero todo eso debería darse a conocer! —exclama Michel—. ¡Cómo hacen los demás! ¡Ese instrumental, ese aparato debe de ser divulgado!

—No hay nada que hacer —le atajó Roy—. A mí, particularmente, Romagnol me ha puesto el veto.

—¿El profesor Romagnol?

—Sí. No simpatizamos. Y no de ahora, a decir verdad. Todo vino a propósito de un músculo elevador del ano… ¿Se ríe usted? Sin embargo, es verdad. A la sazón no era más que agregado y yo director de anatomía. Una mañana, en el anfiteatro, mientras Morel, mi «patrón» estaba disecando un cadáver en presencia de nosotros, sus alumnos, intervino Romagnol:

»—Morel ¿podrías prestarme un cadáver? Quisiera practicarme para una intervención…

»Morel le indicó un macabeo y Romagnol comenzó a dar hachazos. Morel examinó su trabajo y nos dijo que Romagnol buscaba, sin encontrarlo, el músculo elevador del ano.

»—Te apuesto lo que quieras —dijo Morel a Romagnol— que cualquiera de mis estudiantes daría con él a la primera ojeada.

»—Por ejemplo… —dijo Romagnol.

»Entonces, Morel me llamó.

»—¡Eh, Roy, acércate!

»Así lo hice.

»—Demuestra a Romagnol cómo se saca de su guarida el músculo elevador del ano.

»No era tarea fácil. Bien lo sabe usted. Pero estaba acostumbrado a ello. Con aire de suficiencia (uno es joven, ingenuo y afanoso de éxitos fáciles) mostré a Romagnol y a los estudiantes el famoso elevador del ano.

»Amigo mío, eso fue el fin. De buenas a primeras, a fines de año, Romagnol, prestando oídos a insidiosos y cobardes embustes, me suspendió en el examen. Un año después, murió Morel. Comprendí que más valdría renunciar a mi carrera profesional. Me agencié dinero y abrí mi clínica.

»Lo que no ha sido óbice para que Romagnol se interpusiera siempre en mi camino. Es profesor e influye en todo el cuerpo médico. Para todo acuden a él: para una condecoración, una Legión de Honor, una roseta, para conseguir un destino o una recomendación para un compañero. Viejos médicos que confían en mí y que desde hace treinta años me mandan sus enfermos me dicen:

»—Voy a prescindir de ti durante algunos años. No cuentes con las intervenciones que yo pueda proporcionarte. Mi hijo ingresa en la Facultad de Medicina y será examinado por Romagnol. Ya comprenderás que en tal caso mande mi clientela a Romagnol…

»Además, Romagnol no se anda con chiquitas. A los hijos de los médicos que no colaboran con él, les espeta brutalmente:

»—¿Su padre no tiene clientes que operar?

—Ahora se comprende de dónde proviene la moda de compartir los honorarios —dice Michel.

—¡Ah, claro, por supuesto!, es el contrapeso ¡qué duda cabe!, eso sitúa en un plano de igualdad la lucha contra el profesor. Ahí está el problema, amigo. Mientras el profesor se crea con derecho a cultivar la clientela, la medicina no dará un paso adelante.

Roy permanece un instante caviloso, se caricia su negra barba de emir y de pronto exclama:

—¡Bah!, ya vendrán tiempos mejores. Vamos a tomar el café.

Coge del brazo a Michel y lo acompaña al comedor. Mientras, insiste sobre el tema que le obsesiona.

—Lo mismo ocurre con mi aparato para dar irrigaciones. Cuando se trató de presentar el invento me encontré con una comisión presidida por Romagnol. Escucharon mis explicaciones en silencio. Luego con una sonrisa socarrona, Romagnol declaró:

»—Excelente, Roy, su aparato es una maravilla, pero convendría modificar el aspecto, la forma… Hace pensar en una cánula de inyección…

»Y todo terminó ahí. Ni una prueba, ni una simple visita a mi casa para examinar… Desde hace veinte años yo soy el único que me sirvo de él en medio de la indiferencia general. Y en cuanto al éter caliente, que es una medida acertada, una cosa merecedora de atención, el mismo silencio, la misma ignorancia universal.

—¿No ha escrito usted? ¿No ha enviado usted nada a las revistas especializadas?

—Al principio, sí. ¡Qué ingenuo era! En cuanto descubría alguna cosa, me afanaba por darla a conocer a todo el mundo. Pero me hacían maldito el caso y no me escuchaban. O hacían uso de mis hallazgos sin decirme nada, a escondidas, cuando el estudiante que yo era entonces se hallaba ausente… Ahora he comprendido. Sigo trabajando en silencio, investigo, practico innovaciones, procuro superarme… Ha visto usted mi instrumental, ha comprobado usted mi técnica operatoria… Nada de ello sale a la luz en Francia. No vale la pena. No tengo escuela alguna tras de mí, ni siquiera alumnos. Todo se perderá. La teoría no basta. ¿Muchachos, estudiantes jóvenes a quienes enseñar mis procedimientos? Cuando yo muera todo desaparecerá. A menos que uno de mis hijos… Vamos al salón… ¡Raymonde! ¡Raymonde!

Deja a Michel en el salón, se encamina a la cocina y vuelve.

—Las señoras han convertido al cocina en su Salón del Consejo y se han olvidado sin duda de las infusiones… ¡Vaya hospitalidad! ¡Bah!, al cuerno los cumplidos, ¿verdad? ¿Fuma usted? Yo, tampoco. El tabaco me enerva, me desata los nervios. No puedo con él. Yo soy de índole calmosa, un vagotónico. Ésta es mi fuerza. ¿Acaso no sabe usted que todas mis investigaciones y hallazgos en cirugía provienen de esta fuerza? Actuar lentamente, dejar al enfermo bajo la acción del éter sin peligro alguno, aumentar la seguridad, hacer inútil la rapidez, el brío, suprimir el choque… En cambio, Romagnol es lo contrario. Es un cirujano que opera como en los tiempos de Napoleón I, cuando no se conocía la anestesia ni la asepsia, cuando era preciso trabajar de prisa, cuando los segundos eran precisos. A este respecto, Romagnol es una maravilla. ¡Hay que verle extirpar una matriz! La rapidez es su triunfo. Evidentemente, mis trabajos no podían en modo alguno satisfacerle. En una ocasión estuvo a punto de aniquilarme. El Tribunal le había designado perito en un proceso entablado por una de mis clientes. Con lo que denominaba «mis peligrosas innovaciones», Romagnol hubiera podido anularme. Afortunadamente interpuse apelación y gané el proceso. De otro modo hubiera sido la ruina de mi reputación y el fin de mi carrera. Ése es el peligro. No contar con ningún apoyo oficial. Mi influencia es nula. Cuando pongo en práctica alguna de mis innovaciones, lo hago por mi cuenta y riesgo. Si la cosa resultara mal sería la catástrofe. ¡Con qué placer se echarían entonces sobre mí!

—No faltan recursos: la Prensa, los libros, los artículos…

—Publico algunos. Pero no en Francia, sino en Bélgica, donde tienen buena acogida. Sólo que esa barrera intelectual constituye una verdadera frontera. Nadie viene a verme. Y en cirugía nada puede suplantar lo visto. Una técnica o un procedimiento operatorio no puede aprenderse en los libros. Todo se perderá. Es un a lástima…

»Por otra parte, tampoco yo puedo instruirme como quisiera, Doutreval. Me agradaría ver los nuevos procedimientos, asistir a las intervenciones. Pero en la facultad desconfían de mí. ¿Qué le vamos a hacer? Tengo allí a un enemigo demasiado poderoso. Nada me permiten ver y nada interesante hacen estando yo presente. Me he dado cuenta de la frialdad y la hostilidad con que allí me reciben… y he desistido de volver.

—Quiere ir a París, a ver operar —dice la señora Roy mientras sirve el café—. Pero está lejos, el viaje cuesta dinero y perdería demasiado tiempo…

—Así es —asiente Roy.

—Sin embargo —arguye Michel—, en la Facultad he visto a algunos «patronos» llamar a un médico para que trabajara ante ellos, ante sus alumnos, hacerle preguntas y, sencillamente, instruirse a su lado…

—Sí, sí. Pero no todos tienen esa modestia, esa grandeza. Eso es lo importante, amigo mío. Para consentir en ello hay que saber hacer caso omiso del propio orgullo, y, a veces de los intereses pecuniarios. Cuando uno se encuentra ante un hombre desprovisto de esa generosidad, encuentra el camino cerrado. Tal es mi caso.

Con la mano se atormentaba la negra barba.

—Esa «acumulación» —prosiguió—, ese derecho a captarse una clientela que se han irrogado los profesores es un gran mal, Doutreval. No es el público quien nombra a un profesor. El padre de éste consiste en juzgar el valor de una terapéutica, de una técnica operatoria y explicarla a sus alumnos. Eso aparte, se debe a todo el mundo, es decir, a los hospitales. Por supuesto, es significa un aumento en los honorarios. Como usted, he conocido a personas como Norf. Profesores de prestigio, de renombre mundial, que se negaban a procurarse una clientela para consagrarse a su laboratorio… Para equilibrar su presupuesto, uno debía aceptar una consulta médica en la Oficina de Beneficencia, otro un cargo de médico forense…

»Todos murieron. Sus sucesores cultivan los clientes y ganan decentemente su vida. Pero en la Prensa científica apenas se habla de los trabajos de sus laboratorios.

»Mientras un profesor se dedique a agenciarse una clientela, no cabe duda de que le vendrá muy cuesta arriba decir a sus alumnos: “He invitado al doctor X a que ejecute ante vosotros una operación para la cual ha imaginado una técnica interesante…”. Debiérase, a mi parecer, facilitar tal ocasión a todos los profesores, suprimiendo, empero, el elemento “competencia”.

»De no haber sido eso, yo hubiera ido a ver a Romagnol. Él habría examinado, hecho pruebas, investigado… No habría tenido razón al ponerme obstáculos y cerrarme el camino…

—Peor ha sido así y nada puede hacerse.

Roy se tira de los pelos de la barba. Asoma la melancolía en sus negros ojos de emir árabe. Mira a sus hijos, los dos mayores, que acaban de entrar fumando jactanciosamente el cigarrillo autorizado por su madre con motivo de la recepción. Y dice como para sus adentros:

—En fin… ¿quién sabe? Quizá no todo desaparezca conmigo… Tal vez uno de mis hijos tendrá el don, «la mano» y a él podré confiar mi obra. Nada de lo que haya hecho será baldío. La riqueza de un hombre, como la de un pueblo, reside en sus hijos…

—¡En este aspecto somos muy ricos! —exclamó la señora Roy.

Y sonríe francamente sin el menor destello de amargura.

Después de dejar el «Citroën» en el garaje, Michel, en la cocina, se quita os zapatos y la corbata.

Evelyne se afana en el fregadero.

—Vete a la cama —dice Michel—. Son ya las once. ¿Qué estás haciendo ahí?

—Nada —contesta Evelyne, abriendo el grifo de agua fría.

—Estabas encantadora esta noche. Te lo digo de verdad. Esta chaqueta, este sombrerito…

Evelyne responde en tono de chanza:

—¿No te has avergonzado de mí? ¿De veras no te he hecho quedar mal?

—¿Quieres ahora que te haga cumplidos? Pues no los tendrás.

Evelyne sonríe. Descalza, con los zapatos en la mano, se dirige a la escalera. Al pasar junto a Michel, éste le da un beso.

—¡No te entretengas! Estás cansada.

Sin contestar, Evelyne, se pone a lavar las medias, las famosas medias de diferente tono. Nadie, ni el propio Michel, se ha dado cuenta de ello. Si se presenta la ocasión, aún podrán servir una o dos veces más. Buena razón para economizarlas. Las coge con las dos manos con gran cuidado para enjuagarlas, las pone a secar sobre la mesa entre dos toallas, y, contenta, se encamina a su dormitorio.