Capítulo II

Aquel otoño, cuando Guerran regresó a París en ocasión de la reapertura del Parlamento, su entusiasmo, su brío, su agilidad mental sorprendieron a todos sus amigos. A él se debió el ataque que sufrió en diciembre el Gobierno Douret y el torpedeamiento del ministerio.

Las armas se las proporcionó Géraudin. Desde hacía un año, Géraudin, cuya clínica iba perdiendo incesantemente el favor del público, veía con inquietud la terminación de la vasta policlínica de la «Mutuelle Artisanale». Presidía esta mutual Gaffiaux, una especie de temerario aventurero, quien se proponía centralizar en la policlínica todas las intervenciones quirúrgicas que se practicasen en el país.

Los cirujanos de la región se sentían grandemente amenazados.

Gaffiaux, en guerra abierta con ellos, les acusaba de imponer a los afiliados a la mutua una tarifa excesiva y se jactaba de que, una vez terminada su clínica, fijaría los precios a los cirujanos y les obligaría a practicar las intervenciones en su establecimiento, sometiéndose a la tarifa que a él le viniera en gana. Si rehusaran, haría venir de París a cuatro o cinco practicantes, que se considerarían en la gloria con tener que efectuar todas las intervenciones en su clínica a base de una mensualidad fija razonable.

El pasado de Gaffiaux era turbio. Este audaz, a fuerza de suculentos ágapes, de prodigalidades y de hábiles maniobras se había erigido en el factótum de la Mutua. Los dirigentes de la asociación eran casi todos afiliados al partido republicano social cuyo jefe nacional era Dauret, y del que era presidente de la sección de Maine-et-Loire el abogado Rebat, colega de Guerran y uno de sus más importantes competidores. Gaffiaux comenzó por granjearse la amistad de Rebat. Hízose su consejero y le señaló fastuosos honorarios. Rebat, encantado, introdujo a Gaffiaux en el partido republicano social. En el espacio de pocos meses Gaffiaux se aseguró una imponente mayoría de simpatizantes. Su procedimiento era sagaz y sencillo. Adquiría doscientos carnets del partido a la vez y los brindaba a sus amigos. Así, gracias al partido republicano social, Gaffiaux se calzó la presidencia de la Mutua artesana y campesina, sociedad que aseguraba a sus miembros la asistencia médica gratuita.

Gaffiaux explotó ampliamente su situación. Adosado al local de la Mutua, donde se celebraban las reuniones del partido, hizo construir un cuerpo de edificios en el que reservó para sí varias habitaciones principescas. Gozando de hospedajes, calefacción, luz, exento e todo gasto, incluso los del servicio interior, disponía para él de tres automóviles y de los chóferes. Lo que no era óbice para que le indemnizaran por partida doble el precio del billete de primera clase que tomaba para sus viajes a París, habida cuenta de que se trasladaba a la capital a título de administrador de la Mutua y de delegado del partido. Cuando se trató de dotar a la Mutua de un sanatorio y luego de la famosa policlínica, Gaffiaux, simple particular, vendió a Gaffiaux, administrador, unos terrenos que había comprado por trescientos veinticinco mil francos y que cedió generosamente por cuatro millones trescientos mil. Logró escamotear la subasta pública, no obstante ser obligatoria y eligió entre todos los planos el de un arquitecto que era casualmente sobrino suyo y a quien confió la dirección de los trabajos. Todos los suministros de cemento, arena, tejas y vigas fueron efectuados por una empresa de materiales de construcción que justamente acababa de ofrecer a Gaffiaux un puesto en su consejo de administración.

Hubo innumerables denuncias. Gracias a los buenos oficios de Rebat, Gaffiaux logró sortear sin más todos los peligros. Luego estalló una verdadera bomba: el escándalo de la «Banque de L’Essor Industriel», de la que Gaffiaux era administrador. Habíase servido de dicho establecimiento para agenciarse, a través de varias empresas metalúrgicas de la región, un paquete de acciones a voto plural que sin grandes dispendios le había convertido en el verdadero dueño de aquéllas. Entonces, suspendió durante un tiempo el pago de dividendos, dedicando los beneficios a mejoras de maquinarias. En la Bolsa, una acción que no proporciona dividendos se desmorona. Es la regla habitual. Gaffiaux, esperó que las acciones bajasen a una tercera parte de su valor real, las readquirió prudentemente por pequeños lotes, y sin faltar en apariencia a las leyes, se convirtió en propietario de varias firmas metalúrgicas de la región. Más, al parecer, hubo indiscreciones, y un nuevo diluvio de denuncias se presentó al tribunal.

Rebat defendió a Gaffiaux por todos los medios, se prodigó, visitó a todos los ministros, obtuvo diez veces otros tantos aplazamientos y ganó todo el tiempo que quiso. Y cuando todas las maniobras fallaron, cuando pareció evidente que el asunto iba a seguir judicialmente su curso, presentó Gaffiaux a Dauret, el hombre político, el jefe del partido republicano social.

Dábase el caso de que también el propio Dauret navegaba en medio de grandes dificultades financieras. Político brillante y carente de fortuna personal, casó, hacía seis años, con una americana, Mrs. Rosamond Winham, divorciada de Harundson, rey del «trust» noruego de las cerillas. Miss Winham aportó a su matrimonio con Dauret una dote principesca. «El Dorado Dauret», le decían los envidiosos en la Cámara. Mas al cabo de tres años de matrimonio, Dauret, ministro de Bellas Artes por espacio de unos meses, se interesó de pronto de una manera asaz desmedida por una joven bailarina que actuaba en la Opera. Gracias a los buenos oficios de Dauret su carrera fue meritoria. A la sazón rodaba «Cabalgata amorosa», el gran film del año, en el que figuraba como «estrella principal». Por desgracia, la ex Mrs. Rosamond Winham, se enteró de la repentina pasión de su marido por las bellas Artes, no compartió en modo alguno su admiración por la célebre «estrella», consiguió pruebas escritas de que tal admiración se había manifestado con un calor excesivo y pidió un segundo divorcio, que obtuvo. Lo malo no era eso, sino que Dauret fue condenado a devolver la dote. Naturalmente, la integridad de la misma quedó bastante menguada.

Ésa fue la ocasión elegida por Rebat para que Gaffiaux y Dauret se conocieran. Gaffiaux recogió los fondos necesarios para completar la dote. Dauret habló a su primo, procurador general. Gracias a esta gestión, Gaffiaux obtuvo de los tribunales una nueva y pasmosa serie de aplazamientos. Luego Dauret entró en la combinación de Barbet, jefe del «Centro Democrático», que fue tres días presidente del Consejo. Dauret solicitó y obtuvo la cartera de Justicia. Al cabo de tres días cayó el Gobierno. Pero de lunes a miércoles pueden hacerse muchas cosas, como, por ejemplo, asegurar un sobreseimiento del a causa de la «Banque de l’Essor Industriel». Poco después Dauret fue nombrado ministro de la Guerra.

Y Gaffiaux, que no fue más que un vulgar emboscado en la guerra del 14, fue honrado con la Legión de Honor por méritos militares.

Géraudin, que había pacientemente recogido todos esos hechos, le brindó un buen día a Guerran un «dossier» abrumador. Allí estalló el escándalo Gaffiaux. Dauret ni siquiera esperó la interpelación.

Presentó la dimisión y se apartó de la vida pública por unos años, lo que permitió al pueblo olvidar el escándalo. Fue para él un rudo golpe algunos de sus amigos se lo figuraban en el Elíseo, en un término de cinco o seis años.

Por supuesto, el nuevo presidente del Consejo reservó a Guerran una cartera en el futuro Gobierno.

Guerran eligió, como siempre, el Ministerio de Agricultura.

La semana siguiente, una orden de detención puso fin a al carrera de Gaffiaux. La Mutua artesana y campesina estaba arruinada, y el partido republicano social desprestigiado en la persona de sus dirigentes. Fue Guerran quien se encargó de «ejecutar» a Rebat, abogado y presidente del partido.

Rebat, era, en Angers, el competidor más duro y vengativo de Guerran. Convocado al Ministerio de Agricultura, sito en la calle de Varennes, Guerran le dispensó una fría acogida. Rebat tenía de su papel de consejero jurídico un concepto singular. En el fondo, no había hecho otra cosa que ayudar a su cliente a soslayar la acción de la justicia. Guerran habló del Consejo de la Orden, de las posibles consecuencias… Rebat se desplomó, sollozó, suplicó. Tenía dos hijos. El varón, agregado al Tribunal de Justicia, soñaba con llegar a ser fiscal de la República. Su hija debía de contraer matrimonio el mes próximo… Habló de su buena fe sorprendida, de compañerismo… Guerran se apiadó de él y se limitó, en aquella entrevista celebrada en su despacho ministerial a decirle claramente que era un canalla, ni merecedor siquiera del escándalo que se promovería en torno a él y del que no quedaría inmune el honor del foro. Rebat, abrumado, no supo más que decir:

—Sí, es verdad, lo reconozco: soy un granuja…

Y salió del Ministerio avergonzado, pero salvado.

Aquella semana Fabienne no vio a Guerran. Trabajaba en la clínica Epidauria. Se había enterado de lo que pasaba, únicamente por la Prensa. Ni siquiera se atrevía a telefonearle al Ministerio.

Tres veces fue a preguntar por él en el pisito del Quai aux Fleurs. Pero Guerran se hospedaba en el Ministerio. El lunes siguiente supo que Guerran había preguntado por ella por teléfono mientras se hallaba ausente de la clínica. Entonces, Fabienne se decidió a telefonearle.

Pidió permiso al doctor, se vistió y bajó a pie hasta el bar donde solía por las mañanas desayunarse con un café con leche y un «croissant». Consultó la guía telefónica:

MINISTERIO DE AGRICULTURA: calle de Varennes

Teléfono: Danton 81-57 a 81-97

¡Cuarenta números! ¿Cuál escoger? Fabienne se decidió por el 81-97 y se dirigió a la cabina.

Acertó. Una voz femenina le contestó en seguida:

—Sí señorita, el Ministerio de Agricultura. ¿El señor ministro? ¿Quiere usted hablar con él? ¿De parte de la señorita Doutreval? Aguarde un momento.

Al cabo de unos minutos oyose la voz grave de Olivier Guerran.

—¡Fabienne! ¡Por fin! Ven en seguida. Aquí. Sí, aquí. Da tu nombre. Yo mandaré advertir al portero. ¡Hasta pronto!

Unos momentos después Fabienne llegó en taxi ante la ancha puerta cochera del Ministerio.

Entró en el enorme edificio, enfiló un pasillo, subió una escalera, empujó una puerta vidriera y se encontró en una galería interminable adonde daban las puertas de una larga serie de despachos. Cubría el pavimento una moqueta tupida y algo roída. Pesadas colgaduras en las ventanas. Aquí y allá junto a las ventanas, una silla Luis XVI. Los radiadores de la calefacción despedían un calor casi sofocante y notábase por doquier un lujo oficial y polvoriento. Empleados y jefes de oficina iban de una puerta a otra. Sentados en los bancos tapizados, algunos ordenanzas bostezaban bajo la protección de la palma de la mano. A través de los empañados cristales veíase un patio interior, triste y espacioso. Fabienne llegó al final de la galería sin que nadie le hiciera la menor pregunta. Pero allí le salió al paso un portero. Ella se dio a conocer.

—El señor ministro la espera —dijo el portero—. ¿Quiere usted seguirme?

El empleado la precedió hasta llegar frente a una puerta alta, de doble batiente, llamó, abrió y dejó paso a Fabienne.

El despacho del ministro era una sala espaciosa, con numerosas butacas, una enorme mesa de despacho y una chimenea monumental. Las ventanas daban a la calle de Varennes. Detrás de la mesa colgaba de la pared una tela gigantesca con marco de macizas molduras doradas, representando el pensamiento de Sully: «Laboreo y pastoreo son las dos ubres de Francia».

Guerran estaba trabajando. Levantó la cabeza y al reconocer a Fabienne fue a su encuentro con el rostro radiante.

Fabienne actuó todo el día de secretaria de Guerran. Éste la instaló ante una montaña de cartas, telegramas y comunicaciones de felicitación.

—Siéntate a tu gusto. Vas a despachar todo esto. Toma dos taquimecanógrafas. Dicta a una y que la otra escriba. Procura seguir las fórmulas al uso según se trate de alcaldes, sindicatos, amigos, profesores, federaciones agrícolas, etc. Por otra parte, un jefe de oficina lo revisará todo. ¿Sabes acaso que tengo aquí setecientos cincuenta responsables? ¿Cómo puedes imaginarte que un ministro que sólo ocupa su cargo a lo sumo seis meses, entienda de todo esto? Hasta pronto, Fabienne. Almorzaremos aquí.

Fabienne trabajó toda la mañana. Ala una de la tarde, almorzaron juntos en los aposentos reservados del ministro, detrás del despacho y que daban al patio. Todo resultó muy agradable. Por la tarde, Guerran condujo a Fabienne a la cámara en el coche ministerial, un largo «Renault» que ostentaba la bandera tricolor. Guerran recogió su correspondencia y dio una vuelta por la biblioteca. Fabienne le esperó fuera. A las cuatro regresaron al Ministerio. Hasta la noche, Guerran recibió visitas, sostuvo conferencias telefónicas, convocó a los jefes de negociado, estudió varios asuntos de su departamento y se entrevistó con sus delegados en la cámara y el Senado. Salieron a las ocho y fueron a cenar en el restaurante Larue, en la Madeleine. Los circundantes que reconocían a Guerran cuchicheaban entre sí.

Un leve sentimiento de vanidad transportaba deliciosamente a Fabienne. A las once volvieron al Ministerio. Doscientos documentos esperaban la firma del ministro. Guerran firmó hasta la una y luego acompañó a Fabienne a la clínica.

Fabienne estaba encantada con esa nueva existencia que le producía, no obstante, una extraña impresión de cosa superficial e inútil. Guerran pasaba buena parte de su tiempo firmando papeles de cuyo contenido ni siquiera tenía mención. Había, además, las recepciones. Los miércoles y viernes, diputados y senadores hacían acto de presencia en el Ministerio para solicitar favores, protecciones; recomendar a uno, ayudar secretamente a otro, conseguir una roseta, una condecoración, una insignia del Mérito agrícola, etc. Había que dispensarles a todos una cogida cordial aunque sabiamente matizada según fuesen miembros del partido, o de la mayoría, o de la oposición. Tratábase de otorgar a todos alguna cosa, aunque dosificando los favores, contentar a todo el mundo aunque satisfaciendo primero a los amigos. Guerran escuchaba, discutía, prometía, llamaba en presencia del diputado o del senador, a sus jefes de negociado y daba instrucciones. El parlamentario se iba contento. Los otros días recibían innúmeras delegaciones de todos los sindicatos agrícolas de Francia llegadas para protestar a propósito de una tarifa de matanza demasiado elevada en Quimper-Cotentin, o de los derechos de exportación que perjudicaban al comercio de queso de Gruyere en Lonsi-Saunier. Además, Guerran tenía que acudir a las sesiones de la Cámara que duraban a menudo desde las tres a las cinco y a veces hasta medianoche. Y ello sin contar los Consejos de ministros, las inauguraciones, los discursos y las giras en provincias.

Sólo la correspondencia daba trabajo a seis secretarios. Solicitudes, reclamaciones, requerimientos e incluso denuncias anónimas. Se contestaba a todas las cartas firmadas. Una simple petición de un permiso agrícola por parte de un soldado implicaba una respuesta al interesado, una comunicación al Ministerio de la Guerra, una copia adjunta de la solicitud, una encuesta, una respuesta al Ministerio de la Guerra y una segunda carta al soldado.

Había momentos en que Fabienne echaba de menos la clínica, donde apenas iba. No siendo retribuida, se consideraba libre. Quizá Godefrin el «patrón» de la clínica, sospechaba algo, pues se mostraba singularmente reservado. Por eso, en medio de la estéril agitación de aquel vasto Ministerio, Fabienne pensaba a veces con melancolía en algún enfermo, en la acción directa, ignorada y bienhechora que ejercía a la cabecera de su lecho…

Luego se iba al cine con Guerran. Y en las cintas de actualidad veía de pronto el rostro del «joven ministro de Agricultura». Fabienne, radiante y gloriosa, se olvidaba nuevamente de todo. Jamás había leído Fabienne y con tanto interés, tantos periódicos. Las sesiones en la Cámara, los informes, la apasionaban.

A las nueve de la noche, mientras se hallaba en el despacho de su amiga Jeanne Chavot, en El progreso social, Doutreval se enteró de que Guerran formaba parte del nuevo ministerio. La noticia llegó en un despacho de la Agencia Havas y él fue sin duda el primero que lo supo en Angers.

Experimentó una gran alegría, pero no habló más de ello a Jeanne en toda la noche.

El acontecimiento se produjo cuando él se hallaba en lo más recio de la batalla. Numerosos obstáculos se oponían al parecer a la realización del Centro de curarización que se proponía abrir.

Censurábase su método. Cuando argüía que el Centro permitiría llevar a cabo su proyecto se le objetaban entonces los gastos y la falta de espacio y de créditos. El hundimiento de Gaffiaux y de su policlínica deparó a Doutreval una ocasión única para realizar sus ambiciones. Con que le cediesen los edificios de la policlínica y le facilitasen cuatrocientos mil francos, su triunfo estaba asegurado.

Ahora todo estaba en manos de Guerran. Una orden del ministro lo resolvería todo. ¿Cómo llegar a Guerran?

Pensó en Fabienne. Fabienne y Guerran eran buenos camaradas. Pero no lo bastante, a su juicio, para solicitar del político, en nombre de Fabienne Doutreval, tamaño favor… ¿Y Géraudin? Sólo Géraudin gozaba sin duda de la suficiente influencia sobre Guerran para hacer tal solicitud al ministro.

Pronto se cumpliría un año de la muerte de Mariette en la clínica de Géraudin. Desde aquel día Doutreval no había vuelto a ver a solas a su colega. Como si existiera un tácito acuerdo, hubiérase dicho que ambos eludían encontrarse. Sin embargo, en tal actitud entraba en buena parte un sentimiento de inconsciencia. Jamás se permitió Doutreval detener su pensamiento en las circunstancias que rodearon aquella muerte. ¿Temor al sufrimiento? ¿Quizá un vago sentimiento de responsabilidad, de culpabilidad, que no tenía interés en despertar?

A fines de la semana siguiente tuvo efecto en la Facultad un consejo de profesores. A la salida, abriéndose paso en el pasillo por entre os grupos, Doutreval cogió del brazo a Géraudin que iba acompañado de Heubel y Gigon.

—¿Estará usted en casa el miércoles? Iré a verle por la tarde… Tengo que pedirle un favor…

Necesitaría una recomendación de su amigo Guerran.

—De acuerdo —dijo Géraudin—. El miércoles por la tarde. Ya sabe que me tiene a su disposición.

Doutreval regresó contento a su casa.

El día señalado se presentó en casa de Géraudin. El cirujano le esperaba en su despacho. Era la primera vez que se encontraban solos, frente a frente. Géraudin recibió a Doutreval tendiéndole la mano, con los ojos entornados a causa del humo de su cigarro. Quizá también por esta causa no miraba a Doutreval de frente. En su modo de conducirse se notaba un embarazo y una torpeza singulares. Lo propio le ocurrió de pronto a Doutreval, que no acertaba a despegar la lengua. Tuvo de pronto la sensación de que ambos pensaban en lo mismo, en la muerte… Sintió en la propia raíz de los cabellos un extraño sudor y balbució unas frases inconexas. Con aquel fantasma irguiéndose entre ellos fue aquél un momento de agobio y malestar. De repente, en el momento en que iba a solicitar de Géraudin su ayuda, experimentó Doutreval la impresión de que renegaba de su hija, que traicionaba a Mariette, que la hacía objeto de un mercado. Sintió asco de sí mismo. Pero esa sensación se disipó al instante.

Géraudin prometió interceder cerca de Guerran. Él y Doutreval irían a ver al ministro la próxima semana.

Doutreval legó a París el martes. Estaba citado con Géraudin en el Ministerio a la mañana siguiente.

Recogió a Fabienne en la clínica, almorzaron juntos en un restaurante y pasaron la tarde en un cien de los Campos elíseos en el que Doutreval sabía que serían presentados sus trabajos. Se proyectó primero una cinta «cómica» en la que el gran bufo de nuestra época mostraba sus asentaderas.

Sucediéronse luego las actualidades; la inauguración de un estadio en Rouen por el presidente de la República, la moda femenina para la próxima temporada, un combate de boxeo entre Kid Austin y el famoso púgil negro Joe Stormbow, luego Doutreval, en Saint-Clément, observando la crisis de un demente y después la exhibición de una rumba, una nueva danza americana. Doutreval salió del local malhumorado y, sin saber exactamente por qué, descontento de sí mismo Él y Géraudin vieron a Guerran a la mañana siguiente. Géraudin tenía gran interés en el éxito de la gestión de Doutreval. El ministro de sanidad abrigaba el proyecto de hacerse cargo de la policlínica y que todos los cirujanos del país trabajaran en ella sujetos a la menguada tarifa de los seguros sociales.

Harto difíciles estaban ya las cosas para las clínicas privadas, incluso la de Géraudin, para que surgiera una nueva competencia.

Guerran se mostró en extremo cordial. Prometió su poyo. El éxito era cierto, dijo. Conseguiría, sin duda una crecida subvención. A demás, gestionaría de la Prefectura y del Consejo la concesión de importantes subsidios. Doutreval se marchó, encantado, con Géraudin.

Guerran cumplió su promesa. Al mes siguiente, Doutreval tomó posesión de la enorme y lujosa clínica de la antigua Mutua arruinada por Gaffiaux. Se le concedieron los créditos necesarios. Bajo la inspección de Regnoult, dieron comienzo los trabajos de adaptación del inmueble. Para la Pascua de Pentecostés lo más tarde, todo estaría ya terminado. El Centro de curarización sería inaugurado por el ministro de Sanidad —Guerran lo había prometido— y se atendería en él a ochocientos dementes.

Doutreval escalaba la cima de su triunfo, apenas velado por una sombra de inquietud y de duda. En efecto, desde hacía quince días las publicaciones médicas revelaban la existencia de una serie de abscesos en los pulmones.

Géraudin y Guerran regresaron juntos a Angers. Al Incansable doctor, París le abrumaba y le daba dolor de cabeza. Por otra parte, le esperaba en la clínica mucho trabajo. Flégier se había separado de él y establecido por su cuenta, por lo que Géraudin, como medida de economía, tuvo que prescindir de parte del personal. La crisis se agudizaba cada vez más. El paro aumentaba. No habiendo trabajo, tampoco sobrevenían accidentes de trabajo y disminuían los de automóvil. Las quiebras arruinaban la clientela burguesa. La gente se hacía intervenir en el hospital o simplemente se abstenía de operarse.

Las acciones del Banco de Francia que valían veinticinco mil francos en 1929 podían adquirirse por siete mil. Las de la «Societé Genérale» habían bajado de tres mil a setecientos cincuenta. El dinero colocado por Géraudin había perdido una buena parte de su valor, y las rentas eran prácticamente inexistentes. Y, por añadidura, Géraudin sentíase cada vez más viejo y se daba cuenta de que se oscurecía su talento…

Esto era lo más terrible. Géraudin no tenía ya confianza en sí mismo. Cada vez con más frecuencia, en plena labor, en los momentos más delicados de una intervención, le sobrevenía un vértigo, o veía todo como nublado, su cerebro parecía vaciársele de repente y ni siquiera sabía dónde estaba ni quiénes le rodeaban. Era como una negra sima abierta ante él por donde se despeñaba por espacio de interminables segundos. Salía del quirófano entontecido, tembloroso, abrumado, incapaz de proseguir el menor esfuerzo, con la vista perdida y las manos temblorosas. No podía sobreponerse al cansancio.

Las intervenciones de larga duración le atemorizaban, sobre todo si eran por la noche. En la clínica le ocurrieron tres o cuatro percances. En el hospital, intervino un día a una enfermera que tenía un quiste incrustado en el ligamento ancho. A la mañana siguiente el vientre de la mujer operada se encontró lleno de orina. En el curso de la operación debió, sin darse cuenta, seccionar el uréter, un delgado canal poco visible que conduce la orina del riñón a la vejiga. Este accidente no es raro porque el uréter es frágil. Basta un movimiento torpe para cercenarlo. A veces, en tales casos, el cirujano no dice nada y trata de readaptar los dos cabos seccionados mediante una sutura. Desgraciadamente, esas suturas fracasan casi siempre es muy difícil que un uréter vuelva a «pegarse». Y no puede uno confesar a un operado: «Por mi culpa ha perdido usted un riñón».

Cuando al fracasar la sutura, el vientre continuó llenándose de orina; Géraudin no tuvo otro remedio que declarar a la enferma:

—Lo siento mucho, pero el caso de usted ha sufrido una complicación. Tiene usted una fístula urinaria y será preciso extirparle el riñón.

Así lo hizo. La enferma salió curada, sin otros tropiezos; pero los estudiantes lo habían visto todo claramente. Antes de finalizar la semana, el hospital, la Facultad, todo el cuerpo médico de la región sabían que por primera vez, Géraudin se había «cargado» un uréter.

El segundo percance ocurrió en la maternidad. Se trataba de una cesárea como el caso de Mariette.

La criatura había salido y, aparte de la sangre, todo marchaba bien. Es cosa sabida que en el caso de una cesárea la matriz sangra considerablemente. De repente Géraudin pareció perder el dominio de sí mismo. Se acordó de Mariette Doutreval.

Sintió invadirle la espalda el mismo sudor frío de aquel día, se dio cuenta de la inminencia de la catástrofe, se azaró, y, rápidamente, seccionó con las tijeras el cuello de la matriz, extrajo de un golpe todo el aparato genital, matriz y anexos, castrando a la mujer antes de que la hemorragia ocasionara la muerte. Mas al cabo de un cuarto e hora, al volver de lavarse las manos, se dio cuenta de que sus internos estaban examinando la masa de carne y los ovarios, intactos y completamente sanos. Los estudiantes habían comprendido.

A partir de aquel día, el declive fue rápido. Y se decía:

—¡Géraudin se ha vuelto loco! ¡Géraudin está acabado!

Sin embargo, seguía mostrándose brillante. Espléndidos vestigios le quedaban aún de su pasada grandeza. En ciertas ocasiones todavía operaba magníficamente, con un sentido general de todo y una conciencia anatómica sin igual, disecando, por así decirlo, plano por plano. Mas si la intervención duraba demasiado, se cansaba, se atolondraba y acababa por buscar un apéndice debajo del hígado. Y menos mal aún si no se hallaba presente, en tales casos, el médico de cabecera del paciente. Cuando veía a su «patrón» enervarse y ponerse febril, Louis, el chofer, le decía:

—Vamos, señor, deténgase, descanse un poco.

Le preparaba una silla y un vaso de agua…

—Sí… sí… —decía Géraudin.

Sentábase un instante, bebía, respiraba, lejos de ser con el vientre abierto que le esperaba. Una vez disipado el malestar volvía al quirófano y terminaba la operación en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, los segundos que se pasan ante una cavidad abdominal abierta, ante un enfermo bajo los efectos de la anestesia, son interminables. Un vientre abierto no espera, no puede dejarse para el día siguiente. En esas cosas había de pensar Géraudin en tales momentos, mientras la señora Claim tomaba el pulso del enfermo, atenta a la posible inminencia del Síncope.

Ese temor al fracaso, a la decepción, obsesionaba a Géraudin. Una obsesión que a fuerza de una angustia febril provocaba una crisis. No practicaba ya una intervención sin consultar a Louis, el chofer, mientras iban en automóvil a casa. Géraudin le preguntaba con ansiedad:

—¿Ha ido bien esta vez, Louis? ¡Francamente!

—Sí, señor.

—¿Ha dicho algo el médico? ¿Ha hecho alguna observación?

—En absoluto.

—¿No he fallado nada? ¿Todo ha ido bien? ¿Qué opina usted? ¿Cree que estoy en decadencia? No estoy bajo de forma, ¿verdad?

—No, no.

—¿Hablan bien de mí los periódicos? ¿Ha oído usted decir algo de mí en la Facultad o en el hospital, o entre los médicos? La Prensa sigue hablando bien de mí ¿verdad?

Y era necesario que Louis, piadoso, inventara mentiras para tranquilizarle. ¡Si Géraudin fumara un poco menos! Pero no podía resistir el vicio. Un cigarrillo en los labios le era imprescindible. Por la noche le dolía la cabeza, le ardía la garganta y las orejas cobraban un tinte violáceo. Valérie, su mujer, le tenía prohibido el coñac y le ponía agua en el vino. Pero en la mesa, Géraudin, parapetado detrás del periódico, apoyado sobre la botella de vino se escanciaba silenciosamente buenas porciones de borgoña. La vida le pesaba y la decrepitud le abrumaba, por lo que quizás sería mejor acabar pronto.

Demasiadas clínicas, demasiado cirujanos. Por bandadas salían todos los años de la Facultad decenas de ansiosos muchachos entre los cuales los más jóvenes «dicotomizaban» sin ningún reparo cedían sus honorarios a los médicos de cabecera y entraban a saco en la clientela, harto menguada ya por la crisis. Aunque Géraudin intentara rebajar los precios nadie se enteraba. Su solo nombre imponía, seguía siendo para la gente el indiscutible maestro y muchos ni siquiera se atrevían a acercarse a él. En cuanto a los pudientes, se hacían intervenir en su clínica y luego le decían:

—Los tiempos son difíciles, doctor. Poseo un Picasso, algunas sanguinas de Boucher, una hermosa tela de Manet, unos bellos soles de Van Gogh… ¿Quiere escoger lo que le guste en concepto de honorarios?

Todo eso estaba muy bien, pero Valérie no ocultaba su disgusto ante aquella galería de pinturas que no aumentaba en un céntimo la cuenta corriente en el Banco. Abrumaba a Géraudin con sus reproches, le tiranizaba y le trataba de incapaz y de derrochador. Fiscalizaba personalmente los ingresos y los gastos de la clínica. No tardó en chocar con la jefa de las enfermeras, la señora Claim, a quien Géraudin había dado hasta entonces una libertad que, a decir verdad, la enfermera se permitía abusar. Valérie se impuso la tarea de examinar las cuentas de la señora Claim, las facturas, las hojas de impuestos, las notas de honorarios, los distintos gastos de la clínica. Sostuvo enconadas discusiones con la señora Claim. Al cabo, la enfermera, exasperada, descargaba su mal humor sobre Géraudin, no le dirigía la palabra y lo trataba con una frialdad hostil de mujer ofendida. Ello hacía sufrir a Géraudin, precisamente cuando le eran necesarios un sentimiento de simpatía y un ambiente de amistad y cordialidad que lo sostuviera mientras operaba. Bastaba con una palabra amable, una frase de aliento.

Louis, el chofer lo sabía. Entonces su «patrón» se transformaba, se reanimaba, volvía a encontrar la llama del genio y terminaba con brío las intervenciones. Pero todo eso, esa tranquilidad indispensable a su marido, a Valérie le tenía sin cuidado. Ahora exigía intervenir los ingresos. Géraudin había protestado. Valérie no le dejó hablar.

—¿De qué vives? ¿Qué harías sin las rentas de mi dote? ¿Con qué dinero has pagado la clínica?

Mandaba a Louis por la región con una porción de facturas por cobrar. Donde Géraudin había puesto cinco mil, Valérie escribía seis mil. Los tímidos no se atrevían a protestar, pagaban y luego se quejaban a sus amigos y desacreditaban a Géraudin. Los violentos se negaban a pagar y despachaban a Louis con palabras poco halagadoras. Y cuando éste regresaba se producía un altercado con su patrona.

A los médicos a quienes Géraudin prometiera el veinticinco por ciento de sus honorarios, Valérie, además de hacerles esperar, sólo les enviaba la mitad de la suma convenida. Todos los días se presentaban en la clínica colegas o clientes que formulaban protestas y reclamaciones. Géraudin no osaba decirles que la culpa era de su mujer: argüía que se había equivocado y presentaba sus excusas.

Entretanto, Valérie, avarienta para él y para todo el mundo, quiso que renunciara a ir de caza con el pretexto de que eso no era del agrado de Louis, sometía a racionamiento a las sirvientas, que habían de esconder la carne que traía el carnicero, y mandaba preparar para Kiki, su asqueroso pequinés suculentos bizcochos y platos de crema. Por aquel tiempo Kiki murió de una indigestión. Valérie hizo trasladar en automóvil sus restos mortales a La Baule, le dio sepultura en un rincón del parque y encargó un monumento de mármol blanco que costó cuatro mil francos. Mientras, el tercer hijo de Louis yacía en cama a consecuencia de una nueva serie de abscesos abiertos en la tibia. Falta de aire puro, de sol, de frutas y de una sana alimentación.

En Angers, sentía Géraudin una desazón y una tristeza infinitas. Le invadía la nostalgia de su comarca natal, de su pueblo de Bordelais, de la vida sencilla, rustica y apacible con que transcurriera su infancia.

—¡Volver allí! —exclamaba—. ¡Volver allí! Sin medicina, ni intervenciones, ni colegas, ni clínica, ni alumnos, ni Facultad, ni lucha. ¡Oh, qué sueño!

—Déjelo usted todo —le respondió Louis—. ¡Cierre la clínica, márchese usted!

—La señora no lo quiere, Louis.

Y era verdad, Valérie no lo quería. En Angers, era la mujer de Géraudin, el famoso «patrón» y se negaba a desterrarse aun perdido rincón, malvender la clínica y perder en la operación uno o dos millones. Aunque Géraudin continuaba la lucha, conocía ahora el rudo batallar de sus competidores, los cirujanos que necesitan del médico para vivir, que dependen de él, que se convierten en servidores suyos. A veces, conduciendo a su «patrón» acompañado de uno de los tres o cuatro médicos que más trabajaban en la región, llegaban a oídos de Louis singulares conversaciones:

—¿Saldrá de ésta? —decía Géraudin.

—¡Psé! —respondía el médico.

—En fin, ¿vale o no la pena de operarlo?

—¡Oh, sí, eso sí!

—¿Hasta cuánto puedo subir? ¿Cuatro mil?

—Más.

—¿Cinco mil? ¿Siete mil?

—Ponga ocho mil. El padre tiene buena posición. Hay dinero… Naturalmente, la mitad para mí.

A veces reanudábase la discusión en el cuarto contiguo a la sala de operaciones a algunos pasos del enfermo ya anestesiado.

—¿Tres mil? ¿Cuatro mil?

—Cinco mil. Y dos mil quinientos para mí.

—¡Usted está loco!

—Entonces, dos mil. Pero ni un céntimo menos.

Disputaban. Louis y la señora Claim les hacían signos señalándoles la puerta del vestíbulo donde los familiares que esperaban podían oír… Géraudin se negaba antaño a trabajar con esa hez de la corporación, mal vistos además por el sindicato de médicos. Mas ahora había que consentir en ello. Sin embargo, Géraudin, de naturaleza sanguínea, era colérico y conservaba aún el orgullo de su pasada grandeza. Sobre todo tenía conciencia de su propia personalidad, que a veces se despertaba en él con singular violencia. No era raro en él apostrofar procazmente a un colega y mandarlo a paseo. Se negaba a ser el servidor, el instrumento de ciertos médicos sin escrúpulos. A veces, llamado a la cabecera de una enferma, descubría en la matriz, un tumor anormal que hacía difícil el diagnóstico.

—¿Cuándo va a intervenir este quiste? —decía el médico de cabecera al trasladarse ambos al salón para deliberar lejos de la familia.

—No es un quiste —decía Géraudin—. Es un cáncer. La intervención es inútil.

—¡Tú desvarías!

—¡Te digo que es un cáncer!

—¡Te equivocas! Conozco muy bien el caso. Soy médico de la familia. ¡Insisto en que se haga la intervención!

—Está bien —decía Géraudin.

Mandaba llamar a los familiares de la enferma. Y entonces, con una franqueza brutal en presencia de su enfurecido colega, explicaba:

—Mi colega y yo no estamos de acuerdo. Él es de la opinión de que se practique una intervención y yo sostengo lo contrario. Tengo la certeza de que se trata de un cáncer.

No se efectuaba la operación. Pero al salir de la casa y una vez en el coche, surgían las explicaciones.

—¡Por tres cochinos billetes querías tú que yo interviniera a esa pobre mujer! ¿Sabes lo que pienso de ti? Que eres un granuja. Sí, sí, un perfecto granuja. A Dios gracias, los canallas como tú son muy raros en nuestra profesión.

Luego, al quedarse solo, Géraudin se sosegaba, se tornaba apacible, lamentaba la violencia de su lenguaje y encontraba de nuevo el fondo de timidez que ocultaba, en realidad, bajo su brutalidad. Y presa de ansiedad, preguntaba a Louis.

—No he sido demasiado duro ¿verdad, Louis? ¿Qué le ha parecido a usted? De todos modos, yo tenía razón. ¿Cree usted que se habrá ofendido?

—¡Oh! Vaya usted a saber —decía Louis.

—Sí. Quizá he ido «demasiado lejos»… ¿qué dirá su mujer? No me mandará más clientes. Hubiera debido mostrarme más condescendiente…

Y el asunto terminaba con una carta de excusa. Pero a la próxima ocasión, Géraudin volvía a las andadas. Decididamente, no conseguía resignarse a derramar sangre inútilmente para salvar a Valérie y a su clínica.

Un hombre se presentó en «L’Egalité», solicitando ser atendido por Géraudin. Era un agente de policía. Al practicar una detención recibió junto al corazón una bala de revólver. No había podido extraerse el proyectil que poco a poco se había ido moviendo hasta «caer» en la cavidad del corazón. Y ahora el fragmento de acero se movía y cambiaba de sitio. Cuando esto ocurría, el herido vivía una agonía horrible hasta que le sobrevenía un Síncope. Un día u otro sería la muerte. Había oído decir que Géraudin había intervenido casos semejantes, que era uno de los inventores de la técnica por la cual puede abrirse un corazón en vida. Y deseaba que él lo operase.

Esa intervención había, entre otras, cimentado la fama de Géraudin. Comenzaba por administrar al herido una crecida dosis de un producto que aminoraba considerablemente los latidos del corazón.

Luego cercenaba las costillas, y abriendo el pecho dejaba el corazón al descubierto. En este momento y sin hacer uso todavía del bisturí «recosía»; es decir, que pasaba en el músculo cardíaco una especie de lazo, un hilo cuyos dos extremos sostenía un ayudante. Luego, Géraudin, con la mano izquierda, agarraba el corazón, esperaba un latido e inmediatamente después oprimía fuertemente el órgano entre sus dedos para evitar y retrasar lo más posible la pulsación siguiente. Entonces, con la mano derecha aplicaba el bisturí con una rapidez prodigiosa, cogía unas pinzas, las colocaba en el corazón, hurgaba y extraía la bala. En el mismo instante, el ayudante tiraba del hilo que hacía las veces de nudo corredizo y la herida quedaba instantáneamente cerrada. Géraudin soltaba la mano izquierda, y, entre sus dedos, con una repentina palpitación, volvía la vida. La intervención podía, pues decirse como practicada entre dos latidos del corazón.

Esa maravillosa operación en perspectiva dio a Géraudin insospechados ánimos.

Aunque tomó sus precauciones e hizo trasladar al enfermo desde «L’Egalité» a su clínica particular, lejos de toda curiosidad, con el pretexto de que el paciente precisaba de cuidados especiales y de una absoluta tranquilidad, el asunto se propaló. No tardó en hablarse de ello en la Facultad, en «L’Egalité» y en la ciudad.

—Una «bala en el corazón». En la clínica de Géraudin hay un caso de «proyectil en el corazón».

Los rivales de Géraudin estuvieron al asecho. ¿Intervendría al herido? ¿Lo salvaría?

Géraudin vivió horas amargas ¿Operarlo? Tenía miedo. ¿No intervenirlo? ¿Enviar al enfermo a uno u otro de los cirujanos de la facultad de París, con quienes había colaborado para determinar el procedimiento a seguir en tales casos? Esto era confesar su impotencia, proclamar su decrepitud, decir, en suma, a los médicos del país:

—Envíen sus enfermos a otro.

Géraudin se decidió a operar. Incluso fijó una fecha y mandó preparar al enfermo. Fue al depósito de «L’Egalité» en solicitud de cadáveres que no habían sido reclamados por los familiares. Tres veces practicó la intervención para cerciorarse de la agilidad de sus manos y familiarizarse de nuevo con la técnica de la operación. Creíase a punto, seguro de sí mismo. Y se decía:

«De todos modos, en esos casos hay un crecido porcentaje de fallecimientos. Nada podrán reprocharme. Ni yo tampoco, ha sido él quien lo ha querido quien me ha escogido a mí».

Sobre todo, cuando interrogaba a su conciencia tenía la certeza de «estar en forma». Sin embargo, pasó unos días terribles, los días de un criminal abrumado por los remordimientos. Finalmente, lo mandó todo a paseo. Tuvo un bello gesto de rebeldía. Una mañana, en presencia de la señora Claim, Louis, sus ayudantes y el jefe de clínica, después de haber examinado al paciente, se irguió y dijo bruscamente.

—Pues no. Estas cosas no son para mí. Amigo mío, en París está Labriet, un cirujano, uno de mis camaradas. Él le operaría mucho mejor que yo.

Hubo una pausa. Luego añadió, como avergonzado, en voz queda:

—Yo ya soy demasiado viejo…

Y diciendo esto salió de la estancia sobrecogido, anonadado y con los ojos humedecidos de lágrimas. Sin embargo, en aquel instante le invadía a Géraudin en el fondo de su alma un sentimiento de goce inefable. Sentíase ennoblecido.

Mucho más que si hubiera practicado con éxito aquella intervención. Comprendía en aquel momento la gallardía y la grandeza que entrañaba, con la renuncia, la confesión de la propia decadencia. En aquel instante, hubiérase dicho que Géraudin casi alcanzó al verdad, la liberación y la salvación.

Intuyó una gloria todavía posible, más pura, más verdadera, indestructible, en la sinceridad, en la sencillez y bella aceptación de la vejez y de la muerte. ¡Cuánta dulzura, qué tentación le deparaba la pública confesión, la apelación a otros colegas más jóvenes, la sumisión a la ley del destino! ¡Qué incomparable aureola ceñiría su frente al reconocerse ante todos como inferior! Pero retrocedió. Era ya demasiado tarde. Géraudin era prisionero de su pasado. Demasiadas envidias, demasiado odios a su alrededor. Demasiado dinero a ganar, demasiados vínculos: Valérie, la clínica… Era preciso mentir, disimular… Se sintió encadenado a su pasado.

Con gran discreción y a expensas suyas, en su «Panhard» de magnífica suspensión transformado en ambulancia, Géraudin mandó al enfermo al profesor Labriet, de París, quien le operó y le salvó.

Géraudin confiaba en que se mantuviera el secreto de su decisión. Sin embargo, algunos «amigos» le interrogaron sonriendo:

—¿Qué tal ha ido su «proyectil en el corazón»?

Lo que desazonaba al desdichado cirujano.

Cuando no podía resistir más ordenaba a Louis que preparara el coche y se iba tres días a La Baule a ver a Henri, su hijo idiota. Allí estaba tranquilo, se olvidaba de todo, se ocupaba de Henri, iba con él a paseo, le cuidaba y le mimaba pensando en aquel otro hijo, aquella criatura inteligente, dulce y apacible que había abandonado y del cual jamás volvería a saber. De vez en cuando, el idiota, mirándole fijamente, cesaba por un instante en sus gemidos y en su eterna música.

«Quizá me haya reconocido» pensaba Géraudin, turbado.

Y éste era su único consuelo.

—¡Ahora comprendo por qué no quieres que vayamos a París! —dijo Julienne Guerran un sábado, cuando el ministro regresó de Angers—. ¡Parece que no te aburres del todo!

Ella le puso ante sus ojos un entrefilete de Le Diable Boiteux, un semanario satírico parisiense de poca circulación.

La intervención de nuestro simpático ministro de Agricultura fue vigorosamente aclamada. Calurosos aplausos de oían en una tribuna, surgidos de unas manecitas enfundadas en guantes de lino… No ha pasado inadvertida la fidelidad de cierta joven Egeria, morena y de pálida tez, hacia nuestro técnico en cuestiones agrícolas…

No era ciertamente una indiscreción grosera. Incluso hubiera sido gracioso de no mediar Julienne.

Guerran se limitó a encogerse de hombros, pero no logró soslayar la disputa que desde hacía tres días meditaba Julienne, quien había mostrado el periódico a Charles y a Micheline.

Ésta puso cara agria. A pesar de todo, Guerran volvió a marcharse sólo a París.

—Tenemos que ser prudentes… Mi mujer sospecha algo… —advirtió a Fabienne.

—¡Bah! —dijo Fabienne—. ¿Me quieres?

—¿Acaso lo dudas? —entonces…

—Un escándalo…

—Si tú me quieres como yo a ti no temo ningún escándalo. ¿Me quieres?

—¡Fabienne! ¡Fabienne! —dijo Guerran estrechándola en sus brazos—. Es por ti por quien temo… Tu padre… Los que te rodean… ¡Ah! Comenzar de nuevo contigo una nueva vida. ¡Oh, qué sueño! ¡Tú, mi compañera, mi mujer! ¿Te das cuenta? Y, ¿quién sabe? Quizá un día, dentro de algún tiempo, en nuestro hogar, como una aprobación del destino, como una bendición a nuestra audaz aventura, como el signo visible de que habremos obrado bien, de que a pesar de todos habremos seguido en la vida el camino recto, tal vez un día, en nuestra casa, un hijo, nuestro hijo, tuyo y mío. ¿Qué me dices a eso, Fabienne?

—¡Olivier! —murmuró Fabienne, enajenada.

Pero el jueves siguiente, Julienne llegó inopinadamente a París. Por poco encuentra a Fabienne en el Ministerio. Ésta pudo escapar por el corredor secreto que comunica el despacho del ministro con sus habitaciones particulares. Esa afrenta, de haberse consumado, hubiera, por primera vez, dado a Fabienne conciencia de su vergonzoso y miserable situación. Julienne se despidió de su marido a la mañana siguiente para tomar, según dijo, el tren de Angers. Sin embargo, aquella tarde, a las ocho, al encaminarse a la «Coupole» con Fabienne, Guerran creyó reconocer, detrás de él, la furtiva silueta de su mujer que estaba al acecho en la esquina de la calle de Varennes.

Guerran volvió a Angers a pasar el fin de semana. Cuarenta y ocho horas transcurrieron en medio de disputas interminables, escenas y discusiones a voz en grito con Julienne. Por lo visto, ésta había puesto sobre aviso a sus hijos. Charles parecía no darse cuenta de la presencia de su padre, y Micheline se pasaba el día refunfuñando. Guerran trató de convencer a su hija de que lo que decía Julienne era pura fantasía y que él era incapaz de una acción semejante. De todos modos, antes de volver a París, logró conciliarse con Micheline. Era lo esencial.

El mismo día de su llegada vio a Fabienne y juzgo conveniente prevenirla.

—Esta vez, querida, la cosa se ha puesto seria. Mi mujer nos ha visto juntos… Acabo de ser sometido a una serie de escenas de gran espectáculo… Estoy convencido de que seremos vigilados.

—Entonces…

—Debemos ser prudentes. Quizá sería conveniente vernos con menos frecuencia…

—¿Con menos frecuencia?

—Sí. Evitar los lugares públicos, encontrarnos más discretamente.

—No modificaré en nada mi conducta —exclamó Fabienne—. ¡Nada me importa! Supongo que no vas a emponzoñas nuestra felicidad con esas historias. ¿Me amas?

—Bien lo sabes.

—Entonces…

Fabienne se mostraba arisca y no se avenía a razones. Guerran o se atrevió a insistir.

Sin embargo, los días siguientes Fabienne tuvo en varias ocasiones la impresión de que era espiada, de que la seguían. Un anciano de aspecto bonachón seguía sus pasos y si ella se detenía pasaba por su lado con visibles muestras de azoramiento. Luego un hombre joven, desaliñado en el vestir, no se separó de ella desde el Quai aux Fleurs hasta el Ministerio. A veces, en la puerta del restaurante, Fabienne encontraba un rostro visto ya en varias ocasiones durante el día… Avergonzada y furiosa, habló de ello a Olivier.

—Estoy segura de que me están espiando.

—¿Espiando?

—Tu mujer, no cabe duda. Debe de haber pagado los servicios de una agencia.

—Está bien —contestó Guerran—. Terminaré con esto.

Mandó telefonear a la Prefectura de policía. Dos inspectores detuvieron al «espía» y se enteraron de cuál era la agencia de policía privada que le pagaba. Citado al efecto, Villemez, el director de esa oficina, aceptó las propuestas de Guerran: seguirían enviado a Julienne las informaciones que le dictaría el propio ministro, mediante una retribución de cinco mil francos. Guerran se enteró de que Julienne ignoraba todavía la identidad de Fabienne. Pero en adelante, cuando la muchacha salía era seguida constantemente por dos fornidos inspectores de policía, que la escoltaban de una manera, si bien discreta, continua y exasperante. Aquello duró tres días. Al cuarto, Fabienne, con los nervios desatados, se presentó en el Ministerio y disputó acaloradamente con Olivier Guerran. No podía resistir más, quería mandarlo todo a paseo y vivir libremente su vida, costase lo que costase. Guerran, aturdido, trataba de apaciguarla, con lo que sólo conseguía irritarla más. Fabienne resumía sus alegados con la pregunta de siempre:

—¿Me amas? Pues entonces…

No es fácil hacer comprender a un ser joven, impetuoso y absoluto, las necesidades de la prudencia, las maniobras, las concesiones, la diplomacia que exige la vida. Varias veces disputaron violentamente.

Las discusiones duraron toda la primavera.

Julienne se presentó de nuevo en París, dispuesta a encontrarse con aquella desconocida cuya influencia sobre su marido no le pasaba inadvertida y cuya identidad quería a toda costa conocer.

Guerra comenzó a inquietarse.

A mediados de junio cayó el Gobierno. Guerran casi se alegró. Sentíase cansado. Anhelaba un cambio de vida que le trajera más seguridad y una mayor paz espiritual. Julienne quería que volviera a Angers. Fabienne exigía que se quedara en París. Ello dio motivo a una nueva escena:

—En una palabra, que tú quieres mi perdición —dijo Guerran a Fabienne—. Soy casado y ocupo una situación preponderante. Un escándalo sería la catástrofe. ¿Acaso deseas mi ruina?

—Yo creía que me amabas.

—Te amo, pero también debo vivir. Tengo una familia…

—En suma, que sólo piensas en ti mismo. Está bien.

Estuvieron una semana sin verse. Luego, una mañana Guerran fue a la clínica y preguntó por Fabienne.

—Perdóname, no puedo más. ¡Sufro demasiado! No tienes corazón.

—¿Es que yo no he sufrido? —replicó Fabienne.

—Vamos a marcharnos. Olvídalo todo y perdóname. Te propongo que pasemos el verano en la Charente. Mi mujer se va de vacaciones a París-Plage con los chicos. Seremos libres, felices como en Aix. Ya verás. ¿De acuerdo? ¿Prometido? Dame un beso, Fabienne.

Fabienne solicitó del doctor un permiso de dos meses. Entendiose perfectamente con la señora Haget, esposa de un comerciante del mercado a la que había cuidado durante tres semanas en la clínica donde ingresó a causa de un aborto. La señora Haget tenía un amante y «comprendía la vida».

Convínose que para todo el mundo, incluso para Doutreval, Fabienne iba con los Haget a pasar las vacaciones en Biarritz. Si en el curso de uno de los viajes que Doutreval efectuaba por Francia llegara de improviso a casa de la señora Haget le diría que Fabienne acababa de salir para Angers, con la intención de verle. Y al mismo tiempo advertiría telegráficamente a Fabienne de que se dirigiera inmediatamente a casa de su padre. Además, todas las semanas la señora Haget echaría al correo las cartas de Fabienne para Doutreval.

Todas esas ruines combinaciones las preparaba Fabienne con la señora Haget por la noche en el cuarto de la enferma. Ello no le causaba la menor violencia. A fuerza de haber vivido en medio de esa corrupción, sentíase semejante a las demás mujeres. Sin embargo, había momentos en que, consciente de sí misma, aquilataba lúcidamente el cambio que se había experimentado en ella. Parecíale que todo aquello era un sueño, que nada de lo ocurrido era verdad. Y entonces se miraba largo tiempo al espejo, como si contemplando aquella faz pálida, cetrina, enmarcada por negros cabellos recogidos en trenzas, aquellos ojos negros, aquel cuerpo tan joven, casi infantil, aquella grave expresión, quisiera penetrar en los recovecos de su alma. ¿Era posible que tras aquel rostro hubiera «todo aquello»? ¿Qué fuera ella, Fabienne, la misma Fabienne de antes, la amante de Guerran, que se deshonrara a su lado, que combinara con la señora Haget aquellas miserables intrigas de adulterio y de dormitorio? Tenía la impresión de que todo aquello era un sueño. No, no era verdad; era de todo punto imposible.

De pronto, sonó el teléfono. Guerran la esperaba y la citaba para las ocho en los Campos Elíseos.

Vestidos, taxi, cena en el restaurante Ledoyen, espectáculo. Fabienne se dejaba arrastrar por aquel torbellino y no tenía ya tiempo de reflexionar.