En el centro de la ciudad se levanta, con una fachada imponente, la casa del doctor Gaspard Becquerel, diputado del Norte, consejero municipal y médico de los hospitales. Michel llamó a la puerta. Una doncella lo introduce en un salón muy moderno, donde butacas de caoba encarnada y tapizadas de seda color de hoja seca, ofrecen una disonancia de mal gusto con el rosa subido de las puertas y arrimaderos. Un momento después, la llegada de la esposa de Gaspard Becquerel pone fin al inventario de Michel. Es una mujer menuda y regordeta, de manos cortas y plebeyas.
«Una antigua cocinera —advirtió Seteuil a Michel—. Una estupidez que cometió Becquerel».
De lo que Michel se percata al oír las primeras palabras de la señora Becquerel:
—¡Ah! ¿Es usted el sustituto? Pues bien, sí puede usted comenzar mañana mismo, tanto mejor… Gaspard ha salido esta mañana para París. Tiene que asistir a la Cámara… ¡Y tanto trabajo como hay aquí! ¡Cosa de locura! Entonces, hasta mañana. ¿O querrá usted comenzar esta tarde?
—Acabo de llegar de París con mi mujer —explica Michel—. Aún tengo que instalarme y visitar algunos de mis colegas…
—Pues hasta mañana. Venga usted —dice la mujer dirigiéndose al pasillo—. Le enseñaré el despacho de mi marido. Ésta es la llave del armario donde guarda los libros.
Una música infernal interrumpe el diálogo. Un chiquillo de diez años, soplando en una trompetilla de madera, pasa corriendo, zarandea a Michel y envía a la señora Becquerel contra la pared.
La mujer intenta propinarle un tabanazo, pero él está ya fuera del alcance de su mano. Y continúa su marcha triunfal, a paso de carga, hacia el final del pasillo.
—Éste es el gabinete —dice la señora Becquerel—. Los clientes aguardan en la habitación contigua. La mayoría son obreros… El señor Becquerel —añadió como si hablara a un criado— es muy popular. Es nada menos que diputado… y consejero municipal… Ya se da usted cuenta, no hay que perder mucho tiempo con ellos. Todo lo que piden es una receta, y dos francos si se trata de un accidente de trabajo… En cuanto a las visitas, le advierto que hay que cobrarles en seguida. Los conozco bien y además soy quien cuida de la administración.
—¿Y si no tienen dinero?
—En este caso no hay receta. Es muy sencillo; usted no soltará la receta hasta que haya cobrado los quince francos. ¿Comprende usted? ¡Ah! Y otra cosa. Respecto a los que están inscritos en los seguros Sociales, o en el caso de accidentes de trabajo, recetas muy completas… De sesenta a ochenta francos… Y puede usted llegar a cien y ciento veinte.
—¿Por qué?
—¡Caray! Para que no se las arreglen con cierto farmacéutico que ellos conocen… Eso es todo. Hasta mañana. ¿De acuerdo, señor Morouval?
—Doutreval.
—Ahí, sí, Doutreval… Hasta mañana…
En el tranvía que le conduce hacia los suburbios de la gran ciudad industrial, Michel comienza a preguntarse si no le hubiera valido más renunciar a aquella suplencia.
El tranvía le dejó al final del trayecto. Aquellos arrabales estaban aún a medio edificar. Aquí y allí veíanse todavía campos de labor, granjas y viejas casas de campo medio ocultas en el fondo de un parque. La morada del anciano doctor Richebourg, fallecido tres meses ha, y cuyo gabinete trataba Michel de levantar de nuevo, estaba situada al extremo de un sendero pedregoso, bordeado de sauces desmochados, como mojones. Vasto edificio de una sola planta, donde las habitaciones se sucedían en la misma dirección: cocina, comedor, salón, despacho, iluminadas a ambos lados por ventanas que daban al Este sobre el sendero y al Oeste sobre una huerta sin cultivar, cercado por un seto de espino blanco. Por las ventanas de las habitaciones se columbraban, a lo lejos, de un lado la ciudad con sus mil chimeneas elevando al cielo sus negras volutas y del otro las suaves ondulaciones de los campos, hasta la cercana frontera belga, y más en lontananza, la llanura belga jalonada de casitas de tejas de un vivo color rosado. La casa y la huera, asiladas y situadas en posición dominante no carecían ciertamente de un encanto solitario, un poco agreste. Pero ¿lo apreciaría así la clientela?
—El sitio no está del todo mal —habíale dicho Seteuil—. Viven allí muchos obreros que van a trabajar a la ciudad… Está también la destilería Lavaisne, el comercio de harinas Hesdelot, las hilaturas Lausefeld… Eso puede darte una primera base de trabajo. Creo que puedes salir adelante.
Michel regresa a la casa por el sendero flanqueado de sauces. En la cocina, Evelyne está atareada en cubrir con papeles limpios los estantes de las alacenas. Besa a Michel y le mira de frente para ver si está contento. Como él sonríe y parece satisfecho, Evelyne se tranquiliza. Luego Michel se dedica a ordenar sus contados libros en la barnizados anaqueles de pino, en espera de la biblioteca de madera de olivo, como las dos que viera, regias y abarrotadas de ediciones raras, en el gabinete de su amigo Seteuil.
Por la tarde, Michel efectúa algunas visitas de cumplido a los colegas de la comarca. En primer lugar a Rosselet, el decano de los médicos del cantón, un anciano digno y severo que continúa ejerciendo, pese a sus setenta y tres años, y a quien se ve marchar a pie, apoyado en su recio bastón —por amor a la profesión, asegura él, pero en realidad porque necesita aún procurarse el sustento—. Una acogida cordial y reconfortante que emociona a ese viejo cargado de preocupaciones.
El doctor Templemars se muestra menos cordial. Simplemente vegeta. Aunque al parecer es un buen hombre, un nuevo competidor no deja de ser motivo de preocupación, sobre todo cuando se vive con tantas dificultades. Se esfuerza en ser amable, pero a pesar suyo reaparece su pesimismo:
—Le costará a usted mucho —dice—. Nosotros mismos pasamos no pocos apuros. El hospital y los dispensarios lo acaparan todo. Incluso los ricos acuden allí. Y ello sin contar los curanderos como, por ejemplo, Breuil, el «brujo», que embolsa un millar de francos diarios hipnotizando a la gente; Maufray, el herbolario, que fabrica tisanas para combatir la flojedad de orina, la enfermedades de la mujer y las intoxicaciones de la sangre… Y aún Massouart, el farmacéutico de la calle Foch, que afirma aplicar la radioestesia[76] y que cura a la gente moviendo un péndulo encima del paciente y vendiéndoles Dios sabes qué drogas radiactivas… No es competencia lo que falta. Ya tendrá usted ocasión de comprobarlo.
Michel efectúa luego una breve visita a los farmacéuticos Vansteger y Massouart. Sin salirse de las recomendaciones hechas por Domberlé, tuvo interés en proporcionarles en seguida algunas pequeñas aclaraciones sobre la redacción de recetas. Y se explica a Vansteger exactamente del mismo modo que su maestro Domberlé le indicara:
—Tengo por costumbre atender lo mejor posible a mis enfermos y recetarles lo más estrictamente indispensable. Quizá mis recetas le sorprendan por sus dosis reducidas, por cantidades que tal vez estime excesivamente insignificantes… Le ruego que no se extrañe de ello y despache mis recetas sin sorprenderse demasiado… en el fondo, no hará usted más que beneficiarse, porque por el mismo precio suministrará una mínima cantidad de sus productos… ¿Estamos de acuerdo?
—En absoluto —dijo Vansteger, que parce hombre inteligente—. Por otra parte, sea dicho entre nosotros, no me gustan los que recetan por un quítame allá esas pajas… Me interesa, ¡claro! Ganarme la vida, pero no tengo, ¡Dios me libre!, la intención de intoxicar a la gente.
En cuanto a Massouart, el farmacéutico radioestesista, Michel tiene la impresión de que se trata de un buen hombre, desgraciadamente encaprichado con sus historias de péndulos y de «brujerías»… De todos modos, parece muy sincero. Y trata de iniciar sobre las ondas y la varillas mágicas una discusión que Michel procura soslayar…
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, se presenta Michel en casa del doctor Becquerel. La señora Becquerel le entrega las llaves del garaje y del coche y le da una lista de los clientes que hay que visitar con urgencia. Michel saca el democrático «Citroën» del médico diputado y se pone en camino.
La primera enferma, una muchacha de diecisiete años, obrera de las hilaturas Lausefeld, se provocó el aborto. La madre es cómplice, ya que insiste en que se efectúe una inmediata intervención. Hospital.
Un esguince. Bronquitis. Hernia estrangulada… Gentes misérrimas hacinadas en hediondas casuchas, en tortuosas callejas que discurren en el corazón de la populosa ciudad. Camas con posibles parásitos, camisas sucias y agujereadas, pies pringosos, carnes sospechosas a las que uno se acerca conteniendo la respiración. Y en último término, el hospital, el hospital para todos. No hay otra solución. En casa de esas gentes no hay dinero, ni sitio, ni se dispone de tiempo, ni hay nada que permita atender a un enfermo ni siquiera por espacio de veinticuatro horas. ¡Vaya con la medicina!
Cuando uno se inicia en ella no es posible, bajo tal aspecto comprenderla.
Cuando Michel se adelanta por las callejuelas, asoman cabezas a puertas y ventanas, cochambrosas cabezas tocadas con gorros grasientos. No tarda en verse rodeado.
—¿Quién es ese mequetrefe?
—¿Qué viene a hacer aquí?
—Soy el suplente del doctor Becquerel —dice Michel.
—¡Ah! Está bien.
La gente se aparta y le dejan penetrar en las madrigueras.
Al fondo de una de esas cortes de los milagros, se le conduce en presencia de un individuo completamente embriagado, tendido en una yacija y sucio a causa de sus propios vómitos. La familia reclama el permiso de hospitalización. Michel se niega a extenderlo. Acuden los vecinos. A poco Michel se ve rodeado por una muchedumbre hostil que exige el certificado de hospitalización. El tono de las voces va subiendo. Relampaguean los ojos. La amenaza es evidente. Cincuenta personas discurren y se excitan mutuamente.
Algunos hombres levantan el puño hasta la nariz de Michel. La señora Becquerel no ha dado instrucciones para casos semejantes. Michel acaba por ceder y firma el ingreso al hospital. El corro se disuelve y le abren paso.
Telefonea al hospital. Demasiado tarde.
—La ambulancia ha salido ya, doctor —le contesta una empleada, cuando al cabo Michel ha conseguido la comunicación—. Gracias, de todos modos. No se preocupe. Entendido.
—¿Qué van ustedes a hacer?
—¡Oh, tranquilícese usted! Depositaremos al borracho en una zanja, fuera de la ciudad. Ya estamos acostumbrados.
En el gabinete de la casa de Becquerel, Michel recibe por las tardes a la clientela. Un peón se queja de una «dislocación de la muñeca», otro está enfermo de una «deslomadura». Otros varios enfermos afectados de lesiones invisibles o incontrolables. Es conveniente prescribirles largas recetas, ungüentos, fajas de franela, etc. Luego irán a ver a un farmacéutico sin escrúpulos que les entregará veinte francos a cambio de las medicinas, lo que le reportará ochenta francos que percibirá de la Compañía de Seguros. Una vez terminada la consulta permanecen con la mano extendida extrañándose de no recibir la consabida moneda de dos francos. Esta propina es uno de los trucos de Becquerel para tratar a todos los «accidentes de trabajo», a toda la clientela de las Compañías de seguros que constituyen su «modus vivendi».
Presentábase luego una muchacha acompañada de su madre. Tras un rápido examen, Michel exclama:
—Señorita, según todas las probabilidades, ha contraído usted la sífilis…
Al punto un grito de la madre identifica al responsable:
—¡Es Alberto!
Las dos mujeres se enzarzan en una disputa en un idioma extranjero, y, como no consiguen poner término a su querella, Michel la acompaña discretamente a la puerta.
Otros enfermos, otros heridos, hombres, mujeres, toda una pobre humanidad cuyo hedor a sudor acaba por apestar el gabinete, demasiado caluroso y falto de ventilación.
Finalmente una muchacha de maneras desenvueltas que quiere saber si está encinta. Y lo está.
—Está bien —dice ella—. ¿Va usted a hacérmelo perder?
—¿Cómo dice usted?
—Me han dado las señas del doctor Becquerel…
—Yo no soy el doctor Becquerel… Lo sustituyo por un mes.
—¡M…!, será demasiado tarde. ¡Qué mala sombra!
—Por otra parte, tampoco él…
—¿Entonces, es que no?
—Categóricamente.
—¡M…! —replica.
—Si lo hago yo misma o ayudada por alguien, y me sobreviene una hemorragia ¿puedo llamarle a usted?
—Mi obligación es atender a los que me llaman.
—¿Sin denunciarme?
—No soy ningún soplón —dice Michel, herido en su amor propio—. Pensaré de usted o que quiera, pero debo respetar el secreto.
La muchacha se va. Ha sido la última visita. Michel entrega la recaudación a la señora Becquerel, quien ha fiscalizado minuciosa y ostensiblemente el número de timbrazos. Luego sortea el bramante astutamente tendido por el chiquillo Becquerel con la esperanza de ver al famoso suplente dar de bruces en el morillo del hogar y coge un tranvía para ir a su casa pues sus propias consultas empiezan a las seis de la tarde. De lejos, columbra en el umbral del jardín a Evelyne, que le está aguardando. Al verlo le muestra gozosa tres dedos de la mano.
—¡Tres clientes! ¡Tres clientes!
Tres clientes en su casa, tres clientes que le esperaban a él, sí, a él. El corazón le late aceleradamente.
Pero hay más. Cuando los tres clientes se han marchado llega otro, el cuarto. Un hombre joven, con aire agitado penetra en el despacho de Michel. Y furiosamente exclama:
—Usted ha dicho, señor, que yo era sifilítico.
—¿Yo?
—Sí.
Michel tiene una idea.
—¿Es usted Alberto?
—Sí.
—Pues bien, amigo, quizá yo haya hablado de sífilis, pero no he dicho en modo alguno de quién se trataba. Y dicho sea de paso, tal vez fuera conveniente que se sometiera usted a un examen. Es una medida de prudencia.
En resumidas cuentas, otro cliente más.
Durante los días siguientes se presentaron numerosos visitantes. El primero de ellos, Lequesnoy, el cirujano de la vecina ciudad. Tras unas breves palabras, aprovechando una pausa, dice Lequesnoy:
—A propósito ¿cómo vamos a entendernos? Habitualmente, a los colegas que me envían sus enfermos les doy el cincuenta por ciento del importe de todas las intervenciones. Lo mismo haré con usted. Algunos de mis competidores hacen martingalas, pero es demasiada tentación para un médico.
—¿Qué martingala?
—Por ejemplo, a la primera operación yo le doy el veinte por ciento de mis honorarios, el cuarenta por ciento a la segunda, el sesenta a la tercera, el ochenta a la cuarta y el cien por cien a la quinta.
Luego reanudamos la serie a partir del veinte por ciento. A un joven esto le estimula… Hay un interés evidente en alcanzar pronto el cien por cien y para esta ocasión hay que procurar dar con una intervención importante, que rinda o suyo. Yo no practico este sistema. Sin embargo, podríamos llegar a un acuerdo. Por ejemplo, yo podría ofrecerle un automóvil a crédito. Yo pagaré las letras cada mes y usted me envía a cambio sus úlceras y sus piernas fracturadas. Reflexione si le interesa…
—De acuerdo —dijo Michel— reflexionaré.
Por la noche habla de ello a Seteuil.
—Tú pides el cincuenta por ciento —dice Seteuil—. Yo trabajo con él bajo estas condiciones.
También Roy practica excelentes intervenciones, pero es demasiado tacaño. ¿Acaso no se proponía hace poco no soltar ni un céntimo de sus honorarios? «La dicotomía[77] es una incorrección», decía. Pero esto no ha durado mucho tiempo. El idiota ha estado a punto de tener que cerrar la clínica. No ha tenido otro remedio que hacer marcha atrás. Trabaja con Lequesnoy. Éste es el consejo que te doy. Todos los meses me hace una buena liquidación.
Dos días después, Michel encuentra casualmente a Roy, en ocasión de que el cirujano pasaba en su coche cerca de él. Una casualidad que quizá no haya sido ajena a la voluntad de Roy. Es un hombre alto, corpulento, barbudo, de tez cetrina, con un perfil árabe y, al parecer, simpático. Con una ligera turbación, explica que detesta la dicotomía, la participación de honorarios, sistema poco honesto en el fondo cuando la parte del médico sobrepasa una proporción razonable, pero que se ve obligado a practicar como todos los demás.
—Por otra parte —añade—, me hago cargo de que cuando aconseja usted una intervención, prepara al enfermo, instruye al cirujano y asiste a la operación, tiene perfecto derecho a percibir sus emolumentos. Le propongo, pues, para empezar, una cifra decorosa; pongamos el veinticinco por ciento de mis honorarios. Por supuesto, en la nota que yo envíe al cliente figurará la mención «honorarios de los doctores Roy y Doutreval». Así el cliente sabrá a qué atenerse. No tenemos por qué disimularle que el trabajo de usted también debe ser pagado. Más adelante procuraremos buscar un sistema más satisfactorio. No debo ocultarle que esta cuestión del reparto de honorarios atormenta mi conciencia. ¿Qué opina de mi combinación?
Michel la estima equitativa. Pero luego Roy empieza a extenderse en comentarios acerca de la cirugía en general y de sus hábitos en las intervenciones, todo lo cual inspira a Michel cierta desconfianza.
Por la tarde del mismo día Michel recibe un recado urgente. Se traslada a la ciudad, y sube a un cuarto situado en el segundo piso de una taberna.
Allí encuentra a su cliente de la semana anterior, la muchacha que solicitó la hicieran abortar. Se las ha arreglado por sí misma. No le ha salido del todo mal, excepto una pequeña hemorragia que no ha podido contener. Asqueado, Michel le prodiga sus cuidados. Dentro de pocos días estará perfectamente.
La clientela se muestra remisa. Aunque Evelyne reduce en lo posible los gastos, el escaso peculio del joven matrimonio se va agotando. Becquerel regresará a fines de mes, y la terminación de la suplencia implica la desaparición de un crecido ingreso. Como Michel no es más que un principiante, un mediquillo de barrio, la gente no tiene confianza en él y sólo recurren a sus servicios cuando Seteuil, Becquerel, Rosselet y Templemars no están libres. O bien cuando se trata de un caso urgente, y no se dispone de tiempo para acudir a otro facultativo, como por ejemplo, un chiquillo atropellado por un camión o un obrero de la harinera Hesdelot herido por una polea.
La gente no gasta con él muchas contemplaciones. Desconfía. Al fin y al cabo se trata de un médico de tres al cuarto, y, por añadidura, pobre. Después de la tercera visita se había ya de llamar en consulta a un médico de la ciudad. Pues la gente suele calibrar la competencia del doctor según los honorarios que percibe. No; con él no hay que andarse con cumplidos. Así Failly, el orondo carnicero del barrio, no obstante ganar mucho dinero, le llama para que visite a su chico que ha atrapado un fuerte resfriado.
Michel, bastante preocupado por la temperatura y los esputos membranosos del pequeño, expresa su intención de volver al día siguiente.
—¡Oh! —protesta Failly—, no vale la pena que vuelva doctor. Si necesitamos de usted le telefonearemos. Le voy a pagar a usted.
Al día siguiente, a las doce de la noche, se oye sonar la campanilla. Es Failly que se presenta en una camioneta.
—¡Doctor! ¡Pronto! ¡Venga usted en seguida! El chico tiene una tos que no me gusta. ¡Podría ser difteria! He ido a casa del doctor Seteuil, pero nadie contesta…
O es la señora Hesdelot, la mujer del propietario de la harinera, que le llama urgentemente a la una de la madrugada porque no logra conciliar el sueño… O la señora Lausefeld, la mujer del industrial, que le reclama también por la noche a causa de un lumbago que ha atrapado tomando baños de sol. En otra ocasión, se trata de una anciana que está a punto de morirse completamente sola, en una habitación oscura, desvencijada y húmeda; de un obrero que se encuentra mal al volver a su casa por la noche; o de gente pobre que vacilan hasta el último momento porque el médico cuesta dinero, el obrero se ve forzado a abandonar el trabajo, y, en fin de cuentas, porque quizá sea innecesaria la visita del doctor.
Y cuando Michel, después de perder dos horas de dormir, se da cuenta de que una mano llena de sabañones y agrietada por la colada y la máquina de coser, busca los quince frascos de visita en el fondo de su grasiento portamonedas, se avergüenza, finge buscar en sus bolsillos y tartajeando, más turbado que los pacientes, exclama…
—No se molesten… Me pagarán en otra ocasión…
Regresa a su casa a las cuatro de la madrugada. Demasiado tarde para volver a acostarse. ¡Qué más da! En la cocina, Evelyne está haciendo el café. Refunfuña un poco, pero a pesar de todo está contento…
En un mes veintidós visitas de noche. Michel se va a pie, entornando los ojos, aspirando el aire frío para desentumecerse, recapitulando todo lo que ha visto y los casos urgentes y trágicos con los que se ha enfrentado. Encaminase casa vez al encuentro de un posible drama, una sucia historia, una úlcera perforada, una apendicitis, una hemorragia. Y con frecuencia, cuando se dispone a acostarse, la campanilla lo reclama nuevamente. Hay que volver a salir. Cuando esto ocurre, se pasa la noche en blanco, porque no vale la pena, al regresar, meterse otra vez en cama.
Poco a poco, sin embargo, Michel va creándose una reputación.
—Es un buen muchacho, de buen corazón. Se molesta por las noches y no quiere cobrar…
Es extraordinaria la rapidez con que se divulgan estas cosas. No tarda Michel en coleccionar una magnífica clientela de pacientes nocturnos e indigentes. Mas esta afluencia no se deja sentir ciertamente en el presupuesto de Evelyne. Y por las noches, al contar la recaudación, Michel se dirige reproches a sí mismo. La señora Lausefeld parece haberse olvidado con su lumbago los honorarios que debe. Los pobres no pueden pagar y los ricos de olvidan de hacerlo ¡Vaya profesión!
Jonkère, un peón de casa Lausefeld, acude a Michel por una lesión en la mano. Solicita un reposo de quince días. No hay fractura ni hinchazón. No se trata más que de una pequeña herida ligeramente infectada. Michel prescribe una cura, pero se niega a dar un certificado de suspensión del trabajo. El hombre se va descontento. Desprestigiará mucho a Michel entre el personal obrero de la industria Lausefeld. La semana siguiente una mujer del barrio, que se ha tirado de los pelos con una vecina y que exhibe un ligero arañazo que se causara por otros motivos tres semanas antes, solicita un certificado «sellado» para llevar a su adversaria ante la justicia. Se trata de una cliente. Es difícil negarse. No obstante, se lo prohíbe la honestidad profesional. Michel sale del paso redactando un certificado complicado en el que la benignidad se oculta cuidadosamente bajo una jerga científica.
Pero el tribunal lo comprende y recusa la reclamación a la litigante. A partir de este día, la mujer denostará a Michel por todo el barrio. Luego muere el niño de Louise Márquez, el primer parto asistido por Michel. Un caso de sífilis hereditaria. No cabía la menor duda. Había nacido ciego, con un hígado enorme. Pero es preciso callarse. Secreto profesional. A las preguntas de la panadera y la tendera, Michel contesta con palabras de vago significado. Y los esposo Márquez denigran a Michel y divulgan por doquier que la culpa es del médico, y que ha sido Michel quien ha matado a su hijo.
Guffroy, un modesto granjero de la vecindad, llega un día en automóvil quejándose de un cólico atroz. Apendicitis aguda. Guffroy insiste en terminar su laboreo. Michel pone el grito en el cielo, logra darle a entender que va en ello su vida, se lo lleva consigo, coge casi a la fuerza el volante del coche y conduce a Guffroy primero a su granja y luego a la clínica Lequesnoy. Se interviene al hombre. Por la tarde, el propio Lequesnoy le muestra en una cubeta el apéndice lleno de pus. Lo que no es óbice para que un mes después Guffroy diga a Michel que se congratula de su curación:
—¡Bah!, también habría salido del paso sin esa intervención. ¡Seis mil leandras!
Daudenaerde, el vendedor de chatarra, hace abuso de mariscos y pescado. Una mañana sufre un fuerte ataque a un lado del vientre. Michel aconseja una intervención. Daudenaerde se niega rotundamente. Michel no se atreve a insistir. Tiene presente ese delicado asunto de la partición de honorarios con el cirujano. Como el médico sale ganancioso de las intervenciones, sus consejos son siempre algo sospechosos. Por otra parte, y de una manera al parecer milagrosa, Daudenaerde cura solo. Unas semanas después, Michel le encuentra, boyante, en casa de Gaby van Houtten, la oronda tendera.
—¿Cómo va esa salud?
—Perfectamente —exclama Daudenaerde a voz en grito—. Ya ve usted que voy tirando.
—Ha tenido usted suerte.
—¿Suerte? En absoluto. ¿Sabe usted lo que he hecho? He ido a ver a Breuil, el viejo Breuil, el brujo de Laneuville. Me ha aconsejado tomar aceite de ricino y unos polvos disueltos en una yema de huevo. Y esto es todo. Puede usted enviarle a sus enfermos, señor doctor, y tenga usted la seguridad de que volverán curados. ¿Quiere usted sus señas?
Todos los circunstantes se echaron a reír.
Hasta el punto de que el granjero Guffroy, cuando le cuenta el relato, lamenta los seis mil francos que le costó la intervención.
Tantos elogios hace Daudenaerde de Breuil que, siguiendo sus consejos, un pobre diablo llamado Toutelong, bajo los efectos de un dolor de vientre, se decide a visitar al ilustre curandero…
Éste le receta una purga formidable. Toutelong la ingiere. Y a las cuatro de la mañana Michel, a quien despiertan unos fuertes golpes en la puerta de su casa, llega a tiempo para comprobar el desastre.
—¡Intervención!
Parece extraño que un caso de cólico se tenga que operar en seguida, con toda urgencia. La esposa de Toutelong, una buena mujer un poco ingenua, se presenta con su hija a pedir consejo al patrón de su marido, Hesdelot, quien habla del doctor Jacquinet…
Jacquinet, la gran celebridad del país, acude a las nueve. Este profesor le recuerda a Michel a su padre: cojea visiblemente. Hace unos años le amputaron un pie. Es un buen hombre, pero bastante engreído de su prestigio. No está de acuerdo con Michel y discute con él. Diagnostica que no se trata de un caso grave y que puede esperarse. Además, la intervención presenta ciertos peligros. Toutelong es cardiaco y albumínico. Todo esto es cierto, Michel se inclina y decide aguardar. Y Toutelong muere.
A la semana siguiente, al encontrarse con Jacquinet, Michel le habla de esa muerte. Jacquinet se muestra apesadumbrado:
—Lo siento —confiesa—. Debiera haberle escuchado…
Parece preocupado. Reflexiona, y tratando de justificarse, razona:
—Sin embargo, la operación era a todas luces escabrosa. ¡Con aquella orina! ¡Ya vio usted el análisis!
Con todo, algo le atormenta, algo parecido al remordimiento. ¿Había que intervenir o no? ¿Estaba seguro, al examinar a Toutelong, de que no debía hacerse? ¿Estaba seguro? ¿No se ha dejado seducir por un sentimiento de vanidad, de orgullo, no ha podido más en él el deseo de mostrarse en plan de «profesor» ante ese joven colega y esas gentes, de probar que se le ha llamado por algo? Jacquinet es escrupuloso. Reconócese a sí mismo extremadamente celoso de su nombradía. Y se reprocha alguna que otra vez ceder al afán de aleccionar al modesto médico de barrio. ¿Acaso no acaba de hacerlo?
Michel, que se da cuenta de ello, trata de mostrarse cordial y tranquilizarse, pero Jacquinet, triste y preocupado, se dirige cojeando hacia el automóvil, que le espera a la puerta.
Jacquinet perdió el pie en la estación de Lezue. Se hallaba en el bar cuando ocurrió hace algunos años un terrible accidente: el expreso de Bruselas, que iba a sesenta kilómetros por hora, chocó con un tren parado. Jacquinet, rodeado por una ingente multitud, comenzó a organizar los primeros auxilios.
En la locomotora del expreso, bajo cincuenta tonelada de carbón y acero, se hallaba el maquinista, cuyo cuerpo aparecía magullado y con graves quemaduras. Condenado a muerte, aún vivía y suplicaba a gritos que acabaran de matarle. A costa de inverosímiles esfuerzos y abriéndose paso a través de ardientes trozos de plancha de hierro, el profesor logró llegar hasta él provisto de morfina. En medio de la chatarra retorcida y pudiendo apenas respirar a causa de las emanaciones del óxido de carbono, el profesor permaneció agazapado más de una hora al lado del maquinista. Cuando éste daba muestras de un sufrimiento indecible le administraba una inyección en la muñeca, único sitio que le era dable alcanzar. De vez en vez desplomábanse nuevos trozos de hierro candente, estrujando cada vez más a los dos hombres.
—¡Matadme! —suplicaba el desdichado. Con ello se habría ahorrado sufrimientos inútiles. Y Jacquinet hubiera podido retirarse salvando así su propia vida. Pero un médico no puede dar muerte a un hombre.
Mientras, por medio de un soplete, se practicaba una abertura en la armazón de la locomotora exactamente encima de sus cabezas, Jacquinet se disponía a administrar una nueva dosis de morfina.
Cuando los componentes del equipo de socorro comunicaron con ellos, el maquinista acababa de expirar. En el último momento desprendiose una gruesa plancha de hierro que ocasionó a Jacquinet la pérdida de un pie.
Uno es hombre como los demás. Se enorgullece uno de sus títulos. Tiene uno sus pequeñas vanidades, sus pequeñas debilidades. No le desagrada a uno, en cuanto se presenta la ocasión, hacer sentir el peso de su saber a un joven colega principiante. En suma, un hombre… Pero lo que salva es la profesión, esa profesión de la medicina en cuyo ejercicio, de pronto, de un modo imperioso y brutal, a ese hombre que en nada se diferencia de sus semejantes, se le impone el día menos pensado el categórico deber de tornarse un héroe.
Toda la semana Evelyne había repetido la misma cantinela:
—El domingo, si tú quieres, podemos ir al campo, lejos, muy lejos, hacia la frontera belga…
A Evelyne, la florecilla campestre, sólo le gusta eso: la tierra, el rumor del viento, los angostos atajos que conducen a las viejas granjas. Una excursión al campo constituye para ella una gran fiesta.
Silenciosa, escucha a Michel que habla de un modo apasionado y elabora para el futuro hermosos proyectos cada vez más distintos. Pero llega el domingo, y Michel, que ha pasado una noche en blanco, se duerme después de la comida. Evelyne se guarda muy bien de despertarlo. O se trata a veces de un chiquillo con una tos persistente a quien no puede abandonarse un día entero. O una hemorragia apenas contenida y que puede repetirse, o una hernia estrangulada que un anciano terco se niega a que le operen. Hay que tener paciencia, aguardar la aquiescencia del enfermo, montar la guardia en espera del momento en que el viejo testarudo consienta en dejarse salvar y no perder una hora para ir en busca del médico. Resultado de ello es que se pasan la mayoría de los domingos en casa o en el jardín, recogiendo las hojas secas del otoño o pegando papel de colorines en las paredes de la cocina para adornar un poco los dominios de Evelyne.
Un sábado por la mañana, Michel es llamado por los esposos Daubian. Un matrimonio pobre, muy digno, sin hijos. La mujer quiere tenerlos, cueste lo que cueste. Sus embarazos son sumamente dolorosos. Se pasa tres, cuatro, cinco meses, en una silla extensible para acabar con un aborto. Sin embargo, no se desanima y vuelta a empezar. Entretanto, el marido cuida de la casa y después de sus horas de trabajo, lava los platos y la ropa. La señora Daubian acaba de tener un aborto de cuatro meses.
Se impondría un raspado, pero el matrimonio se muestra contrario a ello. Lequesnoy, avisado de antemano, espera en su clínica toda la arde; luego se va en automóvil hacia la costa para pasar el fin de semana. No queda más que un cirujano: Roy. Un poco a regañadientes, Michel acude a él por primera vez. Roy se aviene a efectuar al visita.
—El raspado es indispensable. Procure que su enferma se decida pronto, amigo. Me marcho mañana por la mañana a Bruselas para asistir al Congreso de Cirugía. En fin… Aplazaré mi marcha hasta el mediodía.
El domingo al mediodía los Daubian no han tomado aún ninguna decisión. Michel telefonea a Roy.
—¡Qué fastidio! —gruñe Roy—. Sólo quedo yo. Todos se han marchado. Semejante terquedad es del género estúpido.
Se pasa un minuto soltando imprecaciones.
—¿Qué le vamos a hacer? ¡Que se vaya al cuerno el Congreso! ¡Primero es el deber! No se puede abandonar a esa mujer. Insista con ella, Doutreval. Que se decida pronto. Aún está a tiempo.
La misma tarde, a las seis, la señora Daubian consiente en el raspado. Roy la interviene, la atiende hasta el lunes y no asiste al Congreso. A Michel, Roy comienza a serle simpático.
En invierno se hace indispensable un automóvil.
—No disponiendo de un coche —dice Seteuil— pasas por un mediquillo de tres al cuarto, por un pobretón… No gozarás jamás de la consideración de los ricos del pueblo.
—Quizá una bicicleta…
Seteuil se echa a reír.
—Si tienes interés en hundirte definitivamente, compra una bicicleta. Si haces eso nadie te respetará.
—Rosselet va a pie.
—Rosselet es viejo. Tiene más de setenta años. A esa edad no se puede arreglar un carburador. A ese pobre diablo puede permitírsele hacer «footing» con el pretexto de que le sienta bien. En realidad, puedes creerme, no le divierte mucho ir de una parte a otra, en busca de los cuatro o cinco clientes que le son necesarios todos los días para asegurar su yantar. Pero ¿por qué no te arreglas con Lequesnoy? ¡Estoy seguro de que no pide otra cosa! Él pagaría las letras y para el 15 de este mes tendrías ya tu «Citroën». ¿Acaso no estás enterado de que los laboratorios forman parte de esta combinación? Podrías llegar a un acuerdo.
Finalmente, Michel encuentra en casa de Souchey, de la Plaza Mayor, un «C 4» bastante usado, pero con el motor reparado. Souchey pide por él seis mil francos pagaderos en seis letras escalonadas.
Michel acepta las letras. El regreso a casa, conduciendo el «Citroën», constituye un acontecimiento glorioso. Evelyne inspecciona el interior, los almohadones, las cortinillas y guarda silencio. Pero a la mañana siguiente, lunes, al entrar Michel en la cochera donde encierra el «C 4» apenas logra reconocer su automóvil. Cubriendo los asientos, limpios de manchas y de grasa, aparecen fundas de encaje recién lavadas, almidonadas y de una blancura inmaculada. Nadie identificaría en esas fundas las viejas cortinillas del antiguo propietario de la casa. Un voluminoso almohadón, confeccionado con un salto de cama, sienta sus reales en la banqueta trasera. Pedazos de la apolillada moqueta del salón, artísticamente cortados, guarnecen el piso del coche con una suntuosa alfombra color grana. Ni falta tampoco en el asiento una linda muñeca desparramando los volantes de su falda de marquesita, una muñeca de porcelana ataviada con un viejo pedazo de seda, como Evelyne aprendió a hacerlo en el sanatorio. Recuerdos de otros tiempos…
También la instalación del teléfono cuesta cara. Además, Michel necesita un par de zapatos nuevos y un traje. Cada noche, mientras él lee en cama unas revistas de medicina, Evelyne cepilla la ropa, plancha los pantalones, cambia el bolsillo, segura un botón y zurce un desgarrón hasta hacerlo invisible porque ella sabía ya coger los puntos. Luego prepara la ropa blanca, el cuello, el pañuelo, la corbata, embetuna los zapatos y comprueba el espesor de las suelas para que no se gasten hasta un punto irreparable. Los zapatos constituyen su gran preocupación. Michel los destroza en muy poco tiempo.
Otra preocupación; la proximidad del invierno. Michel sólo tiene un abrigo de entretiempo, demasiado delgado se las arregla con la mujer de hacer faenas para adquirir, sin que nadie se entere, en la fábrica Lausefeld, tres metros de ratina deshilachada en los bordes, pagada a precio de saldo. Sólo falta economizar para pagar las hechuras.
—Recomiende nuestros productos a su clientela —dicen los representantes de los laboratorios de especialidades farmacéuticas—, recete las píldoras Cruchon para el hígado y tendrá usted un tanto por ciento. O, si o prefiere, le pagaremos a fin de mes las letras del automóvil que le ofrecemos…
—¿Quiere usted cigarrillos? ¿Abonarse a «L’Illustration»? ¿El cuidado gratuito de su automóvil? ¿Uno o dos cruceros gratuitos al Cap Nord? ¿Una colección de sellos de correo? ¿Un servicio de treinta y siete piezas con ciento cincuenta gramos de plata? Todo esto es para usted —dicen los demás—. Basta con prescribir Tonitruol…
—Otros laboratorios —explica Seteuil— insertan en los periódicos anuncios como éste: «Deseamos colaboradores médicos». Y a los médicos sin clientela que aceptan esta humillación les hacen firmar el compromiso escrito de recomendar sus drogas mediante la bonificación del treinta por ciento por cada frasco vendido.
—Pero ¿cómo pueden saber si el médico ha recetado realmente sus productos? —pregunta Michel.
—¡Oh! —contesta Seteuil—. ¡No son tan estúpidos como te parece! En la envoltura de cada frasco hay una etiqueta encarnada: «Remítanos cinco etiquetas como ésa, con el nombre de su médico, y recibirá usted un frasco gratuito…». ¿Te das cuenta? ¡El propio enfermo les sirve de «control»!
Directores de casas de salud visitan a Michel.
—Querido doctor ¿por qué nunca nos manda enfermos? Nada perdería usted con hacerlo. ¿Qué tanto por ciento quiere usted que le ofrezcamos?
O directores de estaciones termales o de grandes hoteles que tratan de persuadir a Michel para que les envíe la clientela, mediante comisión. Y aún más; el director de un sanatorio particular propone:
—¿Por qué no nos manda usted algunos de sus clientes? Yo lo haría llamar a consulta seis veces al año. ¿No le basta eso? ¿Quiere usted que sean diez? A trescientos francos, son tres mil francos. No es moco de pavo…
Al escucharle, Michel piensa en su difícil fin de mes, en lo cansada que anda Evelyne. Ese «moco de pavo» nivelaría bastante el presupuesto…
Tres puertas más arriba de la casa de Templemars, el colega de Michel, acaba de establecerse un nuevo competidor. «Holmont, doctor en medicina, especialista en las vías respiratorias», anuncia la placa esmaltada. Un hijo de buena familia que sacrifica trescientos mil francos para la instalación de su gabinete. No tarda en entrar a saco en la ya escasa clientela de Templemars y consigue hacerse con los más fieles clientes de Michel. Rayos X, rayos ultravioleta, diatermina, de todo encuentra uno en su gabinete. Todas las maquinarias imaginables, innúmeros instrumentos brillantes, niquelados, cromados, con mil y un reflejos, que ejercen sobre los enfermos una irresistible fascinación.
Holmont cobra muy caro. Sesenta francos la visita. A este precio, uno debe de estar muy bien cuidado. ¡Y, por añadidura, un especialista! ¡Y con un gabinete de un blanco inmaculado, totalmente esmaltado, semejante a una sala de operaciones! Y todo ello sin contar la enfermera que os abre la puerta: una enfermera vestida con una bata blanca y tocada con un gorro prestigiado por un largo velo.
Michel pierde sucesivamente una docena de sus más fieles clientes, que se precipitan a casa de Holmont para someterse con entusiasmo a la introducción de agujas en las costillas y sufrir el martirio del neumotórax[78], que Michel, fiel a las enseñanzas del viejo Domberlé, trata en lo posible de evitar. Y como Holmont no ahorra los inyectables, corta y prescribe jeringas a todo pasto, la gente queda boquiabierta y dice:
—¡Ya era hora! ¡Finalmente tenemos a uno que no anda con vacilaciones! ¡Cobra caro, pero al menos uno gasta bien el dinero!
Massouart, el farmacéutico, se dedica ahora a verdaderas consultas en la trastienda de su establecimiento y acaba por montar un pequeño laboratorio de productos radioestéticos. Además, las grandes farmacias llevan a cabo verdaderas giras con camiones automóviles por los pueblos de la región, una auténtica buhonería farmacéutica. Los campesinos aguardan el paso del camión, detienen al chofer y le piden «algo contra los resfriados y la gota». Algunos le llaman incluso «el señor doctor».
Con grave continente, el conductor del camión no se muestra remiso en prodigar toda clase de consejos. Y esto existe en Francia. Una competencia más para los médicos, que no tenían, en verdad, necesidad de ella. Maufray, el herbolario, lanza al mercado nuevas tisanas para combatir los resfriados, no cesa de insertar anuncios en los periódicos regionales y atrae a gran número de gentes que creen en la virtud de las plantas y de las hierbas. En Laneuville, el curandero Breuil, que ahora se las ha dado de hipnotizador, se dedica a la magia negra y magnetiza a los pobres diablos para persuadirles de que están curados…
Todas las semanas llega de París el doctor Louvier. Se hospeda en el hotel, da fe de su presencia por medio de una publicidad desorbitada, pincha la nariz a doscientas personas y regresa a París llevándose veinte mil francos todas las semanas. Cien francos la inyección. Ochocientos las diez sesiones. Como a los más de los «pinchados» les bastan tres sesiones, el resto es puro beneficio.
Luego, la apertura de la Feria Comercial de Lille. Allí todo el mundo se entusiasma ante unos aparatitos eléctricos coronados por unas cubetas de vidrio que emiten, al parecer, rayos ultravioleta. Se trata de un curalotodo. Conserva la belleza de la tez y la virilidad. Durante semanas enteras, Michel no ve en su casa a ningún atacado de resfriado o catarro pulmonar. La compañía de electricidad tiene que cambiar en el pueblo numerosos contadores para reemplazarlos por otros más poderosos. Cuando comienza a menguar el delirio, Holmont, que coquetea abiertamente con el partido político de Becquerel y Mooreman, consigue de este último, alcalde y diputado, autorización para abrir otro dispensario en la localidad. Tal medida no era ciertamente necesaria. Había ya cuatro dispensarios, tantos como partidos políticos, pues cada uno tenía el suyo. Pero Holmont calcula que el nuevo dispensario será un motivo de propaganda y le agenciará nuevos clientes. Por otra parte, anuncia en los periódicos que hará un cuarenta por ciento de rebaja a los miembros de su partido.
He aquí lemas terrible de los enemigos; el Estado, el municipio, con sus dispensarios, sus hospitales, sus sanatorios, su medicina gratuita y socializada, sus asilos hechos ya indispensables para la miseria humana porque no ha sabido crearse la única cosa que haría inútiles los hospitales: verdaderos hogares.
Hasta lo ricos no desdeñan de acudir a ellos. Failly, el carnicero, conduce en automóvil a su chico al dispensario para que le suministren gratuitamente suero de caballo. Hesdelot, el propietario de fábricas de harina, aprovecha sus viajes a París, donde no corre el riesgo de ser conocido, para que en los dispensarios de la capital le hagan gratuitamente una serie de radiografías. Todo el mundo se aficiona al sistema y nadie quiere pagar.
Sin embargo, cuando en 1851, los médicos consintieron en actuar gratuitamente en los hospitales, no se trataba a la sazón, ni en su ánimo ni bajo ningún concepto legal, sino de una gestión de poca caridad que practicaban a favor de los pobres. Pero ¡quién se acuerda ahora de ello! El médico se ha convertido en el instrumento gratuito de la beneficencia y de las promesas electorales.