Capítulo IV

Fabienne se había quedado sola en Aix. Sin embargo, estaba ya acostumbrada a esa soledad. Así había pasado la mayor parte del tiempo de sus vacaciones. Michel y Mariette pasaban allí unos días de agosto y setiembre y volvían a marcharse para la inauguración de curso. Fabienne, de salud más endeble, jamás había podido frecuentar asiduamente la escuela. Durante muchos años, de mayo a octubre, había vivido sola en la villa «Graziella» bajo la bonachona tutela de la señora Droux. Alquiló en el Petit-Port una graciosa y fina barquichuela, compró unos carretes de película, llegó hasta Bourdeau y la abadía de Hautecombe en arriesgados cruceros y volvía a ser la pequeña y feliz salvajuela que había sido a sus catorce años.

Los domingos los Droux y Fabienne asistían regularmente a los oficios divinos. La iglesia, una vieja capilla de montaña, era muy pequeña. Las mujeres se colocaban a la izquierda y los hombres a la derecha. Fabienne miraba de lejos al señor Droux. Como todos los que estaban a su alrededor, cantaba en voz alta, con mucha convicción. El medio del rumor del campo, Fabienne percibía su voz:

Credo in unum Deum,

Patrem omnipotentem…

Abría la boca de par en par, con los ojos fijos en el altar, como si hablase con Él y celebraba la gloria de Dios con un aplomo, una sinceridad y una devoción verdaderamente ingenuas. Al regresar a su casa, aparecía contento, feliz, como si hubiese dado fin a una provechosa tarea. Él y su mujer vivían al margen del mal, en una candorosa ignorancia. Por vez primera, Fabienne se daba cuenta de aquella candidez. Hasta entonces le había parecido natural, normal, pero desde hacía un año había aprendido mucho lo que era la vida.

Escuchaba a los esposos Droux, a la sombra del emparrado cuajado de glicinas, charlar sobre los vecinos, la política, los acontecimientos, el destino, sobre todas las cosas, destacando como conclusión inevitable, con apacible certidumbre, la acción de la Providencia, sus prudentes a infalibles voluntades, siempre realizadas. Para ellos todo era excelente, moral, equitativo y bueno.

El dedo de dios era infalible, así como la recompensa a los justos y el castigo a los malos que si algunas veces quizá se retrasaba era para que tuviera después más señalado eco. Así los había conocido Fabienne desde su infancia y así había vivido en aquel ambiente sin que nada le sorprendiera. Por vez primera los miraba un poco asombrada, se acordaba del hospital, de la clínica, de los sufrimientos, de las miserias, de las muertes inmerecidas e inexplicables, de la tranquila e impúdica inmoralidad de los ricos, de esa existencia fácil y suave, impura y por todos admitida, que les permitía su dinero, sin que ella hubiera hasta entonces creído en la necesidad de un castigo, ni siquiera hubiese experimentado un sentimiento de remordimiento ni de indulgencia respecto a las debilidades y pecados de los humildes, que no hacían más que tratar de imitarles. Sin embargo, todo aquello existía. ¿Acaso lo ignoraban los Droux? ¿Cómo se explicarían todas esas cosas? Insinuante, traidora, con una falsa candidez, Fabienne, debajo del emparrado, en la sombra ya un poco refrescante del atardecer, intervino diciendo:

—Sin embargo, señora Droux, vi en la clínica a más de una pareja de divorciados, exactamente dos, que parecían felices y en buena armonía. Los dos matrimonios se habían separado y se volvieron a casar al mismo tiempo; los maridos cambiaron simplemente de mujer. Los dos matrimonios solían visitarse y les aseguro que no se producía entre ellos el menor roce.

—¡Es espantoso! —dijo la señora Droux, soltando una hilera de puntos de su labor.

—No comprendo al doctor —balbució el señor Droux, lanzando enormes bocanadas de humo de su pipa—. Dejarte allí dentro…

—¡Oh, sepa usted que hay algo peor que aquello…!

Fabienne les hablaba de neurasténicos, morfinómanos, falsos matrimonios, adulterios, invertidos, abortos… La señora Droux la hacía callar, y el señor Droux, ahogándose en su propia humareda, prefería no oír más y se iba a regar las coles y las lechugas. Entonces Fabienne se quedaba un poco sorprendida del efecto causado. Al principio de su estancia en Epidauria, también ella, no cabía duda, había experimentado la misma impresión. Pero hacía mucho tiempo que el hábito había dado al traste con sus reparos y o sentía ya aquellas náuseas del principio. Uno llega a acostumbrarse a los monstruos. A Fabienne, el horror de lo que había visto la dejaba casi indiferente. Su «éxito» cerca de los Droux, la asombraba. No había esperado aquel resultado.

Una mañana, la señora Droux llamó a Fabienne.

—¡Hay alguien que pregunta por ti! ¡Una visita!

Fabienne, con los pies desnudos, empuñando la hoz, tocada con un enorme sombrero de paja, corrió y se encontró de narices con Guerran.

Había regresado la víspera y, enterado de que los Doutreval se encontraban allí, habíase apresurado a visitarlos.

Guerran bebió leche fresca extraída de las ubres de Ginette, Poupette y todas las cabras. Granjeóse la estima de la señora Droux encomiando sus duros quesitos orlados de una leve costra de moho grisáceo. En el vino tinto, fuerte y ambarino, producto de los viñedos del señor Droux, descubría Guerran los más raros sabores. Cuando se marchó, por la noche, era ya un amigo de la casa. La señora Droux no cabía en sí de gozo al ver que un ministro condescendía en devorar sus cerezas como un simple mortal.

En el «Continental». Guerran se reunió con Julienne, su mujer, y su hija Micheline. Charles, el hijo, se había quedado Angers, para «dirigir» el despacho, como solía decir, en ausencia de su padre. Como de costumbre, Julienne Guerran había pasado el día callejeando por Aix, entrando en las pastelerías, las joyerías, las tiendas judías donde se venden alfombras y pieles, y los salones de té donde se baila. Se había comprado una sortija con una gruesa cornalina, una alfombra de la mejor lana, y regresaba de un humor de perros a causa de lo que había visto y deseado sin poder adquirirlo. Micheline, que la había acompañado a todas partes, se había aburrido soberanamente. Hubiera querido pasar la tarde en la playa, alquilar una canoa automóvil y entregarse al deporte del acuaplano[74], a lo que Julienne no le autorizó, Robert Bussy, el prometido de Micheline, no había escrito desde hacía dos días. Guerran prometió a su hija acompañarla al día siguiente al lago. Por el camino, pasarían por la calle de Thermes y echarían una ojeada a la capa de «renards» que Julienne ambicionaba. Ésta desarrugó un poco el ceño. Después de cenar, se marchó al Casino en el automóvil del «Continental». Pero Olivier Guerran consiguió retener a Micheline a su lado, en el hotel, y mostró gran interés por cierto cuello de marta que ella había visto en casa del peletero.

Desde entonces, un par de veces por semana, Guerran hacía una visita a los moradores de la villa «Graziella». Al salir del «Continental», a travesaba la ciudad por el Petit-Port y al llegar a «Graziella» tiraba de la campanilla. Su sonido, ya familiar, le producía un gozo singular. A veces Fabienne se hallaba ausente. Remaba en el lago y no estaría de regreso hasta la noche. Mientras la esperaba, Guerran departía con el señor Droux evocando recuerdos de la guerra, de Verdún, donde ambos habían luchado. Sin embargo, a pesar de que por aquellos días sólo veía a Fabienne a veces escasos minutos, Guerran estaba contento y tenía la impresión de haber pasado una buena tarde. En el fondo, lo que iba a buscar no era la compañía de una muchacha que le había cuidado con gran desvelo y a quien apreciaba mucho, pero que no era, a pesar de todo, más que una chiquilla, una criatura… Diríase que lo que anhelaba era la calma, la paz, la rústica sencillez, el ambiente acogedor, sincero, natural, de la villa «Graziella». Pero cuando Fabienne se encontraba allí todo le parecía más alegre.

Por las tardes salían de la villa y se iban hasta Teresserve. Enfilaban un empinado sendero, a través de los campos y los bosques, hasta alcanzar una cima desprovista de arbolado desde donde se veía a sus pies la límpida aguamarina del lago, con sus barcas, la dorada playa festoneada de césped, las casetas blancas y encarnadas, y la liliputiense y abigarrada multitud integrada casi toda ella por bañistas. A lo lejos, el lago cobraba el tono azulado de ultramar. Las lejanas riberas del Bourdeau, de Hautecombe, con sus estrechos campos de verdor, sus esbeltos álamos y sus casitas de techumbre plana, evocaban, oteadas a través de la trasparencia del aire puro, la esplendidez de los lagos italianos. Los dos pasantes se sentaban en un banco, cerca de la piedra levantada a la memoria de Elvira. Guerran charlaba entonces sobre el genio, la gloria y multitud de otras cosas vanas. La eterna idea de la inutilidad de todo le obsesionaba y le dejaba triste y pensativo.

—¡Qué curioso! —decía Fabienne—. Usted, a quien nada le ha regateado la vida, que ha triunfado, que es célebre, que ha gozado del poder y que volverá a gozar de él, es un hombre triste. ¡Duda usted, y, como a un vencido, le embarga la melancolía! No le comprendo, señor Guerran.

—Los demás, señorita Fabienne, pueden todavía esperar. Pueden creer, si no han triunfado, que por lo menos los fines alcanzados merecían que uno luchase por ellos. En cambio yo…

—Sin embargo, no le han faltado a usted alegrías.

—Sí. El placer de deslumbrar, despertar envidias, inspirar odios… ¡Cuando pienso en las pequeñas satisfacciones, ínfimas y mezquinas, por las cuales uno se agota hasta dar su vida! En cambio, para el que no cree en nada, nada vale la pena de hacer un esfuerzo. ¡Nada! Ni el dinero, ni el poder, ni la gloria, ni siquiera la sabiduría. En el fondo, para emprender cualquier cosa, es preciso tener fe; fe, a mi parecer, en algo que no exista en este mundo. Pues entonces uno acepta la vanidad de todo porque espera otra cosa, puesto que no es aquél el objetivo, puesto que no se tiene un propósito, un fin al margen de esta vida… Y a mí, que no puedo creer, me ha perseguido siempre esa idea, ese perpetuo «¿por qué?», esa obsesión esterilizadora de la formidable inutilidad de todo: trabajo, amistades, familia…

—Sin embargo, la profesión de usted…

—Sí, sí… Pero también el trabajo es una vanidad, señorita Fabienne. Un alcohol, un opio. O entonces, sería necesario trabajar para otra cosa que para sí mismos…

Hizo historia de su matrimonio, cómo conoció a Julienne en un café y se unió a ella porque la señora de Nouys, su anciana madrina, tenía interés en que se casaran.

Hablaba con frecuencia de la señora de Nouys, de su ternura, de su piedad, del orden y la nitidez que presidían su vida.

—Yo tenía dos relaciones a un tiempo —decía Guerran—, Julienne y una muchacha a quien cortejaba en París, muy educada y de buena familia. Ésta era la que yo prefería y con quien hubiera querido casarme. Pero Julienne tenía un hijo, mi pequeño Charles… Hablé de ello a mi madrina, y ambos reflexionamos… Acabamos los dos por comprender que yo debía sacrificarme y casarme con Julienne a causa del hijo… Y la acepté de buen grado, porque mi madrina me inculcó durante mi infancia sanos principios. Sin embargo, lo que me impulsaba a hacer era una idiotez, una locura. Aún no comprendo cómo consentí. Me daba cuenta del sacrificio que me imponía. Las cosas sucedieron como en tiempo de guerra. ¡Si usted supiera la ayuda que recibí de mi madrina! Gracias a ella cumplí con mi deber, quizá con creces. No sentía miedo de morir. Aquella mujer era maravillosa. Me aconsejaba y me hacía ir por donde ella quería. Después de mi matrimonio, dejé de verla. Julienne, ignoro las causas, no quería ni siquiera oírla y la odiaba. En el fondo, debía de estar celosa de ella. Celosa de verla demasiado encumbrada. Eso creo, al menos…

»Después hemos vivido, simplemente. Micheline vino al mundo. Julienne continuaba vaciándome los bolsillos, gastado todo el dinero que yo ganaba, disputando continuamente… La vida conyugal. ¡Bah! Por doquier es lo mismo. Los buenos matrimonios pueden contarse con los dedos de una mano. Ya ha tenido usted ocasión de comprobarlo en Epidauria. Más adelante tuve una amante, una mujer muy rica e inteligente. Eso duró seis años. Sí… la abandoné por Micheline, por mi hija. Iba haciéndose mujer y Julienne se lo habría explicado todo… Y yo no quería perder a Micheline. Mi mujer se había apoderado de Charles, y me robó el corazón del muchacho. Y yo me dije: “Yo tendré la hija. Micheline será para mí…”.

»Entonces, puse fin a mis relaciones ilegítimas. Me apenó mucho hacerlo, puede usted estar segura. También ella sintió mucha pena. Más que yo, me figuré… Me amaba a su modo… A modo de todo el mundo, lo que significa que se amaba a sí misma en mí. ¿Charles? No, él no decía nada. Yo había comprado su silencio. Sí, comprado. Un reloj de oro y el permiso para fumar. Todo transcurrió muy fácilmente… Uno y otro nos comprendíamos. Además, aquella mujer tenía mucho dinero. Hablaba de establecer a Charles, de ayudarme… Charles lo sabía… Ella le inspiraba un sentimiento de indulgencia. No digo que todo eso nos lo confesábamos unos a otros… Pero todos nos dábamos cuenta…

»En el fondo, todos los amores del hombre no ocultan sino un afán de dominio, un egoísmo. Uno ama para sí mismo. Siempre.

—Casi siempre —decía Fabienne.

Hubo un silencio. Guerran miró a lo lejos las tranquilas y azuladas aguas. Un vapor de paletas, rumbo a Hautecombe, despedía una turbia humareda. Tras unos momentos de reflexión, Guerran prosiguió:

—¿Sabe usted lo que a veces he pensado, señorita Fabienne? De cuando en cuando me he dicho a mí mismo que hubiera debido casarme con una mujer como mi anciana madrina. Sí, como la señora de Nouys. Creo que mi vida hubiese sido muy distinta. Me sentiría capaz de hacer muchas cosas. Incluso de guardar fidelidad a una compañera con tal de que hubiese sido como mi madrina, que me hubiese querido con un amor que no hubiera sido egoísta, que me hubiese amado por mí mismo, deseando mi verdadero bienestar… entonces hubiera sido capaz de todo porque hubiese creído en algo, en alguien. En el fondo, yo debo ser un idealista truncado, un fracasado del idealismo, que jamás logrará consolarse.

»¡Creer, Dios mío! ¡Creer en algo! Ser el hombre que empuña un fusil para que le agujereen la piel, que no ve más allá, que cree en la verdad de una causa. En realidad (¡qué curioso!), nunca había sido moralmente feliz como durante la guerra.

»¿Le he dicho ya que también Julienne me había engañado? Una vez, al menos, estoy seguro. Y quizá en otra ocasión, en Biarritz, mientras yo estaba en Angers trabajando para ella. Bien es verdad que por aquel tiempo mis relaciones ilegítimas estaban en su apogeo… Pues sí, en Biarritz, recibí un anónimo. Ni siquiera me tomé la molestia de comprobar la verdad. Pero Micheline quizá no sea hija mía. ¿Le extraña a usted? ¿Le hace a usted sobresaltarse? Fíjese en sus ojos: no son los míos ni los de Julienne. Ni mis cabellos. Micheline tiene un pelo rubio, espléndido… en una ocasión Julienne llegó a medianoche a Biarritz. Una pasión repentina… Al día siguiente volvía a marcharse… Justo el tiempo necesario para que yo no me enterase de nada. Y Micheline vino al mundo al cabo de siete meses. Pero eso no me atormentaba mucho. En el fondo, no tiene gran importancia.

Guerran regresó a Angers. Su estancia duró tres semanas. Se encontró en dos ocasiones con Doutreval y hablaron largamente de Fabienne, lo que satisfizo al profesor. Guerran podía ser una palanca poderosa el día en que se presentara la ocasión de realizar el proyecto de un Centro de curarización. Además, Doutreval estimaba cada vez más necesaria la existencia del Centro. Su método era más delicado de lo que creyera, había que ir con tiento y era requisito indispensable contar con observaciones previas sobre los enfermos…

Precisábase a toda costa de un Centro donde los psiquiatras asistieran a sus trabajos y tomaran lecciones. Pero Doutreval no contaba con un local a propósito y carecía además de dinero. Lo esencial.

Y entretanto, un farsante como Gaffiaux, el presidente de la «Mutuelle Artisanale», hacía levantar una clínica fastuosa que sólo serviría para arruinar a todos los cirujanos del país.

«¡Si sólo contara con la cuarta parte del dinero de lo que ha costado este palacio!», pensaba Doutreval.

Al hablar de Fabienne con Guerran se acordó entonces de su hija. Se reprochó haberla tenido demasiado en el olvido y se fue a Aix por algunos días.

Encontró a Fabienne sola, inquieta, melancólica, triste y desazonada sin razón aparente. Nerviosa, no se apartaba un momento del lado de su padre, le rogó que se quedara con ella en Aix hasta el final de la temporada y le propuso efectuar una excursión a os lagos italianos, a Como y a Garda, que había visto una vez siendo niña. Doutreval trató de hacerla desistir de tales proyectos y preocupaciones…

Fabienne había leído demasiadas novelas, devorando a Stendhal, y La Cartuja de Parma, con su desenvuelta, moral y magnífica pintura de la existencia italiana, la había subyugado.

—Volvamos a Angers —dijo Fabienne—. Iré contigo y trabajaré a tu lado.

—Todavía no —respondió Doutreval—. Nada está a punto. Dentro de seis meses.

Durante este tiempo, Doutreval contaba superar el obstáculo imprevisto que había surgido. Por el momento, le hubiera sido insoportable hacer partícipe a Fabienne de sus dificultades y fracasos.

Regresó sólo a Angers y reanudó sus investigaciones con Regnoult. Las críticas que le habían sido dirigidas contenían un innegable fondo de verdad: las fracturas de la columna vertebral eran, con mucho, demasiado frecuentes. Una simple cuestión de «mise au point[75]», pero bastante delicada. En principio era indispensable, antes del tratamiento, un severísimo «control» de los enfermos, y lo cierto era que Doutreval lo había descuidado demasiado. Ancianos, anémicos, desmineralizados o, por el contrario, enfermos demasiado robustos no podían ser tratados sin incurrir en riesgo de fracturas. En cuanto a los demás, incuso en curso de tratamiento habían de ser sometidos continuamente a la acción de los rayos X que revelarían el menor aplastamiento de las vértebras. Por otra parte, Doutreval se aplicaba a variar la dosis, persiguiendo en cada caso el mínimo posible. Pero era difícil fijar este «umbral». Mientras un enfermo permanecía insensible con diez centímetros cúbicos, en otro un centímetro cúbico provocaba de pronto una crisis espantosa. Por su parte, Regnoult buscaba otros convulsivos, probaba el triazol, el asoman, trataba de amortiguar los espasmos musculares mediante el veronal y el gardenal, y, antes del experimento, proponía fortificar el sistema óseo del enfermo por medio de enormes dosis de fosfato de cal irradiada. Mientras, practicaba nuevos experimentos. Antes de que sobreviniera la crisis, inyectaba en la columna vertebral del demente una dosis de anestésico que paralizaba durante unas horas los músculos e impedía su contracción. No era posible aún pronunciarse sobre ninguna de tales pruebas.

En suma, Doutreval se confesaba a sí mismo, algunas veces que había ido demasiado de prisa. Se había dejado dominar por el orgullo. Había cantado victoria demasiado pronto. El éxito era menos completo y menos definitivo de lo que él había creído. El tratamiento de algunos enfermos encerraba todavía no pocos peligrosos. Respecto a los demás, el método había de ser profundamente modificado, sin resultado cierto ni definitivo. Doutreval estaba aún en pleno triunfo, el concierto de elogios y el entusiasmo eran todavía unánimes, pero, a su juicio, el gusano se había introducido ya en el fruto.

Cuando nadie dudaba, Doutreval comenzaba ya a dudar. Trataba de consolarse. Después de todo, si llegase a curar el veinte por ciento de sus esquizofrénicos el resultado sería ya excelente, pues nada hay absoluto en medicina. No podía pedirse cosa mejor. Pero todo eso no le satisfacía. No era ciertamente lo que él había soñado.

Guerran volvió tres días después de la marcha de Doutreval. Regresó sólo a Aix. Era un septiembre.

Julienne y Micheline se habían quedado en Angers, para que esta última pudiese volver a la escuela en octubre. Se había retrasado mucho en los estudios y hasta el año siguiente no pasaría el examen de bachillerato.

Hasta entonces Guerran había frecuentado en Aix el Casino y sus risueños, lujosos y mundanos alrededores. Fabienne le había hecho conocer Tresserve, adonde llegaron a través de senderos y empinados caminos. Acabó de descubrirle Aix. Una mañana le acompañó al mercado. Guerran erró, con la cabeza descubierta y arremangados los brazos, pantalón de franela y camisa Lacoste, en un delicioso anonimato, por entre los puestos de queso, catando la leche cuajada y regalándose con las muestras que las vendedoras extraían para él del seno de sus quesos de Tomme de corteza gris y carne blanca.

Todo le parecía magnífico, sabroso, valioso, singular. Aves de corral, huevos, quesos, frutas.

Guerran veía acá y acullá un racimo de uvas en su lecho de pámpanos, dos hermosas peras maduras envueltas en heno seco, una libra de mantequilla rezumando aún agua fresca y pacientemente esculpida con la punta de un cuchillo. Todo le dejaba deslumbrado, se separaba de Fabienne a cada momento, sacaba la cartera, perdía el dinero, y cargaba con estragón, fresas y achicorias silvestres, un manojo de ciclamino, una cesta de moras, un queso blanco, un cubo de miel todavía aprisionado como una luz líquida en las hexagonales y regulares células de cera… Cosas frescas, perfumadas, agrestes, silvestres, que no suelen verse en las ciudades. Luego Fabienne alzaba los brazos al cielo porque Guerran ni siquiera había regateado.

Con frecuencia, de regreso del a expedición, desdeñaba el Continental, sus pescados raros, con salsas complicadas, y sus copas Melba. Aceptaba la invitación de la señora Droux y almorzaba con los huéspedes de la villa: una ensalada con huevos duros, un plato de «champignons» con escalonias, una tajada de queso blanco aderezado con estragón y una ensaladera llena de melocotones.

Por las tardes se iban al lago. Atravesaban remando todo el Bourget hasta el pie del Dent du Chat.

Allí se detenían en una ribera arenosa, junto a unas viejas construcciones medio derruidas, permanecían largo tiempo en la barca, dejándose mecer y charlando. Guerran evocaba, una vez más, a Fabienne recuerdos de su madrina, la señora de Nouys, describía su figura, repetía sus palabras, hablaba de sus hábitos, de su modo de andar, de vestirse, de vivir, del bien que ella le había prodigado. Estas evocaciones, en aquella hora y en aquel paraje, le producían una dulce y extraña sensación de bienestar.

De pronto hacía un gesto, se encogía de hombros como para ahuyentar el pasado y decía:

—¡Vamos, señorita Fabienne! Será mejor que vayamos a coger moras.

El último día el mal tiempo los sorprendió cuando estaban los dos en Bourget. Guerran había de regresar a París al día siguiente. Estaba pensativo y no hablaba. Cuando la barca llegó al centro del lago, levantose bruscamente un viento Suroeste acompañado de un hálito cálido y pesado. En tres minutos la decoración cambió por completo. Una avalancha de nubes negruzcas invadió el cielo con una desconcertante rapidez. La luz se tornó de un color amarillo sucio, ceniciento, lúgubre. La barca dio media vuelta y a fuerza de remos puso rumbo hacia el Norte. De cuando en cuando las aguas barrían la popa de la embarcación. Todo el lago era un erizamiento de olas embravecidas, un caos de nubes fuliginosas. Nada podía discernirse. Los navegantes sólo podían contar con el viento Sudoeste que sopla en dirección a la playa y que al mismo tiempo que constituía una amenaza, ayudaba a los remos. Cuando la barca, medio sumergida, penetró en las tranquilas aguas del Petit-Port, Guerran se enjugó la frente y dio un resoplido. Tenía miedo por Fabienne. Saltaron a tierra, se miraron y se sonrieron en medio de la borrasca.

Guerran quiso acompañar a Fabienne hasta la villa por la avenida que bordeaba el lago. Las nubes se resquebrajaron, y, a poco, un fuerte chubasco descargó sobre el asfalto y sobre el lago gris y atormentado, abriéndose paso a través del tupido follaje de los plátanos. Caminaron bajo el arbolado de donde caían gruesas y heladas gotas. Fabienne, sin nada en la cabeza, con la delgada blusa empapada de agua, tiritaba de frío. Guerran le cubrió la cabeza y los hombros con el impermeable de seda que llevaba, a guisa de una voluminosa manta. Así, a cubierto de la lluvia y del viento, Fabienne se sentía bien. Pero entonces fue Guerran, con la camisa arremangada y destocado, quien comenzó a chorrera.

Fabienne le obligó a guarecerse debajo del impermeable y a abrigarse en lo posible con uno de los faldones de la prenda. Así caminaron los dos, a buen paso, cogidos del brazo, bajo la protección del impermeable mientras la lluvia crepitaba sobre sus cabezas flagelando el lago encrespado sobre cuya superficie se deslizaban, cual fantasmas, negras y tupidas brumas. Al principio, Guerran bromeaba, se reía y cantaba canciones de sus tiempos de soldado, aires de marchas militares que ritmaban sus pasos.

Luego, a medida que iban acercándose a villa «Graziella» dejó de cantar y no dijo un apalabra más.

También Fabienne guardaba silencio. Guerran, con el corazón oprimido, pensaba ya en la despedida, en todo cuanto iba a terminarse dentro de unos minutos, en las cosas que tan caras le habían sido, en las horas dulces transcurridas a orilla del hermoso lago, en la singular etapa de su vida que dentro de poco no sería más que un bello recuerdo lleno de no sabía qué inexplicable melancolía. Pensaba en el adiós de Fabienne, sin duda antes de entrar en la villa, bajo el espeso follaje del catalpa. Y sintió una opresión en el pecho, como si le entraran deseos de llorar.

Había cesado de llover. Guerran se quitó el impermeable y caminó al lado de Fabienne. Llegaron al Sierroz. Atravesaron el puente, torcieron a la derecha y flanquearon la orilla por un camino bordeado de juncos y cañaverales. De pronto, Guerran se detuvo. Fabienne, sorprendida, se detuvo también y le miró.

—Señorita Fabienne —dijo Guerran afirmando la voz—, vamos a despedirnos aquí…

Fabienne no contestó. Y Guerran prosiguió:

—Todo ha terminado… Ya no la veré a usted más… Usted ha sido para mí una camarada, una compañera… No sabría decirle el bien que me ha hecho, lo felices que han sido los días que he pasado con usted y qué recuerdos me llevaré de usted. Se lo agradezco mucho…

—Yo también —balbució Fabienne—. Yo también, yo… me ha gustado mucho su compañía, señor Guerran.

—Sí, sí, lo sé… Pero usted es joven, Fabienne, usted es la juventud. Todo esto no cuenta mucho para usted. Unas buenas vacaciones, eso es todo. En cuanto, para mí… para mí es distinto, sí, es distinto…

Hubo un silencio. Fabienne aguardaba. Guerran continuó:

—Con frecuencia le he hablado de mi madrina, Fabienne. Le he revelado mis pensamientos, mis penas, la sensación que he tenido, al recordarla a ella, del fracaso de mi vida, de haber frustrado la ocasión de conseguir la felicidad. Ahora, al abandonar esta montaña, estos campos, este lago, tengo la impresión de haber, por segunda vez, rozado la felicidad sin poder alcanzarla, de que mi vida ha fracasado una vez más… Le digo a usted esto con la mayor sencillez porque no puede haber entre nosotros ningún equívoco. Un abismo nos separa. Usted es joven y yo soy viejo… Por eso puedo hablarle como lo hago, rememorar en su presencia mis sueños, lo que habría podido ocurrir si hubiésemos tenido la misma edad, si hubiéramos podido, por un capricho del destino, encontrarnos aquí veinte años atrás… Me comprende, ¿verdad? ¿No se siente usted molesta… o sorprendida?

—No… —murmuró Fabienne en un susurro.

—Un desengaño… Nada más que esto… Un desengaño de hombre ya caduco, que ve desfilar ante él la juventud, una risueña juventud llena de promesas y que se dice a sí mismo con un poco de tristeza, acordándose de su pasado. Quien la haga su compañera, irá lejos, será fuerte y feliz… Esto es todo… Y he querido decírselo porque me hubiera sido penoso, al marcharme, no agradecerle el bien que me ha hecho.

—¿Bien?

—Sí. Ya no se cree en nada. El mundo se le ha revelado a usted como un caos lleno de casualidades. En el camino sólo se encuentra egoísmo, egoísmo de ambición, de dinero, de la familia y del amor… Uno se cree seguro de la vacuidad de todo y, súbitamente, se encuentra en su camino a alguien, un rostro humano, una sinceridad, una rectitud, una abnegación que resucita el enigma, que plantea de nuevo el problema, todo el problema, todo el problema de nuestro destino. Para mí ese rostro ha sido el de usted. Usted me había devuelto la esperanza en algo. Lo que ahora soy, debe usted perdonármelo. Si la hubiese conocido antes, si nuestras vidas hubieran sido paralelas en lugar de cruzarse, yo habría sido para usted un hombre distinto. Siento envidia hacia él que sea objeto de su elección. Porque usted será una mujer, una verdadera mujer. Un día hará usted feliz a un hombre, y le trazará un bello destino. Puede usted tener fe en sí misma. En cuanto a mí, cuando en adelante me atosigará la duda acerca de los nombres, traeré a mi memoria el recuerdo de usted…

Se puso nuevamente en camino a través de los cañaverales, con la cabeza baja. Volvía a llover. Su cabeza chorreaba, pero ni siquiera se daba cuenta de ello. Fabienne caminaba a su lado, pensativa, con los ojos fijos en el suelo.

—Vamos —dijo Guerran—, faltan diez pasos… Ahora cinco… Hemos llegado. Todo ha terminado… Adiós, señorita Fabienne… Gracias… Que sea usted feliz… Se lo merece usted. ¿Se acordará usted de su viejo amigo Guerran? Yo… yo no la olvidaré. El más hermoso recuerdo de mi vida… la imagen de lo que hubiera debido ser mi destino… ¡Vamos! Ya es hora. Un fuerte apretón de manos, señorita Fabienne…

La miraba a los ojos, y aunque un poco pálido, le sonreía. Fabienne no le dio la mano. Se cogió de su brazo y murmuró:

—Caminemos un centenar de metros… Hasta el recodo.

Heroico, Guerran bromeó:

—¡Sea! Prolonguemos el suplicio.

Recogió un faldón del impermeable. Caminaron uno al lado del otro un centenar de metros, hasta el lugar donde el sendero, apartándose de la orilla, se orientaba hacia el prado. Guerran se detuvo.

—Señorita Fabienne, el plazo de gracia ha expirado.

Le temblaba la voz. En sus ojos oscuros se reflejaba una dolorosa sensación de angustia. Mas, animoso hasta el final, seguía sonriendo. Tendía a Fabienne sus grandes manos abiertas, dos manos cálidas y amistosas… La muchacha depositó en ellas las suyas. Permaneció un momento inmóvil, mirándole de una manera singular. Luego, lo atrajo hacia sí y reclinó su cabeza sobre sus hombros.

Guerran quedó turbado y deslumbrado a la vez.