Un dardo de pálida luz se coló a través de las cortinillas azules e iluminó el rostro de Fabienne.
Sintiéndose molesta se agitó un momento, el sordo traqueteo del vagón, la cadencia rítmica y opaca de las ruedas sobre los raíles, el poderoso y cercano jadeo de la locomotora corriendo a lo largo de una empinada cuesta. Fabienne estiró los brazos, abrió los ojos, reconoció el exiguo marco —caoba, linóleos claros, níquel— de su reducido compartimiento en el coche cama, cobró de nuevo su conciencia y se acordó de todo. Buscó su reloj de pulsera. Estaba parado. Sin embargo, un haz de luz rosada, filtrándose entre las cortinillas y el tabique, formó una larga diagonal luminosa donde danzaban los átomos y que, girando lentamente con el tren, iluminaba sucesivamente la mesita y el vaso de agua, el cerrojo de cobre de la puerta, la sábana blanca, ascendía hacia Fabienne, le acariciaba la mano y trepaba a lo largo de su brazo. El dardo impalpable se posó en su rostro, jugueteó con sus despeinados y negros cabellos, se extinguió, cercenado por el borde de la ventanilla, y se posó de nuevo en su faz cuando el tren tomó una curva. De pronto, Fabienne se desprendió del cobertor, puso los pies en el suelo, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, se encaminó a la ventanilla y apretó el botón de las cortinillas que se arrollaron de golpe, silenciosamente.
Debían de ser las cinco de la mañana. El lago de Bourget, desierto, solitario y silencioso, encajado en su corona de montañas, ofrecía en la claridad de la aurora su inmenso corte luminoso, su magia de luz azulada, vaporosa, fundida, mezclándose el azul del agua con el de las montañas y el del cielo, matizándose ligeramente de violeta a lo largo de la sombría muralla de Dent du Chat, de oro pálido y de plata a lo lejos, hacia Chambéry, allí donde saliendo el sol entre las franjas de nubes, deslizaba sus rayos oblicuos a través de las nieblas del alba, tibias y dilatadas, tenues, frágiles, vaporosas y diáfanas como gasas impalpables, maravillosos chales, transparentes y azules esparcidos sobre las aguas. Del a base a la cima del Dent du Chat, sobre ese hervor de los vapores pastel, turquí y azulados, se abatía acá y acullá, neta y milagrosamente suspendida y oscilante en el borde de la montaña, una gruesa bala de bruma blanca y compacta, como un alud de nieve retenido allá arriba por no se sabe quién. Otras nubes, más bajas, colgadas a su peso de un abeto, de un peñasco o de la maleza detenían allí su camino, y, agrietadas y deshilachadas, soltaban copos de su lana. La luz que arrullaba las cimas de los montes, descubría abajo, en la ladera de una montaña, un calvero angosto e inclinado y un cuadrado de hierba muy verde colgado sobre el abismo, en el que se columbraba un minúsculo hotelito de madera, con los postigos cerrados, pero de cuya pequeña chimenea ascendía un hilillo de humo. Cerca de la vía férrea, una corriente de agua de color aguamarina se deslizaba en menudas ondas sobre el fondo blanco de guijarros y cantos, ocultaba las hierbas acuáticas y moría desmayadamente bajo las ruedas de los vagones. No se veía a nadie en el lago. Virgen y agreste, extendíase el Bourget en la inviolada y espléndida soledad del amanecer. Sólo en las proximidades de Aix, Fabienne vislumbró en lontananza una pequeña embarcación de vela, semejante a un gran pájaro que apenas se movía, deslizándose hacia Hautecombe y dejando tras de sí una estela silenciosa. No se veía a bordo ningún ser humano.
—¡Le Bourget! ¡Le Bourget! —murmuró Fabienne con la cara pegada al cristal.
Saludaba al lago como si lo hiciera con un viejo amigo, con un confidente. Desde su infancia iba a descansar y pasar las vacaciones en aquellas riberas. Cada año le gustaba más. En aquella ocasión iba allí fatigada, extenuada. En la clínica Epidauria se había prodigado mucho. Y, por añadidura, después de unos meses de trabajo agotador, un golpe brutal, fulminante, la muerte de Mariette, el trastorno del hogar familiar, el abatimiento del padre que se temió muriese o perdiese la razón durante los días siguientes a la catástrofe. Fue preciso vigilarle, no dejarle solo un instante, hacer lo imposible para distraerle y aventar su obsesión. Huot y Van der Blieck aconsejaron:
—Sobre todo, no dejarlo solo. Y que no vea llorar a nadie.
Se mostraba demasiado sosegado. Parecía estar sumido en continuas meditaciones. Por último, al cabo de quince días Doutreval se decidió a vivir y se avino a acompañar a Fabienne a Aix-les-Bains por algunas semanas. En cuanto a ésta debía permanecer allí más tiempo. Por lo menos tres meses, había dicho Huot. Necesitaba un largo reposo.
A los dos días de su llegada Fabienne se fue a pie a Aix, distante escasamente dos kilómetros de la villa «Graziella» donde residían. Fabienne sabía que Guerran continuaba hospedado en el Continental y esperaba encontrarlo en el hotel.
Le hubiera gustado mucho volver a verle y estaba segura de que también él estaría contento. Pero Guerran había salido para Blois, donde se celebraba el gran congreso anual de su partido. Había reservado sus habitaciones, pero nadie sabía si volvería y cuándo. Fabienne volvió a la villa «Graziella» un poco decepcionada.
—Mucho te acuerdas de tus enfermos —bromeó Doutreval.
—Es verdad. ¡Si le hubieses cuidado como yo!
—¡Bah! Ya tendremos ocasión de volver a verle en Angers. Dicho sea de paso, no me disgustaría.
Sería para mí una relación muy útil. Ya hablaremos de ello.
Los Doutreval ocupaban toda la villa a excepción de dos pequeñas habitaciones de la planta baja que, durante la temporada veraniega, se reservaban para si los propietarios, los señores Droux. El alquiler de las restantes habitaciones constituía su principal fuente de ingresos. Todos los años, desde su más tierna edad, Fabienne pasaba algunos meses en la «Graziella» bajo los cuidados maternales de la oronda señora Droux. Allí se encontraba como en su propia casa. Cada rincón de la espaciosa huerta despertaba en ella mil recuerdos. La villa se levantaba al norte de Aix-les-Bains, un poco más allá del Petit-Port, a orillas del torrente de Sierroz. Al otro lado de un jardincillo trivial y excesivamente bien rastrillado, se extendía un campo de alfalfa plantada de ciruelos, melocotoneros y perales, y, más lejos aún, una vasta pradera donde pacían las cabras de la señora Droux; un soberbio cuadrado de tupida y vede hierba franqueado en toda su extensión por el rápido curso del Sierroz y bordeado de una hilera interminable, compacta y magnífica de altos álamos italianos, amplia colgadura palpitante y murmurante, suntuosa tapicería de follaje sobre el fondo de rosado granito de Mont-Revard.
Fabienne iba en pos de las cabras u ordeñaba a Poupette, Ginette o Coquette, un grupo de chivas ariscas y traidoras, cariñosas y fantasiosas como mujeres demasiado mimadas, con sus ojos en forma de almendra, de un extraño gris de aguamarina o de un pardo subido orlado de negro. Ayudaba a la señora Droux a elaborar duros quesitos para la provisión del invierno. Revolvía el heno con el señor Droux.
Sulfataba la viña que se extendía a uno y otro lado de la huerta, cercada con alambre a la altura de un hombre. Iba a echar una ojeada a los sedales colocados con disimulo en el Sierroz, las nasas, la ventrudas garrafas de vidrio donde los peces, tras introducirse en ellas, quedaban aprisionados. Luego volvía a la villa, entraba en las habitaciones de la señora Droux y le pedía una tarta de queso y un jarro de fuerte y áspero vino. Después iba a la huerta a reunirse con el señor Droux. Sacaba agua del pozo bajo el espeso follaje del flexible sauce a cuyo alrededor zumbaban constantemente los mosquitos, efectuaba la «cosecha de huevos» y trepaba a los cerezos para llenar, con destino al mercado del siguiente día, una cesta de frutos maduros y saciarse al mismo tiempo de jugosas cerezas gordales. A modo de recompensa, la señora Droux le ofrecía parte de su cena, un enorme plato de sopa donde nadaba una gruesa rebanada de pan. Y luego, una tarta de queso y un poco de vino. Una hora después, al entrar Fabienne en el comedor, declaraba a su padre con expresión melancólica:
—¡Qué extraño! Esta noche no tengo apetito.
A pesar de esta falta de apetito, después de una semana de reposo, reaparecían las rosas en sus mejillas y el brillo en sus ojos.
Hay sufrimientos que es preciso soportar hasta el final. Actúan en el hombre como un ratón en un cadáver. Los sufrimientos deben roerle a uno hasta los huesos, hasta que falte la carne y deje uno de sufrir. Siempre se acaba por resistir todos los dolores. Pero quien carece de consuelo de la fe sólo lo logra en el agotamiento de la sensibilidad, la facultad del sufrimiento conseguida a fuerza de sufrir.
Cuando uno ha muerto espiritualmente, cuando el corazón es una llaga, cuando se llega al límite extremo de las fuerzas, cuando el cerebro, extenuado, rehúsa pensar por más tiempo y ni siquiera consigue evocar y recordar, entonces el bruto reclama. Se echa uno en cama y logra conciliar el sueño.
Doutreval hacía la experiencia de este interminable viaje hasta los límites de la miseria, hasta el gélido país en que no es ya posible torturarse. Era desmesuradamente largo y atroz. Sin embargo, sin razón alguna, sin saber por qué, no quería hurtarse a él. Hubiera podido viajar con Fabienne, salir, jugar, beber, leer, trabajar, visitar Grenoble, Annecy, ginebra, los centros donde colegas suyos aplicaban su método de curarización. Se lo negaba a sí mismo. Tenía la vaga sensación de que hurtándose a su dolor perdería algo infinitamente precioso; un enriquecimiento moral. No acertaba a comprenderse a sí mismo.
Ni siquiera la presencia de Fabienne le consolaba. En los momentos en que su hija se acercaba a él o cuando iban a pasear juntos por el campo o cuando ella trataba de distraerle o consolarle, diríase que se acentuaba aún más la horrible sensación de vacío, de ausencia, de que sufría. Por más que Fabienne se prodigara, faltaba Mariette. Ya nadie volvería a verla jamás. Todas las ternuras de Fabienne no conseguirían reemplazar a Mariette. Después de la catástrofe, Fabienne tenía, para Doutreval, un valor cada vez más precioso. Pero cada vez que la veía no podía dejar de recordar a aquella que no volvería a ver nunca más.
Por esto Doutreval solía ir solo a la montaña. Sin embargo, a veces le acompañaba Fabienne.
Cruzaban el lago en barca y tomaban tierra en Bourdeau. O tomaban el autobús que los conducía hasta el túnel del Dent du Chat. Allí subían a pie hasta el collado. Doutreval se apoyaba en un bastón. A pesar de su rodilla lastimada seguía siendo un buen andarín, a condición de caminar despacio. El camino serpenteaba entre las extensiones de pastos pobres, vastos campos de hierba raquítica donde las sedientas gramíneas se iban secando. Acá y acullá, arbustos y malezas espinosas. Macizos de cardos y lampazos, una vegetación áspera, dura, bajo un sol ardoroso. No se veía ningún pájaro. Se hallaban a demasiada altura, y los pájaros no gustaban de la altitud. Pero sí había miríadas[68] de insectos.
Doutreval y Fabienne se sentaron sobre la hierba. Debajo, a cuatro mil pies, el lago no era más que una aguamarina encajada en la roca. Al otro lado, el Revard, levantado a pico sobre el abigarrado colorido de las casas y las quintas, erigía su agrietada muralla. A lo lejos, la cumbre del Chambotte se esfumaba entre las nubes de tenues vapores. Doutreval, con una ramita de espino blanco en la boca, aspiraba el espirituoso perfume de la florecilla silvestre, mientras escuchaba a su alrededor el eterno, minúsculo y formidable concierto de los millares de insectos. Pensaba con amargura en el irrisorio pulular de aquellas vidas inútiles, fermentación nacida bajo el sol y que moría con la llegada del otoño para renacer con la primavera, bulliciosa, absurda e inútil, al margen de toda idea respecto a la aventura humana que se desarrollaba a su lado. Pese a los horribles estragos que sus palabras ejercían sin duda en el alma de su hija, no podía dejar de abrir su corazón ante ella clamando su horror y su desesperación ante el espectáculo de la vida tal como la concebía. Díjole:
—Piensa, Fabienne, que cuando el hombre desaparezca del mundo, la postrera conciencia, el último testimonio lúcido se extinguirá sobre la tierra. Mas en las laderas de sus montañas, esos millones de animales no dejarán de continuar su música, sus cópulas, su absurda aventura constantemente repetida, siempre igual y sin objeto alguno desde el principio de la tierra. ¿Has visto en el museo de Aix la huella de esa libélula de la época terciaria, aprisionada en un pedazo de roca? Una libélula exactamente igual a las que ahora, con sus alas azules, revolotean a nuestro alrededor. ¿Por qué desde el principio del mundo se han obstinado las libélulas en vivir, en medio del horror y destrucción perpetuos que lleva en sí la vida? Siendo más viejas que el hombre, ¿cuántos millones de siglos sobrevivirán a él antes de la extinción de toda vida sobre la capa terrestre? ¡La vida! Un juego horrible, una invención de pesadilla.
Arrullados por el esplendor de aquella tarde rumorosa, Doutreval evocaba para Fabienne las carnicerías, las matanzas, las degollinas, las torturas, todo el espantoso drama que se oculta en el fondo de la hierba, echados sobre la cual gozamos de lo que llamamos la dulzura de la naturaleza. Las mantis religiosa, que devora a su macho al tiempo que éste la fecunda; la araña que estrangula a la mosca; el cercerido que con un triple aguijonazo destruye científicamente los tres centros nerviosos del bupréstido[69] y se lo lleva consigo para que más tarde su larva pueda consumir, todavía vivo, al desgraciado insecto paralizado, escogiendo los bocados, esquivando con una ciencia atroz los centros vitales, conservando la vida de su víctima hasta la última partícula de su carne. El leucopsis, el ántrax, cuyo gusano se aplica simplemente al flanco de la larva del calicodomo, la chupa a través de la piel, aspira, absorbe esa papilla viviente que es la larva y a su vez la deseca sabiamente para matarla, manteniéndola con vida hasta el último momento. El filanto, asesino de la abeja, que antes de llevarse consigo a su víctima le presiona el buche, le hace vomitar la miel y chupa la lengua de la desgraciada agonizante, que cuelga fuera de la boca.
Tamaña carnicería se desarrolla en un minúsculo rincón de la tierra. Y por doquier sucede lo mismo, de punta a punta del mundo, hasta el fondo de os océanos. Y sumado a ello, todos os gérmenes que fueren, los millones de granos de polen, de simiente viviente, que no llegarán a nacer, el inimaginable derroche de vida condenada a muerte antes de haber vivido.
Doutreval, sumido en un sentimiento de horror, echaba al olvido todos los principios de fe, engañosos y saludables a sus ojos, que había querido inculcar en el ánimo de Fabienne.
—Ante esa destrucción, hija mía, prefiero no creer en la existencia de dios. Antes que tener fe en una inteligencia divina soberanamente indiferente, despiadada y perversa, vale más creer en la nada, en el azar, en una naturaleza brutal y absurda, enorme bestia estúpida que llevaría al hombre pegada a su flanco como una chinche, sin darse cuenta siquiera de su existencia. Un monstruo obtuso, que anda a tiendas, sordo y ciego, creando sin saber, fracasando, volviendo a empezar, chapoteando en el absurdo desde el plesiosauro hasta el microbio, matando, torturando, estrangulando, obstinándose en esfuerzos incoherentes y carentes de objetivo pero con la excusa al menos de la inconsciencia. Sí, aún es mejor ese vacío, ¿no te parece?
Fabienne no contestó. Las palabras de su padre ardían en su alma como un alcohol fortísimo y amargo. Sin duda todo se hubiera aclarado si ella hubiese podido decirse: «Pero frente a todo ello existe mi propio sentimiento de rebeldía, el darme cuenta, conscientemente, de esa injusticia. Y es esto, quizá, la existencia de Dios». Mas Fabienne no pensaba en ello.
Solían regresar a su casa unas veces a través del lago y otras por la carretera. En aquella ocasión Doutreval se encaminó a Aix tratando, sin conseguirlo, de ventar aquellas corrosivas obsesiones.
—Sí —decía—. Quizá sea preferible a todo la nada.
¡La nada! ¡Admitámoslo! Pero ¿y Mariette? ¿No quedaba, pues, nada de ella? ¿También ella había quedado reducida a materia? Cuando tenía a su lado a su hija mayor y la cogía por los hombros, sintiendo en su corazón el arrullo del cariño, y leía en los ojos de Mariette el mismo cariño ¿no había allí sino simples aglomeraciones de materia? Aquella abnegación, aquel amor, aquel don de sí misma, aquel esfuerzo hacia el bien que irradiaba en Mariette, ¿era aquello la nada, pura materia? Doutreval sí se avenía a ser materia, la nada. Se conocía, se menospreciaba y se desdeñaba a sí mismo lo bastante para resignarse a no ser nada. Pero ¿y ella? Aquella bondad, aquella rectitud, aquella ternura, aquel sentimiento del deber, ¿era posible que no hubiera sido más que un poco de gelatina, de glarina y que no subsistiera ya nada de ello? Uno acepta la nada para sí mismo, pero no se resigna jamás respecto de quienes se han reconocido el reflejo de lo bello, del bien y a quienes se ha amado mucho. ¿Y ese intenso sufrimiento de su corazón de padre? ¿Acaso también era inútil? ¿Una cosa vana y absurda? ¿Una simple reacción química, una simple e imperceptible variación en el juego de las células corticales de su cerebro? ¿Nada más sufrir y saber que nuestro sufrimiento no es más que esto?: ¡Ciencia! ¡Ciencia que despoja al hombre, como escribe Jean Rostand «hasta el respeto a su sufrimiento»! ¡Qué aventura, qué maldición para el protoplasma humano, para esa combinación química que es el hombre, tornarse lúcido de repente, cobrar conciencia de todo! ¿Por qué no haber permanecido ignorantes de nuestra existencia? ¿Por qué no habremos vivido como bestias, sin saber nada de nada? ¡Clima asfixiante de la razón! Demasiado rudo y demasiado gélido para el hombre. La ciencia es como una cima. Doutreval comenzaba a preguntarse, angustiado, si el hombre puede encontrar en ella el oxígeno suficiente para vivir.
«El reino de la ciencia ha abierto algo así como una época glaciar en la historia espiritual de nuestra especie» —agrega Jean Rostand, ese ateo desesperado—. «No está aún absolutamente demostrado que la friolera alma humana pueda resistir el clima riguroso de la razón… Es muy posible que la humanidad, en su conjunto, fuese incapaz de sostener la verdad de la ciencia».
«¡Vaya ciencia!», jamás hasta entonces había Doutreval comprendido tan bien la trágica ironía contenida en el título de Nietzsche.
Regresó hacia el Bourdeau. Por el camino encontró el autobús que iba a Aix. Anochecía. Doutreval atravesó a pie la riente y lujosa ciudad, con su enjambre de cosmopolitas transeúntes, sus cafés, sus pastelerías, sus mercaderes judíos de alfombras de Oriente y sus anticuarios.
Por espaciosas avenidas sombreadas por recios plátanos, de corteza moteada como la piel de los leopardos, se encaminó hacia el Petit-Port. Encontraba de nuevo los suburbios, el campo, las quintas diseminadas entre los vastos jardines plantados de árboles frutales. El ocaso proyectaba su rosado resplandor sobre la alta muralla del Revard. Y de la cima de la montaña descendían lentamente acolchados vapores blancos, jirones de nubes, avalanchas milagrosamente suspendidas en los flancos de los muros de granito, encima de Aix. El indiferente esplendor de aquella incomparable naturaleza, suntuosa e impasible, inspiraba a Doutreval una especie de coraje. Pensaba, con un vago sentimiento de rebeldía, en que todas aquellas magnificencias, aquella poesía, aquellos cielos, aquellas aguas, aquellas puestas de sol, continuarían, después de la muerte, y aún subsistirían millones de siglos igualmente regulares, variados, grandiosos e inútiles, sin que ojo humano los contemplara. Odiosa poesía, falaz consuelo de toda aquella belleza, de aquel espléndido marco de piedra que habrá servido de decoración a la miserable y trágica aventura humana, y que mucho tiempo después del fin del hombre y de su dolor sobrevivirá frío, sereno, insensible, sin haber visto ni retenido nada, sin experimentar nada de la singular historia de esa gelatina viviente que despertó un día, pensó, sufrió y murió, sin razón ni objeto, en un ignoto rincón del universo…
En la carretera, frente a una granja, había un coche parado. Los dos caballos cansados, bajaban el cuello y husmeaban el suelo resoplando en medio del polvo. Uno de ellos levantó al cabeza y, con un movimiento afectuoso la posó sobre el cuello de su compañero. Ambos animales permanecieron inmóviles. Doutreval prosiguió su camino llevando impresa en su ánimo la doliente imagen de aquel animal apoyando la cabeza sobre el cuello de su camarada de miserias. ¡Ternura, piedad, amor, extraño apego de un poco de materia por otra materia! ¡He aquí lo que es más horrible aún que la inteligencia y la conciencia! ¡Éste es el drama! No porque la materia haya cobrado lucidez, sino porque experimentaba un sentimiento de afecto. Los palomos de Mariette, los perritos que tenía a su cuidado y que al cabo de tres semanas conocían ya la voz de su ama, y se volvían hacia ella más de prisa que hacia su madre, con los ojos aún lechosos en cuanto la oían hablar… Aquel viejo perro de aguas que llevó un día Doutreval al quirófano para extirparle aún con vida el cerebro convirtiéndolo en un autómata, y que porque le había dado de comer durante tres días se puso a lamerle las manos mientras el profesor lo sujetaba, con ayuda de Regnoult, encima de la mesa de vivisección… A Doutreval, cosa absurda, se le oprimió el corazón y asomaron lágrimas a sus ojos. Había dicho a los estudiantes:
—Para la vivisección, señores, es conveniente atar sólidamente al animal. No debéis conocerlo de antemano y tampoco mirarle a los ojos como yo acabo de hacerlo… Regnoult, que traigan otro perro y que se lleven éste.
Y finalmente, Mariette tomó bajo su adopción el viejo perro de aguas. ¡Ahí residía el drama! ¡Sufrimiento y ternura en lo material! Aquel caballo de la granja, aquel animal triste y cansado que unos momentos antes, extenuado por su sufrimiento solitario, había posado amistosamente su cabeza sobre el cuello de su compañero… a Doutreval, aquella actitud del animal estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas. Acordose de Nietzsche, el destructor, el negador, el filósofo de la nada, el hombre que divinizó el Yo y la crueldad despiadada, que soñó con la existencia de un superhombre liberado al fin de la moral y de la piedad y presto a pisotear a todas las víctimas para dar satisfacción a sus ansias de poder, a su orgullo… De Nietzsche, que alcanzado ya el término lógico de su horrenda concepción nihilista del mundo, en el umbral de la demencia, vaga sin objeto alguno por las calles de Turín, unos días antes de la crisis de la locura en que va a sumirse, pocos días antes de la atroz y última carta, de una agonizante lucidez, dirigida a su madre: «Madre, madre, estoy loco…». En medio de su naciente divagación, el filósofo ve, en un cruce de caminos, un viejo caballo arrastrando un fiacre[70], sufriendo, resignado, la lluvia de latigazos que le administra un cochero borracho. Y el autor de «Mas allá del bien y del mal» de «El crepúsculo de los ídolos» y de «El anticristo», el destructor de la moral, el negador de toda caridad, de toda piedad, de toda ternura, de toda bondad, llegando a la vertiginosa y desolada cima de su absurdo pensamiento, se deja vencer por un sentimiento de compasión ante el martirio de un viejo caballo, ante la trágica y lamentable aventura de un ser que sabe que no es más que materia, pero materia sujeta a sufrimiento… Y se abraza sollozando a la cabeza de la miserable bestia. ¿Primer síntoma de desplome de un cerebro sumiso en la demencia? ¿O quizá la última y suprema lucidez del genio concibiendo en todo su pavor, en vísperas de la locura, el horror que encierra el drama de la materia viviente?
Fue Fabienne la primera que aconsejó a su padre:
—¿Qué te parece si te pusieras nuevamente a trabajar?
Fabienne estaba preocupada porque se daba cuenta de los estragos que el dolor y la ociosidad producían en el ánimo de su padre. Doutreval vaciló. Ni siquiera la perspectiva del trabajo le hacía reaccionar. Al cabo, una carta de Regnoult en la que se adjuntaban unos recortes de Prensa que había de cumplimentar, le decidió, sin la menor alegría, a regresar a Angers por espacio de una semana.
En Angers se encontró con Ludovic Vallorge. Ambos se mostraron indiferentes. En las entrevistas entre suegro y yerno había entonces una vaga desazón. Nada tenían ya que decirse. El vínculo que les unía se había quebrado. Cuando estaban uno frente al otro, les embargaba, confusa y oscuramente, algo así como un turbador sentimiento de responsabilidad y de culpabilidad. Vallorge comunicó a Doutreval que iba a pasar un mes en Biarritz, en casa de los Heubel. Doutreval vio marchar a su yerno sin que le doliese tener que prescindir de su compañía.
En Saint-Clément, Regnoult y Groix recibieron al «patrón» con un entusiasmo que Doutreval no compartió. Ni siquiera el trabajo lograba arrancarle de su abatimiento. ¿Por qué trabajar? La muerte de Mariette le había abierto os ojos sobre la vanidad de todo lo existente. Cosas que antaño comprendía perfectamente sin estorbarle el trabajo, la filosofía nihilista que en otro tiempo no se aplicaba a sí mismo, le sumían ahora en una completa inactividad. Como si la muerte de Mariette hubiera súbitamente doblado su poder de destrucción de energías.
«¿Por qué he tenido hijos? —pensaba irritado Doutreval—. ¡Un hombre como yo no debiera haber tenido hijos! Cuando uno no cree en nada, cuando se ha percatado de la vacuidad de todo y cuando lo que persigue en este mundo es ver realizado su afán de poder ¿por qué el estúpido estorbo de los hijos? ¿Debilidad? ¿Cobardía? ¿Concesión a la parte animal del alma, a esa necesidad grosera, primitiva, de amar, de apegarse a alguien que uno lleva en sí como una tara?».
Harta cuenta se daba también de que hasta sus resortes activos sufrían los efectos de aquel estancamiento. En presencia de un demente, al estudiar los resultados de una experiencia emprendida o en el momento de acometer un nuevo intento, Doutreval se preguntaba a veces:
—Y esto, ¿por qué?
Comenzaba a no creer ya en la única cosa en la que hasta aquel momento había creído: su trabajo y su obra. ¿Valía en verdad la pena devolver a tal o cual demente la conciencia, la horrible lucidez, la facultad de comprender nuestra condición humana y de sufrir? ¿Era incluso una obra de caridad?
»Si me fuera dable no haber tenido jamás conciencia —pensaba Doutreval—, ¿no consentiría en ello con todas mis fuerzas? ¿No diría que sí en seguida? ¿Qué he estado buscando, en el fondo, en el transcurso de mi vida, más que no reflexionar sobre mí, no pensar nunca en mí mismo, ni tener conciencia de nada? ¿No ser más que una máquina de trabajo? Cuando vengo aquí, al asilo, al laboratorio o al hospital; cuando me encierro en mi despacho, cuando me fatigo compulsando fichas o redactando artículos; cuando voy a ver a Jeanne Chavot, y maquinalmente, recabo de ella unos instantes de placer; cuando por la noche me acuesto, extenuado de cansancio, y aún me siento con ánimos para coger un libro, los Recuerdos entomológicos de Fabre[71], o una novela policíaca de Ágata Christie o de Ricarda Huch, ¿acaso no persigo más que paralizar en mí la conciencia o cloroformizarla durante una hora? ¿Acaso la misma selección de esas lecturas no lo pone en evidencia? Temas cerebrales de estudio, o un enigma policíaco en cuya lectura el corazón no se siente prendido, en los que no se corre el riesgo de que, súbitamente, en ocasión de una historia demasiado humana, demasiado verdadera, se despierte en mí la dolorosa lucidez de nuestro destino…; incluyendo esa historia que me contaba a mí mismo siendo niño antes de dormirme, y que sigo contándome, todas las noches, por espacio de algunos minutos, para mecerme al alcance del sueño, sin permitir que penetre en mí la odiosa conciencia de mi destino humano cuyo horror alejaría el sueño hasta el alba… Todo esto, mi vida entera, la vida de todos los hombres ¿no es acaso una constante huida ante la siniestra realidad de nuestra miserable condición? ¡Y es esa conciencia la que yo quiero devolver a ese pobre demente! ¿Acaso vale la pena?
»En el fondo ¿por qué cuidar, por qué sanar si el hombre no es más que esto: un hombre? La medicina actual no hace más que prolongar la vida de los moribundos, la reproducción de los seres tarados y llevar a la especie humana a la degeneración. De un nacimiento de perritos, sacrificamos a los débiles y sólo guardamos a los fuertes. Los espartanos arrojaban al Taigeto a los recién nacidos deforme. Así es cómo se efectúa la selección de una especie vigorosa. Pero la raza humana se selecciona a la inversa. La guerra sólo mata a los robustos; y la medicina conserva a los físicamente indotados. Después de las guerras napoleónicas la estatura media de los franceses había experimentado una merma de tres centímetros. En los consejos de revisión militar de hoy en día la cifra de los considerados exentos asciende al cincuenta por ciento. Si el hombre no es más que un animal ¿por qué no aplicarle los métodos de la selección animal?».
Al llegar a esta conclusión, Doutreval se detenía vacilante. A pesar de todo no se atrevía a llegar hasta allí. Aunque tal conclusión sea lógica, hay alguna cosa inexplicable que subleva el corazón humano a la idea de que podríase, por ejemplo, organizar «apareaderos» humanos, con sementales y hembras humanos que se acoplaran para obtener los más bellos productos. Ningún legislador llegará jamás a tal extremo. Un horror instintivo nos mueve a todos contra eso, y, sin embargo, desde un punto de vista estrictamente materialista ¿por qué no llevarlo a cabo? Conflicto insoluble entre la razón y la conciencia respecto al cual nos damos cuenta, empero, que es en la conciencia donde reside la verdad.
Toda nuestra Ciencia divinizada no logra darnos respuesta a tamaño problema. ¿Necesita el hombre, si quiere seguir siéndolo, algo más que la Ciencia?
No obstante, existe en el trabajo un sentimiento de hábito o de automatismo que nos impele a entregarnos a él al margen de toda idea de utilidad o de necesidad. Sumido de nuevo en su valor, entre sus locos, sus ayudantes, sus experiencias y sus fichas, Doutreval echaba al olvido sus dudas, sus angustias, la probable vanidad de su esfuerzo y de su propio éxito. El trabajo disipa el olvido como una morfina. Y Doutreval se entregó de nuevo a su labor como se entrega uno a la morfina aun a sabiendas de que sólo nos proporciona un placer engañoso.
Alarmado por esa fractura de la columna vertebral seguida de defunción, Groix había efectuado una serie de investigaciones. Sus conclusiones dejaron a Doutreval muy preocupado.
En numerosos casos de enfermos en franca mejoría sobrevenían, tras unos meses, dolores dorsales que obligaban a los facultativos a interrumpir de nuevo el trabajo. Con frecuencia comprobábase en la espalda una redondeada gibosidad. Ningún síntoma en los enfermos, ningún dolor en el momento del tratamiento había hecho sospechar tal aplastamiento en las vértebras. En cambio, otros enfermos, sin haber sufrido ninguna fractura, se habían quejado de agudos dolores en el espinazo. No existía pues, indicio alguno, nada que advirtiera el peligro en el momento del tratamiento.
Aquella semana apareció en la Revista del Médico un entrefilete[72] que Groix dio a leer a Doutreval.
Sólo seis líneas. «Fractura por aplastamiento del raquis en el curso de un acceso convulsivo determinado por la curarización…».
«El doctor Scillerac presentó una enfermera sometida a tratamiento de curarización, que a la segunda inyección experimentó una crisis bastante aguda. En los días siguientes la enferma dio muestras de un vivo dolor en la columna vertebral. La radiografía señaló una clara descalcificación en la d. 9[73], lo que constituía probablemente una predisposición a este tipo de lesiones. De todos modos, el autor hizo hincapié sobre la pobreza sintomatológica y opinó que debe emplearse con extrema prudencia el método del profesor Doutreval».
—¿Qué opina usted de esto? —dijo Groix—. Es un hecho que coincide lamentablemente con nuestras propias observaciones. Es el primer campanillazo de alarma.
—¡En modo alguno! —repitió Doutreval—. No ignora usted que esta enferma se halla descalcificada. «Clara descalcificación de la D. 9». ¡Scillerac ha sido un idiota al aplicar el método en semejantes condiciones!
—Ninguna objeción habíamos hecho nosotros.
—¡Evidentemente! ¿Acaso puedo preverlo todo? Sin embargo, no estaba por demás un poco de prudencia. Es obvio que la curarización, con sus concentraciones musculares, no es conveniente aplicarla a los desmineralizados. Es una lástima que no pueda estar en todas partes, no poseer un centro propio, bien organizado, donde recibir a los médicos que asistirían a una experiencia perfectamente preparada… Necesitaría disponer en Angers de un centro de curarización. Entretanto, voy a escribir a Scillerac.
Sin embargo, se hubiese dicho que los psiquiatras no estaban sino esperando el breve entrefilete de Scillerac para desencadenar la ofensiva. No había terminado aún el mes, cuando en tres grandes revistas médicas francesas aparecieron sendos artículos señalando las mismas complicaciones y formulando idénticas reservas. Señalábanse de uno y otro lado abscesos de pulmón. Y llegaban a manos de Doutreval cartas de personas que indicaban hechos análogos, o que se mostraban preocupadas, solicitando explicaciones o estadísticas. La fractura de la columna vertebral, ¿era accidental o se producía con frecuencia? Puede aceptarse un tanto por ciento de accidentes. Pero ¿el veinte por ciento? Cifras, cifras, decían las cartas.
Doutreval se dispuso a acometer la abrumadora tarea de visitar de nuevo a todos los antiguos enfermos. Era necesario. Groix era pesimista, exagerado, y concluía con estadísticas alarmantes.
Aquellos meses Doutreval llevó a cabo un trabajo agotador.
Groix presentó unas cifras que Doutreval rechazó. Groix totalizaba un 43 por ciento de fracturas de la columna vertebral, mientras que Doutreval no admitía más que el 4 por ciento, negándose a dar valor, en las estadísticas, a todos los casos que presentaban síntomas de desmineralización. Toda una noche se pasaron discutiendo antes de mandar a la Revista del Médico el artículo de Doutreval, que fue sometido también a examen de Regnoult.
—¡Estos números son falsos! —dijo Groix.
—¡En absoluto! Si los desmineralizados no deben ser sometidos a un tratamiento de curarización, ¿por qué han de figurar en las estadísticas?
—Entonces dé usted las dos series. Todo el mundo sabrá al menos a qué atenerse.
—¡Usted está loco! —exclamó Doutreval—. ¿Cuarenta y tres por ciento de fracturas? ¡Sería un suicidio!
—Los números no mienten.
—Los números han sido hechos para ser interpretados. Por otra parte, ya hemos discutido bastante. Yo soy el único juez en esta materia. Déme sus notas, Groix, y déjeme solo.
Doutreval terminó su artículo. Regnoult lo corrigió de estilo. El artículo apareció la siguiente semana en al Revista del Médico. El día siguiente Groix entró, con la revista en la mano, en el despacho de su «patrón».
—Señor profesor —dijo con tono ligeramente emocionado—, le ruego que me perdone, pero voy a dejarle a usted.
Doutreval se sobresaltó.
—Sí, abandono la Facultad. Renuncio a la carrera profesional. Me propongo establecerme como médico en donde viven mis padres.
—¡Vaya decisión! —exclamó Doutreval—. ¡Abandonarme después de tanto tiempo! Cuanto estoy a punto de alcanzar el éxito, cuando podría ofrecerle un alto cargo en el Centro que voy a abrir… Veamos, ¿cuáles son los motivos?
Groix, pálido el semblante, mostró la revista.
—No puedo seguirle en este terreno, profesor.
—¿Ha dejado de creer en mí?
—Creo que no deberíamos defender el método con esos procedimientos.
Hablaba en voz baja, pero con firmeza. Acentuósele aún más la palidez. Su cicatriz cobró un tinte más sanguíneo. La sangre afluyó al rostro de Doutreval.
—Está bien. Entonces, adiós, Groix. No quiero retenerle. Creo que lamentará usted su decisión. Adiós.
Doutreval echó mucho de menos a Groix. Este muchachote, rubio y jovial, con su cicatriz y sus enmarañados cabellos, le había sido fiel, le había salvado la vida en una ocasión, y sus investigaciones personales habían contribuido al éxito alcanzado. Afortunadamente, le quedaba Regnoult. De todos modos, Doutreval necesitaría en adelante más de los conocimientos estilísticos, de la flexibilidad y la brillantez de Regnoult que de las virtudes laboriosas de Groix. Sí, todo iría bien No se engañaba. El artículo tuvo un eco señalado y tranquilizó a los partidarios de Doutreval. La curarización continuó de nuevo sumando adeptos y sus éxitos comenzaron a propagarse como una mancha de aceite. La prensa volvió a mostrarse favorable. Los diarios parisienses solicitaban entrevistas a Doutreval. «Selecta», la gran empresa cinematográfica, mandó un equipo a Saint-Clément para «rodar» cien metros de cinta presentando en «actualidades» al profesor Doutreval «experimentando su método, que sana a los locos». Tras unos instantes de vacilación, Doutreval se sometió a ello de buen grado, según afirmó para el bien de la causa. Fue una sesión interminable que duró toda la tarde, bajo los sunlights, delante de una cortina tendida entre dos columnas de cartón piedra desmochadas a dos metros de altura. Los operarios indicaban a Doutreval los gestos que tenía que hacer y hasta el tono de su discurso, y se afanaban en disimular su cojera y que resultara fotogénico… Radio París le propuso dar unas charlas. Doutreval comenzaba a mostrarse francamente optimista.