Un día en que fue a ver a Tillery, Michel encontró en casa de su amigo a Seteuil, que se hallaba de paso en París en compañía de Santhanas.
Santhanas había abandonado la homeopatía. No daba ningún rendimiento. También en este ramo la competencia era excesiva. Había demasiados médicos en París, en las grandes ciudades adonde todos los jóvenes quieren ir a vivir, mientras el campo carece de médicos. Santhanas había caído muy bajo.
Prestaba su título, su diploma, a un curandero en boga, una especie de magnetizador que hipnotizaba a sus enfermos. Y los despachaba a su casa persuadidos de que ya estaban curados. Evidentemente, dejaban de sufrir, pero la enfermedad proseguía sus estragos, más peligrosos aún por el hecho de no hacerse visibles. Este curandero, que acababa de pasarse seis meses en la cárcel por ejercicio ilegal de la medicina había juzgado prudente parapetarse tras una mampara. Santhanas cumplía esta misión.
Examinaba a los enfermos en presencia de su «maestro», el curandero, quien no teniendo contacto con ellos, no desempeñando en apariencia más que el papel de testigo y consejero, no podía ser perseguido.
Por ejercer esta profesión de ayuda cámara, Santhanas percibía cien francos diarios. Se lo contaba con una risita a Seteuil y a Michel, que estaban asqueados. Su «patrono» explicaba, le apreciaba mucho y Santhanas se aprovechaba de ello para hacerle «cantar». Pues no resulta fácil encontrar un doctor en medicina que se humille hasta semejante servidumbre.
Seteuil acababa de perder a su mujer. Se casó sin sentirse enamorado, sólo por la dote, y estaba bastante conformado. Gracias a la existencia de un hijo, una criatura de pocos meses, heredero legal de la fortuna materna, no se había visto desposeído del dinero.
Cuando supo que Michel tenía la intención de establecerse le habló del Norte, del centro industrial donde él prosperaba. Un anciano colega que acababa de morir dejaba allí una plaza vacante. Seteuil prefería que en lugar de un desconocido la ocupara un amigo. La comarca, casi lindante con la frontera belga, era agrícola y poseía algunas fábricas importantes que proporcionaban accidentes de trabajo. La vivienda, carente de lujo, era decente. Michel se tomó interés y prometió trasladarse allí.
Michel partió hacia el Norte, donde Seteuil le esperaba. El burgo fue de su agrado. Constituía el suburbio de una ciudad industrial, una aglomeración de cinco o seis fábricas y algunos barrios obreros situados en medio de los campos de remolachas, de patatas y de trigo. Desde Lille el viaje en ferrocarril era corto. La casa del viejo médico a quien Michel se proponía suceder se encontraba en las afueras, casi en el campo, al final de un terroso sendero bordeado de sauces desmochados. Había también un jardín espacioso, pero abandonado. Seteuil aseguraba que Michel podría ganarse holgadamente la vida.
Para comenzar, se encargaba de proporcionarle una suplencia. El doctor Becquerel, diputado, buscaba un sustituto por espacio de algunos meses. Ello le depararía en los primeros tiempos unos ingresos considerables.
Michel se decidió. Fue a ver al propietario, firmó un contrato de arrendamiento y regresó a París para hacer con Evelyne los preparativos de su nueva vida.
La víspera de su marcha para el Norte, se trasladó con Evelyne a Saint-Cyr, por última vez, para ver a Domberlé.
—No —dijo el viejo maestro—, no me agradezcan nada. Divulguen a su alrededor la verdad que yo les he hecho conocer. Nada más. Ya verán ustedes cómo no les será fácil hacerlo. Escríbanme cuando tengan alguna dificultad, pídanme consejo… Yo les guiaré. Me apena en verdad verles marchar, Doutreval. Nuevamente estaré sólo… Ya me había acostumbrado a ustedes. ¡En fin! Es mi sino…
—También yo, maestro, lamento mucho…
—No lamente usted nada —repuso Domberlé—. Soledad y silencio, éste es mi destino. Y no lo olvide; no reniegue, no sirva a dos amos, sea a su vez lo que yo he querido ser a rajatabla; el perro guardián de la verdad. Será usted infamado, vilipendiado, escarnecido y traicionado. En las horas de prueba recibirá usted inexplicables y prodigiosos socorros y se verá usted milagrosamente reconfortado, aliviado y apoyado. ¡No lo olvide!
Levantó la mano. Había en sus ardientes ojos y en su barbuda faz de viejo profeta una gravedad y una solemnidad bíblicas:
Lucha por la verdad hasta la muerte.
Y Dios nuestro Señor combatirá por ti.
De vuelta de Saint-Cyr, Michel fue a despedirse del profesor Norf. El viejo maestro de Michel le recibió en el espacioso laboratorio de anatomía patológica, entre fotografías de ratas cancerosas y jofainas donde maceraban unas manos cancerosas. También Norf le dijo con acento melancólico:
—Claro… Ya me lo figuraba… Era fatal… Pero es una lástima. Seguramente habría usted hecho algo. Le echaré de menos.
Hacía veinte años que Norf no había hablado de este modo.
—También yo, señor —explicó Michel—, siento por usted…
—¡Oh! —exclamó Norf—. Ya estoy acostumbrado, ¿verdad Vanneau?
Dedicó una sonrisa un poco triste a su viejo y fiel ayudante de laboratorio.
—Todos los jóvenes me abandonan. Siempre ha ocurrido así. Hay que vivir. Aquí no le pagan bien a uno. Yo, ya lo ve usted, soy un viejo loco… Ya me doy por contento… la ciencia… las investigaciones… Mi mujer ha consentido en sacrificarse conmigo… Mas para los jóvenes es una carga excesiva… De todos modos es una lástima. Se me habían ocurrido algunas ideas que destinaba a usted… Cosas que usted podría haber publicado…
—Tiene usted que publicarlas por su cuenta.
Norf sonrió.
—¿Yo? Apenas se han publicado una docena de cosas mías en toda mi vida, Doutreval. Se suele publicar demasiado. Con frecuencia, en busca de una gloria efímera. Los médicos se ven apabullados bajo el fárrago de tantas publicaciones. Cuando uno no tiene verdaderamente nada que decir debe callarse. El sacrificio más duro para un sabio es el silencio.
Por primera vez Michel observó en el rostro del viejo «patrón» el reflejo de una emoción secreta. La tristeza de un hombre que se ha pasado la vida en pos de una verdad científica y que, habiéndola descubierto, se resigna a ofrendar su vida por nada y a guardar silencio. Norf estrechó las manos a Michel, se volvió, se instaló delante de un microscopio y a partir de aquel momento pareció haberse olvidado de la existencia del muchacho. Michel dio un abrazo a Vanneau, emocionado y a punto de saltársele las lágrimas y se marchó.
No había de volver a ver a su viejo «patrón». Norf había temido siempre la vejez, la llegada del día en que sería jubilado, en que le echarían de su laboratorio. Disfrutaría entonces de una pensión irrisoria, mientras esperaría la muerte en la ociosidad, el fastidio y la soledad.
La muerte fue piadosa con él. Un día se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos mientras estaba trabajando en el laboratorio.
De vez en cuando, Norf atendía gratuitamente a desventurados que encontraba en el hospital. Uno de ellos, con un cáncer incurable y a quien Norf había ocultado piadosamente el nombre de su enfermedad, fue a visitar a otro médico. Éste, joven y deseoso de dar muestras de su saber, se apresuró a decirle:
—Lo que tiene usted es un cáncer, amigo mío. Los que hasta ahora le han cuidado son unos imbéciles y unos criminales.
Al salir, el hombre se compro un revólver. Aquella misma tarde fue a ver a Norf. Le encontró en su laboratorio e hizo cuatro disparos sobre él. Norf, alcanzado en la frente, se desplomó sobre el microscopio y murió al cabo de unos minutos. El asesino, detenido, se ahorcó en su celda algunos días después.
Louise, la viuda del viejo «patrón» de Michel, se marchó de París y se trasladó a provincias a llevar una vida mezquina, dolorosa y sin objeto alguno. Y un nuevo «patrón» sustituyó a Norf. De cuanto poseía el viejo maestro quedaron algunos ratones en las conejeras, plagados de sarcoma, y que le sobrevivieron muy poco tiempo. Y en los pasillos, pedazos de intestinos y más fotografías de ratones cancerosos, de los que Norf se mostraba particularmente orgulloso, y que ostentaban estas etiquetas:
Sarcoma del hígado
NORF, 1928
Ni un artículo ni un estudio. Sólo algunas notas dispersas que nadie sentiría la curiosidad de consultar. Ni siquiera un colorante al que dejar su nombre. La parte de la ciencia que correspondió a Norf era la más amarga y negativa; explorar los caminos sin salida posible para que los demás no pierdan el tiempo con ellos.
Por otra parte, si acaso había descubierto algunas cosillas útiles y personales, había sido demasiado modesto, demasiado escrupuloso y no había querido publicar nada con precipitación o que no fuese absolutamente cierto, hasta el punto que nadie sabría nunca nada de su esfuerzo.
Sin embargo, el pensamiento de Norf animó aún durante mucho tiempo el laboratorio de anatomía patológica. El viejo Vanneau, ayudante del laboratorio, se quedó. Y cuando el nuevo «patrón», el profesor Gamblin o su ayudante no acertaban a explicarse un corte de difícil interpretación, hacían lo que Michel, y llamaban a Vanneau con cierto disimulo:
—Fíjese, Vanneau, es un caso curioso. Venga a ver. ¿Vio esto antes?
Vanneau echaba una ojeada al microscopio. Y con gran deferencia, prudente según su costumbre y parapetándose tras el recuerdo y la autoridad de su viejo «patrón» desaparecido, para no humillar demasiado a sus sucesores, decía:
—En un caso como éste, me acuerdo, señor profesor, que el señor Norf decía: «Se trata de un sarcoma…».
Así el laboratorio se veía animado por la ciencia de Norf que iba derramando Vanneau, singular depositario de la experiencia del viejo sabio.
En la fría alborada empañada por esa bruma de verano, esa especie de vaho que exhala de noche el ardoroso París atemperando un poco su fiebre, salía el tren de la estación del Norte. Tillery y Choute acompañaron a sus amigos hasta el último momento y aún permanecieron un buen rato en el andén.
Sentados uno al lado del otro en su compartimiento, Michel y Evelyne contemplaban el rápido desfile de los sórdidos edificios, las masas de altos, mugrientos y negro inmuebles donde bullen los sufrimientos de las civilizaciones industriales. Montmartre iba ascendiendo lentamente en el horizonte.
Encima de la densa bruma, ya dislocada y perforada por los rayos del sol como las humaredas errantes sobre un campo de batalla, surgía, semejante a una Acrópolis, su templo luminoso y rosado. El vagón de tercera clase estaba atestado. Una mujer sacó de un paquete unas tartas y huevos duros y se dispuso a comer. El tren iba aumentando su velocidad y rodaba hacia Creil, la Picardía y el Norte.
Michel, con el corazón un poco oprimido, guardaba silencio. De nuevo, la aventura y la vida conyugal por primera vez, la terrible prueba para ambos de la vida dura y verdadera con la que jamás a excepción de algunos días, se había enfrentado. La medicina, la clientela aún por hacer, el dinero a ganar día a día, desde el primero al último día del año, sin ingresos, sin sueldo, sin ayuda de nadie, con los cuidados que la frágil salud de Evelyne requería…
Miró a hurtadillas a Evelyne. Ésta hizo lo propio, puso la mano sobre la de su marido y le sonrió.
Michel se sintió confortado. Evelyne no tenía miedo. Y una vez más comprendió la fuerza que da el conocimiento de la miseria.