Michel Preparaba sus últimos exámenes y terminaba su tesis. Desde fines de mayo, Mariette había súbitamente interrumpido sus visitas y sus cartas. Este silencio comenzaba a inquietar a Michel.
Propúsose en su tesis utilizar sus observaciones sobre la curación de Evelyne, pero Domberlé no se lo aconsejó.
—No es lo bastante clásico —le dijo—. Es inútil intentarlo. Busque algo menos revolucionario.
Michel se contentó, pues, con un estudio sobre la frecuencia del infarto del lóbulo izquierdo del hígado en los tuberculosos, extendiéndose respecto a os síntomas característicos de la misma: la sensibilización de la cavidad del estómago, el tinte encarnado de las uñas y la opacidad del pulmón derecho. Lo que corroboraba las afirmaciones de Domberlé:
«La tuberculosis es, en la mayoría de los casos, el resultado de abusos en la alimentación».
Después de sus horas de laboratorio en casa de Norf, Michel pasaba el resto de su tiempo en Saint-Cyr, o al lado de su mujer, o de los tuberculosos, o de Domberlé. A este último sitio iban también, en el «201» artísticamente pintado por el propio Tillery, éste, «Choute» y las dos gemelas.
—El esmalte. ¡Duco auténtico, amigo! —afirmaba Tillery dando golpecitos con su índice a los guardabarros ligeramente abollados. Era un obsequio de un tendero, un cliente agradecido. Y en cuanto al tapizado, es el producto de una rabiosa escarlatina que cogieron los chiquillos de la propietaria de la mercería donde me surto y que me costaron, ¡palabra! Algunas visitas nocturnas. La buena mujer quería regalarme la tela, pero me la vendió por muy poco dinero. ¡Qué feliz era Tillery con su Choute y las dos niñas, sus preocupaciones de corto alcance, sus dramáticos fines de mes, su sempiterno optimismo y su buen corazón bajo su aparente despreocupación! En cuanto a la señora Tillery, cuidaba magníficamente a las dos gemelas haciendo caso omiso de los innumerables consejos médicos con que su marido la abrumaba. De todos modos, Tillery se confesaba incapaz de administrar a sus vástagos el menor cuidado útil.
—Ni siquiera bañarlos con agua tibia —confesaba a Michel—. ¡Me tiemblan las manos! Con más facilidad te abriría a ti el abdomen desde el pubis hasta el gaznate.
—No lo dudo —dijo Michel.
A la sazón recibió Michel una carta de Belladan, el antiguo interno de «L’Egalité». Belladan abandonaba la medicina. No se ganaba la vida. Laureado en los exámenes, infinitamente más capacitado que Tillery, había encontrado el medio de comerse cien mil francos vegetando en el mismo barrio de Angers donde Tillery, el quimérico y despreocupado Tillery, con su limitado caudal de sabiduría, su buen humor y conocimiento del «populo», había antaño prosperado. Belladan había obtenido un empleo en los Seguros Sociales con un salario fijo. No tendría ya que enfrentarse con hombres, sino con números, cosa más fácil. Incidentalmente un pasaje de la carta decía:
«Desde la muerte de Mariette…».
Así enterose Michel del fallecimiento de su hermana.
Escribió a su padre, pero éste no le contestó, por lo que Michel tuvo que preguntar a Belladan detalles acerca de la muerte de Mariette.
Al dolor que experimentaba Michel venían a sumarse las preocupaciones materiales. Hasta aquel momento había recibido gran ayuda de Mariette, que ahora le faltaría. Contaba trabajar uno o dos años al lado de Norf y solicitar luego una plaza en un sanatorio. Entretanto sus ingresos como ayudante eran insuficientes. Evelyne mejoraba. Era preciso establecerse lo más pronto posible, presentar sus tesis y hacerse una clientela para pode vivir.
En el sanatorio, Domberlé proseguía su obra, en medio de la incomprensión general. Sus enfermos le hacían la vida imposible. Al no darles carne cruda aseguraban que se proponía hacerles morir de hambre para disponer de camas vacantes. Hartábanse de todas las porquerías imaginables, que recibían por mediación de cómplices de fuera, o arrojadas por encima de las paredes o transmitidas de un pabellón a otro por medio de inverosímiles sistemas de cordeles. Con frecuencia, los «politiqueros», los que habían ingresado por un favor especial, por recomendación de un diputado o simplemente de un edil municipal, iban a quejarse al director.
Entonces, éste, asustado, porque él mismo dependía de tal diputado o consejero municipal, llamaba a Domberlé a su despacho, le hacía una escena y acababa por exigirle que se implantara de nuevo el régimen «de todo el mundo». Luego, en el pabellón infantil, Domberlé mandaba retirar los guisantes, las alubias, las conservas, el pescado y las confituras ácidas. ¿Con qué derecho hacía tales supresiones? ¿Con qué derecho pedía tan a menudo, queso, patatas y ensalada? ¡Torpedeaba el presupuesto! Por culpa suya había la amenaza de un déficit. Aquello era intolerable. Domberlé había cesado ya de discutir. A los enfermos que le pedían carne y drogas se las hacía servir inmediatamente. A los otros, a los que se prestaban voluntariamente, les sometía a régimen. Al notar en éstos una mejoría en su estado, algunos otros se dejaban convencer, sobre todo después de pasada una crisis aguda, con hemorragia o vómitos de sangre. Entonces, aterrados, cedían a todo.
Sin embargo, Domberlé podía actuar con más libertad en cuanto a los niños. Éstos eran numerosos.
París nutría abundantemente el sanatorio, donde enviaba los lamentables desechos de una civilización devoradora: pobres rapazuelos alimentados desde la cuna con leche adulterada, con unas gotas de absenta[64] para hacerles dormir, y cuya posterior alimentación consistía especialmente en pan, vino tinto y salchichón. Hasta el punto de que había en el sanatorio tuberculosos de cuatro o cinco años a quienes se había aplicado el neumo. Chiquillos de los suburbios y a menudo hijos de extranjeros, producto de esos emigrantes de quienes nuestra tierra esterilizada por la irreligiosidad y el alcohol, se ve obligada a recabar ayuda y que, hacinados en viviendas insalubres, intoxicados, corrompidos por la vida en las ciudades y los altos salarios mal empleados, contribuyen a arraigar entre nosotros retoños tarados por nuestra culpa. No faltaban tampoco niños acogidos a la Asistencia pública. Una veintena de ellos, que no conocían a sus padres, morían tuberculosos en el sanatorio o reingresaban, su curaban, en los hospitales de la Asistencia. Su marcha apenaba siempre a Michel. Sabía que desde el punto de vista material recibirían buen trato por parte de la Administración; pero ¿Y los demás? ¿Aquellos rapaces de los suburbios parisienses que salían curados y que de vuelta a su casa volverían a encontrar el foie-gras, el vino tinto, el cine y al taberna? Cuando uno de aquellos chiquillos había mejorado, tenía uno la impresión de que se había llevado a cabo un grande inútil esfuerzo. ¿Por qué afanarse si con frecuencia reingresaban al cabo de tres meses para morir?
Cosa curiosa, no se notaba la menor tristeza en aquellos pobres seres. Ni siquiera se daban cuenta de su miseria. Jugaban, reían y gritaban. Parecía uno encontrarse en el patio de una escuela. Sin embargo, muchos de ellos estaban allí abandonados. Sus madres se habían olvidado de ellos y no iban a verles, o se negaban a llevárselos a su casa porque convivían con un amante a quien no le gustaban los niños.
Pese al administrador, al director y a los cocineros, Domberlé se las arreglaba como podía para que aquellas pobres criaturas no ingirieran la incendiaria alimentación del sanatorio. De su propio peculio compraba un poco de chocolate. Algunos de sus internos y alumnos adquirían una caja de plátanos o de frutas, o sobornaban al jefe de cocina para obtener fraudulentamente un suplemento de patatas y ensalada. Para cocer y desconcentrar las legumbres verdes, el viejo médico había habilitado como cocina la pequeña enfermería que existían al final de cada pabellón, y disponía de un hornillo de gas, agua potable y fregadero que solía servir para preparar las cataplasmas y las tisanas.
Para la cura al aire libre y ejercicios físicos, los propios internos, alumnos y hospitalizados habían limpiado un espacioso campo valiéndose de viejos rastrillos y de cubos para el carbón. Se suprimieron los calzoncillos. Echando mano de los vendajes, Domberlé mandó fabricar bañadores para los muchachos, bragas y sostenes para las chicas. Envió a Michel al «Louvre» o al «Printemps» con el encargo de comprar una partida de sombreros pasados de moda a cinco francos la docena. Así cubiertos, los chiquillos, desnudos y con la piel bronceada, semejaban, bañados por el sol, enormes y multicolores setas. Domberlé los contemplaba sonriendo, dibujando entre los flecos de su barba gris una sonrisa de felicidad.
Domberlé trataba de aplicar a sus pequeños enfermos los incomparables métodos naturales de ejercicio físico preconizados por Georges Herbert. Pero carecíase de elementos hasta el punto de que se utilizaba un viejo poste telegráfico para mástil trepador. Domberlé ayudaba a los pequeños empujándolos por el trasero. A falta de pórtico se hacía pasar la cuerda por encima de una puerta abierta. Los chiquillos se colgaban de ella durante diez minutos. Con cubos y una manguera se instaló una especie de baño ducha así, con tal pobreza de medios pero con el corazón alegre, con un poco de aire puro, de sol, de ejercicio y de alimentación natural, Domberlé resucitaba a los pequeñuelos y hacía verdaderos milagros.
Apenas ingresaban los chiquillos en el servicio contiguo comenzaba para ellos su martirio bajo la aguja y el bisturí. En cuanto llegaban se les aplicaba una serie de inyecciones para reacciones cutáneas a la tuberculina. Unos días después, nuevas inyecciones para la vacuna antidiftérica y antitetánica.
Vacunación universal, sin discusión ni examen, precisamente cuando desde hace mucho tiempo no pocos médicos llaman la atención acerca de los peligros de la vacuna antidiftérica. Entretanto, se hacía tragar a los desdichados rapazuelos un largo tubo de caucho. Sin preocuparse de sus convulsiones y de sus esfuerzos para vomitar, se aspiraba líquido de su estómago para comprobar si había bacilos. ¡Bacilos! ¡La sempiterna preocupación de los famosos bacilos, como si fueran éstos los responsables!
Si se comprobaba su existencia recomenzábase cada mes el suplicio.
Si los bacilos eran abundantes se recurría al neumo. Introducíase un trocar entre las costillas del niño, se perforaba la envoltura externa del pulmón —exactamente la hoja externa de la pleura— y se insuflaba aire para aplastarlo. Si las laminillas de carne, las adherencias, retenían el pulmón a la pleura e impedían su colapso, nuevo suplicio; se tenía al enfermo sobre una mesa, introducíase un estilete cóncavo —un trocar— entre las costillas y se hacía surgir, en la pleura, una chispa eléctrica que quemaba las bridas de carne. Y un segundo trocar del tamaño de un lápiz, introducido también entre las costillas, que tenía sujeto a su extremidad una bombilla eléctrica y un juego de espejos permitía ver claro entre las pleuras mientras se verificaba la intervención. O bien, con objeto de comprimir el pulmón se cortaba el nervio que moviliza el diafragma, se introducía en él una aguja y se inyectaba alcohol para destruir el nervio. Una vez liberado, el diafragma remontaba como un globo elevando la base de los pulmones. O bien, finalmente, se demolía la armazón torácica: se aserraban dos, tres, cuatro, cinco costillas de un costado o de los dos costados. Efectuados tales estragos en el tórax, éste se deformaba, se desplomaba y comprimía el pulmón… suplicio espantoso, devastaciones horribles y no pocas veces inútiles, porque haciendo caso omiso del estado general y de la aplicación nociva, sólo buscaban el efecto, la dolencia local. Todos o casi todos los enfermos presentaban una tara digestiva: enteritis, congestión del hígado, hemorroides, dispepsia. Pero los médicos del sanatorio se ocupaban poco, y aun de una manera accidental, de lo que primero debieran de haber atendido. Su responsabilidad no era ciertamente mayor que la de los más de sus colegas. Aplicaban las enseñanzas de la escuela con celo y buena voluntad. Mas, por desgracia, estas enseñanzas están hoy día falseadas debido a que la medicina oficial se ha especializado, fragmentado, y, actuando en compartimientos estancos, ha perdido el concepto general que antes tenía.
—Lo que yo no comprendo —dijo Michel— es que no se haya prestado mayor atención a sus consejos y que éstos no hayan sido seguidos. Cuando observo que las lesiones tuberculosas se cicatrizan gracias a un régimen purificado y personal, que las amígdalas se deshinchan, que las adenitis se cicatrizan, todo ello debido simplemente a la supresión del exceso de carne y de ácidos, mediante una alimentación sintética y desconcentrada, sin inyecciones, sin drogas, sin intervención y sin sufrimientos, me sorprende que después de veinte años no sea su obra aceptada.
Domberlé esbozó una sonrisa un poco melancólica.
—Esto es imposible, Doutreval. Y va para largo. Harán falta, todavía, innumerables fracasos de la medicina oficial, innúmeros intentos una vez más abortados para que comprenda que no hace más que dar vueltas a la noria y consienta finalmente en revolucionar sus conceptos básicos. Ésta es mi esperanza y hasta mi certidumbre, pues la verdad acaba siempre por triunfar. Existirá, no cabe duda, otra medicina. Dentro de cincuenta años se cuidará en los sanatorios a los enfermos como yo he cuidado a su mujer. Yo no podré verlo. ¡Bah, qué importa! Tampoco Moisés alcanzó la tierra prometida.
—¡Cincuenta años! —exclamó Michel—. ¿Por qué cincuenta años?
—Porque no se da usted cuenta, Doutreval, de la fortaleza de las Bastillas que quedan todavía por asaltar. En primer lugar, abundan los médicos a quienes su sabiduría escolar les parece asaz satisfactoria. Abandonamos la Facultad seguros de nosotros mismos. Es lógico. Son necesarios veinte años de práctica para que comencemos a dudar de la eficacia de nuestra ciencia. Entonces uno investiga, trabaja y hace experimentos. Pero al hombre práctico le falta dinero, tiempo, y sobre todo esta… suerte que me ha sido dable de ser un enfermo y a causa de ello un incomparable campo de estudio para uno mismo. Si los grandes maestros me escucharan… La mayoría de los médicos no piden otra cosa que someterse a su autoridad. Pero falsamente los grandes maestros no sabrán de mí durante mucho tiempo. Yo no soy nadie. Ni título, ni cátedra, ni alumnos, ni dinero, ni influencias políticas, ni fuerza ninguna. Estoy ahogado en el anonimato.
—¿Y sus libros?
—¿Mis libros? ¡Una gota de agua en el diluvio de publicaciones! ¡Publicar! ¡Hoy día es el sueño de todos! Publicar cualquier cosa, procurar que hablen de uno, llegar… en esta oleada de libros y de revistas, ¿qué puede leer el médico? Una o dos revistas apenas. Los trabajos rubricados por una firma prestigiosa…
—¿Y la Prensa?
Domberlé se echó a reír.
—No bromee usted, Doutreval. ¿Qué director de periódico sería lo bastante insensato, en esta época, para permitir a un médico que atacara en sus columnas todo lo que gracias a su publicad, enriquecen y sostienen el diario? Los aperitivos, los alcoholes, el tabaco, el azúcar, los excitantes, las drogas medicamentosas, los bombones… Si bien se piensa en ello, la ponzoña de nuestra época reside en esta Prensa esclava del dinero y en esos periódicos vendidos a poderosos consorcios industriales que se sirven de ellos para envenenar al espíritu de las masas y también (pese a ignorarse demasiado) su cuerpo. Y ellos sin contar con el propio pueblo, que no aceptará sin gruñir la condenación de su manera de comportarse, de comer, de vivir… el hombre rechaza por instinto una disciplina semejante. Y mucha gente saldría perdiendo con ello, muchos de los que viven intoxicando, consciente o inconscientemente, al público. La misión de éstos estriba en hacer callar a los clarividentes. ¡Y hasta el mismo público me rechazaría a mí! Sólo acudiría a mí en caso de fuerza mayor, acuciado por la enfermedad, el sufrimiento y la amenaza de la muerte. ¿Un médico que sueña con desintoxicar a los hombres, devolverlos a la vida sana, lejos de las ciudades, al calor del hogar; un médico que forma parte del pueblo, ese pobre pueblo deslumbrado y engañado por las promesas de los malos pastores, al que habla de abstinencia, de renunciamiento, de sacrificio, de vida sobria y al aire libre, que pretende menguar su pasto de alcohol y de alimentos excitantes, que se propone impedir que se extenúe, que se consuma, que a la hora de la enfermedad se niega a prescribir remedios heroicos, a curar en un santiamén, a sofocar el mal y que, en cambio, aconseja el reposo, los remedios naturales y suaves, la desintoxicación lenta y que respeta la misión de limpieza que trae aparejada la enfermedad? ¡Que el diablo se lo lleve! No, Doutreval, no le sorprenda a usted la acogida que me han dispensado. Era inevitable. Por otra parte, ¿acaso no es éste en la tierra el invariable papel del verdadero médico? Prodigar y verse infamado por el mismo bien que ha dispensado. Me acuerdo de un tal Emile…
—¿Qué Emile?
—Un hombre que quise resucitar. Se llamaba Emile. Estaba empleado en el sanatorio cuando yo figuraba allí como ayudante. Una mañana, estando yo en el pabellón, llegaron los internos y me dijeron:
»—Emile ha muerto.
»—¿Muerto?
»—Sí. Se le ha encontrado ahorcado en un dormitorio. Van a llevárselo al anfiteatro para la autopsia.
»Me precipité hacia el dormitorio y entré en él al mismo tiempo que los dos camilleros con las parihuelas. Di orden de que desnudaran a Emile, mojé una toalla en una jofaina de agua fría y comencé a brazo partido a golpearle el pecho con una toalla mojada. La operación duró diez minutos o un cuarto de hora. Los internos me contemplaban con una risita irónica y me dijeron:
»—Esto es una idiotez. ¿Acaso no se da usted cuenta de que está muerto? Lo hemos hecho todo; tracciones de la lengua, respiración artificial…
»Sin embargo, proseguí mi tarea. Cuando estaba bañado en sudor solicitaba un sustituto y luego reanudaba mi labor. Bajo nuestros golpes el cuerpo de Emile comenzó a despellejarse. De pronto la faz del suicida cobró un imperceptible tinte rosáceo. Dibujó una mueca y soltó un estornudo. Luego, con el confuso murmullo de un beodo al que se molesta, gruñó:
»—¿Acabaréis de fastidiarme?
»Ésta fue su única expresión de agradecimiento.
»Los internos se limitaron a decir:
»—Poco grave debía ser el Síncope cuando con un poco de agua fresca se ha reanimado.
»Ahora bien, la administración del hospital se quejó amargamente de que por una nimiedad se hubiera echado mano de dos camilleros y unas parihuelas y me advirtieron que no me metiera en tales cosas. ¿Se ríe usted? Le aseguro que no invento nada.
»A menudo he pensado, Doutreval, que este incidente comprendía la historia entera de mi vida. La Providencia se ha servido de mí y me ha permitido devolver la salud a mis semejantes con un poco de agua fresca, aire puro y alimentos sanos. Pero nadie ha dado crédito a estos medios por demasiado sencillos, demasiado naturales, demasiado fáciles y al alcance de todos los hombres. Todos aquellos que han visto amenazadas la rutina, la ciencia complicada o las industrias fructuosas malsanas no me lo han perdonado. Y la humanidad me ha contestado con injurias y se ha preguntado enfurecida quién era el importuno que quería impedirle que reventara en paz.
Domberlé llevaba una extraña vida de reclusión y de labor incesante. Se levantaba a las siete de la mañana, se dedicaba al estudio y luego despachaba la correspondencia. Marchábase después a efectuar su visita cotidiana al sanatorio. Volvía a su casa a la hora del almuerzo, una singular comida consistente en un poco de ensalada, trigo crudo, trigo cocido, un plato de patatas y fideos hervidos, un pedazo de queso, un plátano y un pastel de huevo. Mientras engullía la espesa mezcla casi siempre calentada de cualquier manera por la sirvienta, llegaban sus alumnos, médicos establecidos por los alrededores, interesados en sus enseñanzas y que cada mediodía acudían a pedirle consejo y a someterle casos difíciles.
—He autorizado a la chiquilla a que coma un poco de carne pero la temperatura no cede.
—Mi parturienta no consigue reponerse. Esas grietas en los pechos…
—Tengo un enfermo que a mi parecer presenta todos los síntomas de la fiebre de Malta…
—¿Qué opina usted del régimen que ha prescrito a mi diabético? ¿Quiere usted echar una ojeada sobre las hojas de sus minutas?
Domberlé engullía dos bocados, tomaba las hojas, hacía apuntes con el lápiz, reflexionaba un instante, luego daba explicaciones, corregía, interrumpía, corroboraba, pinchaba dos veces seguidas con el tenedor, se limpiaba los labios y volvía a comenzar su curso de medicina.
Después de comer se echaba en la cama durante una hora. Luego recibía sus clientes hasta las cinco.
Una hora de trabajo en el jardín, una cena a base de legumbres verdes, patatas y frutas, y Domberlé reanudaba su tarea hasta medianoche. Lectura de revistas y estudio de los progresos de la medicina oficial, sus investigaciones y sus nuevas orientaciones endocrinología, vacunas, terapéutica a seguir en los casos de «shock», homeopatía[65], psicoanálisis, simpaticoterapia[66]… Así, desde hacía veinte años.
Domberlé veía surgir una teoría tras otra, y pasaba su vida poniendo en guardia a sus enfermos y prediciendo los fracasos que nunca dejaban de producirse… Y cuando las «ideas nuevas», las modas y los caprichos habían pasado y no quedaba de ellos más que ceniza, una nueva y falaz armazón se levantaba a poco sobre las ruinas de la anterior, atraía de nuevo la atención de todos y encubría una vez más la verdad. Y Domberlé reanudaba la lucha.
Estaba en el sanatorio con las incomprensiones y estupideces administrativas y los milagros que había que realizar sin un céntimo. Estaba también la revista que tenía que escribir y el periodiquillo que publicaba Domberlé para mantener el contacto con sus enfermos. Todo tenía que hacérselo él mismo, desde escribir los artículos hasta la elección de los caracteres, la tirada de las fotografías y las correcciones tipográficas. Estaba también la reedición de sus libros, las adiciones y las supresiones. Y finalmente la correspondencia, una correspondencia voluminosa, extenuante, que a veces obligaba a Domberlé a pasarse toda la noche escribiendo, sentado en la cama, con un edredón bajo sus espaldas y una cartulina sobre las rodillas. Cartas innumerables de quienes, lejos de allí, amigos o desconocidos sufrían a quienes era preciso aconsejar en el aislamiento en que se hallaban y disipar el terror que la medicina clásica, con sus inyecciones y violencias, les hacia experimentar y a quienes había que preservar de cometer graves errores, conducir, guiar, semana tras semana y a veces durante meses enteros. Enviaban regularmente sus minutas y sus observaciones Domberlé, con las hojas de temperatura a la vista, modificaba los regímenes, aumentándolos, disminuyéndolos o dosificándolos.
En los más de los casos no podían pagar. Algunas veces, muy pocas, incluían un sello de correos para las respuestas. Así, Domberlé, los iba sosteniendo a veces al día, otros de hora en hora para ayudarles a vivir o aliviar su muerte. Su vida estaba sujeta a las de sus enfermos. Cuando todo había terminado, su ficha se sumaba al montón. Y así, el que acababa de morir serviría quizá dentro de diez años para salvar la vida de otro.
No faltaban los que pedían consejo para un matrimonio, la adquisición de un terreno, la colocación de sus pequeños ahorros, un testamento o un destino que se les ofrecía. Le escribían también algunos médicos solicitando explicaciones u orientaciones. Destinado a ellos preparaba Domberlé un «Arte de la Medicina». Algunos clientes reclamaban recetas, minutas y preparados edulcorados y desconcentrados. Entonces Domberlé se instalaba en la cocina y dosificaba pesos de harina, azúcar y huevo para asegurar una dilución suficiente. Trabajaba al mismo tiempo en un libro de cocina para uso de enfermos y en una guía para los aficionados a la agricultura casera. Intentaba en su huerto el cultivo de las mejores ensaladas, las especies dulces de patatas y peras, y las cerezas y ciruelas no ácidas, es decir, no desmineralizantes. Con destino a este libro pasaba en su jardín horas enteras tendiendo trapos blancos detrás de las ramas de un peral para fotografiar los botones, los dardos, los esforrocinos[67], los injertos, las partes a podar en invierno y aquellas otras a podar en verano. Solo, sin ayuda alguna, falto de recursos suficientes, se pasaba las noches revelando en la bodega los maravillosos clisés logrados a fuerza de virtuosismo con una vieja máquina de la que ni siquiera hubiera dado un ochavo cualquier trapero. La gente se mostraba extrañada y le decían:
—¿Por qué no solicita usted los servicios de un fotógrafo? ¡Es muy sencillo! ¡Como si él fuera muy rico y pudiera dar cita en su huerto a las cuatro estaciones a un tiempo!
Y todo ello lo realizaba con medios irrisorios: bañadores para los chiquillos del sanatorio confeccionados con vendas, la cuerda de nudos pasada por encima de una puerta, una máquina fotográfica vieja y abollada, y, como ayudantes, un exjubilado de ferrocarriles, que hacía las veces de hortelano, y un antiguo pasante del pabellón de incurables que iba a verle con su cochecito y que se dedicaba a sacar copia de sus manuscritos. Prodigios realizados sin dinero y sin ninguna ayuda, gracias a pequeños ahorros, a acopios de energía que ese hombre ya avejentado recuperaba con un enorme esfuerzo de voluntad, a un incesante cuidado de sí mismo y de su alimentación. Y en cualquier parte y momento, en cuatro se presentaba la ocasión, se tomaba un descanso de dos o tres minutos, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, lo que le permitía reanudar el trabajo durante media hora.
«He aquí a un hombre que se está matando —se decía Michel—. ¿Por qué? Por una verdad. De sobra sabe él que se está matando. Pero se aviene a ello para hacer el bien. ¿A quién? A la inmunda humanidad que prescinde de sus servicios, los rechaza, que le desprecia y le odia. Sin embargo, no ceja en la tarea que se ha impuesto. ¿Por qué? Porque los hombres no creen fácilmente en la humanidad, pero menos aún se resigna un hombre a ahogar lo que él juzga la verdad que a morir. Cuando está seguro de una verdad, para él morir no cuenta. Decididamente la grandeza humana es infinita».
Esa lección viviente de energía, de optimismo, de tenacidad, de voluntad, esa obra enorme edificada desde hacía cuarenta años por un sentimiento moribundo en continua resurrección, aplicando su debilidad y su enfermedad a la magnífica labor de salvar al prójimo, llenaba a Michel, cuando pensaba en ello, de una profunda admiración. Ahora comprendía la frase favorita de Paul Domberlé, citando a San Pablo: «Me complazco en mi debilidad porque cuando soy débil es precisamente cuando soy fuerte».
Pobreza, soledad. Dos cosas que hasta aquel momento, a los ojos de Michel como a los de todo el mundo, significaban ceguera, error, impotencia, y que para Domberlé constituían la prueba cierta y como el sello visible de la protección divina y de la verdad. Un día fue a visitarle una mujer. Nada había comprendido y se había rebelado contra las exigencias del régimen y los sacrificios de la nueva vida que Domberlé le había ordenado. Se disgustaron (curiosas escenas se desarrollaban a veces en el despacho de Domberlé). Y la mujer acabó por gritar:
—¡Loco! ¡Loco! ¡Usted no es más que un loco! ¡Vive usted solo, completamente solo! ¡Desconocido! ¡Perdido aquí! ¡Desconocido! ¡Y afirma usted estar en posesión de la verdad! ¿No se da usted cuenta de que está usted solo, completamente solo?
La mujer se reía de él en sus mismas narices.
—Y yo —dijo Domberlé a Michel—, mientras la mujer vociferaba, estaba pensando: «Ésta es la verdad. Así estoy yo. Completamente solo. Estoy solo precisamente porque persigo la verdad. Ésta es la prueba de que la poseo».
«Y además —solía decir a menudo— la obra así realizada es más sólida. Cuando uno está solo, tiene a Dios a su lado».
Domberlé sentía la presencia de Dios en todas partes. Dios permitía el bien y el mal, las tristezas y las alegrías. Todo concurrí al mejoramiento del hombre, al progreso de la evolución. Nada exasperaba tanto al viejo médico como oír hablar de casualidad, de buena suerte o de mala suerte.
—El azar no existe —afirmaba Domberlé—, ni tampoco la suerte. Detrás de todo cuanto a uno le sucede existe una intención, un fin, está Dios. Perdóneme usted que le habla de mí mismo, pero es lo que uno conoce mejor. Pues bien, si yo hubiera creído en la suerte, no hubiera hecho nada, me habría abandonado y estaría enterrado mucho tiempo ha. Y conmigo, algunos enfermos a quienes, a pesar de todo, he ayudado a vivir.
»¿Desgracias? Las he tenido todas. Nacer enfermizo, heredo artrítico y ser extraordinariamente sensible y clarividente con respecto a las drogas químicas. Ser sajado por grandes cirujanos, gracias a los cuales he comprendido la inutilidad de toda intervención quirúrgica si no se sigue después una alimentación y una vida sanas. Volverme tuberculoso y ser sobrealimentado, cebado, sometido a inyecciones y drogas de acuerdo con los métodos clásicos más devastadores. Ingerir una mañana por equivocación, un purgante que había de matarme y que me puso en cambio en el camino de la verdad; atrapar un ganglio en el sobaco que, al no ser intervenido a causa de mi hígado, me ha servido para corregir mi régimen y, finalmente, curarme. Ser mal visto y mal pagado en mi hospital, haber tenido que hacerme una clientela, editar mis libros y mi revista. Ser un hombre medio muerto, casi clavado en la cama desde hace diez años, escribiendo acostado durante la mitad de mis noches, sobre mis rodillas encogidas. Vivir con un huevo al mes y una sopa infecta, sin aceptar otra cosa… Diez volúmenes podrían dar cabida a mis desdichas, todas las cuales ostentan un solo nombre, siempre el mismo: la providencia, la buena Providencia que me ha zarandeado, maltratado, enderezado a garrotazo limpio, protegido milagrosamente y que, finalmente, se ha valido de todas mis congojas para salvarme y salvar a algunos de mis semejantes. Si yo no me hubiera mostrado ante el Padre Eterno como una bestia de carga, un juramento de buena voluntad dispuesto a soportarlo todo: si yo no hubiera aceptado siempre lo peor y luchado por la verdad de una manera salvaje, sin cálculos ni concesiones, si me hubiera sublevado, rebelado, saturado de odio, asqueado, animado de un sentimiento de obstrucción sistemática de rebeldía contra la existencia, de un espíritu de envidia, de celos, de venganza, de ambición, de orgullo; si yo lo hubiera achacado todo a la mala suerte, al azar, y hubiera maldecido al vida, entonces hubiese roto los lazos que me unen a la Providencia y seguido el consejo de la mujer de Job: “¡Maldice a Dios y revienta!”. Habría maldecido de mi mala suerte, muerto diabólicamente e ido a reunirme con el Dios de la mala suerte y el azar: ¡Satanás!
Aquel hombre débil «siempre muriéndose y sin embargo viviendo, enfermo, pero no hasta el punto de morir, triste y siempre alegre, pobre y enriqueciendo a los demás, no teniendo nada y poseyéndolo todo», era radiante y optimista, y se mostraba un magnífico dispensador de energía y de vida. Místico armado de sumisión y de constante buena voluntad, sabiendo ver el dedo de Dios en todas las circunstancias de la vida, dispuesto a todos os calvarios, frío ante los goces de sus semejantes, perro guardián de la Verdad, sobrepasaba en mil aspectos, con sus sencillez, el escepticismo elegante y estéril, la intelectualidad brillante y sin alma de los grandes maestros, los Heubel, los Géraudin, los Suraisne, todos los «patronos» ilustres que Michel había frecuentado, hombres colmados de sabiduría y de gloria, pero que carecían de esa armazón, de esa fe robusta en la vida, esa certidumbre de lo mejor del Progreso, de la victoria final del Bien y de la Vedad, de donde Domberlé extraía toda su fuerza.
Tenía una manera personalísima de ver el universo, una visión sencilla, tan amplia y poderosa que sobrecogía a Michel como una página del Apocalipsis. Dos poderes disputándose el mundo; la luz contra la oscuridad, el Bien contra el Mal. Uno proponiendo la felicidad, la rebeldía contra la desgracia, la búsqueda del goce, el sexualismo, al divinización de la humanidad, el despilfarro sin freno con la superproducción hasta el infinito, la uniformidad de los hombres, de las naciones, de los sexos, de las viviendas, el colectivismo de los habitáculos, de los hospitales, de los asilos y de la caridad pública. El otro, presentando la vida como una prueba, preparación de otra vida mejor, que sólo puede merecerse mediante la sujeción alas leyes naturales, con frecuencia duras pero siempre útiles y provechosas, y, a fin de cuentas, la resignación, el sacrificio, la existencia enteramente aceptada, sin elección ni negativas: trabajo, familia, hijos, sobriedad, continencia, renuncia… No obstante, tras ese rudo esfuerzo, sin haberla buscado ni pedido, existía la felicidad, la única felicidad terrenal humilde y verdadera que al hombre le es dable poseer.