Capítulo X

Mientras Doutreval, con Vallorge y Groix, se hallaba en el instituto profiláctico de Ámsterdam a punto de terminar su conferencia ante la asamblea de profesores, Regnoult, que se había quedado de guardia en el Hotel Regina, llegó en taxi a toda velocidad. Traía un telegrama de Francia. Doutreval se disculpó, se retiró a un saloncito contiguo al anfiteatro, y procurando contener el temblor de las manos, abrió el despacho, mal pegado. Lo firmaba Huot. Contenía una sola palabra: «Venga».

Doutreval lanzó un extraño suspiro, el gemido de una bestia apaleada. Dio el papel a Vallorge. La avista se le nubló y un sudor frío cubrió su frente.

Fue lentamente a sentarse y su rostro cobró una oscura lividez. Se dio cuenta de que alguien se ocupaba de él. Era Regnoult, que trataba de aflojarle el cuello de la camisa. Doutreval, con un altanero ademán, apartó de si a Regnoult y le dijo:

—¡No!

Con un inmenso esfuerzo se levantó, permaneció de pie, apoyándose en al mesa, y conteniendo su desfallecimiento, miró a Vallorge que sollozaba, sentado, cubriéndose el rostro con el pañuelo.

—Hay que partir en seguida —murmuró Regnoult.

—Si… sí.

—El coche.

—Ludovic.

Vallorge tenía el rostro lívido.

—Pronto… el coche. Llenad el depósito…

—¿Y esos señores?

—Es verdad… —dijo Doutreval con infinito cansancio. Dio un suspiro y se incorporó.

—Está bien. Terminaré.

—¿Terminar?

—Es preciso. Vete, Ludovic. Ven a recogerme dentro de media hora. Ya habré terminado.

Por un instante miró fijamente a la puerta. Vacilaba. Regnoult se compadeció de su dolor.

—Presente usted sus excusas…

—¿Qué haré durante esta media hora? —dijo Doutreval. ¡No!

Pálido como un muerto, se dirigió cojeando hacia la puerta.

Al entrar de nuevo en el anfiteatro se excusó con breves palabras. Y dio término a su conferencia. Se oía hablar a sí mismo como si escuchara a otro. Tenía la impresión de estar borracho. Estaba viviendo un sueño. Al terminar estalló una salva de aplausos. Entonces levantó la mano y mostrando con gesto desmayado el papelito gris, el telegrama de Francia, dijo:

—Les ruego, señores… Mi hija ha muerto…, Mi hija…

Se le apagó la voz. Se dio cuenta de que iban a saltarle las lágrimas. Se volvió bruscamente de espaldas y salió de la estancia en medio de una súbita y silenciosa consternación del auditorio.

El «Renault» corría a ciento treinta por hora por las largas carreteras asfaltadas, sinuosas, relucientes, a través de la opulencia de los fértiles prados, surcados de regueras y jalonados de molinos.

Acá y acullá se veían vacas blancas y rosadas, dormidas, con las patas encogidas y campesinas que volvían de ordeñar llevando en las manos sendos cubos esmaltados, encarnados y verdes, llenos de blanca leche. Ludovic iba a una velocidad infernal.

A cada viraje se oía el agudo gemido de los neumáticos sobre el firme alquitranado. El motor producía un ronquido sordo, contenido, continuo, potente, que resonaba bajo los tilos y las paredes de las bajas casonas, asustaba a las gallinas y hacía correr a los polluelos. Frecuentes paradas, puentes levantados, barreras de peaje —vestigios de otro tiempo—, exasperaban a Doutreval. Había que soltar medio florín para volver seguir adelante. Vallorge pisaba el acelerador. El «Vivasport» seguía avanzando y la fragorosa canción del motor se acentuaba nuevamente. Diez kilómetros más lejos se terminaba la carretera en el vacío. Llegaron a un embarcadero, una tosca plataforma construida sobre algunas vigas carcomidas, encima del agua. Tuvieron que detenerse, esperar minutos interminables, a veces media hora, viendo discurrir el Rin, lento, ancho, gigantesco, extendiéndose entre aguazales, islotes, porciones de tierra de vegetación acuática e inmensos espacios de retama, extraviándose, correteando, remoloneando, extendiéndose hasta el infinito, como un peludo gigante, muellemente tendido sobre la tierra. Arribó una vieja barcaza, un viejo barco con ruedas. Las solemnes maniobras de la amarradura, del desembarco y del embarque se llevaban a cabo bajo la dirección de un capitán tocado con un gorro blanco, más grave que un contraalmirante. Luego, en aquel interminable panorama de llanuras, pantanos y agua, el viejo barco, al límpido sonido de una melancólica campana, se marchaba inclinándose, recortaba jadeante las aguas del río, rodeaba los islotes y los cañaverales y se perdía en aquel dédalo sin que lograra saberse a ciencia cierta si la línea a ras del suelo hacia la cual se dirigían era la orilla de la tierra firme o una isla más. Finalmente, a lo lejos, emergió del horizonte un frágil andamiaje, un blanco embarcadero levantado sobre los pilotes embadurnados de alquitrán. El viento suave trajo el tañido de una campana. Se abordó, sacose el coche y se pudo finalmente reanudar la marcha. Luego la aduana, las lentas formalidades para el pago de derechos, un pinchazo en una rueda y después una carretera en reparación. Vallorge hizo caso omiso de la prohibición de pasar. Se vieron bloqueados, estuvieron a punto de pelearse con los pavimentadores flamencos que no comprendieron el francés, se empeñaban en hacerlos retroceder. Avanzaron casi a viva fuera a través de la arena de la despanzurrada carretera. Como había anochecido ya, fue preciso marchar a la luz de los faros. Entre Courtai y Gante, Vallorge, completamente agotado, sufrió un desfallecimiento nervioso, un mareo.

Sólo tuvo tiempo de dar un frenazo y de apartar el coche a la derecha de la carretera. Entraron en una taberna solitaria, aún iluminada, y pidieron alcohol. La mujer chapurreaba el francés y explicó:

—Alcohol, no… En Bélgica, prohibido…

Pero al darse cuenta de la lividez del rostro de Vallorge les hizo entrar a los cuatro en la cocina y escaseando en sendas tazas de café una copiosa ración de Schimck, gesticuló:

—¡De prisa! ¡De prisa!

Sorbieron de un trago la incendiaria poción. Vallorge alentado por el alcohol, agarró el volante hasta el puesto fronterizo de Tourcoing. Al llegar a ese punto, Groix, con el rostro surcado de cortes que se había hecho al afeitarse en seco en el coche, se informó cerca de los aduaneros. Éstos le indicaron las señas de un chofer de camión en paro forzoso. Uno de los aduaneros, sin dejar la linterna, acompañó a Groix hasta la casa. Era medianoche. El hombre dormía. Groix golpeó fuertemente la puerta y aquél se despertó.

—¿Angers? —dijo el hombre—. ¿Dónde está eso?

—No se preocupe —respondió Groix—. Mil francos para usted si nos conduce allí. El coche es bueno. Un «Vivasport».

—¿Estaré de vuelta mañana por la mañana? Tengo que ir a cobrar mis honorarios a las ocho.

—Por supuesto —dijo Groix.

El aduanero soltó una estrepitosa carcajada. Groix le propinó un pisotón que le aplastó un callo.

—¡Oh, discúlpeme! —dijo Groix—. Vamos, amigo, despabílate. Toma, te daremos mil quinientos francos. Pero hay que estar en marcha dentro de tres minutos.

El hombre conducía bien. Harto se veía que estaba acostumbrado a rodar en la oscuridad. Debía de haber hecho largos viajes con su camión. Avanzaban a través de las tinieblas. El agudo gemido del motor llenaba el espacio. Comprimido entre Groix y Regnoult, Vallorge dormía en el asiento trasero.

Doutreval, sentado al lado del chofer, miraba fijamente venir hacia él el fondo negruzco de la carretera, una especie de abismo continuamente en retroceso al margen del cual surgía, de vez en cuando, una mancha blanca, la pared de una granja o de una posada. Béthune, Bruay, Abbeville… A las tres de la madrugada atravesaban Rouen completamente dormido, y, después de franquear el Sena, se lanzaron a través de los bosques hacia las alturas de la margen izquierda. Sólo faltaban trescientos kilómetros. Con la impasibilidad de un autómata, el hombre, silencioso y apacible, conducía el «Vivasport» a ciento treinta por hora. Debía de haberlo olvidado todo, no pensaba ya en la hora que era ni en su situación de parado forzoso. El estruendo del motor y la vibración del coche debían de haber creado en él una vaga hipnosis. La luz de la lamparilla del tablero del coche iluminaba por debajo sus gruesas manos de obrero, callosas, llenas de arañazos, que descansaban con todo su peso sobre el negro volante de ebonita guiando el vehículo con movimientos leves y casi imperceptibles. Pasado Aleçon moderó un poco la marcha, sacó del bolsillo un emparedado envuelto en un papel, y dio un mordisco cuidando de mantener el pan envuelto en el papel para no ensuciar aquél con sus grasientas manos. Luego volvió a marchar a ciento treinta. Doutreval respiró. La velocidad, el zumbido del motor y el aullido del viento junto a la portezuela le amodorraban y le impedían pensar.

Cuando franquearon el río un grisáceo amanecer se cernía sobre el Maine y pálidas brumas se movían aún sobre el valle y la ciudad de Angers.

—A la izquierda —dijo Groix—. Gire a la izquierda. Un centenar de metros. ¡Alto! Es aquí. ¡Pare!

—Son las siete —dijo el hombre como si volviera en sí—. ¡Diablos! ¡Mi dinero!

El coche se detuvo ante la casa de Ludovic y Mariette. Doutreval se apeó. Encima de la puerta colgaba una cruz, una gruesa cruz de encina clara, con un Cristo de plata. A los pies del Cristo, un lazo de crespón flotaba al soplo del suave airecillo de la mañana. En su agonía, se había apoderado de Doutreval una vaga sorpresa. Alguien había pensado en ello… ¿Quién? Cosa curiosa, ¡jamás había pensado en que aquella marca volviera a aparecer sobre su puerta, como sobre tantas otras puertas…! ¿Quién había encargado aquello? Diríase que aquel signo alegórico se había presentado sólo… Y también se hubiera dicho que en cuanto la muerte penetraba en una casa, uno no era ya totalmente dueño de ella… Acordose de las innumerables cruces semejantes colocadas en tantas casas desconocidas a las que había saludado quitándose el sombrero de una manera maquinal. Tantos inmensos dolores le habían dejado insensible, despreocupado, indiferente. Ahora todo había cambiado, y cuando volviera a ver aquellas cruces, sentiría como un puñetazo en el pecho, el recuerdo brutal de la dolorosa igualdad, de la triste y gran solidaridad de todos los hombres en ciertos instantes.

La puerta estaba entreabierta. Llegó un hombre, un horticultor, con un ramo de rosas blancas.

Adentrose en el pasillo, sin llamar. En pos de él, Doutreval y Ludovic entraron en casa de Mariette.

Una mujer a quien jamás habían visto los acogió silenciosa y gravemente y los condujo hacia el salón, como se hace entrar a un visitante, a un forastero. Delante del lecho mortuorio, experimentó Doutreval el dolor más atroz de su vida al ver, una al lado de la otra, sobre la blanca almohada de encaje, la cabeza de Mariette y la de su nieto.

Doutreval veló a su hija dos días y dos noches. Sólo la primera noche aceptó que Fabienne, que había llegado de París, permaneciera con él. A la segunda noche, hacia las once, le venció la fatiga.

Groix y Regnoult, que también velaban, le convencieron de que se retirara y se acostase un rato.

Ambos estaban de guardia hasta medianoche. Luego les sustituirían Fleurioux y Cassaing, los dos internos de Vallorge. Doutreval podía irse a descansar con toda tranquilidad. Éste asintió, subió a su cuarto y se echó, vestido, en la cama, con sólo el propósito de permanecer acostado y tomarse un breve reposo físico. No tardó en quedarse dormido. Durmió como un bruto por espacio de algunas horas.

Luego soñó que se encontraba en una gran ciudad, al fondo de un espacioso y lúgubre hotel, en una habitación triste y escasamente alumbrada. De pronto una voz clara e inteligente le decía:

—Tenga usted ánimo, señor Doutreval… Un horrible accidente de automóvil… Su hija Fabienne ha muerto…

—¡Ah! —gritó Doutreval.

Saltó de la cama en medio de la oscuridad reinante. Encendió la luz. Aún se estremeció por el horror de su pesadilla. Miró la hora. Las dos de la madrugada. Y aún resonaban en sus oídos: «Su hija Fabienne ha muerto…». Era ello tan intenso, tan alucinante, que no pudo evitar el ir hasta la habitación de Fabienne y empujar un poco la puerta para escuchar su respiración. Dormía. Desde que sólo le quedaba ella, cualquier cosa referente a la única hija que tenía ahora le mantenía en un estado de atroz sensibilidad. Preguntose qué yo, qué misterioso y cruel subconsciente anida en nosotros para que uno sea capaz de torturarse de tal modo y de imaginar sueños semejantes.

A tientas en la oscuridad siguió por el pasillo y llegó a la escalera. Sentíase como borracho de fatiga y de dolor. Un pingajo humano. Se daba cuenta de la hinchazón de sus párpados y de las bolsas que le cernían los ojos. La escalera parecía balancearse bajo sus pies, como la escala de un navío. Al llegar a la mitad, se le dobló bruscamente la rodilla lastimada, dio un paso en el vacío y rodó hasta abajo como un hombre a quien hubieran apaleado sin intentar el menor esfuerzo para evitar la caída. Al oír el ruido se precipitaron Fleurioux y Cassaing. Le encontraron en el suelo, con la mirada extraviada. Le cogieron cada uno por un brazo con el propósito de levantarlo. Mas Doutreval se levantó solo, con duros ademanes apartó de su lado a los dos internos y se encaminó con paso inseguro hacia el cuarto mortuorio. Cassaing y Fleurioux le siguieron angustiosos, dispuestos a sostenerlo si volvía a caer. Pero Doutreval, a pesar de que caminara como un hombre embriagado, rechazó su ayuda. Arrastró una butaca hasta la cabecera del lecho de Mariette, envuelta en el halo rojo de los dos cirios, cerró los ojos y se sumió en una somnolencia poblada de incoherentes pensamientos. Fleurioux y Cassaing, junto a la ventana, bajo el círculo discreto de una lamparilla, trataban de distraerse jugando a la «belote[63]». Su cuchicheo llegaba a oídos de Doutreval deshilvanado, incomprensible como un suave murmullo de frases breves.

Afuera se había levantado la tempestad y gemía en la chimenea el viento del Oeste. Se le oía pasar por los pasillos como un perro desasosegado que llorase. Era un gemido casi humano que se oía ora cerca ora lejos, en una esquina de la casa, al fondo de un pasillo, bajo la techumbre del espacioso granero. De vez en vez un hálito fuerte, un hálito de perro perdido que busca, que husmea bajo los umbrales, pasaba por debajo de la puerta y ladeaba la llama purpúrea de los cirios.

—Siete, ocho, nueve —contaba Cassaing.

—Veintinueve, treinta, treinta y uno y diez puntos para mí —decía Fleurioux.

Se volvían, echaban una ojeada a Doutreval y al verlo aparentemente dormido reanudaban el juego.

Y volvía a oírse, más cercana, la voz humana, la voz recia y desolada de la tempestad, aportando a Doutreval, con su prolongado gemido lleno de no se sabe qué desesperado horror, un extraño y vago consuelo, la impresión de una misteriosa compasión de las cosas.

Fleurioux se desperezó, hizo crujir la silla, se levantó y fue a mirar la hora en el reloj dorado de la chimenea.

—¡Pronto serán las tres!

Se acercó a Doutreval caminando de puntillas y miró un instante aquel rostro cansado que tenía cerrados los ojos.

—Duerme.

Volvió a sentarse.

—No podía más —dijo Cassaing.

—¡No le faltan motivos!

—¡Pobre hombre!

Cogió la tetera de la mesita y se sirvió una taza de té frío.

—¿Sabes exactamente lo que le ha ocurrido a Géraudin? —prosiguió Cassaing.

—¿Respecto… a esta cuestión? —dijo Fleurioux, señalando la cama con un movimiento de la cabeza.

—Sí…

—Síncope blanco… al menos, eso dicen.

—No —dijo Cassaing bajando la voz—. Yo puedo decírtelo. No ha sido eso.

—¿Tú?

—Sí, yo. Groix y yo lo hemos comprobado.

—¿Comprobado?

—Sí.

Echó una ojeada hacia Doutreval dormido. Y, señalando de nuevo la cama con un movimiento de cabeza, continuó:

—La han vuelto a abrir.

—¿Cuándo?

—La pasada noche.

—¡No!

—Sí. Estaba llena de sangre, amigo. Coágulos así de gordos. ¡Vaya hemorragia! También Groix se dio cuenta de lo que ocurría.

—¡Géraudin!

—No es ésta la primera vez. No era ya un secreto que estaba en plena decadencia… Yo hubiera elegido a Flégier…

—¡Cállate! —dijo Fleurioux—. Se mueve…

—Es el viento —dijo Cassaing—. Las llamas de los cirios proyectan sombras en su rostro.

Ambos miraron u momento a Doutreval.

Cogió la tetera y llenó la taza de té frío sin hacer el menor ruido. Afuera, la acometida del viento dejó en el patio un lamento humano y sacudió largo rato las persianas cerradas. Y su aullido melancólico se alejó, menguó, surgió de pronto en otra parte, en la esquina de la calle y acabó por desvanecerse en un gemido animal, dulce y triste, como si alrededor de la casa alguna pobre alma errante y dolorida hubiese acudido a llorar por última vez…

Se la colocó luego en el ataúd, y se sucedieron las flores, la misa y el entierro… El ruido opaco del féretro sobre el coche fúnebre, la marcha lenta a través de la ciudad, al lado de Ludovic en silencio, y el descenso de la pesada caja por medio de cuerdas, con lentos balanceos, al fondo de un hoyo abierto en la greda. Chapoteos en la tierra fangosa aún por la lluvia nocturna, gentes que se inclinaban curiosas para ver en el fondo del hoyo, el féretro que encerraba a Mariette… Luego un desfile embrutecedor, alucinante, de gente que estrechaba la mano. Rostros, rostros y más rostros que uno acaba por no reconocer, que no decían nada, que pasaban uno tras otro y seguían pasando interminablemente hasta producir una especie de vértigo. Y el retorno solitario a la casa; Vallorge se había quedado en la ciudad para ofrecer el sobrio almuerzo obligatorio a las amistades venidas de lejos.

Al llegar a la esquina de la plaza de Armas, Doutreval reconoció de lejos un voluminoso «Panhard» negro que se acercaba hacia él. Cobijose bruscamente en el vestíbulo de una tienda. El negro «Panhard» pasó a gran velocidad.

Doutreval volvió sólo a su casa. Pensó por un instante ir a ver a su amiga, terminar en compañía de Jeanne aquella jornada abominable, al lado de un ser que sin duda le amaba y que tal vez encontrara las palabras que mitigaran algo su dolor… Luego se dio cuenta de que todo sería inútil y que Jeanne no le consolaría. ¿Qué podría ella decirle? No le comprendería. No compartiría su pesar. Ella no había perdido ningún hijo, pues ninguno había tenido de él. Una amante es siempre una amante… ¿Qué puede uno hacer y decir cuando sufre la pérdida de un hijo que no es suyo? Doutreval se encaminó directamente a su casa. Entró en el vestíbulo demasiado sonoro, desamueblado, aún sembrado de flores como después de una gran fiesta. ¡Qué vacío estaba aquella inmensa casa! Ni una sirvienta, nadie.

Todo el mundo se había ido a almorzar. Las once y media. ¡Cuántos minutos habían de transcurrir aún antes de la noche, antes del sueño!

Dirigiose al jardín. Las gallinas y los palomos se arracimaron contra la verja. Tenían hambre. Como Mariette había dejado de atenderlos, allí estaban, olvidados de todo el mundo. Dirigiose a la cocina, volvió con una fuente llena de maíz y entró en el corral. Los palomos se posaron sobre su espalda, su brazo y su muñeca, picoteando la repleta fuente. Doutreval los acarició. Las aves comían y no se acordaban ya de Mariette. Todo había terminado. Con tal que una mano les suministrara el alimento, su oscura memoria no había de evocar nunca más a la desaparecida. Aquellos animales no sufrirían.

Seguirían viviendo exactamente como en el pasado, sin que nada les faltase… Sin poder explicarse por qué, apoderose de él un arrebato de cólera, arrojó brutalmente al suelo el resto del grano y apartó de sí aquellos animales que no merecían ser amados ni se acordaban de nada. Salió y entró de nuevo en la casa.

Quiso marcharse. Le intimidaba dar un solo paso en aquella casa llena de la presencia de su hija.

Pero le atemorizaba también la calle, el horrible vacío de la calle… Puso un huevo a cocer en el hornillo de gas, pero se olvidó de él y sintió, demasiado tarde, un olor a quemado. De todos modos no tenía apetito. Acabó por ceder a su afán de atormentarse y subió con paso lento hacia el cuarto de Mariette.

Allí permaneció un buen rato, mirando en torno suyo, sin tocar nada. Todo estaba limpio y en orden.

Una habitación como era del agrado de Mariette. Dirigiose lentamente hacia el pequeño tocador Luis XVI, ante cuyo gran espejo cuadrado se sentaba su hija todas las mañanas, un poco de lado, para peinarse. Doutreval se arrodilló sobre la alfombra y con gesto maquinal abrió uno de los cajones.

Esparciose un olor suave, un leve perfume, mezcla de piel de Rusia, de polvos de arroz y de espliego, que oprimió, con sus remembranzas, el desgarrado corazón de Doutreval. Cuidadosamente protegidas por tenues papeles de seda había allí las pequeñas cosas de Mariette: un bolso de señora, un monedero de piel de cocodrilo, algunos cuellos de encaje de Aleçon, guantes de gamuza y un manojo de camelias blancas artificiales. Y en una caja de cartón plana, también algunas reliquias. Un mechón de cabellos negros de Fabienne… la alianza de mamá, el brazal de la comunión de Michel…

Doutreval aspiró la dulce fragancia del espliego. Nunca más volvería a sentir sobre la lozana tez de Mariette aquel perfume discreto y ligero, apenas perceptible, mezclado al de jabón y de la ropa interior.

Nunca más volvería a verla encaramada en una silla, con una pañoleta anudada en torno a la cabeza y el rostro tiznado, limpiando de telarañas la escalera con un escobón.

Nunca más volvería a oír al abrir la puerta, aquella voz fresca, llena de sol y de vida, cantar sus románticas canciones…

Si a esto lo llaman amor,

Pues también, yo amo…

Continuaba hurgando en los cajones. Pastillas de jabón de tocador… Un devocionario… Una gruesa libreta llena de recetas de cocina copiadas a mano. Las primeras databan de muchos años… La caligrafía era casi infantil. A la sazón no tenía Mariette más que catorce años… Fue cuando murió su madre. Muy joven era cuando se hizo cargo de los quehaceres domésticos. En el fondo, Mariette no había tenido una existencia muy feliz. ¡Llevar tan joven la casa! ¡Con qué temor presentaba los sábados a su padre la cuenta de los gastos! Y él la examinaba con ceño severo. ¡Qué imbécil había sido! ¡Y ahora estaba muerta! De pronto, se acordó de la joya que había comprado en Holanda para ella, una gruesa barrita de oro trabajado. No sería para Mariette. Nunca más podría ofrecer una joya a su hija.

Todo había terminado. Pensó en las innúmeras pequeñas alegrías que hubiera podido proporcionarle, en todo cuanto hubiera podido hacer para que fuera más feliz y que no había hecho. Acordose de sus severidades, de sus reprimendas, de sus exigencias, de todos los goces permitidos que le había negado o que simplemente no había pensado en depararle… De todos estos estúpidos, absurdos o inexplicables sentimientos de pudor que nos impiden intimar más con nuestro hijo, sentarlo sobre las rodillas, besarlo, mimarlo, todo ello debido a que se ha hecho ya un poco mayor, porque no se tiene ya la costumbre de hacerlo, puesto que uno se ha vuelto ya demasiado viejo, ha cobrado demasiada gravedad, porque uno ya no se atreve. ¡Estúpido!, a mostrar al hijo el cariño que por él se siente. Ahora, Mariette había muerto y nada podía hacer por ella. ¡Si al menos hubiera podido tener aquella joya, aquella pequeña alegría antes de morir! Le dolía a Doutreval que su hija no pudiera jamás poseer aquella barrita. Deploraba amargamente no haber pensado siquiera en prenderla a su mortaja…

Doutreval no creía en nada y sabía que después de la muerte no había más que podredumbre. Sin embargo, ver desaparecer a Mariette con aquella joya hubiese sido un lenitivo a su dolor. Demasiado tarde.

En el fondo del cajón quedaba aún una caja de cartón. Doutreval la abrió. En ella se hallaba «Bleuette», una vieja y estropeada muñeca. La muñeca de Mariette. Con manos temblorosas, Doutreval la sacó de la caja. Evocó a Mariette con «Bleuette» en brazos, cuidándola, vistiéndola, acostándola, siempre en compañía de aquel pedazo de madera que tanto arraigo tenía en su corazón, que era algo de su propio ser pero que no pensaba ni sufría y ni siquiera sabía que había muerto. Se acordó de su mujer, de Mariette cuando tenía un año, con sus sedosos cabellos rubios, sus ojos azules y sus regordetas y coloridas mejillas pasó por su mente la imagen de aquella criatura de ojos claros dando los primeros pasos que titubeaba, vacilaba y avanzaba hacia él, a la sazón un hombre joven, casi un muchacho, a través del comedor, tendiéndole la manos y balbuciendo con una sonrisa:

—Papá… papá…

Este recuerdo acabó de desgarrarle el corazón. Imágenes, lamentaciones, remordimientos y sufrimientos le sumieron en un estado de extremo abatimiento. De pronto cerró bruscamente el cajón y estalló en un ronco sollozo. Ya de hinojos sobre la alfombra, con «Bleuette», en las manos, pobre pedazo de madera insensible, rompió a llorar, como no lo había hecho desde su juventud, aferrándose desesperadamente al recuerdo de su hija:

—¡Mariette! ¡Mariette! ¡Pobre hija mía! ¡Mariette…!