Capítulo IX

Una mañana, se detuvo ante la clínica Epidauria el automóvil de Doutreval. Éste, acompañado por su yerno Ludovic Vallorge, iba a buscar a su hija para pasar unas semanas de vacaciones. Leas acompañaba Regnoult, siempre elegante, con los negros y ensortijados cabellos peinados hacia atrás, y esmeradamente atildado, desde el nudo de la corbata hasta el corte perfecto de las uñas. Doutreval sintió mucho no poder ver a Guerran, que había salido de la clínica ocho días antes. En ocasión de las visitas de Doutreval a Epidauria estableciose entre el médico y el político una corriente de simpatía. El convaleciente se deshacía en elogios de Fabienne. Y Doutreval comprobaba con satisfacción cómo este comienzo de camaradería le relacionaba con un político influyente que podría serle útil.

En el hospital de Bicetre, donde Doutreval había de hacer una demostración de su método, se encontraron con Groix, «el Cararrajada», con su cabello rubio y su cháchara interminable. Por la tarde, Doutreval y su hija, acompañados de los dos ayudantes, se dirigieron a Angers. Fabienne escuchaba, sin prestar mucha atención, las guasas de Groix y las zalameras frases de Regnoult. Sentíase cansada.

Estaba contenta de volver de nuevo a su casa, de poder descansar en Anjou en medio del ambiente familiar.

Doutreval iba con frecuencia a París. Viajaba mucho. Solicitábanle de todas partes, le reclamaban en todas las grandes ciudades de Francia y en las capitales extranjeras. Prodigábase, daba charlas, clases y conferencias y organizaba centros de tratamiento en los hospitales. Se hablaba mucho de él. Había alcanzado algo más que la celebridad. Visitábanle enfermos de los países vecinos. Era el Maestro. En Angers era el hombre del día. Se daba cuenta de ello por la respetuosa actitud y la deferente atención de los estudiantes cada vez más numerosos. El turbador incienso de la gloria ascendente le consolaba de su casa vacía, de la ruptura con su hijo y de se apartamiento de Fabienne que afortunadamente no duraría mucho tiempo. Fabienne estaba dando fin a su período de experiencia, había adquirido el «oficio» deseable y estaba ya en condiciones de ser una auxiliar incomparable. No quedaba más que contar lo más pronto posible con u local y disponer de subvenciones para atender gratuitamente a los indigentes, y poseer en Angers un importante centro de tratamiento donde Doutreval pudiera recibir a los médicos, presentarles a los enfermos y brindarles abundantes estadísticas y una vívida e irresistible documentación. Ese centro era el último peldaño que le quedaba por escalar hacia la cumbre. ¡Un centro de curarización en Angers! De cuando en cuando hablaba con Géraudin de ese sueño maravilloso. No ignoraba las dificultades materiales que se presentarían y el cúmulo de envidias que tendría que disipar o vencer. Géraudin daba su sentimiento.

—Espere a que caiga el ministerio —decía solamente—. Paciencia. Guerran formará sin duda parte del próximo equipo gubernamental. Se va imponiendo. Va ganando posiciones. ¡Es el «técnico de la agricultura»!, y una vez Guerran sea ministro, la cuestión está resuelta favorablemente. Le doy mi promesa. Yo me encargaré de ello.

Entretanto, Doutreval confeccionaba el plan de trabajos y viajes para aquel año. A fines de mes, a Holanda. Después de los exámenes universitarios de junio, a Noruega. En octubre, a Alemania. Y cuando se reanudaran los cursos, a Italia. Recibía cartas de invitación de todos los países.

La difusión de su obra presentaba el inconveniente de que le impedía estudiarla a fondo como hubiera querido. El problema ofrecía aún ciertas lagunas. ¿Por qué la acción paralizadora del curare manifestaba una variación tan ostensible cuando se aplicaba a distintos pacientes? Antiguos enfermos, ya curados, que incluso efectuaban un trabajo ligero, se presentaban de nuevo a Doutreval quejándose de agudos dolores en la espalda que les obligaban a abandonar el trabajo. ¿Por qué? Para descubrirlo hubiera sido necesario mucho tiempo y largas y pacientes investigaciones. Doutreval se entregaba a ello algunos días, pero la preparación de una conferencia o un viaje a Toulouse o a Estrasburgo para demostrar su tesis, atascaban sus esfuerzos dando al traste con las ideas que a la sazón bullían en su mente. Por aquellos días tuvo que enfrentarse con su primer accidente mortal. Pese a ser éste inevitable, no por ello Doutreval dejó de experimentar una penosa impresión. Sucedió en el hospital de Saint-Clément. Groix y Regnoult inyectaron el producto convulsivo en las venas de un joven de veintiséis años, tendido, completamente desnudo, sobre la cama; seis centímetros cúbicos exactamente. Después de una espera bastante larga sobrevino una crisis fulminante. El rostro del enfermo cobró una verdusca lividez. Con tanta violencia volvió hacia Doutreval los ojos y la cabeza que pareció habérsele dislocado la nuca. Bajo los efectos del tétanos, con los músculos tensos como una cuerda, el enfermo prorrumpió en un grito horrísono y cayó de espaldas con las piernas levantadas, agitándolas furiosamente, una tras otra, como si pedaleara en el vacío. Sus manos parecían agarrar el aire. Abrió la boca y la cerró con un chasquido brutal, como para hacer saltar los dientes de un estallido. De repente, en medio de un pavoroso esfuerzo de contracción, se produjo algo así como un crujido seco, neto, límpido, el ruido de algo que acaba de quebrarse, en la espina dorsal del loco. El demente soltó un rugido. Los tres hombres se miraron. Terminada la crisis, Doutreval hizo trasladar al paciente, todavía inanimado, al departamento de radiografía. La primera vértebra dorsal aparecía rota, aplastada, completamente triturada bajo la tracción de los poderosos músculos espinales. Debía de haber graves lesiones en la médula espinal, pues el paciente falleció al atardecer del siguiente día.

Durante varios días Doutreval discutió el caso con Regnoult y Groix. Doutreval se pronunciaba por un accidente, una predisposición del paciente a las fracturas a causa de su debilidad y de su desmineralización. En suma, un caso excepcional que no había de tenerse en cuenta. Regnoult abundaba en esta opinión. Groix, en cambio, pretendía supeditar el accidente a una serie de hechos vagamente similares: los dolores en la espina dorsal frecuentemente comprobados en el momento de la crisis, como era el caso de esos enfermos curados que se quejaban luego de agudas molestias en la espalda. Como Groix se mostrase terco, Doutreval se vio obligado a atajar la discusión dando ésta por terminada.

Fabienne se sintió emocionada al ver de nuevo a su Anjou, y en especial los laboratorios de su padre, donde había transcurrido su infancia. Groix y Regnoult seguían allí. Groix, revoltoso, quisquilloso, bromistas, comportándose como un chiquillo a pesar de que no tardaría en ser profesor auxiliar, divertía a Fabienne con su gracejo al referir las más absurdas historias.

En cambio, Regnoult, más serio, más docto, más circunspecto y al mismo tiempo más solícito, hacía objeto a Fabienne de una corte discreta, hablando a veces de su porvenir, de sus proyectos vinculados a los del «patrón» y tratando de que la muchacha se interesara por ellos. No le desagradaba eso a Fabienne. No sentía por Regnoult más que una simpatía de camarada, pero no ignoraba que tal matrimonio no disgustaría a su padre. Tampoco ella, en principio, rechazaba esa posibilidad. Creíase muy razonable, mas, en el fondo, era en realidad muy inexperta en lo concerniente a las cosas del corazón. «Quizá más adelante», pensó.

Sobre todo, resucitaba para ella la alegría de la vida familiar. Mariette había dispuesto en su casa una habitación para Fabienne. La mansión de Doutreval, sin una mujer, sin alegría, se iba convirtiendo cada vez más en un laboratorio, un centro de trabajo, de recepción y de investigaciones. El propio Doutreval vivía en casa de Mariette, llevándose muy bien con su yerno cuyo carácter flemático y silencioso constituía para él un reposo. Mariette estaba encinta de siete meses. Rebosaba de gozo, hablaba de ello a todo el mundo, y, esperando a una niña, quería un muchacho. Imaginábase rodeada de chiquillos, untando rebanadas de pan con mantequilla, acompañando a la escuela a un batallón turbulento, pletórico de vida, unos rapazuelos de mejillas frescas y sucias donde su apetito de maternidad encontraba plena satisfacción. Al contacto con su hermana mayor, joven, lozana, alegre, rebosante de salud y de optimismo, Fabienne, un poco triste y abatida por todo cuanto de abominable y monstruoso le había revelado la vida en la clínica Epidauria, se sintió súbitamente rejuvenecida. Volvió a acostumbrarse a las risas, a los ruidosos besos maternales de la mañana y de la noche, y a las romanzas a voz en grito en la escalera por una Mariette llena de polvo, con la cabeza cubierta con una vieja toalla a modo de turbante y yendo a la caza de telarañas:

Si a esto le llaman amar,

pues también yo amo…

Volvió a encontrar los palomos de Mariette, al gallo Titi, a las gallinas, a cada una de las cuales se había impuesto un nombre, y a las tórtolas, a las que daba su saliva a beber en la boca. Fabienne se fue con ella por los verdes caminos de Anjou, bordeados de enormes y tupidas malezas. Florecía la amarilla retama de penetrante olor. Los brezos, de rudo y escaso follaje, ofrecían su pobre flor violeta, ligeramente teñida de púrpura.

Y las hermanas volvían a su casa con una abundante y florida cosecha con la que embellecían la espaciosa morada. Por la noche, al volver Doutreval del laboratorio, fatigado, con los ojos enrojecidos tras el esfuerzo prodigado en el microscopio y el ánimo abatido como si regresara de otro mundo, adentrábase en él, sin detenerse a analizarla, la luminosa alegría que esparcían las flores diseminadas por la casa. Y, sin comprender por qué comentaba:

—¡Qué hermosa y agradable es tu casa, Mariette!

Ésta guiñaba el ojo a Fabienne. Doutreval contemplaba entonces a su hija mayor, a su Mariette, que había hecho las veces de madre. Al pasar detrás de ella, se inclinaba hacia su hija, aspiraba la suave fragancia del espliego con que perfumaba la ropa blanca y los cajones y depositaba un beso de gratitud en sus claros y alborotados cabellos. Mariette le rejuvenecía. Una nueva vida alegraría pronto el hogar.

Con su talle abultado, con esa promesa de maternidad que llevaba en sí como una buena tierra generosa, despertaba en Doutreval un intenso sentimiento de emoción. Dentro de poco ella sería madre.

Y él sentaría en sus rodillas a los hijitos de Mariette. Iba a llenarse el vacío. E puesto del ausente volvería a ser ocupado. Había momentos en que se sentía más joven que el joven matrimonio.

Preocupábase de la cuna y del cochecito y efectuaba numerosas compras, apasionándose por ello más que su yerno Ludovic Vallorge a quien tales actividades de Doutreval hacían sonreír.

Esperábase el acontecimiento para mediados del siguiente mes. Van der Blieck, el profesor auxiliar, especialista en obstetricia, tomó a Mariette a su cargo. Todo iría bien. Mariette era sana y robusta.

Ninguna herencia sospechosa. Una higiene excelente. Un solo inconveniente: Mariette era un poco estrecha de caderas pero un parto no es ninguna cosa fácil. El caso ideal no existe en Medicina.

Una mañana al llegar Ludovic Vallorge al hospital para prestar su turno de servicio, con sus internos Fleurioux y Cassaing y todos sus estudiantes, vio esperándole en la antesala de su despacho a una mujer con un chiquillo de tres años. Titular de la cátedra de cirugía infantil, Ludovic operaba con gran destreza a los niños. Sin embargo, no le gustaba practicar intervenciones. Poco apto para esas sangrientas actividades, habituado por su larga colaboración con Suraisne, el patrón desaparecido, a los silenciosos y apacibles trabajos del laboratorio, la práctica de la cirugía le era odiosa. No se atrevía a hablar de ello a nadie. Hubiera querido cambiar de puesto. Soñaba con una cátedra de medicina general; pero había que esperar a que se produjera una vacante. El profesor agregado Van der Blieck había finalmente obtenido su cátedra de ginecología, pero quedaba aún un competidor, Huot, que aborrecía también la cirugía y que aspiraba a la misma cátedra con el apetito aguzado por diez años de espera.

Sin contar a Flégier, que gracias a Géraudin había alcanzado la agregación el año anterior y que también formaba parte de las filas de la próxima promoción. Todo ello era harto delicado.

—Buenos días, doctor —dijo la mujer.

Ludovic se acercó a ella. Lo mismo hicieron algunos estudiantes internos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ludovic.

—Mi chico… Se trata de la ceja.

—Esta buena mujer trabaja toda la semana —explicó un interno—. No tiene tiempo para venir al dispensario. Le hemos dicho que viniera una mañana que no trabajara…

—Y como hoy no trabajo… —concluyó la mujer.

—¿Qué le pasa a ese pequeño? —preguntó Ludovic—. Venga a mi despacho, buena mujer. A ver, enséñame la cara, hijo mío… ¡Ah, sí, ya veo, encima del ojo… un pequeño quiste dermoide al final de la ceja! ¿Lo ven ustedes, señores? Un resto del embrión que subsiste algunas veces. A este propósito se ha pretendido que el cáncer sería precisamente un residuo embrionario que recomenzaría a desarrollarse… En el caso presente, la ablación es muy sencilla: se corta la piel y se diseca la corteza del quiste con una sonda acanalada. Eso es todo. Pues bien, señora, hay que quitarle esto al muchacho. Y lo más pronto posible. Esa verruga en la cara le desmerece mucho.

—No lo quiere, tiene miedo —dijo el interno Fleurioux.

—Ya ve usted que teníamos razón, señora —añadió Cassaing.

—No es que tenga miedo —repuso la mujer—, pero quisiera consultar con mi marido. Que sea él quien diga si lo quiere o no.

Los internos se echaron a reír.

—¡Pero si sólo es cuestión de treinta segundos!

—¡El tiempo de sonarle la nariz!

—Escuche, buena mujer —dijo Vallorge—, vamos a dar una gran sorpresa al padre. Vamos a extirpar esto en un santiamén. Y dentro de un cuarto de hora llevará usted al pequeño a su marido, ya operado y completamente curado. Qué sorpresa, ¿verdad?

—¿Usted cree…? —dijo la madre.

—Vamos, vamos, déme usted al niño. Aguarde un par de minutos. El tiempo de contar hasta cien. Fleurioux, Cassaing, pásame compresas, por favor. Dos gotas de cloroformo…

Y diciendo esto se llevó al rapazuelo a la sala contigua, donde practicaba circunstancialmente la cirugía menor.

—¿No será suficiente una anestesia local? —preguntó Fleurioux.

—No ignora usted que con los niños es improcedente. Se mantienen conscientes, tienen miedo…

—Comienzan a chillar —concluyó Cassaing—. Y vosotros, extended el «billar».

Dispuesta la mesa se tendió encima al pequeñuelo. Los estudiantes se colocaron en círculo. Cassaing tomó una compresa y Fleurioux el frasco de cloroformo. El niño con los ojos abiertos, miraba asustado a todo el mundo. Cassaing le aplicó una compresa en la nariz. Fleurioux vertió algunas gotas encima.

Ludovic Vallorge se calzó los guantes. A las primeras gotas el niño palideció. Cassaing vio agrandársele las pupilas.

—¡Eh! ¿Qué pasa?

Hizo levantar la compresa. Ludovic se precipitó hacia el niño.

—¡Cielos! ¡Síncope blanco!

El niño era ya cadáver. Síncope blanco clorofórmico.

Cassaing cogió la lengua de la criatura y la estiró. Dos estudiantes levantaron los brazos mientras otros presionaban las cotillas. Fleurioux llenó una jeringa de adrenalina. Vallorge, lívido, bañado en sudor, aturdido, administró una inyección en pleno corazón y vació el contenido de la jeringa, pero no hubo nada que hacer. La muerte había sido instantánea.

Miráronse unos a otros como idiotizados. De pronto se dieron cuenta de que la puerta había quedado abierta. Más allá, la madre que esperaba a su hijo para llevárselo a su padre, que nada sabía y que tan contento se pondría con la sorpresa que iban a darle… De un salto, Fleurioux corrió a cerrar la puerta.

Todos hablaban en voz baja, como criminales. Se hallaban bloqueados en aquella pequeña estancia sin otra salida que el despacho donde aguardaba la madre. Nadie, ni siquiera Ludovic, el «patrón», se sentía con ánimos de pasar delante de ella.

A Fleurioux se le ocurrió una idea. Abrió la ventana y musitó:

—¡Por aquí!

Y todos, comentando por Vallorge, saltaron por la ventana abandonando el pequeño cadáver, como unos malhechores después de consumado el delito. Cassaing fue en busca de sor Angélica para que previniera a la madre y saliera del paso como pudiera.

El golpe acabó por aturdir a Vallorge. Sin embargo, no era en modo alguno culpa suya. Semejantes accidentes suelen ocurrirles a los mejores cirujanos. Pero había las circunstancias del drama, esa mujer a quien había cogido bromeando y contra su voluntad a su hijo, que nada había dicho a su marido y que tenía que ir a su casa y comunicar al marido la terrible noticia:

«Nuestro hijo ha muerto…».

Era todo eso lo que trastornaba a Ludovic, sobre todo en vísperas de un nacimiento en su casa, en unos momentos en que todo lo concerniente a la infancia suscitaba en él una sensibilidad particular. Decidió hablar a su suegro. Le rogó que cuando se presentara la ocasión interviniera cerca de Géraudin para conseguir una cátedra de medicina o de trabajos de laboratorio. Doutreval prometió intentar lo que pudiera. Había, empero, una dificultad. Desde hacía algunos meses Géraudin miraba a Ludovic con ceño adusto. Vallorge había tenido que someterse a una intervención, un sencillo golpe de bisturí para extirpar un pequeño ántrax en el labio superior. No solicitó los servicios de Géraudin porque habían llegado a sus oídos ciertos vagos rumores; señales de decaimiento, dos o tres breves momentos de desfallecimiento, cuidadosamente silenciados, que hubieran podido repetirse mientras operase. Nadie sabía nada, nadie había visto nada, no había en absoluto nada concreto… Pero el inapreciable murmullo, más leve que el soplo que flota a través de los pasillos de la Facultad y del hospital, había puesto en guardia a Vallorge. Había vacilado. Si se hubiese tratado del labio inferior se hubiera confiado a Géraudin; pero con el labio superior nadie sabe lo que puede pasar… El peligro es incomparablemente mayor. Discurre por el labio superior determinada vena respecto a la cual cualquier infección cobra de pronto una extrema gravedad. Vallorge, aconsejado por Groix, el ayudante de Doutreval, se decidió por Heubel. Al parecer ello había molestado mucho a Géraudin. Un paso en falso difícil de reparar.

A fines de aquel mes de mayo, Doutreval hizo una vez más sus preparativos de viaje. Tenía que efectuar una larga jira en Holanda donde había sido invitado. Conferencias en Utrech, Ámsterdam, Rótterdam y La Haya. Decidiose que le acompañaría Ludovic, quien conduciría el coche. Jamás había podido resignarse Doutreval a la pequeña humillación. Por supuesto, Regnoult y Groix irían, como siempre, con el «patrón». Fabienne formaría parte de la comitiva hasta París. Como había de volver a la clínica, Doutreval la dejaría de paso en la capital.

Una vez más, Mariette hizo los equipajes de su marido y de su padre y cerró ella misma las maletas.

Vallorge condujo el «Renault» al garaje y encargó un juego de cubiertas nuevo. El 30 de mayo por la mañana, Doutreval dio un último beso a Mariette, en la acera, antes de subir al coche. Ambos estaban un poco emocionados. Era aquél el último viaje de Doutreval antes del gran suceso; el nacimiento.

—Cuídate bien —le dijo—. Ya tienes nuestras señas; el Hotel Regina. Ten cuidado, no salgas, no hagas mucho trajín, no subas y bajes escaleras. Ya sabes que a partir del séptimo mes…

—Sí, sí, no te preocupes —dijo Mariette sonriendo—. Seré razonable y dejaré tranquila las telarañas. No olvides tu cartera negra. En la cajita encontrarás las hojas de afeitar y el jabón… Y en la maletita de piel de cerdo una bujía y cerillas. Sí, sí, puede serte de utilidad. Suponte un apagón de luz en el hotel… Encontrarás, además, un frasco con agua de melisa[59] y tres terrones de azúcar para la digestiones… ¡Siempre te está riendo! Ya lo verías una de esas noches en que no digieras los guisos de la cocina de hotel… Adiós, Fabienne. Pórtate bien y escríbeme mañana… Adiós, papá…

Doutreval volvió a besarla en su fresca mejilla aspirando su suave perfume de espliego, aquella sana fragancia natural que emanaba del cuerpo de su hija.

—¡Adiós, Mariette! —gritó al subir al coche.

A través de la portezuela, Mariette tuvo tiempo todavía de besar a su marido, de enviar con ambas manos besos a todo el mundo, incluso a Groix que le correspondía frenéticamente con ampulosos y melodramáticos ademanes. Había llegado ya el coche al extremo de la calle y Groix seguía dando aún la réplica, con el busto fuera del vehículo, expresando un amor tan delirante que los transeúntes se detenían pasmados mientras Fabienne se desternillaba de risa. Desde hacía algunos días, Groix se había dejado crecer una horrible barba de un rubio pajizo que le prestaba, con sus ojos claros, un aspecto patibulario. «Consecuencia de un voto» decía. En realidad, se trataba de una apuesta con Cassaing. Si Groix dejaba de afeitarse durante seis semanas, Cassaing pagaría un gigantesco punch después de los exámenes.

El poderoso «Renault», un «Vivasport», seis cilindros, casi nuevo, marcaba una media de 80 sin la menor dificultad Ludovic era un chofer notable. Sentado al lado de su yerno, Doutreval repasaba en silencio su conferencia. En el asiento posterior, Groix fumaba cigarrillos mientras Regnoult charlaba con Fabienne. Llegaron a París en cuatro horas. Dejaron a Fabienne en la clínica Epidauria. Salieron de París por Villete y Pantin, y tomaron la carretera de Flandes. A Doutreval, que seguía sin decir nada, no le había pasado inadvertida la despedida de Regnoult y Fabienne, el apretón de manos un poco largo, la mirada un poco insistente que habían cambiado, a través de la cual algo debía de haber ocurrido. Se puso a reflexionar en aquel posible matrimonio que eran, en el fondo, sumamente oportuno. Regnoult era un muchacho de valer, inteligente y muy trabajador. Quizá demasiado logrero. Pero ¿quién no lo es? Permanecería al lado de Doutreval y continuaría su colaboración con él. A Doutreval le interesaba esta ayuda. En el fondo, sin atreverse a confesárselo, quizá hubiera preferido por yerno al «Cararrajada». Groix. El carácter abierto, franco, un poco brutal a veces pero alegre y leal de su ayudante, le inspiraba más confianza que la deferencia un poco fría de Regnoult. Con todo, no era Groix ciertamente manejable. Muy a menudo se le desataban los nervios. Justamente el día antes, a propósito de un enfermo, había impugnado con dureza la tesis de Doutreval. Éste se vio obligado a alzar el tono de voz y hacer valer el peso de su autoridad profesional. De todos modos, Groix no era hombre ambicioso. Por cualquier cosa, por una gestión a hacer que le molestara, por una petición, por un trabajo que no le viniera en gana, por una humillación que no estaba dispuesto a sufrir, era capaz de mandarlo todo a paseo y establecerse como médico en un villorrio cualquiera. Era demasiado rígido de espaldas para triunfar. Pero como esas cosas no pueden imponerse, era evidente que las preferencias de Fabienne eran para Regnoult.

Almorzaron en Senlis. Naturalmente, hablaron del viaje a Holanda, de los casos a exponer y de los resultados a mostrar. En esto surgió un pequeño incidente que demostró a Doutreval la justeza de sus recientes reflexiones. Al extenderse éste en comentarios refutando las críticas que recusaban su sistema, Groix trajo a colación el reciente accidente de Saint-Clément, ese espinazo completamente roto en un espasmo, con la muerte subsiguiente.

—¿Quiere usted hablar de ello, señor? —preguntó.

—No lo estimo necesario —respondió Doutreval.

—Pues no sería inútil a mi parecer. Con ésta, existen otras señales análogas. Hay ahí una sombra, un aspecto negativo que a mi juicio no es posible pasar en silencio.

Discutieron una vez más. Para Regnoult, Doutreval y Vallorge el caso no suscitaba ninguna dificultad y no había que hablar de ello. Únicamente Groix porfiaba en el sentido de que la probidad científica exigía una exposición completa del caso, admitiendo todos los elementos desfavorables que éste suscitara. Obstinábase de tal modo y aducía tan excelentes razones que Doutreval tuvo finalmente que imponerle silencio, recordándole ciertos errores que había cometido en el laboratorio a la mañana siguiente de un banquete, un análisis equivocado que Doutreval pudo corregir a tiempo. Groix, humillado, no dijo nada más.

Rodaron toda la tarde, y, después de haber franqueado el ancho Escalda por bajo el inmenso túnel nuevo recién inaugurado, atravesaron Lille, Gante y Amberes. Llegaron a la frontera holandesa ya entrada la noche. Pernoctaron en un hotelito, recién enjalbegado[60], adornado con geranios, donde Doutreval cambió el dinero francés por quinientos florines. Al día siguiente por la tarde, tras prolongada espera a la orilla de los innumerables brazos del Rhin y de pasos de una isla a otra, los cuatro médicos se fueron acercando a Ámsterdam. Esos viajes a través de las recortadas tierras por donde discurre el Rhin son desmedidamente lentos. Hay que armarse de paciencia. Aunque después el potente «Vivasport» rugiera y brincara sobre el firme alquitranado de las sinuosas y llanas carreteras, el tiempo perdido no volvía a recobrarse.

En la habitación del hotel, Doutreval apenas tuvo tiempo de cambiarse el cuello y los zapatos.

Inmediatamente después de su llegada presentose una comisión oficial que se lo llevó en automóvil.

La primera noche fue consagrada a las recepciones oficiales. El banquete que siguió a las mismas terminó tarde. Doutreval quiso regresar a pie al hotel, con sus ayudantes y su yerno. En la noche serena, bajo la luz de las estrellas, veíanse las anchas avenidas de Ámsterdam, bordeadas de altos inmuebles, de quintas y de hotelitos a la americana. De repente, uno se encontraba ante un vasto espejo de agua negra, uno de esos numerosos canales que hacen de Ámsterdam una Venecia nórdica. El agua quieta y sombría reflejaba la luz de las lámparas eléctricas. Los altos tilos se estremecían suavemente al soplo del viento salino que venía del Zuiderzee. Viejas fachadas esculpidas erigían, sobre el estrellado fondo celeste, siluetas de estatuas, de genios y de victorias aladas, semejantes a mascarones de proa. A ras de agua dormitaban ventrudas barcas, chalanas, largas y achatadas pinazas guiñando el ojo de una lucecita encarnada detrás del ventanillo de la cabina. Por encima de los techos, la claridad de la ciudad se remontaba como una aurora. Doutreval respiraba una paz silenciosa, cambiaba dos palabras con Regnoult y Ludovic y se sentía contento. Todo marchaba bien. Era para él uno de esos raros y breves instantes de la existencia en que uno se atreve a decirse: «¡Soy feliz!». Dos palabras que el hombre no se atreve casi nunca a pronunciar, de tal modo evocan un frágil e inestable equilibrio, un triunfo efímero y momentáneo… Pero, inmediatamente, el doloroso recuerdo de su hija se interpuso en aquella quietud. Doutreval lo aventó al instante. Detrás iba Groix silbando y refunfuñando.

Dejando atrás el barrio tranquilo se adentraron en el corazón de la ciudad. La transición fue brusca, encontráronse de pronto sumergidos en una atmósfera de luz y de vida, flanqueados por escaparates deslumbrantes y anuncios luminosos, caminando por calles estrechas y aprisionadas por altos edificios, tumultuosas, desbordantes de animación y alegría, bañadas por la brutal y artificial claridad de las luces eléctricas. Era muy tarde y uno se hubiera creído en pleno día. Los cuatro médicos llegaron finalmente al hotel y entraron en él casi a regañadientes.

La conferencia y las visitas a los hospitales les ocuparon por entero el día siguiente. Regnoult escribió apresuradamente algunas cartas a Mariette y Fabienne. Sólo al segundo día, hacia las cinco de la tarde, después de una laboriosa visita a los hospitales situados en los arrabales, Doutreval y Ludovic tuvieron libre el resto de la jornada.

—Vamos a aprovechar esa oportunidad —dijo Doutreval cuando estuvieron de regreso en el hotel—. Ludovic, ve abajo a la administración y pregunta a la señorita de la central telefónica cuánto tiempo tardaría en darnos comunicación con Angers. ¡Qué sorpresa tendría Mariette!

—¡Ésa es una idea excelente! —dijo Ludovic—. Voy en seguida.

Dos minutos después sonó el teléfono en la habitación de Doutreval. Éste descolgó el auricular colocado en la mesita de noche. Era Ludovic.

—Diga. Sí, soy yo. Tarifa de noche. Nos darían la comunicación a mitad de precio y con relativa rapidez. A las diez, poco más o menos. Mariette no estará aún acostada. Cinco «gulden» y medio… ¿Qué es un «gulden»?

—Un florín —explicó Doutreval—. Costará unos cincuenta francos. Pide en seguida comunicación con Angers, Ludovic. ¡Qué contentos se pondrán!

—¡Por supuesto! —dijo Ludovic.

Y colgó el auricular.

Mientras esperaban las nueve, dieron una vuelta por la ciudad con Regnoult y Groix. Compraron esos enormes cigarros que se venden en Holanda, unos cigarros gigantescos que miden cincuenta centímetros y mucho más gruesos que un mango de escoba. Reposando, solitarios, una larga caja de ocume[61] semejan momias preciosas y perfumadas en el fondo de un sarcófago. Para obsequiar a su mujer, Ludovic escogió un encaje para almohadón. Doutreval compró para Fabienne un monstruo de ébano de Borneo, un gnomo patizambo, profusamente esculpido, con una pesada campana de bronce en la que serpenteaban alados dragones. Para Mariette, adquirió una barrita de oro, trabajada como suelen hacerlo en los Países Bajos, con hilos de oro entrelazados y en el centro un brillante de un quilate y medio.

«Será mi regalo de padrino» pensó contento.

En cuanto a Groix y Regnoult, coleccionan todos los arquetipos de confitería, bombones, dulces y pasteles raros con los que coger, al decir de Groix, una indigestión de «color local». De los amplios y deslumbrantes escaparates desbordaba una magnificencia de vituallas, joyas, sedas, especias, alfombras, frutas exóticas, objetos de plata y perfumes. Las tiendas aparecían exornadas con mármoles, hierro forjado y maderas de las colonias. Una muchedumbre alegre, feliz, discurría por las angostas calles por donde los automóviles no podían circular y llenaban la calzada, de negro y suave macadam, en medio de un runrún de fiesta perpetua continuada todos los días. Los cuatro médicos se cruzaban con jóvenes vestidos con calzón corto que mostraban las piernas peludas y desnudas, practicando turismo pedestre: muchachas rubias y robustas, con falda corta, un grueso jersey de ciclista, calzadas con gruesas botas claveteadas y una mochila sobre las anchas espaldas. O mujeres que seguían vistiendo el atuendo tradicional, la falda ancha y holgada, los blancos zuecos de madera de sauce, los cabellos peinados hacia arriba y anchas placas de oro a ambos lados de la frente.

De aquel pueblo sano, de mejillas rosadas, que se había desarrollado mecido por el soplo de la mar, emanaba una impresión de vigor de juventud y de salud.

A las ocho y media, Doutreval estaba ya en el hotel. Los cuatro se sentaron a la mesa con el propósito de cenar rápidamente antes de que sonara el teléfono. En aquel momento, uno de los empleados de la administración, que chapurreaba el francés, se acercó a Ludovic:

—El teléfono, señor… Francia… preguntan por usted…

—¿Ya?

—Ve a ver, Ludovic. En seguida iré —dijo Doutreval terminando de comer el potaje.

Ludovic Vallorge dejó la servilleta sobre la silla y salió.

—¿Angers? —preguntó a la señorita de la centralita.

Perhaps (tal vez) —dijo la muchacha empelando el solo idioma extranjero que conocía—. It comes from France (llaman de Francia). Aquí, Ámsterdam. «Hotel Regina»… Sí, sí, Menheer Vallorge…

Volviose hacia Ludovic.

A call from France, Sir. Will you go to the number seven, please[62]?

Ludovic entró en la cabina número siete.

—¿Es el profesor Vallorge? —dijo una voz lejana, muy lejana aunque clara.

—Sí. ¿Eres tú, Mariette? ¡Mariette!

—No —repuso la voz—. Discúlpame. Soy Van der Blieck.

—¿Van der Blieck?

—He creído conveniente llamarte; perdona…

—Soy yo quien ha llamado…

—¡Ah!, ¡qué coincidencia…!, nuestras llamadas se habrán cruzado. Es curioso. Las cosas se han precipitado, amigo mío…

—¿Mi mujer? —sí, no te preocupes, todo marcha bien… Todo marcha bien.

—¡Ah! —exclamó Ludovic aliviado.

—He sido requerido esta mañana para ir a tu casa. Tu mujer ha debido de fatigarse. A mi juicio, los dolores se han presentado un poco prematuramente…

—De todos modos, entrábamos en el noveno mes —dijo Ludovic para tranquilizarse.

—Sí, sí, no hay motivo para inquietarse. El único inconveniente es que no salimos adelante. El paso es realmente muy estrecho. Hasta el punto de que quisiera conocer la opinión de Huot. Haremos todo lo posible. Sin embargo, si dentro de algunas horas no avanzamos nada, a mi parecer, deberíamos…

—¿Una cesárea?

—No hay motivo para asustarse, amigo mío. Sería lo más procedente.

De pronto, Ludovic sintió su frente bañada en sudor. Y repitió en voz alta:

—Claro… Claro… La cosa no tiene nada de particular.

Trataba de recordar las innumerables operaciones cesáreas a las que siendo estudiante había asistido, aquellas intervenciones casi cotidianas, aquellas mujeres a quienes Géraudin abría el vientre, sacaba la criatura, ingresaban en el hospital y salían tres semanas después sin que nadie se acordara de ellas.

Una cesárea, un incidente sin importancia… No porque en este caso se tratara de Mariette y de él había que ver las cosas de otro modo…

—Pues bien —dijo—, ponte de acuerdo con Huot. Y, si es necesario, adelante. Confío en ti, Van der Blieck.

Le temblaba ligeramente la voz. Por primera vez en su vida se daba cuenta de lo solemne y terrible que es entregar a un hombre la vida del ser amado.

—Gracias —respondió la voz desde el fondo del auricular—. ¿A quién escoges?

—¿A quién?

—Sí, para operar. ¿Heubel o Géraudin? Hay otros…

—No sé… no sé… —murmuró Ludovic.

—A ti te toca indicarme el cirujano, amigo mío.

—Pues…

—¿Qué piensa de esto tu suegro?

—No está aquí. Aún no sabe nada…

—Pregúntale su parecer. Su opinión es valiosa.

—Es verdad.

—¿Hablan? —terció una voz.

—Sí, señorita. Por favor, hace sólo tres minutos que hablamos.

—Escucha, Vallorge. Reflexiona y vuelve a llamarme a medianoche. Dime entonces sobre quién ha recaído tu elección. Entretanto, yo me informaré acerca de quién está libre. Quizá de aquí a medianoche ya estará todo terminado. Casi estoy seguro de ello. Quería solamente prevenirte, y, en caso necesario, compartir la responsabilidad. De todos modos tengo absoluta confianza… Huot y yo saldremos perfectamente del paso.

—Los hierros…

—Claro, los fórceps… También algunas inyecciones… No te preocupes. Quizá no haya necesidad de ello… sólo he querido anticiparme y advertirte con tiempo. Vuelve a llamar a medianoche.

—¿Hablan?

—Sí, por dios. Déjenos en paz, señorita. Llámame a medianoche y creo que tendré el placer de anunciarte un robusto muchachote. Hasta pronto.

Ludovic Vallorge, un poco pálido, volvió al comedor. En el vestíbulo, se cruzó con Doutreval.

—¿Has colgado? ¿Has hablado?

—No era Mariette.

—¿No has telefoneado a Angers?

—Sí, pero no con Mariette. Era Van der Blieck.

A su vez, Doutreval palideció ligeramente.

—¿No marcha bien?

—Sí. Pero esta mañana le acometieron los primeros dolores… Quizá un poco prematuros…

—¡Demonios de chica! —exclamó Doutreval—. Se habrá fatigado con su sempiterno afán de limpieza. No habrá escatimado esfuerzos… ¿Cómo sigue?

—Todo marcha bien. Pero a Van der Blieck le gustaría conocer la opinión de Huot.

—¡Qué recabe la ayuda de toda la Facultad si es necesario!

—Así se lo he dicho: pero estima conveniente saber el parecer de un colega para el caso que fuera necesaria una cesárea.

—¡Ah! ¿Ha hablado de cesárea?

—Ha dicho que no estaba seguro de salir del paso sin esto.

—¡Es desagradable! —murmuró Doutreval—. Sí… Sería muy desagradable.

—No es aún cosa cierta.

—Por supuesto que no. Te lo habría dicho.

—No hay más que esperar… Te aseguro, papá, que Van der Blieck parece optimista.

—Mariette es robusta… Soportará el golpe muy bien… De todos modos, se trata de una intervención importante —reflexionó Doutreval en voz alta—. En fin, no es cosa para morirse. Sin embargo, ¡cuán semejantes somos los médicos a los demás cuando se trata de seres a los que uno ama! ¡Jamás me hubiera imaginado ser tan débil!

Sentose en una banqueta. Reflejábase en su semblante una honda preocupación. Regnoult y Groix, inquietos por la prolongada ausencia del profesor, fueron a buscarle. Ludovic les dio cuenta de la noticia.

—¡Bah! —exclamó Regnoult—. Más de un centenar de cesáreas he presenciado en el hospital de «L’Egalité» sin que ocurriera el menor percance, nada en absoluto.

—En el fondo —corroboró Groix—, es un parto un poco más laborioso que el normal. Ningún sufrimiento. He conocido a muchas mujeres que prefieren la cesárea a un parto normal.

—Exacto —asintió Doutreval—. De todos modos, todo esto son puras cábalas porque nada hay seguro todavía.

Volvieron los cuatro a sentarse a la mesa. Groix y Regnoult comieron con buen apetito una tortilla con puntas de espárragos. Ludovic y Doutreval apenas probaron bocado.

—¿A qué cirujano escogeremos? —preguntó Ludovic.

—¿Qué cirujano?

—Sí. En el caso de que…

Groix quedó con el tenedor levantado, tirando de los cortos pelos de su horrible barba.

—No lo sé —dijo Doutreval—. No lo sé…

Ambos se miraron. Groix no les quitaba la vista de encima mientras seguía sobándose la barba.

Regnoult estaba terminando la tortilla que babeaba en el plato una espuma de color anaranjado.

—Y tú, Ludovic, ¿a quién escogerías? —preguntó Doutreval.

—¿Yo?

—Vamos —dijo Doutreval—, está… en primer lugar Heubel.

—Sí.

—Y Flégier…

—Y Géraudin —concluyó Groix.

Regnoult terminó de comer la tortilla. Y mientras un silencioso camarero levantaba la mesa, se puso a escuchar con su apacible continente.

—Pues yo —dijo Groix—, si estuviera en juego mi pellejo lo confiaría en Flégier.

—Flégier no es titular —objetó Regnoult.

—Me importa un bledo —dijo Groix.

—Es posible. Pero, a pesar de todo, un título cuenta. Además, hay que tener en cuenta las consecuencias.

—Es difícil, Groix, infligir semejante afrente a mis dos mejores colegas —aprobó Doutreval—. Preferir antes que a Géraudin y Heubel a «un joven» que sigue todavía bajo su vigilancia y que está aún lejos de poseer la autoridad de aquellos… ¡Vamos, hombre!

—Evidentemente —asintió Ludovic.

Groix hizo un gesto como si quisiera decir: «en este aso me lavo las manos». Mientras esperaba el queso, encendió un cigarrillo, y despreocupado, escuchó en silencio.

—¿Pues, quién? —repitió Doutreval.

—Podemos escoger entre Heubel y Géraudin —dijo Ludovic—. Tanto monta…

—Escoge tú mismo, Ludovic.

—No, papá, no me atrevería. Hazlo tú. Yo no me atrevo. Te dejo en libertad.

Sirvieron un surtido de quesos. Regnoult y Groix seleccionaron entre los de Gruyere, de crema, de Holanda, fresco y seco, de Gouda y Roquefort. Doutreval y Ludovic, harto preocupados, dejaron que el camarero depositara en el plato una rodaja de no sabían qué.

Hubo un silencio. Luego Doutreval se volvió hacia Regnoult y Groix.

—Groix, Regnoult, veamos —dijo—. ¿A quién escogerían ustedes entre Heubel y Géraudin?

—¡A Heubel! —dijo Groix.

—A Géraudin —afirmó Regnoult.

—Géraudin ya cocea —sentenció Groix brutamente.

—¡Por Dios! —exclamó Regnoult.

—Sé lo que digo. Han ocurrido pequeños incidentes.

—¿Acaso Géraudin no ha realizado un verdadero prodigio salvando a Guerran?

—Es verdad —dijo Ludovic.

—Es verdad —repitió Groix.

—Además —insistió Regnoult—, no se me ocurre pensar que pueda usted hacer objeto de semejante desaire a Géraudin, que está dispuesto a todo por nosotros. Se trata del Centro ¡qué diablos! Gracias a la influencia de Guerran, Géraudin puede hacer lo que le venga en gana. Te digo que estás disparatando, Groix. ¡Mira que discutir a estas alturas el genio operatorio de un Géraudin!

En el espacio de tiempo de un relámpago, Ludovic pensó en esa cátedra de Medicina general con que soñaba y que Géraudin podía proporcionarle… Con gesto maquinal se llevó la mano a la cicatriz del ántrax, sobre el labio superior. Fue Heubel quien le operó… Géraudin se había sentido molesto…

Doutreval, que estaba mirando a su yerno, observó el inconsciente ademán. Sus miradas se cruzaron y ambos experimentaron una breve turbación.

—Elige tú, papá —murmuró nuevamente Ludovic.

Doutreval miró uno tras otro a los dos asistentes.

—¡Heubel! —dijo Groix.

«Sí —pensó Doutreval—. Pero tú no has olvidado todavía la disputa del otro día y estás molesto por la pequeña afrenta que te infligí… Serías capaz de jugarme una mala partida».

—Géraudin. No faltaba más —exclamó Regnoult.

«Y en cuanto a ti —pensó Doutreval— sólo ves una cosa: tu porvenir, el dispensario, el politiqueo de la Facultad… No disgustar ni lastimar a nadie, maniobrar, andar con rodeos. ¿A quién creer? ¿A quién creer de vosotros dos? ¿Cuál de los dos es sincero?».

Levantose bruscamente.

—Baja a la centralilla, Ludovic. Pide en seguida conferencia con Angers. Nos la darán a medianoche. Entretanto, reflexionaremos y decidiremos.

—No hay que exagerar las cosas —opinó Groix—. Hay médicos de pueblo que practican la cesárea sobre una mesa de cocina, a la luz de una vela… En el fondo, no es ningún caso grave.

—Exacto —dijo Doutreval.

Las palabras de Groix le consolaron y situaron las cosas en sus exactas proporciones. En suma, una cesárea no es ninguna cosa terrible…

—Yo siempre he tenido confianza —dijo Ludovic—. No hay nada cierto todavía. Van der Blieck se mostraba optimista. Quizá nos anunciará un nacimiento.

—¡Es verdad! ¡Es verdad!

Doutreval sonrió tranquilamente. Vació el vaso de vino blanco y subió a la habitación.

Todo el tiempo estuvo preocupado. Sentado en una butaca, junto a la ventana abierta, escuchando el alegre rumor de la ciudad nocturna, sus pensamientos volaban hacia Mariette que debía de estar padeciendo sola en Angers, a mil kilómetros de distancia. Su corazón de padre sangraba. Por un momento se le ocurrió la idea de llamar a Vallorge, subir en el «Vivasport» y rodar de noche hacia Francia. Pero no era posible. Le esperaban en Holanda el trabajo, las conferencias, las discusiones… Su hija tenía que franquear sola el doloroso paso. Entró Vallorge, y ambos, frente a frente, trataron de leer un Candide y alguna otra novela francesa que había encontrado Vallorge; pero no lograron fijar su atención. ¿Qué iba a decirles dentro de poco Van der Blieck?

A las once y media llamaron a la puerta. Era Regnoult y Groix que regresaban de dar una vuelta por la ciudad. Regnoult contó la aventura acaecida a Groix. La horrible barba de Groix suscitaba a través de Ámsterdam un legítimo pavor. Hasta el punto de que un mocetón holandés, al verle hacer acercarse con aquella hirsuta barba, evocó inmediatamente el glorioso recuerdo del asesino incendiario de mujeres llamándole en tono de guasa:

—¡Landrú!

Groix replicó asestando al hombre un puñetazo en un ojo dejándole tendido. Ambos tuvieron que escabullirse a escape pues los compañeros de la víctima y los policías se precipitaron hacia el lugar del hecho. Doutreval y Vallorge, olvidándose por un momento de sus preocupaciones, sonrieron. En aquel instante, se oyó el timbre del teléfono.

—Es Angers —dijo Regnoult, cogiendo el auricular.

Doutreval y Vallorge bajaron los escalones de cuatro en cuatro sin esperar el ascensor. En la centralita, la telefonista les indicó la cabina número tres. Padre y yerno se precipitaron hacia ella.

—¡Diga!

—Aquí Van der Blieck… Huot está aquí, profesor… Hemos luchado de firme… No hay nada que hacer… La parturienta se fatiga… los dos estamos de acuerdo en que sería mucho más sencillo, más rápido y menos agotador para la señora Vallorge poner a ésta en manos del cirujano.

Doutreval miró a Vallorge que había cogido otro auricular. Vallorge hizo un movimiento con la mano como queriendo decir: «¡Sea!».

—Huot está aquí conmigo ¿Quiere hablar con él?

—¿Tiene algo más que decir? ¿Alguna explicación que dar? Me refiero a Huot, claro.

Celebrose al otro extremo del hilo, en Francia, un breve conciliábulo. Y después:

—No… Nada tiene que añadir a lo que yo he dicho —prosiguió la voz de Van der Blieck.

—Entonces, adelante —dijo Doutreval.

—¿A quién ha elegido usted?

—Pues yo… ¡Ludovic!

Vallorge hizo un gesto.

—¡Heubel! —gritó Doutreval casi a pesar suyo—. ¡No! ¡No! Géraudin. Quiero que la intervenga Géraudin.

—¿Géraudin? De acuerdo. Regresó anoche. De acuerdo. Ya le tendremos al corriente. Confíe en nosotros.

—¡Gracias!

—No se desanime, profesor. Todo saldrá bien. Pronto recibirá usted noticias. ¡No tema usted nada!

Al rayar el alba, la ambulancia del hospital de «L’Egalité» se detuvo frene a la casa de Vallorge.

Louis, el chofer de Géraudin, acompañaba a los enfermeros. Depositaron cuidadosamente a Mariette en una camilla, la bajaron y la instalaron en la ambulancia. El automóvil se dirigió lentamente a la clínica Géraudin. Extenuados, manchados de sangre, Huot y Van der Blieck se lavaron las manos, se asearon un poco e ingirieron una taza de café caliente. Luego, en el «Citroën» de Huot, se dirigieron a la clínica. Huot hizo marchar el coche a toda velocidad.

En la esquina de la avenida había un cafetucho. Segundos antes de pasar el «Citroën», se abrió la puerta de un establecimiento. Un hombre salió de la taberna con la cabeza baja y borracho como una cuba. Se encaminó hacia la calzada. Y justamente en el instante en que el coche hacía un viraje rápido doblando la avenida, el hombre atravesó la calzada, y con la cabeza inclinada hacia delante, se lanzó contra el «capot» como un nadador que se sumergiera en el agua. Se produjo un choque sordo, el ruido opaco de un cráneo contra un poste de hierro. El hombre rodó por el suelo.

Huot dio tal frenazo que Van der Blieck salió disparado del asiento hacia adelante. Dio de cabeza con el parabrisas. Se desplomó, echando sangre, en el fondo del vehículo.

—¡Cielos! —exclamó Huot saltando del coche y precipitándose hacia el café en busca de socorro.

Algunos transeúntes corrieron a levantar al beodo. El hombre tenía el cráneo destrozado. Partículas de cerebro habían quedado adheridas al radiador. Otros paseantes consiguieron, tras grandes esfuerzos, sacar del coche a Van der Blieck, que había perdido el sentido y presentaba una profunda herida desde la frente hasta el labio superior. Acudieron unos agentes. Mientras prodigaba los primeros cuidados a Van der Blieck, que había vuelto a abrir los ojos, Huot suplicó a aquellos que telefonearan a «L’Egalité» y a casa de Géraudin.

Como Regnoult y Groix lo habían dicho, no hay operación menos peligrosa y menos sangrienta que una cesárea. Muchas operadas la prefieren a un parto. Gracias a la anestesia es, con mucho, menos dolorosa. Y la convalecencia, rápida. No pocas mujeres, por medio de la cesárea, ponen hijos al mundo sin el menor temor.

Además, Mariette poseía una salud perfecta y un corazón robusto. Todo marcharía bien.

Sin embargo, Géraudin estaba preocupado. Había regresado la víspera con Valérie. Había querido hacer el peregrinaje a Lisieux adonde condujo a Henri, su hijo idiota, con la esperanza de un milagro, de una curación repentina. Con aquel monstruo en el coche, el viaje había sido horrible. Luego tuvieron que conducir nuevamente a Henri a La Baule. Habían regresado cansados. En la clínica esperaban a Géraudin dos casos de urgencia: una fractura de la pelvis y una caja torácica aplastada a causa de la caída de una banasta llena de carbón al fondo de una gabarra. Las dos intervenciones fueron muy laboriosas. Luego, la señora Claim, la jefa de las enfermeras, retuvo largo tiempo a Géraudin para quejarse de la señora Géraudin, que antes de marcharse había cogido el dinero de la caja y algunas facturas al cobro. Ello dio lugar por la noche a una escena infernal entre Géraudin y su mujer. Se acostaron muy tarde. Géraudin, sobreexcitado, no pudo conciliar el sueño. Desde medianoche esperaba a cada instante la llamada telefónica, la demanda de socorro de Van der Blieck que le había advertido de antemano. Sobrevino la llamada. Al llegar a la clínica, Géraudin o encontró todo en desorden. La sala de operaciones conservaba todavía la huella de los trabajos de la víspera. Mientras gritaba y hostigaba a la señora Claim, llegaron a un tiempo la ambulancia y la noticia del accidente ocurrido a Huot y Van der Blieck.

—Se presenta todo a las mil maravillas —dijo Géraudin—. Buen comienzo, a fe mía.

Afortunadamente, se presentó una ayuda inesperada. Advertida por Huot, sor Angélica, teniendo en cuenta lo intempestivo de la hora, se personó en la clínica y ofreció sus servicios.

—Es usted muy amable, hermana —dijo Géraudin, contento—. Me ayudará usted, con la señora Claim y Louis. Vaya usted a ver. Me parece que llegan en el ascensor con la señora Vallorge.

Penetró en el quirófano, cuyas paredes estaban recubiertas de azulejos hasta el techo inundado de una claridad azulada. Bajo la luz cenital del enorme faro suspendido en el techo, que arrojaba una luz violenta sin sombra ninguna, la atmósfera de la sala era por contraste extrañamente fría. La mesa de operación, blanca y desnuda, con sus pedales, sus estribos y sus correas, semejante a un aparato de complicados suplicios, esperaba ser ocupada.

La señora Claim, sor Angélica y Rose-Marie, la joven enfermera, llegaron con Mariette tendida en una camilla con ruedas. Estaba lívida, con los ojos cerrados, los cabellos en desorden y las facciones afiladas a causa de veinticuatro horas de sufrimientos.

—¡Ánimo, mi pequeña Mariette! —dijo Géraudin—. Dentro de unos instantes estará todo terminado y ya no padecerá usted más. No tenga miedo. Pronto se sentirá usted aliviada.

—Vaya usted aprisa, doctor —murmuró Mariette.

Géraudin y sor Angélica se lavaban las manos con alcohol en sendas jofainas. Sobre la mesa cubierta de cristal, la señora Claim preparaba el instrumental necesario. Géraudin, con las manos ya desinfectadas, cogió delicadamente la bata blanca. Así esterilizado y aseptizado, se convirtió en un ser casi sagrado, como el sacerdote de una especie de religión que nada manchado podía tocar y a quien sólo manos puras podía acercarse. Presentó la bata a sor Angélica. Ésta la cogió con las dos manos a la altura de los hombros y ayudó al doctor a ponérsela, teniendo cuidado de no tocarle y ni siquiera rozarle. Luego anudó a su espalda los cordones de la blusa. Cogió después el gorro blanco, lo colocó en la cabeza del «patrón» y lo estiró hacia abajo cubriéndole los cabellos hasta la frene. Géraudin se calzó unas grandes botas de inmaculada blancura. Él mismo cogió la mascarilla, esa especie de babero, y se la aplicó al rostro resguardándose la boca y la nariz hasta la altura de los ojos. Sólo se veía su mirada gris, sus ojos grandes y vivos, lentamente teñidos en sangre y surcados por hilillos rojos. Sor Angélica cogió por detrás los dos cordones de la mascarilla y los anudó en la nuca. La señora Claim le presentó una caja de níquel rectangular en el fondo de la cual había unos finísimos guantes de caucho. Géraudin los cogió sin tocar los dedos y se os calzó. Los preparativos estaban ya ultimados. Géraudin estaba listo, armado, acorazado de cosas puras y blancas, de la cabeza a los pies, con las manos enguantadas de negro y que parecían enormes… por entre la blancura del gorro y de la mascarilla brillaban sus ojos aquel atuendo fantasmal, la luz azulada y espectral que inundaba la estancia, dando a los rostros de las enfermeras y de Louis un tinte lívido y sombrío, la fría brillantez de los objetos de níquel y la luz, de una violenta blancura, bañando el cuero desnudo de aquella mujer tendida sobre la mesa, cobraron una apariencia irreal y fantástica, algo así como una escena de la Inquisición.

Géraudin se acercó a la mesita de cristal. La señora Claim abrió las cajas de níquel, empuñando el asa colocada en el centro de la tapadera, y las presentó al doctor. Con la punta de los dedos cubiertos con el negro guante de caucho. Géraudin escogió de las cajas los instrumentos necesarios, pequeñas herramientas relucientes, hechas para cercenar, morder, aplastar, extirpar, apartar… Una tras otra las depositaba encima de la tapadera, produciendo un tintineo metálico. Pinzas, bisturíes, separadores, valvas, agujas prendidas en un pedazo de tela, hilo de acero, tubos de catgut… La señora Claim abrió otras cajas, llenas de trozos de tela azul. Géraudin se cercó a Mariette.

Estaba tendida en el «billar» donde la habían trasladado Louis y la joven Rose-Marie. Estaba desnuda, con los brazos levantados y atados por las muñecas. Louis acababa de sujetar la sólida correa que aseguraba la mesa. Dos separadores le mantenían los brazos y otros dos las pantorrillas. Sus hombros reposaban sobre dos hombrillos de níquel. Allí parecía ofrecerse en holocausto, con el vientre enormemente abultado, pálida, con los ojos cerrados, latiéndole precipitadamente los senos. Recordaba extrañamente a los animales a los que se ata para la vivisección. No parecía ella misma, sino una conmovedora y miserable víctima, ladeando el cuello, con los ojos cerrados, presta para el cuchillo. No decía nada. Tenía cerrados los párpados. Bajo las costillas palpitaba su corazón. Louis tomó la mascarilla de éter.

En un ángulo de la mesa había un vaso lleno de tintura de yodo en el que estaba empapado un pedazo de algodón. Géraudin lo cogió con la punta de las pinzas, y, embadurnando el vientre, lo tiñó con una capa ocre. El olor del yodo se mezcló con el del éter. Louis aplicó la mascarilla al rostro de Mariette manteniéndola sólidamente sujeta por medio de dos anillas, como una mordaza. Al compás de la respiración de Mariette veíase hincharse y deshincharse la vejiga de cerdo adherida a la mascarilla.

Louis «dislocaba» las mandíbulas para impedir que la lengua cayera al fondo de la boca.

Géraudin interrogó con la mirada a sor Angélica. La religiosa abrió con el índice el párpado de Mariette y pasó el dedo en el blanco del ojo. Mariette no hizo el menor movimiento. Sor Angélica hizo entonces una señal afirmativa con la cabeza. Había cubierto todo el vientre con cuadritos de tela azul.

Géraudin cogió el bisturí y lo aplicó sobre la desnuda y amarilla epidermis embadurnada de tintura de yodo. Y, de un tajo, abrió la piel del vientre.

Apenas manó sangre. La piel abierta mostró una capa de grasa blanca, también sajada, bajo la cual apareció la nacarada envoltura de la aponeurosis. Un corte de bisturí la dejó al descubierto.

—Tijeras, hermana.

Géraudin escogió unas tijeras de las que había en la tapadera de la caja que le tendía sor Angélica.

Con dos cortes, uno hacia el pubis y otro hacia arriba, ensanchó la incisión. Dejó parcialmente al descubierto la fina y amarillenta membrana del epiplón, que cubría la masa rosácea del intestino. Más abajo, redondeábase una masa globulosa. Era el útero.

Rezumaba la sangre. Géraudin prendió con las pinzas los abultados bordes de la herida, agarrando al mismo tiempo la piel y los pedazos de tela que la rodeaban. Aquí y allá sangraba ligeramente una arteriola. L a sujetaba con unas pinzas y no se preocupaba más de ella, como si fuera una bestezuela aferrada a la carne.

En aquel momento, Mariette, no del todo dormida, dio un hondo respiro. Y todo salió, la membrana y un gran mazo de entrañas que Géraudin retuvo y comprimió con las dos gruesas manos enguantadas de negro. Hizo una seña con la cabeza. Louis maniobró una palanca. La mesa se movió. Mariette quedó con la cabeza baja y los pies en alto. Los cabellos, en desorden, colgaban hacia atrás. La masa de los intestinos se adentró nuevamente en el vientre, y se introdujo en el interior hacia el tórax.

Géraudin hizo una profunda inspiración, una especie de hondo suspiro. Con el rostro endurecido por una increíble atención reanudó el trabajo. Por medio de erinas sujetaba cuidadosamente los bordes del peritoneo. Mariette dio un nuevo suspiro. El intestino volvió a salir.

—¡M…! —gruñó Géraudin con los dientes apretados.

Con el ceño fruncido aplicó sobre el intestino un paño esterilizado, y, rudamente, con fuerza, lo introdujo todo en el abdomen. Con los dedos abiertos impelía hacia dentro las entrañas, introducía pedazos de tela y colocaba un separador entre las paredes de la herida para mantenerla abierta y sostener la vejiga al fondo de la enorme herida aparecía una voluminosa masa de un rosa vinoso, tensa y congestionada; la matriz con el niño dentro. Y alrededor, pinzas de toda clase, como un enjambre de cangrejos mordiendo la carne, con relucientes y fríos reflejos de níquel por entre las telas azules moteadas de manchillas encarnadas. Géraudin se detuvo un instante y respiró de nuevo profundamente, como un atleta fatigado. Sudaba ligeramente. Hasta aquel momento reinaba en la estancia, calurosa y enrarecida por las emanaciones del éter, un silencio absoluto.

—¿Marcha bien? —preguntó Géraudin.

—Sí —respondió Louis.

En medio de aquel denso silencio sus voces resonaban singularmente. Louis levantó la mascarilla porque la vejiga de cerdo adherida a la máscara respiratoria y que debe hincharse y deshincharse al ritmo de la respiración, había dejado de inflarse. Mariette respiraba mal. Apenas alentaba, y aún con gran lentitud. De la boca abierta de la paciente, Louis agarró la lengua con las pinzas, la estiró y la dejó colgando fuera sin soltar las pinzas. Luego volvió a aplicar la mascarilla. Sor Angélica, inclinada hacia delante, miraba atentamente el rostro de Mariette, echado hacia atrás y con los ojos cerrados. La señora Claim vigilaba el pulso.

—¿Todo va bien?

—Perfectamente.

Géraudin abrió entonces el útero y la envoltura membranosa. Y apareció el niño, con una cabeza redonda, negra, ya con cabellos y completamente húmeda. Luego dos grandes manos negras, con guantes de caucho reluciente, se introdujeron por entre las telas azules en aquella herida viva, cogieron fuertemente, pero con cuidado la cabeza por el cuello, la levantaron y tiraron hacia fuera. Con un ruido opaco, como un barboteo de carne húmeda, apareció el niño arrancado a la carne. Comenzó a brotar sangre del vientre.

El recién nacido no respiraba. Allí estaba, violáceo y haciendo muecas. Géraudin, bañado en sudor, cayéndole las gotas por el arco de las cejas, sostenía el niño con ambas manos. Luego sujetó el cordón entre dos pinzas y lo dio a cortar con un tijeretazo a sor Angélica. Inmediatamente entregó la criatura a la religiosa.

—Un chico —dijo Louis.

Sor Angélica propinó dos buenas bofetadas al trasero del recién nacido. Al instante, un débil vagido rompió el silencio de la sala. El bebé respiraba.

—¡Vive!

Y en al pequeña estancia, alrededor de la mesa ensangrentada, sin tener en cuenta siquiera por un momento aquella carne doliente, se celebró gozosamente la llegada de aquel pequeño ser al mundo de los vivos.

Anudado rápidamente el cordón, la religiosa depositó al niño en la servilleta desplegada que sostenía Marie-Rose. La joven enfermera llevó al recién nacido a otra sala para el aseo del mismo. Sor Angélica lo examinó con una ojeada.

—No creo que viva —sentenció.

Géraudin no respondió. Tenía la vista fija en el vientre abierto, que sangraba copiosamente.

Hurgando con la punta de sus dedos enguantados, trataba de descubrir lo que no marchaba bien. Cada vez sentía más calor. Sor Angélica le enjugaba constantemente la frente, y sin que el doctor dejara de trabajar le pasaba una toalla por el rostro para secarle el sudor. Súbitamente se encontró mal. Punzadas en la nuca, nubes en los ojos, impresión desagradable de estar viviendo un sueño… Pensó:

«Otra vez. Se me nubla la vista».

Trató con todas sus fuerzas de ventar la obsesión que se apoderaba de él, desechar sus temores y quiso consagrarse por entero a su labor, a aquella herida abierta que continuaba sangrando, demasiado, en mucha mayor cantidad de lo que jamás había visto. Una cesárea no suele ser tan sangrienta. Algo anormal ocurría. ¿Una torpeza? ¿Un corte desgraciado? ¿Un desgarro?

Quería practicar una sutura reuniendo los dos labios uterinos para contener la hemorragia. Pero no veía claro, se le nublaba la vista. Y la sangre seguía desparramándose por el vientre…

—Agujas, hermana.

Escudriñaba, palpaba en la carne, se perdía en el espeso y rojo enviscamiento. En primer lugar, lavar todo aquello. Tratar de encontrar algo…

—Compresas, compresas.

Lavaba, enjugaba, taponaba. Y, con todo, la herida seguía sangrando cada vez más.

—Compresas, compresas.

Restañaba la sangre con la ayuda de compresas, amontonaba pedazos de ropa blanca y azul, que inmediatamente quedaban empapados en sangre. Con toda su energía trataba de disipar de su mente la idea que le obsesionaba, el loco terror que le producía la inminencia de un desfallecimiento. No sabía lo que hacia, se le enturbiaba la vista y sus manos parecían moverse en medio de una materia que le era completamente desconocida. Sentíase incapaz de reflexionar, de hilvanar las ideas, de concebir ni siquiera por un instante lo que tenía que hacer. Estaba aterrorizado, con la mente vacía, suspendido sobre un abismo, como un orador bruscamente atacado de mudez. Hubiérase dicho que se trataba de un estudiante de primer curso, de un hombre que jamás se hubiera enfrentado con un vientre abierto. No sabía nada; sólo procuraba, con un esfuerzo desesperado e impotente, emerger de las tinieblas. Una idea, una sola idea:

«Descansar, detenerme, respirar, recobrarme…». ¡Imposible! Era cuestión de segundos y la hemorragia iba en aumento. La herida continuaba sangrando cada vez más, las vetas azules se iban tornando encarnadas y brotaba la sangre de todas partes.

—¡Compresas! ¡Compresas! ¡Pronto, hermana!

No lograba salir de apuros. Afluía la sangre como una marea, manaba de todas partes y todo lo invadía. Géraudin, jadeante, sudaba. Sus manos temblaban. Presa de fiebre, moviendo sus manos cada vez más, trataba de detener la h hemorragia, y alrededor de un cubo esmaltado arrojaba al suelo compresas y más compresas empapadas en sangre. Sin embargo, ésta brotaba cada vez más copiosamente. Géraudin había perdido ya el completo dominio de sí mismo; no era sino un pobre hombre aturrullado, aterrado, cuyas espaldas se doblegaban bajo el peso de una carga superior a sus fuerzas. Todo el vientre estaba sumergido en sangre. Y como Mariette tenía la cabeza echada hacia abajo se desbordaba, se escurría por el pecho, por entre los senos, bañaba las axilas, se diseminaba a lo largo del cuello hasta detrás de las orejas, anegaba los cabellos rubios y comenzaba a derramarse por el suelo, de prisa, cada vez más de prisa, produciendo un precipitado rumor. Y el charco se iba agrandando y extendiéndose, uno o pisaba y por todas partes se veían rojas huellas. Géraudin se quitó los guantes, y, con las manos desnudas, se puso a manosear la carne… oyose un estertor de Mariette.

Géraudin dirigió hacia el lívido rostro rápidas y angustiosas miradas.

—¿Esto marcha?

—No —dijo Louis.

Éste levantó la mascarilla. Mariette no respiraba. La pupila del ojo entreabierto se iba ensanchando.

Géraudin introducía frenéticamente las manos en el vientre, buscaba, palpaba, tanteaba… La sangre le cubría las manos llegándole hasta las muñecas. Se ahogaba. Se quitó furiosamente la mascarilla salpicándose de sangre todo el rostro hasta su blanca toca.

—¿Vuelve en sí?

—No.

—¡Una inyección, hermana!

Sor Angélica tomó la jeringuilla y dio una inyección a Mariette, en la pantorrilla.

—¡Otra!

Nada se veía en aquel vientre. Sólo sangre, sangre, sangre, que se derramaba por todas partes, chorreaba, burbujeaba, lo manchaba todo, lo enrojecía todo y lo invadía todo. Los cuatro estaban inclinados sobre la paciente. Géraudin, alocado y temblándole las manos, continuaba escudriñando.

Mariette había vuelto en sí. Respiraba fatigosamente, lentamente, trataba de hablar y farfullaba palabras ininteligibles:

Jeu… jeu… jeu

Géraudin, azorado, pensó un instante en la ablación total. Histerectomía. Daría cualquier explicación. Todo, todo antes que permitir que la hemorragia siguiera en aumento y triunfara…

Buscaba los ligamentos para obturar las arterias con las pinzas. Pero no las encontraba, no encontraba nada. Había perdido la cabeza; estaba ciego.

—¡Se está muriendo! —dijo sor Angélica.

Géraudin cogió la inerte muñeca de la moribunda. El pulso no reaccionaba. Y pensó: transfusión… transfusión…

—¿Transfusión? —dijo lacónicamente la señora Claim.

—¿Un donador? —preguntó Louis—. ¿Llamo a los transfusores?

—Sí —balbució Géraudin—. ¡Compresas! Sí… No… ¡No! No vale la pena. ¡Las pinzas!

Buscaba rabiosamente en las cajas, salpicándolo todo de sangre. Todos estaban ensangrentados, las manos, los hombros y hasta el rostro.

—Jeu… Jeu… —susurró Mariette.

Géraudin, enloquecido, buscaba las cosas sin encontrarlas, daba empellones a todo el mundo, se arrancaba el gorro y se inclinaba nuevamente sobre el vientre. Sor Angélica preparaba una inyección de cafeína. Louis trataba inútilmente de encontrar el pulso, y la señora Claim, llena de sangre hasta los codos, procuraba, sin conseguirlo, atajar aquel chorro inagotable.

—¡Se está muriendo! —gritó Louis.

Géraudin soltó las pinzas y se inclinó sobre el rostro de Mariette. No cabía duda, la vida se estaba escapando de aquel cuerpo. Por pocos instantes volvió en sí por última vez. En aquel ambiente inhumano donde iba a morir, lejos de todos cuanto había amado, abrió sus ojos inmensos y extraviados.

Aquel rostro afilado, de cabellos en desorden, palidecía, se tensaba e iba cobrando un color de cera.

Los ojos se desorbitaron y se tornaron completamente blancos. Oyose un estertor repetido dos o tres veces, un estertor inteligible:

—¡Padre…! ¡Padre…!

Su faz se tornó todavía más pálida. Poco a poco, abrió desmesuradamente la boca. Dio un último suspiro. Géraudin se precipitó sobre la mano que colgaba, la cogió y la oprimió entre las suyas.

—Ha muerto… ¡Ha muerto!

Allí estaban los cuatro, aturdidos, cubiertos de sangre, manchados de rojo de la cabeza a los pies, semejantes a carniceros.

Sangre humana por todas partes, en los rostros, los vestidos y los gorros de las enfermeras, y en la bata, las botas, la mascarilla y el gorro de Géraudin. Louis tenía también el cuello de la camisa y las mangas llenos de sangre. El doctor y sus ayudantes tenían los pies metidos en la sangre, el agua y la serosidad que se derramaba de la mesa después de haber empapado los cabellos de Mariette. Cada paso dejaba una huella marcada. Un verdadero matadero. Y en medio de aquella carnicería, de pie, atontados, todo el mundo se miraba aterrado. Parecía que nada comprendían de lo que acababa de ocurrir. No podían apartarse de aquella mesa, volvían a ella, cogían la mano colgante de la muerta y le tocaban el corazón o el blanco del ojo. Se resistían a aceptar que todo hubiera ocurrido de aquella manera estúpida e inexplicable, en dos minutos, y que fuera irreparable, y que no pudiera hacerse nada, nada en absoluto.

Y allí estaba Mariette, despanzurrada, con la cabeza colgando, con los blancos senos, el cuello y los cabellos metidos en sangre. Gruesas gotas se derramaban sobre el suelo una a una. Géraudin había soltado la mano de la muerta. Lívido como un espectro bajo la azulada claridad, iba de un lado a otro de la estancia con ojos extraviados. Semejaba un asesino que acabara de cometer un crimen. Sentose en un taburete de metal y hundió al cabeza entre las manos llenas de sangre. Guardaba silencio. En la sala contigua se oía rumor de pasos, de voces y los gemidos de una criatura que lloraba.

—Señor… —murmuró Louis—. Señor…

Géraudin levantó la cabeza. Ninguna expresión había en su semblante.

—¿Qué? —musitó con voz ronca.

—Hay que «acabarla»…

—¿Acabarla? Ah, sí… sí…

Se incorporó con gran esfuerzo, miró a su alrededor con la inconsciencia de un hombre al despertarse, y, haciéndose cargo de la horrible desgracia, respondió:

—Es verdad… Es verdad… tiene usted razón.

Sí, era verdad, era preciso «acabar» aquel cadáver, recoserlo y hacer de él algo transportable y presentable. Géraudin volvió hacia la mesa, la hizo bascular y la colocó nuevamente en posición horizontal. Sor Angélica preparaba agujas, hilos de acero y crines. Géraudin recosió el cadáver a grandes puntadas, pinchando la carne, hilvanando una puntada por aquí, otra por allá, precipitadamente, groseramente, como ser recosería un viejo jergón roto. Trabajo de un hombre extenuado, aturdido, asqueado de la labor que ejercía sobre aquella muerta… Un burlete enorme en un lado, una gruesa costura en la piel o en los músculos, parecía el cuerpo destripado de una bestia recosida para llevársela… ¿Por qué hacerlo bien? Todo había terminado. Mariette había muerto. Una súbita brutalidad reemplazó la minuciosidad, las infinitas precauciones, la meticulosa asepsia de hacía un momento. En la violencia, el apresuramiento y la rapidez de aquel trabajo no había sino desesperación y rabia. Rabia de que tantos cuidados, tantos miramientos, tanto arte y tantas penas hubiesen conocido aquel fin. Aquel frenesí de Géraudin contrastaba trágicamente con el silencio, la limpieza la pulcritud, la compostura casi religiosa de cuando comenzara la intervención. Al otro lado de la pared cesaron los gemidos. El hijo de Mariette acababa de expirar.

Limpiaron a la muerta. Era horrible verla, con el vientre cubierto de sangre, las piernas, el pecho, los brazos; la cara y hasta los hermosos cabellos rubios donde comenzaban a verse grandes coágulos. Con pedazos de guata empapados en aceite, la señora Claim y sor Angélica limpiaron el cuerpo, la cara y hasta la raíz de los viscosos cabellos. Louis, con el «Panhard», se había marchado a casa de los Vallorge llevando el cuerpecito sin vida. Tenía al mismo tiempo la misión de advertir discretamente a los Vallorge que el estado de la madre no era muy satisfactorio y que podía sobrevenir lo irreparable…

Dejó a la sirvienta y a la enfermera preparadas para recibir la desgracia y volvió a la clínica.

Incorporaron a Mariette encima de la mesa. Allí quedó aquel cuerpo blanco y desnudo, con su ancha y sanguinolenta costura en el vientre, con su enorme basta de piel y de carne entrelazadas con largas y groseras puntadas. Desdoblaron una manta de lana, la echaron sobre las espaldas de la muerta y envolvieron el cuerpo con ella Louis cogió en brazos a Mariette y se la llevó. L a cabeza de ésta descansaba en los hombros de Louis, sus cabellos flotaban, sus brazos colgaban y se abandonaba a él, como un chiquillo cansado. Louis descendió con ella hasta el automóvil. Finos y rubios cabellos le cosquilleaban la mejilla penetrándole en la boca.

Aquel cometido le disgustaba y le venía muy cuesta arriba ganarse el sustento de aquella manera.

Pensaba en su mujer y en sus hijos, el menor de los cuales estaba siempre enfermo, y profería en voz baja juramentos contra la vida.

Depositó a Mariette a su lado en el asiento delantero. La reclinó cuidadosamente contra la portezuela para que no se moviera en lo virajes. Le colocó la cabeza hacia atrás sobre el respaldo, y como si quisiera resguardar a Mariette del frío cubrió cuidadosamente con la manta aquel cuerpo blanco y desnudo. Lentamente el «Panhard» se puso en camino. Louis conducía con una sola mano.

Con la otra apartaba de vez en cuando el cadáver de Mariette porque la muerta se deslizaba hacia él. Al llegar al puesto de consumos se vio obligado a detenerse. Se acercó el aduanero. Louis le guiñó el ojo con aire jovial.

—Traigo a una enferma…

—¡Ah, sí! —repuso el hombre.

Debió de figurarse sin duda que se trataba de un asunto licencioso, de alguna muchacha que había abortado y a quien se conducía discretamente a su casa. Guiñó también el ojo y sonrió maliciosamente.

Se retiró y dejó libre el paso. El «Panhard» se puso nuevamente en marcha.

Louis se detuvo frente a la casa de los Vallorge. Se apeó, llamó repetidas veces a la puerta, volvió hacia el coche y abrió la puertezuela de la izquierda. El cuerpo se desplomó sobre él. Louis lo recibió en sus brazos y lo entró rápidamente en la casa porque comenzaban ya a llegar vecinos curiosos.