Capítulo VIII

Aquella mañana Guerran se levantó temprano. Había pasado mala noche.

Hacía una semana que estaba en París. Se acercaban las fiestas de Pascua. En la Cámara se avecinaba un gran debate. Guerran, con el partido del centro, combinaba la caída del ministerio para antes de las vacaciones. Para examinar la situación estaba citado a las diez con su jefe de minoría.

Como de costumbre, Guerran había dejado en Angers a Julienne, su mujer, y sus hijos Charles y Micheline. Había alquilado en París, en el Quai aux Fleurs, un aposento sencillo y confortable.

Desde las ventanas se gozaba un espléndido panorama sobre el Sena.

Mientras en la pequeña cocina la sirvienta le preparaba el café del desayuno, Guerran se rasuraba en el lavabo.

Sentíase fatigado. Desde hacía varios días experimentaba en el vientre dolorosas punzadas. La víspera se encontró todavía peor. Con la delegación del grupo había ido a depositar una corona ante el Arco del Triunfo. Hacía mucho frío y la ceremonia duró largo rato. A Guerran se le helaron los pies. A mediodía, almorzó en casa del jefe de su partido. Ostras, faisán, langosta y Corton 1898. Guerran se esforzó en comer para atajar lo que creía un comienzo de gripe. Por la tarde, en dos o tres ocasiones le acometieron en el costado del vientre, cerca de las caderas, unos cólicos de breve duración pero atrozmente dolorosos. Una vez afeitado y vestido, Guerran pasó a la cocina, donde solía desayunar.

Pero aquel día el «croissant» untado con mantequilla y el café no le decían nada. Ingirió unos sorbos del ardiente líquido, dejó lo demás y se dirigió al vestíbulo para coger el abrigo.

Encerraba el automóvil en un garaje situado cerca de su casa. Fue a buscarlo y subió en él. Dirigiose hacia la puerta de Orleáns. Contrariamente a su costumbre, iba despacio. Sentíase muy fatigado. Le dolía el vientre, y, a causa del frío, le castañeteaban los dientes. Una húmeda neblina envolvía la ciudad. El limpiaparabrisas dibujaba en el vaho una estrecha media luna. A pesar de su grueso abrigo, de sus guantes y de su bufanda, Guerran estaba aterido de frío.

Bruscamente detuvo el coche frente a un café cuyo interior aparecía profusamente iluminado.

Apeose, entró y pidió una infusión y un doble vaso de coñac.

«Esto me reanimará —pensó—. Iré a casa de mi jefe de minoría, le entregaré el dossier, me disculparé y volveré inmediatamente a casa… ¡Qué curioso es este dolor de vientre! Estoy ardiendo y tengo frío».

No pudo beber la infusión. Experimentó un ligero mareo. Sólo bebió el vaso de viejo alcohol.

Pero no consiguió reanimarse. Cada vez sentía más frío. Comenzaba ya a temblar y a tiritar. Le entraban ganas de vomitar al tiempo que le acometía un cólico irresistible. Las entrañas parecían desgarrársele. Llamó al camarero y pagó la consumición. Tras un gran esfuerzo consiguió levantarse.

Un poco inclinado hacia delante, y llevándose la servilleta como medida de prudencia, se encaminó al retrete. Había de contenerse para no dar gritos de dolor. Encerrase en el lavabo y dejó la servilleta en el suelo. De pronto le entró un vahído, le acometieron náuseas y completamente encorvado, se puso a vomitar. Vomitó mucho y durante bastante tiempo. Nada había comido, sin embargo. A causa del sufrimiento tenía el cuerpo bañado en sudor y se apoyaba en la pared para no caer. Cuando hubo terminado permaneció un momento allí, completamente extenuado.

«Es la gripe —pensó—. Me ha atrapado bien. ¡Qué le vamos a hacer! Me iré a casa inmediatamente».

Salió dejando olvidada la servilleta. No se atrevió a pasar por el café. Se imaginaba la lividez de su rostro y su aspecto desagradable.

Franqueó lentamente la puerta de escape, sosteniéndose con la mano el costado derecho del vientre que le dolía horriblemente. Subió al coche, trató ante el volante de recobrar aliento y marchó en dirección al Quai aux Fleurs. Sentíase extenuado. No podía manejar el volante. Unos atroces ataques de cólico le atenazaban el vientre. Se le nublaba la vista.

«¡De prisa! ¡De prisa a mi cuarto!», pensó.

Por espacio de unos segundos el mareo le ofuscó la vista. Volvió en sí. El coche rodaba lentamente.

—¡Nunca llegaré!

En un cruce, un agente le hizo una seña para que se detuviera.

A duras penas pudo Guerran maniobrar el freno y el cambio de marchas. El agente bajó la porra.

Guerran reanudó la marcha tan lentamente que el agente le gritó moviendo los brazos:

—¡Vamos! ¡De prisa!

Guerran recorrió un centenar de metros. Todo se nublaba a su alrededor, como si de repente hubiera anochecido. Ya nada le dolía. Sus brazos perdían el sentido del tacto. Tuvo el tiempo justo de aparcar el coche a la derecha y de tenderse en el asiento. A poco perdió el conocimiento. Un momento antes, con un último e inmenso esfuerzo, logró abrir la portezuela y gritar en demanda de socorro.

Volvió en sí al cabo de algunos momentos. Seguía tendido en el asiento, con los ojos fijos en el techo del automóvil y las piernas encogidas. Había gente a su alrededor.

—Llévenme a mi casa… En seguida… —murmuró.

Llegaban a su oído voces lejanas, como en un sueño:

—¿Un médico? El hospital…

Comprendió que se trataba de él.

—No, no. A mi casa… —musitó.

—¿Una ambulancia? Se necesitaría un agente…

—No… un chofer… Quiero ir a mi casa. Un chofer de taxi…

—Yo soy chofer —dijo el hombre.

—Pues bien, condúzcame a casa… Quai aux Fleurs, 22. En mi coche…

—Pero ¿y mi tiempo? ¿Me pagará usted?

—Sí… sí… bien pagado… ¡De prisa!

El hombre empuñó el volante. Alguien cerró la portezuela. El coche partió.

—Despacio… Despacio… —gimió Guerran desde el asiento posterior.

Una mano de hierro le trituraba el vientre magullándole las entrañas. Esto duraba un minuto y luego el dolor se mitigaba un instante. Guerran continuaba encogido, con los pies y los brazos helados, tiritando y castañeteándole los dientes, sin saber siquiera dónde se encontraba. Luego arreciaba el dolor. De cuando en cuando un bache le sacudía todo el cuerpo.

—Despacio… —gemía.

El automóvil se detuvo. Sacaron a Guerran, pero éste se negaba a estirar las piernas. Le parecía que al hacerlo se le desgarraba algo dentro de sí. Le trasladaron a su dormitorio y lo tendieron en la cama vestido como estaba.

—Tome usted mi cartera —murmuró—. Cien francos para usted… Llame a un médico…

Se tapó con gran esfuerzo con el cubrecama, cerró los ojos y se sumió en una somnolencia agitada por breves y atroces dolores. En este estado lo encontró el joven médico que se presentó al cabo de media hora. Con ayuda de la portera y la sirvienta, el doctor despojó a Guerran de sus ropas y logró al cabo convencerle de que estirara las piernas a fin de aligerar la tensión de los músculos abdominales. A duras penas consiguió examinarlo. El vientre reaccionaba a la menor presión. Y a la percusión ofrecía una sonoridad mate, una consistencia de «vientre de madera».

—¿Se encuentra usted mal desde hace días? —preguntó el médico—. ¿Dónde? ¡Ah…! ¿Aquí, verdad? ¿En la tosa ilíaca? Exactamente, sí… ¿Ha vomitado usted? ¿Sí? ¿Mucho? Sí… sí, ya veo, pues bien, caballero, su estado inspira cuidados. Hay que intervenirle inmediatamente.

—¿Una intervención? —murmuró Guerran.

—Sufre usted un ataque de apendicitis aguda. Yo, en su lugar, no perdería el tiempo. En casos como éste los minutos son preciosos.

—¿No pueden operarme aquí?

—Imposible. El estado de usted es grave. Si quiere seguir mis consejos lo mejor que podemos hacer es trasladarle en la ambulancia a una clínica…

—¿Tendré para mucho tiempo?

—Unos diez días.

—Es que debo estar curado para la reapertura de las Cámaras.

—Esto ya lo veremos. Por el momento, créame usted, estas preocupaciones deben pasar a segundo término.

Guerran así lo comprendió.

—¡Ah, diablos…! —murmuró—. Pues bien. ¿Adónde me aconseja usted ir?

—Puede usted escoger… Clínica Ambroise-Paré, clínica Berthelot, clínica Epidauria, clínica Claude-Bernard, todas ellas cerca de aquí.

—Epidauria… —murmuró Guerran—. La conozco… Amigos de Géraudin… ¡Doctor!

—¿Llamo a Epidauria?

—Sí… la ambulancia… Que me duerman en seguida… Terminemos pronto… Diga usted allí que quiero ser operado por Géraudin… No se olvide. Quiero a Géraudin.

Géraudin recibió el telegrama a las diez y media.

… «Ruégole venga operar Guerran clínica Epidauria. Extrema urgencia. Esperámosle hasta las dos. De no llegar, operaremos. Afectuosos recuerdos.

Doctor Godefrin, Hoyer, Colligny».

No había servicio aéreo regular entre Angers y París. Pero Flegier encargó por teléfono a Nantes una avioneta taxi. A las once y cuarenta subía Géraudin en la carlinga del aparato. Contaba con Flégier como ayudante, y con Louis, el chofer, encargado de aplicar la anestesia en todas las intervenciones de Géraudin. El profesor estaba acostumbrado a él y no podía prescindir de su colaboración en un caso de tanta gravedad. Louis llevaba las maletas.

El aparato despegó cara al viento oeste, rozó un momento las hierbas de la vasta llanura a las que la hélice parecía estremecer, cobró albura, viró y tomó rumbo Este-Noroeste. Angers, el Maine y el castillo del rey René fueron esfumándose a través del brumoso horizonte. Tras la ventanilla, Géraudin veía esfumarse bajo sus pies la tierra, las colinas erizadas de cepas deshojadas y los vetustos castillos de techumbre de pizarra. Deshilachadas por las alas, iban discurriendo desgarradas nubes. Una rueda del aparato giraba lentamente en el vacío. Un ruido ensordecedor hacía vibras los tímpanos de Géraudin. Una comprensión le bloqueaba los oídos. De vez en vez, la enorme máquina parecía desplomarse bruscamente. Era un bache de aire de cincuenta metros.

—El piso está muy mal —decía el piloto con el acento bronco y burlón del parisiense de Bellville.

Maniobraba los mandos. Sentado a su lado, Louis le miraba con vivo interés y bromeaba con él. En cuanto a Flegier, sentado detrás de Géraudin, devolvía el desayuno con la mayor discreción posible en un saco de papel sobre el cual, más tranquilizadora que una palabra francesa demasiado evocadora, figuraba la fórmula inglesa: Air-Sickness.

Cosa sorprendente, Flégier, que desconocía el inglés y que no había abandonado nunca el santo suelo, adivinó instantáneamente que Air-Sickness significa «mal del aire» y comprendió en el acto el uso de aquellos saquitos para vomitar.

Géraudin encendió uno de sus eternos cigarros. Estaba preocupado. En aquellos momentos envidiaba a Louis, su despreocupación y su tranquilidad de pobre diablo sin pena ni gloria que nada tiene que defender. ¡Aquel idiota de Louis estaba contando bobadas y riendo con el piloto! No experimentaba, naturalmente, la inquietud de una nueva lucha con la muerte, de una de esas batallas en las que Géraudin arriesgaba cada vez su nombre y su prestigio. Además, ante la proximidad de esas horas difíciles apoderábase ahora de él la angustia, y como nunca, un gran nerviosismo. Nadie lo sabía.

Aquello había comenzado el día que Belladan le presentó aquella criatura que había de operar de las amígdalas. ¿Fatiga? ¿Envenenamiento? ¿Mal estado general? En todo caso, Géraudin, a causa del síncope, había perdido la cabeza. Nadie se dio cuenta. Todo ocurrió en el espacio de diez segundos, pero frente a aquel cuerpecito moribundo, Géraudin no había sido dueño de sí mismo. Más adelante se repitió el hecho en dos ocasiones. Una noche, en que efectuó una trepanación de urgencia a un agente de policía agredido por un maleante; y, la segunda vez, al término de una larga y fatigosa intervención practicada a un canceroso. Punzadas en la nuca, neblina ante los ojos, súbita impresión de vacío en la cabeza, carencia de ideas y un temblor en las manos que ya no obedecían…

Ahora, antes de cada intervención, Géraudin se preguntaba:

«¿Volverá a ocurrirme? ¿Lograré llegar hasta el final?».

Las primeras veces había sabido recobrarse. Ante la herida abierta, había esperado, inmóvil, con la cabeza baja y los ojos cerrados, como si reflexionase. Había contado hasta veinte. Luego todo pasó y pudo reemprender el trabajo. La segunda vez la crisis había sido más larga. Tuvo que echar mano de todas sus reservas de energía para terminar felizmente la operación. La intervención duro largo rato.

Aquel día, Louis, que aplicaba la mascarilla sobre el rostro del paciente, levantó los ojos y miró inquieto a su «patrón».

«¿Qué ocurrirá hoy? —preguntaba Géraudin—. La pasada semana he trabajado mucho. Y, por añadidura, esa estúpida velada de anoche a la que Valérie me obligó a asistir… ¡Y se trata de Guerran! Habrá gente a mi alrededor. Si pudiera rehusaría… Pero Guerran cuenta conmigo. No lo comprendería, y, además, no puedo confesar lo que me pasa. ¡Con tal que esté a la altura debida en presencia de Godefrin y Colligny! En seguida se darían cuenta. Vigilarán todos mis movimientos, sobre todo Hoyer. Se jacta de trabajar tan de prisa como yo. Si soy lento, si me retraso, no tardará en divulgarse:

»Géraudin envejece… Géraudin no es ya el de antes…».

Sufría atrozmente. Casi guardaba rencor a Guerran por haberle llamado, por tener fe en él. Se trataba de un amigo, de un hombre a quien Géraudin tenía en gran estima. Cuando el corazón interviene, no tiene uno la mano segura. ¡Qué tremenda responsabilidad! Guerran era uno de los hombres del día.

Toda la Prensa se ocuparía del asunto. Géraudin se acordó del profesor Gosset que operó varias veces a Clemenceau.

Después de una de las intervenciones, Clemenceau dijo al célebre profesor:

—Al operarme a mí no ha hecho usted en el fondo ningún negocio. Si me salvo, nadie se acordará de que ha sido usted quien me ha operado. En cambio, si muero, todo el mundo dirá de usted me ha asesinado.

Al parecer, nada se movía. A tres mil quinientos metros de altura, suspendido en el cielo, el avión parecía haberse inmovilizado en el centro de una vasta meseta cóncava. Desde aquellas alturas apenas se dibujaban las ciudades, los caminos y los bosques. Géraudin quedó sorprendido cuando Louis, volviéndose hacia él, le dijo con voz apagada por el zumbido del motor:

—¡La torre Eiffel, señor!

Elevábase en el horizonte, en medio de la bruma. Y en torno, envolviendo a París, una capa atmosférica caliente, amarillenta, densa y malsana, ascendía de la ciudad. Esa cúpula de aire viciado, oprimía a la capital. Aquel día, debido al tiempo húmedo, la ausencia de viento y la aparición del sol, el fenómeno se hacía particularmente visible.

El aparato voló un minuto sobre la ciudad y luego viró hacia el Oeste, en dirección al aeródromo de Le Bourget, con sus construcciones de cemento armado esparcidas como un juego de dados. Acá y acullá unas moscas aparecían inmóviles sobre la hierba. Eran aviones preparados para salir. Cesó el zumbido del motor. Iniciose el descenso. Bruscamente, a ras del suelo, volvió a oírse por espacio de algunos segundos el estruendo del motor. Un choque. Luego, un áspero deslizamiento y el aparato se detuvo.

—¡La una y cuarto, señor! —anunció Louis.

Diez minutos después, Géraudin, Louis y Flégier, aún algo pálidos, atravesaron Pantin en taxi y se dirigieron a París. A la una cuarenta entró Géraudin en la clínica Epidauria, donde le esperaban Godefrin, Hoyer y Colligny para acompañarle a la sala de operaciones. Guerran estaba ya tendido sobre la mesa.

Guerran se paseaba por un hermoso jardín. Rebosaban los árboles de frutos soberbios, de peras de un volumen enorme, doradas, luminosas, tan luminosas que su brillo le hería los ojos. Cogió una y la mordió. Sabía un poco a farmacia y tenía un desagradable olor a éter. La tiró, se encaramó a un paredón para coger otra y se cayó de espaldas.

»Debo de tener algo roto —pensó—. No puedo moverme. ¿Qué me pasa?

Hizo esfuerzos para levantarse, pero no lo consiguió.

—Sostenedle la cabeza —dijo alguien.

Guerran vio a su lado a Julienne y a sus hijos Charles y Micheline. Era Julienne quien había hablado.

—Dejadme levantar —gritó.

—No debes comer estas peras. Tu vientre…

—¿Qué le ocurre a mi vientre? ¡Te digo que quiero levantarme! —protestó apartando a Micheline y a Charles.

Y diciendo esto se levantó de un salto. Julienne se abalanzó sobre él, pero Guerran le dio un empellón y se encaminó nuevamente hacia la tapia.

—¡Las tenazas! —gritó Charles.

Entonces Julienne, recogiendo del suelo unas tenazas de hierro al parecer abandonadas, las lanzó con todas sus fuerzas hacia Guerran. Éste recibió la herramienta en pleno vientre y tuvo que sentarse.

Un dolor agudo le hizo encorvarse.

—¡Oh! —gimió—. ¡Qué daño!

Llevose la mano a la herida. El dolor no cedía, intenso e interminable. De pronto, oyose la voz de Géraudin:

—Compresas… ¿Está todo listo, Louis?

Guerran recordó:

—Me operan. Me abren el vientre… Y no puedo dormir.

Tuvo miedo. Inmediatamente levantó la cabeza, aspiró fuertemente y absorbió largas bocanadas de éter para volver a dormirse… Y perdió el conocimiento…

Géraudin salió del quirófano. Se había quitado el casco, los guantes y la mascarilla. Estaba bañado en sudor. La intervención había sido larga y penosa. Peritonitis. Adherencias por doquier. Un apéndice gangrenado que había estallado como una fruta podrida. La cavidad abdominal estaba llena de pus. En presencia de sus tres colegas, Géraudin se había superado. En lo que personalmente le concernía se sentía aliviado. Sucediera lo que sucediera, siempre podría decirse que se había hecho lo imposible. El honor estaba a salvo. En cuanto a Guerran, su curación no dependía de los hombres, sino de una guerra rápida y misteriosa que iba a librarse entre algunos millones de glóbulos blancos y algunos otros millones de glóbulos invasores. En lo tocante a los resultados de la contienda, Géraudin se mostraba muy preocupado. El estado de Guerran no permitía abrigar muchas ilusiones. Corazón débil, cianosis de la cara y acentuada fatiga general…

En los pasillos de la clínica los reporteros, ya sobre viso, bloquearon las salidas y se precipitaron hacia Géraudin. A las pregunta de las periodistas, el profesor respondió con premeditada impresión:

—Imposible vaticinar nada. La operación ha tenido un éxito completo. No hay más que esperar…

Luego pasó con Colligny a las oficinas para redactar un comunicado con destino a la Prensa:

«La intervención ha sido practicada con éxito; pero subsistiendo el peligro de una infección general es imposible vaticinar nada. Pronóstico reservado.

Profesor Géraudin.

Doctor Godefrin.

Doctores Hoyer y Colligny, ayudantes».

Géraudin envió a Flégier a Angers para que éste atendiera el hospital y la clínica. Y reteniendo a su lado a Louis resolvió permanecer algunos días en París. Así podría ver en todo momento a Guerran.

Vigilaría el curso del mal y podría intervenir de nuevo si fuera necesario. Por supuesto, se administraría a Guerran un suero antigangrenoso y anticolibacilar. Quizá también sulfamidas. Godefrin brindó a Géraudin una habitación en la clínica que el profesor se apresuró a aceptar. Cuando éste se disponía a visitarla, una voz le llamó:

—¡Doctor Géraudin! ¡Doctor Géraudin!

Éste se volvió. Bajo la bata blanca de enfermera reconoció a Fabienne Doutreval.

—¡Ah!, ya sabía que estaba usted aquí, pero aún no he tenido tiempo de ocuparme de usted. ¿Cómo va la profesión?

—Una se acostumbra —dijo Fabienne.

—Lo celebro. Tenga usted la bondad de acompañarme a mi habitación. Ayer mismo hablé de usted con su papá.

—¿Y su enfermo?

—¿Guerran? Estoy preocupado, muy preocupado… ¡Pst! Silencio.

—¿Está despierto?

—No lo creo. Sin embargo, por el momento no hay temor alguno. Dentro de algunos días será otra cosa. Tendré un gran disgusto si no se salva. Un amigo… Un a migo fiel… ¡Haber salvado a tanta gente extraña, a tantos indiferentes, y dejar morir a Guerran!

—¡Se hará lo que se pueda, doctor Géraudin! —dijo Fabienne conmovida ante aquella tristeza—. Voy ahora mismo a cuidarle. En cuanto despierte correré a avisarle. Confíe en mí.

Desde el mes de noviembre, Fabienne trabajaba como enfermera en la clínica Epidauria.

Era un gran establecimiento parisiense, uno de esos edificios modernos, científicamente instalados bajo la dirección de un consejo de administración y que funcionan algo así como las fábricas, donde el cliente, apenas ha entrado, se ve sometido a una serie de inyecciones y exámenes de laboratorio y a quien se establece un historial clínico bastante semejante al proyecto de revisión de un automóvil averiado. Esas fábricas de salud, maravillas de racionalización, llevan camino de arrumbar rápidamente nuestras viejas clínicas privadas de antaño donde, de hombre a hombre, el médico atendía a una clientela que lo apreciaba y tenía fe en él. Ingresaban en Epidauria ministros, financieros, «estrellas» de cine y celebridades literarias. Todas las ilustres y deslumbrantes personalidades parisienses se cuidaban en Epidauria. Todos cuantos frecuentaban lugares de placer en lo que ha venido a llamarse «el Mundo» se encontraban allí de vez en vez víctimas de alguna avería, para ser sometidos a reparación. Se veían allí periódicamente, a causa de un ántrax por vaciar, un accidente de esquí, un apéndice, una vesícula biliar, una úlcera de estómago por extirpar, una consecuencia cualquiera del desorden y de la buena mesa por expiar, como podrían verse en Deauville o en Biarritz. Era normal y nadie se extrañaba de ello.

Después del hospital de L’Egalité en Angers y del contacto con los pobres y las mujeres del pueblo, Fabienne se encontraba en Epidauria fuera de lugar. Sin embargo no tardó en darse cuenta de que la humanidad es por doquier semejante, y que el barniz superficial que proporciona la riqueza y la educación se desconcha, casi instantáneamente, al choque del sufrimiento, dejando al desnudo almas iguales, semejantes en sus bajezas y en sus cobardías y hasta, muy rara vez, en su grandeza.

Hay un momento en que el ser humanos e aparece a nosotros con una sinceridad brutal, dejando al descubierto lo más recóndito de su alma: es el instante en que bajo el influjo de la anestesia se duerme sumiéndose en la inconsciencia. Fabienne, que ayudaba a administrar la anestesia en todas las intervenciones de Colligny, quedaba aterrada al oír a un hombre del gran mundo, poseedor de un título, pronunciar palabras soeces, indecentes y abyectas que no siempre comprendía. Hasta los niños, pequeños seres que habían crecido puros y preservados de toda mancha, revelaban, por el ambiente en que habían vivido, un corazón gangrenado y ya proferían, poco antes de despertarse, crapulosas injurias y obscenas palabras de «argot». Y no eran pocas las mujeres casadas, que llamaban a su amante, que hacían confidencias diciendo, dormidas, mientras las sondaban:

—La próxima vez no me serviré de esta sonda… Hubiera sido preferible ir a ver a aquella comadrona…

O, imaginándose hablar con su amante, le insultaban:

—¡Imbécil! ¡Ya te había dicho que tuvieras cuidado! ¡Una vez que engaño a mi marido…!

Quizá por ello Colligny se mostraba siempre desconfiado. Jamás permitía que el marido asistiera a la operación. Como medida de prudencia se le hacía esperar en el pasillo.

Con frecuencia, las mujeres se acordaban confusamente de que habían hablado. Y en el fondo inquietas, preguntaban a Fabienne:

—He hablado, ¿verdad, señorita? Sin duda he dicho muchas tonterías…

—No, no —decía Fabienne—. Algunas palabras ininteligibles, como todos los intervenidos… Ya estamos acostumbrados a ello y no prestamos atención.

A la hora del sufrimiento y de la muerte ese mundo de la riqueza revelaba ante Fabienne su misterio confesando su corrupción profunda, la irremediable gangrena de esa civilización agotada, escéptica, irresponsable y definitivamente condenada. Al adentrarse en ella, iba apoderándose de Fabienne un amargo concepto de la vida. De cada diez parejas que acudían a la clínica, cinco por lo menos eran falsos matrimonios. En el pequeño despacho de la planta baja, y una vez pasado el examen médico, los enfermos que estaban decididos a hacerse intervenir se sometían a las acostumbradas formalidades. Fabienne abría el voluminoso registro.

—¿El 22 de diciembre, señora? De acuerdo. ¿Le conviene a usted la habitación 47, del segundo piso? ¿Qué nombre debo inscribir, por favor?

La mujer, turbada, vacilaba un instante. Luego miraba al hombre.

—¿Qué nombre? ¿El tuyo o el mío?

—Pues no lo sé —decía el amante.

Sobrevenía un breve conciliábulo. Fabienne se absorbía buscando no sabía qué en su enorme libro.

—Señorita —decía finalmente el amante—, inscríbanos usted bajo el nombre siguiente…

A causa de estos embrollos las visitas permitidas a los enfermos exigían grandes precauciones. Una señora acababa de subir a la habitación de un operado: el número 108. Diez minutos después presentábase una segunda señora al despacho de la planta baja.

—Vengo a visitar a mi marido, el señor X., habitación número 108.

—¡Diablos! —exclamaba el enfermo. Es mi mujer. Hágala esperar diez minutos.

Reteníase a al esposa bajo el pretexto de que estaba terminándose una cura, mientras la amante descendía por otra escalera y salía a escape.

Sin embargo, lo que solía ocurrir era que cuando una mujer recibía a su amante o un marido a la suya, se apresuraba a avisar por teléfono a Fabienne que permanecía casi siempre en el despacho de la planta baja.

—Señorita, si viene una visita para mí haga el favor de avisarme en seguida antes de que suba.

No tardó Fabienne en explicarse las razones de tan frecuentes recomendaciones.

También los divorcios promovían complicaciones. Había que impedir que el primero y el segundo marido y que la antigua y nueva mujer se encontrasen.

Pero no faltaban las excepciones: algunas veces, predecesores y sucesores se entendían perfectamente, se estrechaban la mano y se llamaban mutuamente «amor mío». Diose el caso de un chiquillo de diez años, gravemente enfermo de una anemia perniciosa, y que tenía, por así decirlo, dos padres y dos madres: sus padres se habían divorciado y se habían vuelto a casar cada uno por su lado.

Todos ellos se encontraban a la cabecera del pequeño moribundo y se estrechaban cordialmente las manos diciéndose: «querido» y «amor mío». Una especie de menage a quatre. El muchacho debía andar atontado. Además, la desdichada criatura no comprendía nada. Y decía a Fabienne:

—¿Cómo puede ser esto, señorita, que uno tenga dos padres y dos madres?

Le habían perforado el hueso del esternón para inyectarle hígado de ternera. Murió después de una larga y triste agonía, rodeado de sus dos pares y sus dos madres que por algo estaban allí.

Todo ello era tan trivial, tan corriente, que a Fabienne se le fue disipando poco a poco la indignación y la reacción que le producía el sentirse lastimada en su honorabilidad. La anormalidad constantemente repetida, acabó a la larga por imponerse al espíritu como un fenómeno regular. No sin cierta inquietud.

Fabienne se sentía cada vez más indulgente, más tolerante, más inclinada a transigir con los principios de la educación que había recibido. No respira uno impunemente la atmósfera de elegante amoralidad reinante hoy día entre muchos de os que algunos denominan seriamente «la buena sociedad».

Estas historias de maridos y de amantes complicaban singularmente las cosas, con la secuela, en no pocas ocasiones de los abortos. A veces, acompañada de su marido, se presentaba en la clínica una mujer para ser operada en la matriz. Luego volvía con su amante para explicar que lo que en realidad deseba era un «legrado especial» para desembarazarse de su preñez. Colligny estaba muy versado en todo ello y maniobraba con gran destreza a través de todos aquellos «imbroglios». Al marido le hablaba de un fibroma benigno sin importancia. En cambio, con el amante empleaba una expresión velada: «legrado especial»… Y hacía extender en el despacho dos facturas: una primera, razonable, para el marido, y otra, para el amante, muy crecida. Esas historias reportaban a la clínica pingues ingresos.

Fabienne asistía, pues, a esos crímenes, a esos conscientes y premeditados asesinatos de pequeños seres. Si el embarazo estaba en sus comienzos, se procedía a aplicar una laminaria[56] y se introducía en el cuello de la matriz un trocito de madera especial, del tamaño de una cerilla, que, al hincharse con la humedad, adquiría el tamaño de un cigarro y provocaba el desprendimiento del feto.

Si la gestación se hallaba en período avanzado se raspaba la matriz y se practicaba un «legrado especial». En la clínica se llamaba a esta intervención «una biopsia».

Secretamente, en ocasión de un viaje de los padres o acompañadas por ellos, no pocas muchachas ingresan por algunos días en Epidauria. En tales casos, sin embargo, el doctor estaba ya advertido de antemano. Y decía a la muchacha en presencia de los padres:

—Un quiste sin importancia… Será necesario extirparlo. Tranquilícese usted, señorita. Cuestión de cinco días. Dentro de ocho días podrá levantarse. No, señora, su hija no corre ningún peligro.

A veces los padres, estaban enterados de todo. Entonces se hablaba simplemente, con toda claridad, de esa biopsia urgente. Entre esas gentes abundaban los acaudalados pertenecientes a la aristocracia del dinero, que se lamentaban de la tiranía de la masa, de su falta de ideales y su afán de placeres.

Ésos desazonaban a Fabienne infinitamente más que las pobres mujeres del pueblo que ingresaban en el hospital de «L’Egalité», calladas y silenciosas, con las ropas teñidas de sangre después de la herida que se habían producido la noche anterior con el alfiler del sombrero. Por lo menos el pueblo se mostraba pudoroso ante aquellas cosas. En cambio, entre las gentes ricas, aquello era corriente, admitido y sujeto a tarifa. En resumidas cuentas, una biopsia.

Esas operaciones especiales costaban mucho dinero. Hoyer, que fiscalizaba las facturas, decía a Fabienne que contara además de los fastuosos honorarios del cirujano, doscientos francos en concepto de alquiler de la sala de operaciones, más una retribución especial para el anestesiador. Todo se contaba carísimo: desde los guantes de caucho del cirujano, que todo lo más servían tres o cuatro veces hasta las compresas, el crin, el catgut y las pinzas, todo ello facturado a diez veces su valor. Un paquete de algodón de ciento veinticinco gramos costaba ocho francos. Una botella de agua cinco francos y medio.

Y a todo ello se sumaba el doce por ciento del servicio. Para los cuatro especuladores que la habían lanzado y la explotaban, la clínica Epidauria era un negocio maravilloso.

Sorprendíale a Fabienne ver en Epidauria cómo gentes orgullosas y seguras de su superioridad practicaban corrientemente el adulterio, el divorcio, las perversiones sexuales, el aborto y hasta el abandono de un hijo, la cocainomanía y la morfinomanía. Todo ello sin sonrojarse, sin avergonzarse, a sabiendas de la enfermera y del médico. Como si se tratara de una cosa normal, como si estas gentes, por su dinero o por su inteligencia, hubiesen sido dispensados de la moral en uso, enseñada e impuesta a las capas inferiores del pueblo a manera de disciplina necesaria o de freno del cual ellos, iniciados de un rango superior, pueden prescindir. No hay que creer, sin embargo, que Godefrin, Hoyer y Colligny fueran hombres deshonestos. Cobraban a tanto la operación y no disfrutaban sino de una participación ínfima de los beneficios de la casa. Sólo a Hoyer le gustaba bastante el dinero. Godefrin tenía cinco hijos y era un excelente marido y un padre bonachón. Colligny, apasionado de su arte, no vivía más que para su profesión e inventaba, modificaba y mejoraba sus útiles. No habiéndole dado hijos, su mujer había adoptado un chico, un simpático rubito de la Asistencia Pública. Pero esos hombres eran escépticos. Tal era el resultado directo de la educación que se da a la juventud francesa, desde hace cuarenta y cinco años. Por no habérselo enseñado no veían más allá de la vida. Porque si para el hombre sólo existe su vida humana, no es ésta cosa que merezca ser respetada durante largo tiempo.

Godefrin admiraba la fórmula de los países ricos, que al mismo tiempo que los hace felices materialmente ha despoblado a Noruega y Suecia y ha dejado desierta a Australia: «El máximo de bienestar para un reducido número de individuos». Decíase neomalthusiano[57] y afirmaba ser muy racional el Birth Control, el «control» de los nacimientos que funcionaba en Inglaterra. En cambio, Hoyer sólo hablaba del derecho que asiste a la mujer a disponer de su cuerpo: del aborto legal. Veía en ello el coronamiento de la liberación humana, del individualismo, y se lamentaba que aquellas ideas no tomaran cuerpo. Deploraba que el Gobierno no proyectase la creación de «abortadores» oficiales donde la mujer pudiera liberarse del fruto de sus entrañas. En su juventud, Colligny había sufrido la influencia de un torpe clericalismo. Su padre, socialista, a falta de recomendaciones eclesiásticas, no pudo, en su pueblecito bretón, labrarse una situación estable. De resultas, había anidado en el ánimo de Colligny un agrio sentimiento de rebeldía. Creía luchar en pro de la emancipación del hombre. Admiraba a Gide y a Víctor Margueritte. En el fondo, aquellos médicos eran lógicos consigo mismos, lo que evidenciaba su melancolía, aquella sorda tristeza, aquel desencanto, aquella amargura, aquella decepción con que se enfrentaban con la existencia. Denunciaban con ello su sinceridad. Quien sólo cree en la vida, que equivale a no creer en nada, no tienen casi nunca ocasiones de sonreír.

En el mes de febrero, Doutreval fue a París a ver a su hija. La encontró cambiada, inquieta, preocupada y un poco triste. Desde el punto de vista profesional, había evidentemente progresado mucho. Su estancia en la clínica había sido para ella una experiencia incomparable. Sin embargo, Fabienne hubiera preferido regresar a Angers, volver al lado de Mariette y de su padre. Insistía en ello pero no se atrevía a explicar los motivos de su decisión. Doutreval no comprendía la profunda turbación que agitaba el ánimo de su hija.

No se dio cuenta de que atravesaba una grave crisis moral que amenazaba derrumbar todos los principios de su infancia. Doutreval le suplicó que se mostrara razonable. Pronto tendría necesidad de sus servicios porque esperaba disponer dentro de poco de un local donde abrir su dispensario. Su hija menor sería su brazo derecho. Contaba ya con ella. Era necesario que tuviera paciencia y cobrara ánimos. Fabienne no dijo nada.

Cuatro horas después de la intervención despertó Guerran del pesado sueño de la anestesia. Miró a su alrededor con los ojos todavía turbios. Su mirada tropezó con un rostro pálido y delgado bajo la blancura de la cofia de enfermera que se inclinaba hacia él con semblante preocupado. Aquellos ojos oscuros, la nariz afilada, quizá un poco larga, las negras cejas arqueadas, le recordaron algo, un rostro conocido. Poco a poco fue recordando. Y articuló con voz pastosa:

—Usted es… usted es la pequeña Fabienne…

—Sí, señor Guerran, la hija del profesor Doutreval. Esté usted tranquilo. No hable.

—Estoy enfermo… —murmuró Guerran—. Todo da vueltas.

Quiso levantarse apoyándose en un codo. Al inclinarse fuera de la cama le acometieron unas náuseas y los esfuerzos que hizo para vomitar le desgarraron las entrañas. Sin embargo, sólo devolvió un poco de espuma y de bilis.

Se encontró mal hasta entrada la noche. A las nueve, ya aliviado llegó su mujer. Julienne Guerran, avisada telegráficamente, había tomado el expreso de Angers. Alta, morena, de tez aceitunada, a la que los afeites prestaban un tinte ocre, con las pestañas y las cejas de un negro violáceo, embutida en un abrigo de seda negro con cuello de astracán que acusaba su elegante delgadez, entró sobrecogida y silenciosa en la habitación de Guerran. Éste, pálido y bañado en sudor, más que un ser con vida semejaba la imagen de un cadáver. Julienne le dio un beso sin pronunciar palabra.

—¿Y Micheline? —preguntó Guerran.

—La he dejado en Agners, con Charles. Llegará mañana.

—Hasta mañana… —murmuró el enfermo.

—Sí, mañana por la mañana.

—¡Cuánto tardará!

Fabienne había salido. Acudió al oír un timbrazo. Guerran sentía frío y solicitaba un calentador.

—¿Te trajeron directamente aquí? —preguntó Julienne Guerran mientras Fabienne, al pie de la cama, cubría con guata los helados pies de Guerran y colocaba en el lecho un calentador eléctrico.

—Directamente —murmuró Guerran—. ¿Cogiste dinero?

—No.

—Ya sabes que apenas tengo en casa.

Guerran se volvió y gimió:

—Me hace mucho daño…

—¿Has previsto al menos…?

—No sé nada, Julienne… Sí, muy bien, señorita Fabienne… muy bien. Gracias. Muchas gracias…

Bajo el achatado sombrero de fieltro gris, adornado con un gran broche de oro, Julienne Guerran dirigió a Fabienne una breve y penetrante mirada.

—Es la pequeña Fabienne… —murmuró Guerran.

—¿Fabienne?

—Fabienne Doutreval.

—Soy la hija del profesor Doutreval, de Angers, señora —explicó Fabienne.

La hosca mirada de Julienne se suavizó.

—¡Ah, sí…!, ahora me acuerdo… Precisamente me estaba diciendo: «Me parece conocer a esta muchacha…». ¿Nos encontramos en casa de los Heubel, verdad?

—En efecto, señora.

—Sí, sí, ahora recuerdo. ¡Qué coincidencia! ¡Qué dicha para mi pobre marido!

Con sus feroces celos de mujer ruin y ya avejentada, había considerado al principio como una posible rival a aquella joven enfermera a quien su marido llamaba familiarmente «señorita Fabienne».

Al comprender su error se tranquilizó mostrose más amable.

Fabienne quiso retirarse.

—Yo la acompaño, señorita Fabienne —dijo Julienne.

—¿Le preparamos una cama aquí, señora?

—No. Géraudin no me lo permitiría. Estoy muy acatarrada y el profesor teme por nuestro enfermo… ¿No es a veces posible una congestión pulmonar?

—Ciertamente.

—Por otra parte, he tomado ya una habitación en el «Saint-James», calle de Saint-Honoré. Volveré mañana por la mañana temprano. Da lo mismo. Salgo con usted, señorita. Hasta la vista, Olivier. Procura pensar un poco en lo que te he dicho, ¿vedad? Ten ánimos.

Y diciendo esto salió en pos de Fabienne.

Guerran pasó una noche muy agitada. Fabienne dejó dicho a la enfermera de guardia que, si algo ocurría, la llamase. A medianoche sonó el teléfono en el cuarto del octavo piso que Fabienne ocupaba durante las semanas que estaba de servicio. Inmediatamente bajó.

—No me gusta esto —dijo su colega—. Cuarenta grados de temperatura. Está delirando.

Hundido en el centro del colchón, Guerran daba bruscos sobresaltos y pronunciaba entrecortadas palabras.

«—¡Te digo que no! ¡No lo tendrás! ¿Dieciocho mil leandras[58]? ¡No, y mil veces no!».

«—Pero ¿acaso te figuras que yo robo el dinero? —prosiguió después de una pausa».

«—¡No, Julienne, ni un céntimo! No tienes más que abrir la caja tú misma. Ya lo verás…».

—¿Qué ha dicho Géraudin? —preguntó la enfermera.

—Dos comprimidos en caso de necesidad —dijo Fabienne—. Primeramente démosle uno…

Quisiera que ya amaneciera.

Por la mañana, la temperatura había descendido un poco, pero el semblante del enfermo hacía abrigar temores. Géraudin practicó personalmente la cura sin pronunciar palabra. Fabienne observó que el aspecto de la herida no era ciertamente tranquilizador. Ninguna supuración, ninguna señal de defensa del organismo. No sería de extrañar que debajo de la herida estuviera ya en curso una grave infección.

A las nueve y media llegó en taxi Julienne Guerran con su hija Micheline y el prometido de ésta Robert Bussy, el hijo del notario, que había acompañado a las dos mujeres. Fabienne los aguardaba en la planta baja para advertirles que el enfermo había pasado muy mala noche y que necesitaba reposo absoluto. Julienne Guerran permaneció impasible. Robert Bussy, un mozo alto, robusto, sosegado y de maneras apacibles, dijo que aguardaría allí mismo, en la sala de espera. Micheline, asustada, abriendo desmesuradamente sus grandes ojos azul claro de muchacha rubia y agraciada, escuchó lo que dijo Fabienne, sin, al parecer, haber comprendido nada. Era todavía demasiado joven y no se daba cuenta de la catástrofe que les amenazaba. Fabienne acompañó a madre e hija hasta la cabecera de Guerran. En la habitación del enfermo, al ver de nuevo a su padre hablando con lucidez, Micheline, con la inconsciencia de la juventud, quedó totalmente tranquilizada.

—¿Te encuentras mejor? —dijo Julienne.

—Sí, algo mejor.

—¿Has dormido bien?

—He soñado. He soñado mucho. Dame un beso, Micheline…

Micheline se apartó del marco de la ventana donde se entretenía haciendo señas a Robert Bussy que se paseaba por el patio. Corrió a besar a Guerran. Fabienne salió para volver al cabo de un cuarto de hora a buscar a las dos mujeres. Al volver a marcharse, Julienne recordó a su marido:

—¿Has pensado en el dinero, Olivier?

—¡Por dios, Julienne, ya te di a primeros de mes la cantidad acostumbrada!

—Sabes muy bien que he tenido muchos gastos.

Guerran contuvo un gesto de cólera.

—¿Qué quieres que haga? ¡No puedo levantarme de la cama para defender un pleito! ¡Hay que esperar!

—¿No puede Charles pedir fondos?

—Sí… No… Los asuntos importantes están guardados en la caja fuerte… No sabe de qué se trata.

—¿Y en el Banco?

—¿En la caja del Banco? Sí… queda algo de dinero… Los títulos… ¡Pero no podemos ahora vender esto! Por otra parte, sólo yo puedo sacarlos.

—Ya ves a dónde nos conduce tu desconfianza.

—¡Oh, basta, basta ya! —gritó Guerran—. Después de todo no voy a morirme. Pronto saldré de aquí. Es cuestión de diez días.

—¿Diez días?

—Pues sí, lo ha dicho Géraudin.

—Son muchos días. El peletero ha venido ya dos veces con la factura… Y además, la letra para el automóvil de Charles…

—¡No puedo hacer nada! —exclamó Guerran irritado—. Te suplico que creas que si pudiera echar a correr… ¡Bastante me consumo aquí dentro! Sí, será mejor, hasta la vista. Dame un beso, Micheline…

—No hay pus —dijo Géraudin al día siguiente en el pasillo, después de la cura—. No se presenta síntoma alguno de defensa. Retención de gases. Una postración inquietante. Me estoy preguntando si no debiera volver a intervenir.

En la cama, Guerran, abatido, como atontado, estaba sumido en un sueño constantemente agitado por crueles pesadillas. Aquella noche le tocó velarlo a Fabienne. No durmió un instante. Una exclamación sorda, una invectiva proferida en voz queda o un gemido la tenían continuamente desvelada. Levantábase con frecuencia de la butaca para echar una ojeada a aquel pobre rostro hundido, extraordinariamente lívido, sobre la blancura de la almohada, con la barbilla saliente en la oscura vegetación de una barba de tres días. De cuando en cuando articulaba algunas palabras:

—Ni un céntimo… No tocarás ni una perra chica de su dote. ¿De mí no, Micheline?

—¡Ah, zorra!

La palabra se terminaba en un lamento. Luego volvía a abrir los ojos.

—¡Tengo sed!

Aquella noche dejó a Fabienne extenuada. Hacia las seis las sustituyó otra enfermera. Guerran se despertó lúcido, pero completamente exhausto. Fabienne se fue a descansar un poco. Cuando volvió a bajar se cruzó en el pasillo con Julienne Guerran y su hijo Charles que acababa de llegar.

—¿Cómo ha pasado el enfermo la noche, señorita?

—No muy bien, señora.

—¿Está despierto?

—Sí, señora, hace ya rato que se despertó.

—Lo celebro. Tengo que hablarle seriamente.

—Y yo —terció Charles— quisiera darle cuenta de algunos asuntos…, asuntos urgentes que hay que resolver esta misma semana…

—No se lo aconsejo —dijo Fabienne.

—¿Por qué?

—Está muy débil. Háblenle lo menos posible.

—¡Ah! —exclamó Charles decepcionado.

—En este caso, señorita —dijo Julienne—, ¿quiere hablarle usted misma cuando lo juzgue oportuno? Pídale la combinación de la caja fuerte… He probado todas las iniciales de la familia sin conseguir abrirla. Y si usted cree que está en condiciones de escucharla, pregúntele también a qué clientes podría Charles solicitarles fondos, un anticipo… NO se le olvide.

—De acuerdo. Deje usted su cartera en el guardarropa, señor…

—No —dijo Charles—. No se sabe nunca… Quizá podría decirle cuatro palabras sobre lo más esencial…

Entraron en la habitación de Guerran. Salieron una hora después, dejando a Guerran extenuado como después de una batalla.

—Señorita —dijo Géraudin furioso a Fabienne—, no salga usted de la habitación cuando esta gente venga a ver al enfermo. Lo van a matar.

—¿Se ha agravado?

—Esta tarde volveré a intervenirlo.

A las tres, en presencia de todos los cirujanos de la clínica, Géraudin volvió a abrir la herida. Al observarla, rosácea, sin pus, sin la menor señal de curación o de defensa, Godefrin, Hoyer y Colligny no pudieron reprimir un gesto de desagrado. Un líquido amarillento, extraño, poco abundante, brotaba lentamente de la herida.

—¡Vaya un zumo asqueroso! —dijo Hoyer.

—Sí —asintió Colligny—, un caldo inmundo.

Con ayuda de una pipeta, Géraudin aspiró un poco de líquido que mandó analizar.

A las cuatro, el laboratorio envió su siniestro oráculo. Un minuto después toda la clínica conocía el veredicto mortal: había estreptococos.

—Todo ha terminado para Guerran —sentenció Hoyer.

—¡Hay que luchar! —respondió Géraudin—. Vacuna antiestreptocócica, transfusión… Nos quedan algunas armas.

—¿Se ha fijado en su aspecto?

—He curado cosas más graves. Mande usted llamar a los donadores de sangre.

Durante el resto de la tarde se administró a Guerran una serie de vacunas, y a la mañana siguiente se le practicó una transfusión de sangre.

Fue el propio Géraudin quien advirtió a Julienne y a Charles al estado de Guerran.

—No debo ocultarles —dijo— que dentro de dos días es posible un desenlace fatal. Como medida prudencia les recomiendo que tomen ustedes sus medidas. Sobre todo no le fatiguen. Permanezcan a su lado lo menos posible. Un par de minutos a lo sumo.

Detrás de ellos hizo entrar a Fabienne:

—Vigílelos. Conozco a la mujer… Quédese con ellos. Le ordeno echarlos fuera sí…

Guerran reconoció aún a su mujer y a su hijo. Y preguntó en voz baja:

—¿Y Micheline?

—Mañana…

—Quiero ver a Micheline —repitió Guerran.

—¿Te encuentras mal?

—Sí. —¿Deseas algo?

—Ver a Micheline.

—¿Tienes alguna disposición que tomar? ¿No querrás…?

No le pasó inadvertida a Guerran la velada alusión. Volvió a abrir los ojos.

—¿Qué disposiciones?

—Yo no lo sé… Por prudencia… Estarías más tranquilo… tu cuenta corriente… Podrías firmar un talón.

Guerran no contestó. Hubo una pausa. Julienne murmuró al oído de Charles:

—¿Podríamos disponer del dinero si…, en fin, si…?

—No. La cuenta sería bloqueada —dijo Charles.

Una violenta y fugaz expresión de ira se dibujó en el sombrío rostro teñido de ocre de Julienne. Ésta se acercó al moribundo y le dijo encolerizada:

—Es insensato lo que estás haciendo, Olivier. ¿Por qué no podemos hablarte? Suponte que te suceda algo. ¿Qué sería entonces de mí?

—No estoy para estas cosas… —murmuró Olivier Guerran.

—¿Has reflexionado acaso que me dejan sin un céntimo? Sin capital, sin nada, dependiendo de los hijos.

—Te corresponde la mitad de los bienes —objetó Charles.

—Entonces vosotros dos me obligaréis a vender y me echaréis a la calle. Y tendré que depender de vosotros. ¿Me oyes, Olivier? Abre los ojos, escucha. Voy a llamar a un notario. Me hace falta una donación, un testamento, un usufructo, alguna cosa.

Olvidándose de la presencia de Fabienne, en pie junto a la ventana, cogió a su marido por los hombros y lo zarandeó.

—Lo harás ¿verdad?

—¡Déjame en paz! —murmuró el moribundo—. Por favor…

Fabienne se acercó a su lecho.

—Pero, mamá —dijo Charles—, ten en cuenta que un usufructo nos dejaría a nosotros sin nada…

—Usufructo o lo que sea. Tanto me da. Sé que los Heubel han hecho algo parecido a esto…

Sacó un pedazo de papel del bolsillo y leyó con dificultad:

—«En presencia de…». ¿Qué dices a esto, Olivier? Responde de una vez.

Olivier Guerran hizo un gran esfuerzo por levantarse.

—¿Quieres acaso dejarnos sin un céntimo a Micheline y a mí? —protestó charles—. Reflexiona, pared…

—¡Yo no los dejaré sin nada! —gritó Julienne—. Pero tú debes dejarme dueña del dinero, Olivier. Son ellos los que tienen que depender de mí. Llamo al notario, ¿verdad?

—Mañana —murmuró Guerran.

—¿Mañana? Quizá sea demasiado…

—¡Señora! —gritó Fabienne.

—Mañana —repitió Guerran—, de aquí a mañana ya estaré curado. Ese granuja de Rebat no conseguirá matarme. ¿Presidente del Colegio de Abogados? ¡Jamás! Antes le retorcería el pescuezo.

—¿Qué estás diciendo? —balbució Julienne, aterrada.

—No se levante usted —gritó Fabienne apoyando el dedo en el timbre de llamada—. ¡Señor Guerran!

Y diciendo esto acomodó al enfermo en la cama, llamó de nuevo y cogió a Julienne del brazo.

—Basta ya, señora ¿Ha visto usted? Yo me avergonzaría.

Entraron unas enfermeras. Julienne, presa de ira, no se atrevió a provocar un escándalo y salió con Charles caminando con furiosos pasos.

«Seguramente irá a quejarse a Godefrin», pensó Fabienne.

Pero Julienne Guerran no se quejó a nadie. Cuando volvió, Guerran se hallaba en estado comatoso.

Julienne, Micheline y Charles se instalaron a pensión en la clínica. Transfusiones, vacunas. A la tercera transfusión, Guerran, a quien todo el mundo daba por muerto, volvió en sí sin saber aún por qué.

Bañado en su propio sudor, permaneció durante varias semanas en el lecho como una cosa inconsciente y quejumbrosa que gimoteaba, llamaba a Fabienne, pedía que le cambiasen, que le levantasen, que le tapasen las orejas, que le diesen de beber, que le secaran la frente, que lo destaparan, que volvieran a taparle, que le diesen a respirar éter, que abriesen la ventana, que la cerrasen, que volvieran a abrirla, que corrieran las cortinas, que apagaran la luz…

Miserable amasijo de carne doliente y torturada por todos lados. Sin embargo, había sobrevivido a la prueba y podría ya resistir. Géraudin se había ido a Angers. A los ojos de Guerran, Fabienne era la encarnación de un ángel bueno, de la caridad viviente. Jamás se había imaginado hasta qué punto puede uno ser dulce, paciente e indulgente a las exigencias de un ser postrado y dolorido. Avergonzábase a veces de sí mismo cuando por enésima vez tenía necesidad de ella y se sentía obligado a llamarla. Al verla entrar con una sonrisa en los labios, le embargaban de tal modo la emoción y el reconocimiento que sentía humedecérsele los ojos. A decir verdad, Fabienne le había cobrado afecto y lo cuidaba con más solicitud que a cualquier otro, porque en el fondo, y a pesar de todas las apariencias de hombre feliz y poderoso, se le antojaba inmensamente solo y desventurado.

Julienne salió de la clínica con Micheline. Se hospedaba en el hotel «Saint-James» e iba todas las mañanas a visitar a su marido. Charles había regresado a Angers, pero se trasladaba a la capital cada tres días, y solicitaba de su padre aclaraciones e indicaciones sobre los asuntos pendientes. El trabajo del gabinete lo abrumaba. Carecía de experiencia. Sobre todo, no se tenía ya en cuenta la influencia personal de Guerran. No estaba allí para ir al ministerio, solucionar una cuestión de aduanas, o conseguir un arreglo a propósito de una licencia de importación o de una declaración fiscal «errónea», según el eufemismo tradicional.

—Convendría que pudieses hacerte cargo personalmente de las cosas. ¿Cuándo podrás ejercer? He entregado tus conclusiones referentes al divorcio Planquin-Berthiel y Rebat me ha enviado las suyas. Hay también el asunto de las contribuciones. He traído el dossier. Ya le echarás una ojeada. Evidentemente, si pudieras pasar por el ministerio, las cosas e arreglarían mejor y más pronto…

Y Julienne rubricaba:

—Y no te olvides del dinero. He encargado ya los vestidos de verano…

Sólo Micheline, inconsciente y despreocupada, consolaba a Guerran. En aquella habitación que albergaba a un enfermo grave, la muchacha se mostraba quizá un poco demasiado alegre y bulliciosa.

En su parloteo y en sus risas se manifestaba tímidamente el egoísmo de un ser joven y feliz que nada comprende de cuanto ocurre a su alrededor. Pero Guerran no se daba cuenta de ello.

Un día se presentó con su prometido Robert Bussy. Aunque Guerran estuviera ya fuera de peligro, el hijo del notario debió de afectarse ante la decrepitud de su futuro suegro; pues a partir de entonces se notó un cambio en Micheline. Robert Bussy le había, sin duda, hablado de tomar ciertas precauciones para el caso de una desventura siempre posible… Lo cierto es que también Micheline comenzaba a hablar de dinero y a hacer preguntas:

—¿Y si por desgracia te hubiera sucedido algo, papá? ¿Hubiese podido casarme igualmente? ¿Habrías tomado las medidas concernientes a mi dote? ¿Qué pasaría si tú no estuvieras?

Días había en que, fatigado, abatido, enfermo, Guerran se asustaba al ver entrar a los suyos.

—Señorita Fabienne —suplicaba momentos antes—, no me deje solo mucho tiempo. Vuelva y hágalos marchas… ¡Me impedirán recobrar la salud! Todo lo tendrán si yo vivo, pero si muero, no podrán contar con nada. Al fin y al cabo debieran pensarlo.

Fabienne abreviaba el tiempo de las visitas, y, con el pretexto de cambiar una venda, entraba, disculpándose, en la habitación un cuarto de hora antes de la llegada de Julienne o de Charles.

—Es usted muy buena —decía Guerran—. No he encontrado a nadie como usted, señorita Fabienne.

»La estoy molestando continuamente. Soy fastidioso y exigente. La llamo por cualquier tontería. Y usted nunca se queja. Sin embargo, no puede usted figurarse que estoy diciendo la verdad, que sufro continuamente, que necesito a cada momento que me levanten, que mullan la almohada, que alisen la colcha y que me ayuden una y otra vez a cambiar de postura. Jamás hubiera creído que un operado, un enfermo, se comportara de este modo. Tiene uno una sensibilidad tan exacerbada que nunca hubiese podido imaginármelo. Estoy avergonzado. Usted, sin haberlas sufrido, tiene la intuición de estas cosas…

—Todas las mujeres…

—No. Mi mujer no lo comprende. Y tampoco Micheline. ¿No ha observado usted cómo viene a verme?

—No.

—Se emperejila.

—¡Oh! Si no es más que eso —dijo Fabienne.

—Pues a mí me produce una impresión extraña. Hace ocho días cambió de permanente. ¿La ha visto? ¿No? Sí, sí. Además, el colorete de los labios es demasiado vivo. Y rubia como es, se ha teñido las cejas de negro. Es una tontuela. Pero no me gusta que piense en todas esas cosas mientras yo esté aquí. En cuanto a Julienne, poco me importa, a pesar de que cuando noto su perfume se me revuelve el estómago. Julienne y yo nos conocemos bien y tanto me da que se «maquille» como que no. Pero que lo haga Micheline, le repito que no me gusta…

—Son cosas de la edad, señor Guerran. Además, está usted fuera de peligro. Tras las angustias que usted ha pasado, es natural que su hija se sienta animada.

—Sí, quizá sí… No digo que no. Pero me disgusta. Me he dado cuenta de que cuando uno está enfermo se muestra singularmente susceptible. Usted misma, señorita Fabienne, no se pinta. Y debo creer que también debe de gustarle.

—No por pintarse los labios deja una de ser buena enfermera.

—No estoy muy de acuerdo con lo que usted dice. El sufrimiento exige respeto. Jamás hasta ahora había experimentado esto.

Fabienne se sonrió.

—Le aseguro que mis reflexiones no han llegado nunca tan lejos.

—Lo sé. En usted esto es distinto. Me hubiera gustado tener una hija como usted, señorita Fabienne.

—Tiene usted a la mejor de las hijas.

—¡Oh, sí, es vedad! Micheline es buena: mas sólo para la alegría y al dicha. En cambio, para las horas de prueba quisiera tenerla a usted.

Guerran retenía a Fabienne largos ratos hablándole y haciéndola hablar. La muchacha le contaba su experiencia del hospital y de la clínica, cómo había tenido que abandonar sus ilusiones infantiles para abrir los ojos sobre la fealdad de la existencia. Le revelaba sus preocupaciones y alegrías de enfermera y quiénes eran los enfermos que la inquietaban. Sin moverse de la cama, Guerran acabó por conocer a todos sus vecinos, y el caso y el estado de cada uno. Fabienne le solazaba, le distraía y le emocionaba.

Figuraba entre aquéllos un cocainómano, que había ingresado al mismo tiempo que él para una cura de desintoxicación, cuyas dificultades apasionaban a Guerran como una batalla. Fabienne podía hablar de ello sin reparos, pues los propios Colligny y Hoyer habían referido el caso a Guerran. Éste era, además, harto conocido en París. Tratábase del hijo de Crouan-Marny, el célebre escritor, autor de numerosas obras de índole atrevida, que le habían granjeado gloria y fortuna. Su hijo ingería la droga y se inyectaba. Como esta pasión costaba horriblemente cara al padre, la amante de éste puso término a tal estado de cosas y acabó por convencer a Crouan-Marny de la necesidad de internar al muchacho.

El tratamiento era asaz difícil. Cuando un intoxicado acude por propia iniciativa en demanda de salvación, la curación es posible; pero resulta casi imposible cuando el enfermo ingresa en la clínica contra su voluntad. Siempre se las arregla para esconder la cocaína. En caso necesario se la traen sus amigos. Fabienne explicó cómo a su llegada se había registrado a Crouan-Marny hijo, de cabeza a pies.

Se le desnudó, despojándole de las ropas, los zapatos, la estilográfica y el reloj. Se le examinó hasta la boca y el ano. Incluso se le administró una lavativa para tener la seguridad de que nada se encerraba en los intestinos. Sin embargo, vestido con un pijama proporcionado por la clínica, no habiendo a su alrededor más que libros, lápices, cigarrillos y otras chucherías también pertenecientes a la clínica, Crouan-Marny hijo continuaba ingiriendo la droga. Ejercíase una discreta vigilancia sobre las visitas.

Un enfermero no apartaba al vista de las manos de los visitantes. No obstante, esa francmasonería de los intoxicados profesa una solidaridad demoníaca. Hay que creer que la necesidad que no siente de arrastrar a otro hacia el abismo, iguala en intensidad y nivela en ciertas almas la precisión que tienen otras de hacer partícipes de su ascensión a sus semejantes. Debe de existir en el mundo un apostolado al revés. A pesar de todas las precauciones, Fabienne entraba día por otro a la habitación de Guerran y decía:

—¡Ya está! Ha vuelto a encontrar otro medio para procurarse la droga. Está tumbado en la cama, completamente dormido.

Ese combate para salvar a un hombre contra su voluntad apasionaba a Guerran. Un día en que el desdichado dormía embrutecido por la droga, efectuose un minucioso registro en la habitación y se encontró finalmente el escondrijo. Descubriose que Crouan-Marny hijo escondía la cocaína en un tubito de metal herméticamente cerrado que colocaba debajo del agua del sifón del «water». Sin embargo, tres días después Crouan-Marny había vuelto a procurarse la droga. Una vez más se le encontró sumido en una embrutecedora modorra. Praticose un nuevo registro en la habitación con resultado negativo. Dormido como estaba, se trasladó entonces al muchacho a otra habitación exactamente igual a la suya, situada en el piso superior. Al despertarse se dio cuenta del cambio pero no dijo nada. Aquella lucha se desarrollaba en silencio, en medio de actitudes y palabras corteses.

Porque sin duda alguna Crouan-Marny debía esperar otra dosis de estupefacientes que debía proporcionarle alguna enfermera sobornada por él o algún amigo misterioso. Sin embargo, sólo Fabienne tenía derecho en adelante a entrar en el cuarto del muchacho. A partir de aquel día se notó una rápida mejoría. Y en el ánimo del desdichado comenzó poco a poco a disiparse el rencor que había concebido contra Hoyer y Fabienne.

Todo ello interesaba a Guerran y contribuía además a hacer llevaderos los largos días de su convalecencia. No tardó en comenzar a hablar de marcharse. Iban acumulándose los asuntos en su mesa de despacho y el trabajo apremiaba. Habían terminado las vacaciones parlamentarias de Pascua.

—Debería usted tomarse algunos meses de reposo —insistía Fabienne—. Puesto que sale usted para la Saboya, quédese allí hasta fines de otoño…

—Es imposible —decía Guerran—. El trabajo, el dinero, la lucha… Usted no sabe lo que es eso, señorita Fabienne. En primer lugar, allí me aburriría mortalmente. Jamás me han gustado las vacaciones.

—¡Es tan bella la Saboya!

Éste fue con frecuencia el tema de su conversación. Guerran había pasado allí algunas semanas.

Fabienne iba todos los años en septiembre.

Recordaba Aix-les-Bains, el Petit-Port, el viejo caserón donde Mariette alquilaba uno de los pisos, el lago bajo el cielo azul de la mañana, las aguas y las brumas azules dispersas en amplias capas flotantes, o los atardeceres otoñales, con los rosáceos reflejos crepusculares sobre el frente de granito del Mont-Revard, las primeras luces de Aix-les-Bains rasgando la sombra violeta, y las nubes blancuzcas descendiendo por el flanco de la montaña hacia el valle.

—Es verdad —dijo Guerran Subyugado—. Es hermoso todo aquello. Nunca lo había visto como usted lo ha descrito. Pues bien, le prometo que procuraré quedarme allí. Gracias a usted, señorita Fabienne. Decididamente, le deberé mi completa resurrección.

Fabienne sonrió y se marchó.

Guerran salió de la clínica a principios de mayo. Acudió una sola vez a la Cámara, pasó cinco día en Angers despachando con Charles y su secretario Legourdan los asuntos más espinosos y urgentes, y una semana después de haber salido de París llegó a Aix-les-Bains con Micheline y Julienne. Instalose en unas habitaciones del hotel Continental en el que, en honor del poderoso y afortunado hombre político, ondeaba una gran bandera tricolor.