Desde fines del año 1931, Fabienne prestaba sus servicios, bajo la dirección de Bourland, en el hospital de «L’Egalité». Profesor auxiliar desde hacía diez años y notable cirujano, Bourland, suplantado por Vallorge, no dispensó al principio una acogida entusiasta a la nueva enfermera. Era un hombre de treinta años, alto y robusto, con una tupida barba negra. Viudo desde hacía cinco años, era padre de dos niñas que a Fabienne le eran muy simpáticas y con las cuales hablaba cariñosamente cuando a veces iban al hospital a esperar a su padre. Ello le granjeó a Fabienne una cierta simpatía por parte de Bourland.
No tardó Fabienne en contraer una amistad. Madeleine Daele, cansada del sanatorio, de las habladurías y de las pequeñas mortificaciones que le infligían dos o tres colegas desde que se marchó Seteuil, solicitó cambiar de servicio y la destinaron a L’Egalité. Tomó a Fabienne bajo su dirección y se encargó de su aprendizaje de enfermera.
Ya al primer día de su llegada al hospital asistió Fabienne a una intervención: una hernia estrangulada. El paciente era un joven obrero de veintidós años. Bourland fue breve y conciso. En cuanto la muchacha entró en la sala de operaciones, le dijo:
—Colóquese usted aquí señorita. Póngase las manos detrás de la espalda. Mírelo todo y no toque nada. Si no se siente usted con ánimos, salga, porque nadie podrá ocuparse de usted.
De este modo prevenida, Fabienne se apoyó en una pared no muy cerca del «billar» donde estaba tendido el paciente y miró.
No recibió ninguna impresión. No se veía más que un despliegue de telas blancas y en medio, un pequeño espacio de carne en la que Bourland introducía sus niquelados instrumentos. Hacía un calor sofocante. Todos guardaban silencio. Sólo se oía de cuando en cuando la voz de Bourland:
—¿Me da usted las pinzas, señorita Daele?
—El catgut[53], señorita Daele… Gracias.
Madeleine Daele presentaba las pinzas colocadas en una tapadera de madera, o el largo hilo de catgut enrollado en un tubito lleno de alcohol.
Lleva un vestido a cuadros.
Más largo que el abrigo,
los cabellos recogidos…
Cantaba el operado con una voz extraña y lejana, como un hombre que sueña.
—¡No! ¡Ya me he colado! ¡Volvamos a empezar!
La nariz remangada,
los cabellos cortados…
Más largos que el abrigo.
—Clin de Florencia, señorita Daele —decía Bourland.
Una vez terminada la intervención, Fabienne trasladó afuera al operado y le fue asignada la misión de vigilarle hasta que despertara. Dormía apaciblemente. Sin embargo, cuando al cabo de media hora se presentó Madeleine Daele, estaba tratando de tragarse la lengua y «volver los ojos». Fabienne no se había dado cuenta de nada. Madeleine agarró la lengua y la sacó afuera de la boca. Una hora después, el operado se despertó tranquilamente.
Al día siguiente, se intervino de una doble otitis a un niño de cinco años. Fabienne cuidó de él. Al despertarse, gimió y lloró. Tenía una cabeza enorme enfundada en vendajes. Fabienne, consternada, le habló, le canturreó viejas canciones y le contó un sinfín de historias. El niño se sosegó y se quedó mirándola. Al pasar Bourland le preguntó qué estaba haciendo allí. Fabienne explicó enorgullecida que estaba distrayendo al niño y que al parecer lo conseguía… Bourland sonrió tristemente:
—Ya no lo oye. No tiene tímpano. Otitis doble. No hay nada que hacer. Está sordo.
Fabienne lloró.
Algunos días más tarde, Bourland tuvo su primer fallecimiento del año: un hombre de veintiocho años, padre de tres chiquillos, que murió al terminarse la intervención.
Madeleine Daele se hallaba ausente con permiso. Bourland dio orden de que trasladasen el cadáver al cuarto contiguo, llamó a Fabienne y le dijo:
—Su mujer está aguardando en el pasillo. Vaya usted a verla. Sobre todo, mucho cuidado.
Fabienne permaneció veinte minutos detrás de la puerta para cobrar ánimos, sin atreverse a salir de la estancia. Sin embargo, era preciso llevar a cabo la misión que le habían encomendado, enfrentarse con aquella desgraciada y buscar las palabras con que asestar aquel golpe fatal…
Pero lo más dramático eran los alcohólicos, increíblemente numerosos entre los obreros que acudían al hospital para ser intervenidos. Tendidos en el «billar» con la mascarilla en el rostro, aspiraban el éter, se congestionaban y comenzaban a retorcerse. El enfermero que daba la anestesia les sujetaba la cabeza con las dos manos. Madeleine Daele cogía la mascarilla y abría la espita. Más el alcohólico en su soñolienta inconsciencia, se resistía, luchaba y rompía las correas que le sujetaban los miembros. Dos robustos enfermeros habían de dominar al hombre e inmovilizarlo como podían. Entonces, Bourland, rápidamente, con largas incisiones, abría el vientre agitado por convulsiones y sobresaltos, sajaba, limpiaba, recosía, y algunas veces hería al paciente y se hería a sí mismo. Con harta frecuencia el hombre fallecía el mismo día.
—¡Debiera mostrarse este cuadro a los muchachos de las escuelas! —decía Bourland—. Esto les haría repugnar la bebida.
Todas las mañanas cumplía Fabienne la misión que tenía encomendada. Vaciaba los vasos de noche, aprendía a lavar a los enfermos y a hacerles la cama sin que tuviesen que levantarles, a verlo y oírlo todo con una sonrisa, a no hacer un gesto ni pronunciar una palabra que traicionara el asco que sentía, a salir de prisa y dignamente cuando se mareaba, para ir a vomitar en los retretes con toda la discreción posible. Era preciso aparentar se fuerte, serena, experimentada y acostumbrada a todo. Cuando por la mañana tenía que tomar la temperatura a los hombres, se le presentaban a Fabienne verdaderos problemas de delicadeza. Al principio, con gesto elocuente, tendía el termómetro a los enfermos sin decir palabra. Sin embargo, muchos de ellos contemplaban sonrientes el pequeño objeto, preguntándose in mente cómo diablos tenían que hacerlo servir.
—Tómese la temperatura —les explicaba Fabienne.
—¡Ah, sí, sí!
Y según tuviera un absceso en la pierna o en el brazo, el pobre diablo se aplicaba el termómetro en la tibia o en el bíceps, por supuesto lo más cerca posible del mal.
—No, no —protestaba Fabienne en voz baja, confusa y sonrojada—. En el ano… En el ano…
—¿Dónde? —preguntaba ingenuamente el paciente.
Había que explicarle dónde se encontraba exactamente su ano. Entonces el enfermo comprendía súbitamente y se ruborizaba más aún que Fabienne. Había también otros momentos penosos, como, por ejemplo, cuando tenía que colocar por sí misma el termómetro o cuando tenía que guardar una pequeña cantidad de orina de un pobre labriego que, intimidado por tener que orinar ante la muchacha, no lograba evacuar.
—¡Vamos! ¡Vamos! —le alentaba Fabienne—. Yo soy una enfermera. Yo no soy una mujer. Una enfermera no es una mujer…
Y si este razonamiento asaz discutible no bastaba, se acordaba entonces de la estratagema que le había indicado Madeleine Daele.
—Trague —decía—. Trague, sí, haga como si se tragase la saliva…
Un poco aturdido, el hombre comenzaba a engullir imaginaria cantidades de saliva, cesaba bruscamente la retención y un chorro de orina iba a parar dentro del frasco.
—¡Cáspita! —decía el hombre contento y maravillado—. ¡Vaya trucos que gastan ustedes!
Luego Bourland llamaba a Fabienne:
—Va a salir el 88, señorita. Está casi curado de su fractura, pero la señorita Daele se ha dado cuenta de que tiene una infiltración tuberculosa en el pulmón derecho. No quiere ingresar en el sanatorio. Necesita trabajar para los suyos. Le pondrá usted sobre aviso, ¿verdad? Dígale que tiene que separarse de su hijito para evitar el contagio. Tiene un chiquillo de cinco años. Y, sobre todo, ningún contacto con su mujer.
Era preciso que Fabienne se despabilara, hablara con el hombre y se las arreglara para explicarle gravemente, con tono de experiencia y las sienes ligeramente bañadas de sudor, que sería mejor para él no acostarse más con su mujer…
No tardó Fabienne en granjearse la estimación de todos aquellos desgraciados a quienes también ella quería. Cuando tenía que dar a una mujer una inyección intravenosa en el brazo, temía hacerle daño y le temblaban las manos. Entonces la mujer le animaba, le tendía el brazo y le sonreía para que no tuviera reparos.
—Vamos, señorita. No hay que tener miedo.
Aquella gente tenía, empero, una sensibilidad peculiar, distinta ciertamente de la suya, aunque no exenta de finura y delicadeza. El hombre a quien había retenido las manos mientras le introducían una aguja en el canal de la médula espinal no la había olvidado. A partir de aquel día estableciese entre ambos una especie de vínculo. Fabienne se daba cuenta de ello por la manera como el hombre la miraba al pasar, siguiéndola con los ojos como un perro al que se ha tratado bien.
Había comprendido todo lo que una enfermera da de sí misma, de su propio corazón, con el simple ademán de retener las manos.
Los profesores, siempre presurosos, apenas se daban cuenta de esas pequeñas cosas. El «patrón» pasaba ante la cama de los incurables y de los sentenciados sin detenerse siquiera. ¿Para qué? No podía serles útil, ni ellos a él. Su deber le imponía atender a los demás. Pero cuando había salido, Fabienne notaba en los ojos del enfermo abandonado la angustia y la desesperación que habían hecho presa en él.
Y se acercaba:
—¡Señorita! ¡Señorita! «Él» no me ha mirado. ¿Por qué no me ha mirado? ¿Quiere decir esto que estoy j…?
Era necesario consolarle, animarle, mentirle. Madeleine Daele hacía esto maravillosamente. Pero nunca, sucediera lo que sucediera, se permitía echar las culpas al «patrón» o al médico. Siempre encontraba argumentos para todo, excusas y pretextos. Sabía muy bien que era preciso que el paciente tuviera confianza hasta el final en quien le cuidaba.
—Esto y la religión, amiga mía —decía—, son las tres cuartas partes de la curación.
Porque Madeleine Daele había observado, como todo el mundo, el poderoso factor de resignación moral, y, por tanto, de mejoramiento físico, que aportan la esperanza y la fe.
—¡Gorrino! ¡Bandido! ¡Granuja! —gritaban las parturientas, en medio de sus dolores, maldiciendo a sus maridos—. ¡Nunca más! ¡Nunca más me tocará! ¡Ah, no se case usted, señorita!
Y cuando media hora después Fabienne les traía a su hijo, se olvidaban de todo y decían:
—¿Es hermoso? ¿Es grande? Usted, señorita, que es joven, cásese pronto para que pueda comprar una docena como éste.
Los partos tenían lugar en la planta baja. Luego se trasladaba a las parturientas al piso. En una tela con cuatro dobleces, Madeleine Daele recibía al crío que acababa de venir al mundo, aún con el meconio. Se lo llevaba, lo lavaba y prodigaba los primeros cuidados. Era Fabienne quien subía luego los recién nacidos a sus madres; cinco, seis, siete menudos seres, sucesivamente. Las mujeres, acostadas, con las mejillas aún purpúreas, se incorporaban penosamente en la cama, y la buscaban de lejos para ver si el niño que traía era el suyo. A veces veía una desfilar a todos lo demás sin que el suyo llegara. No apartaba los ojos de Fabienne, y ésta no podía evitar el mirarla. La mirada de Fabienne indicaba a la mujer que su hijo había muerto y entonces rompía a llorar. Cuando podía, Madeleine Daele los bautizaba a escape antes de que fallecieran. Una gota de agua sobre la frente:
—Yo te bautizo, José, en nombre del Padre…
Y a poco el niño se moría… ¡Singulares y lúgubres bautismos! De este modo Fabienne vio morir a una veintena de pequeños José. Pues Madeleine carecía de tiempo para dar mucha diversidad a los nombres que suministraba.
No escaseaban tampoco las muchachas solteras que abandonaban a su hijo al salir del hospital, dejándolo allí para que se hiciera cargo de él la Asistencia Pública. Era necesario casi pelear con ellas, utilizando todos los recursos, para que se vinieran a mirar al niño, a ocuparse de él, lavarlo y tenerlo en brazos. Todo cambiaba si aceptaban una sola vez darle el pecho. Entonces podían considerarse salvadas y no se sentían ya con ánimos de abandonar a su hijo. Pero como lo sabían, desconfiaban de su corazón, de ese instinto más fuerte que ellas y rechazando bruscamente al niño se negaban a mirarlo.
No faltaban tampoco en el hospital los numerosos abortos clandestinos frustrados, las mujeres en plena hemorragia que acababan de reventarse el feto y la matriz a un tiempo con la aguja de hacer punto de media o un alfiler de sombrero. Ni siquiera se las interrogaba. ¿Para qué? Tampoco ellas decían nada. Permanecían recelosas y en silencio. Sólo Bourland vociferaba, las llamaba guarras y si únicamente se trataba de efectuar un legrado, les raspaba la matriz a lo vivo para quitarles las ganas de volver a hacerlo. Las mujeres proferían unos gritos espantosos.
—¡Así no lo olvidarás! —decía Bourland—. ¡Es por culpa tuya!
El aborto exasperaba siempre a Bourland, cuyo método daba siempre excelentes resultados. En primer lugar, tras haber evitarlo la intoxicación mediante la anestesia, las intervenidas sanaban muy de prisa. Por otra parte, la operación inculcaba a las mujeres un saludable temor. En la consulta prenatal recibía a veces a mujeres a quienes había sondado algunos meses antes.
—¡Toma! ¿Otra vez aquí? —decía—. ¿Va de veras ahora? ¿Estás decidida a dejarte engordar?
—¡Ah, señor doctor! —confesaba la mujer—. Prefiero un parto a un raspado. Aunque mi «hombre» refunfuñe.
Fabienne se ocupaba de los niños abandonados. Había siempre un centenar de ellos que eran retenidos en el hospital hasta que cumplieran un año. Luego la Asistencia Pública los confiaba a amas de cría. Cada uno en su camita, había en cada habitación de quince a veinte criaturas. Uno entraba allí en medio de un concierto de aullidos y maullidos. Para hacerse oír, las enfermeras habían de gritar.
Lavábase a los niños encima de una larga mesa instalada en el centro de la sala, echándose los pañales en una gran canasta. Un fuerte olor a amoniaco apestaba el aire. Al desnudar a los niños, Fabienne contenía el aliento. Una vez terminada la inspección de las salas, era necesario preparar los biberones y distribuir las tetadas. Luego recomenzaba la tarea de limpiar. Muchos de aquellos pequeños seres eran enfermos y ostentaban estigmas de degeneración. Un idiota, hidrocéfalo, con una cabeza enorme, no lograba agarrar el biberón con los labios y prorrumpía a cada momento en una especie de estridentes accesos de risa que despertaban a sus vecinos. Otros, desmirriados y encogidos, permanecían constantemente inmóviles, pensaban en Dios sabe qué, y pagando los pecados maternales pasaban imperceptiblemente de la vida a la muerte. Eran tan raquíticos y descarnados, que ya no se sabía dónde administrarles las inyecciones. Por vueltas que uno les diese no se encontraba sitio donde introducir la aguja sin tropezar con un hueso. A los niños sifilíticos se les administraba una serie de inyecciones intravenosas de Novar. Ante estos tratamientos contra la sífilis, aplicados a criaturas de seis meses, mientras lo culpables continuaban tal vez en la impunidad, contaminando a otros seres y procreando futuras víctimas, experimentaba Fabienne un indecible sentimiento de horror. Lo peor del caso es que había de tenerse mucho cuidado con aquellas miserables criaturas y desconfiar de ellas. De los ojos y de la nariz se desprendía continuamente un humor sucio, o, en otros casos, la llaga del ombligo se ensanchaba, no se secaba y supuraba constantemente, por lo que al limpiarlas sin tomar las debidas precauciones corría uno el riesgo de infectarse.
A cuantos se dejaban a merced de la Asistencia Pública se les cuidaba mejor que a los demás.
Hermanas, enfermeras y sirvientas rivalizaban en atenderlos. Aquellos pequeños seres eran dulces y cariñosos. De pie en su camita, aferrados con las dos manos a los barrotes, se distraían solos. Le miraban a uno al pasar con semblante apacible, casi grave, sin sonreír, en silencio, como criaturas a quienes no se ha besado ni amado. Colgábalas del cuello un collar, el doloroso e ingenuo collar de cuentas azules de la Asistencia Pública, con una medalla redonda: «República Francesa». Entre aquellas criaturas que uno veía con pesar ingresar a la Asistencia Pública había algunas verdaderamente adorables, como por ejemplo, una niña muy dulce y cariñosa abandonada por una de las mujeres que lavaban los platos en el hospital. Todas las enfermeras la querían. Fabienne no podía mirar sin angustia su carita temerosa y siempre inquieta, como si aquella criatura hubiera presentido alguna cosa.
Acercábase la fecha. A fines de semana tenía que se entregada a la Asistencia. De pronto, se supo que Madeleine Daele la había adoptado.
Poco antes de la marcha de Fabienne, en agosto de 1932, se propagó la noticia: Bourland se casaba con Madeleine Daele. Ésta le traía una niña que había tomado en adopción. Por su parte, Bourland tenía otras dos, lo que constituía ya una hermosa familia antes de consumarse el matrimonio. También se supo que Bourland dejaba la Facultad. Estaba cansado y harto de aquellas expectativas, de aquella maniobras, de aquellos pataleos en espera del fallecimiento de un titular, de aquellas prolongadas y taimadas estrategias, de aquellos trabajos de zapa, minas y contraminas en tono a la plaza sitiada de aquella desenfrenada carrera hacia la cátedra vacante. Toda aquella política, todo aquel mangoneo le fatigaba. Estaba ya harto de ver cómo hijos de «patrón» ascendían rápidamente en nombre de la influencia paterna sin apenas haber trabajado. Un país de la América del Sur le ofrecía un puesto.
Bourland abandonaba Francia y se iba a fundar un hogar y llevar su talento y sus conocimientos a otras tierras. Como tantos otros, dentro de diez años volvería nimbado por una aureola de celebridad después de haber conquistado fama en un lejano país. Y una vez más Francia acogería con entusiasmo y honraría como a un gran hombre a quien no supo qué hacer de él en su propia tierra.