Fuera de las horas de clase y de hospital, Michel trabajaba con su «patrón», el viejo Norf.
El laboratorio de Norf estaba situado al fondo de un patio lleno de inmundicias y detritus.
Componíase de una serie de espaciosas y polvorientas salas llenas de anaqueles en los que se alineaban locales conteniendo formol. Conservábanse en ellas piezas anatómicas extraídas de los cadáveres; pedazos de intestino, de estómago y manos cercenadas a la altura de la muñeca con la llaga corrosiva de un chancro sobre la piel. Bañábanse en unas cubetas piezas recién extirpadas; hígados cancerosos enteros, pulmones y paquetes de entrañas. Pendían de las paredes fotografías de ratones esqueléticos, con enormes bolsas en el vientre o en la espalda, y ostentando etiquetas como ésta:
Sarcoma por injerto en un ratón de tres años.
Prof. Norf. 16 nov. 27, ReF. 199 B-8
Norf se mostraba altamente orgulloso de tales fotografías, como si se tratase de las más artísticas pinturas de los más grandes maestros.
En compañía de Vanneau, su viejo ayudante de laboratorio, adornado con grandes mostachos, Norf se pasaba allí las tres cuartas partes de su existencia. Casado y con tres hijos, poco contaba para él su vida privada. Sólo había vivido para una cosa, para una única palabra: el cáncer.
Todas las mañanas era Norf el primero en personarse en el hospital, mucho antes que los profesores y estudiantes. Allí habían de esperarle Michel y Vanneau, el viejo y fiel ayudante de laboratorio. Norf solía llegar llevando un enorme cesto de carnicero debajo del brazo. Visitaba las salas, interrogaba a las enfermeras y bajaba luego al depósito para las autopsias. Entonces sacaba del cesto unos zuecos y un delantal de tela azul, se los ponía, se arremangaba la camisa y se entregaba al trabajo.
Michel había visto centenares de autopsias; pero la labor de Norf era siempre nueva para el muchacho. Era un trabajo lento, minucioso y completo. Y realizado con una extraordinaria conciencia profesional. Aplicaba el buril en la frente del cadáver, golpeaba con el martillo, hacía un corte en torno al cráneo, extraía una especie de solideo óseo y dejaba el cerebro al descubierto. Introducía entonces la mano bajo los hemisferios cerebrales y hacía resbalar el cerebro sobre una fuente. Acometía luego el tronco. Primeramente abría el tórax, sacaba el corazón y los pulmones y los examinaba. Acto seguido hacía lo mismo con el vientre, extraía el intestino y lo estudiaba cuidadosamente, por transparencia, ante la ventana. Si algo le parecía sospechoso seccionaba el intestino para ver el interior, después de lo cual extirpaba, depositándolos sobre la mesa, el hígado, el bazo y el páncreas, separaba las cápsulas de los riñones, pesaba cada órgano y anotaba el paso del mismo. Finalmente seccionaba todos los órganos, quedándose con fragmentos de corazón, pulmón, estómago, hígado y cerebro. Introducía esos jirones de carne en frascos llenos de formol, o en el cesto, si eran demasiado grandes y se los llevaba al laboratorio. Trabajaba con tanta lentitud y precaución que se pasaba muchísimo tiempo examinando un cadáver.
—Nunca se sabe lo que se va a encontrar —decía—. Sólo abriendo os ojos y procediendo lentamente ve uno lo que escapa a los demás.
Muchos de sus colegas se burlaban un poco de él, de sus minuciosidades y de sus interminables autopsias. El viejo Norf ignoraba todo esto, pero, de saberlo, poco le hubiera preocupado.
—Hay que verlo todo —decía—. Una enfermedad de riñones repercute en el corazón, el hígado y el cerebro. ¡Qué hermoso asunto tener un riñón entre las manos! Las dolencias locales no existen.
Además, no hay enfermedades, sino sólo enfermos. Los manuales dan lista de síntomas para cada enfermedad. Esto es una tontería. Jamás encuentra uno todos los síntomas, pero siempre se observan otros síntomas desconocidos. Ya se dará usted cuenta de ello con la experiencia, Doutreval. Por esta razón, por haberse fiado de los manuales, existen hoy día tantos médicos mediocres. Los estudiantes de medicina debieran al menos haber sido externos en el hospital. El externo ha visto enfermos y ha seguido atentamente el curso de su dolencia sin que tuviera a sus espaldas a ningún profesor ni ningún compañero. Ha podido tomarse interés. Y ha «practicado». Con los sistemas rituales, muchísimos —demasiados— estudiantes llegan a médicos sin haber visto siquiera un paciente. Raros, sí, muy raros, son los que tienen la posibilidad de hacer largas estancias en los hospitales, estudiar a los hombres…
Una vez realizada la autopsia permanecía unos instantes contemplando el cesto. Con los musculosos brazos manchados de sangre, con jirones de carne pegados a los dedos, el viejo Norf, colgándole de los labios una colilla apagada, se sumía en hondas reflexiones y al cabo se dibujaba en su rostro una leve sonrisa de satisfacción. Con sus dedos huesudos, llenos de grasa humana, cogía la petaca del tabaco, liaba un cigarrillo, lamía el borde, lo pegaba y lo encendía. Y calzado con zuecos, cubierto con un tosco delantal azul y cargado con el voluminoso cesto repleto de piltrafas humanas, atravesaba un barrio entero de París para dirigirse a su laboratorio. Con el cesto sanguinolento y el delantal moteado de manchas encarnadas parecía un carnicero. Los transeúntes se volvían para mirarle, pero él ni siquiera se daba cuenta. Al llegar al laboratorio entregaba a Michel y a Vanneau las piezas anatómicas sin importancia, depositaba las otras en reserva para prepararlas él mismo y se iba a dar sus clases. Las clases de Norf, sometidas a constante renovación, elaboradas de mes en mes, siempre al corriente de los trabajos más recientes, incluso del extranjero, de Rusia, del Japón y de América, eran una maravilla.
Terminada su lección, Norf se dedicaba a preparar sus piezas. Un pedazo de hígado, de pulmón o de bazo no se inspeccionaban de rondón en el microscopio. Es preciso colocar las células, introducir luego el bloque de carne en una cantidad de parafina para darle rigidez, y cortarla por último en laminitas infinitamente delgadas, de apenas algunas milésimas de milímetro de espesor. Cuando se trataba de casos interesantes Norf no confiaba el trabajo a nadie, recomenzándolo diez veces si era preciso a fin de obtener un corte satisfactorio. Y si se trataba de un enfermo o de un examen del que dependiera una existencia humana, Norf pasaba a veces la mitad de la noche en compañía de Michel. Pero también era capaz, y nadie lo ignoraba, de trabajar de prisa. Ocurrí a veces que en medio de una intervención, colegas de la «Cirugía general» se encontraban con un neoplasma, un bulto sospechoso en el intestino, en la matriz o en la vena cava. ¿Cáncer? Si Norf se hallaba en su laboratorio le llamaban al instante.
Presentábase en seguida, extraía un átomo de carne y corría a su laboratorio. Inmediatamente llegaba la respuesta, lacónica y escrita en un papel sucio:
«Cáncer. Extirpad».
Aquel año Michel iba a trabajar para Norf. Taciturno, abstraído y siempre distante, Norf no le hablaba nunca, salvo en lo concerniente al trabajo; ni le estrechó una sola vez la mano.
—A mí —decía Vanneau— me ha estrechado la mano cuatro veces en cuarenta años.
Norf vivía fuera del mundo y de la realidad. Su universo se limitaba a su laboratorio. Alto, de tez biliosa, y cejijunto, iba de un lado a otro en mangas de camisa, con una colilla en los labios, sembrando cenizas por todas partes y restregando los codos por todas las mesas, hasta el punto de que las mangas de su camisa se manchaban con todos los colores imaginables. Miraba cómo los demás trabajaban en el microscopio, apartaba a uno, se instalaba en su lugar, se interesaba por todo, se absorbía en lo que veía, se olvidaba de todo y permanecía allí un par de horas contemplando bajo el objetivo una célula cancerosa y fumando el cigarrillo que el otro había dejado al borde de la mesa. Era inconcebiblemente distraído. Cuando terminaba las autopsias, para no llevar a su casa gérmenes peligrosos para su mujer, se desnudaba completamente. Y en cueros, en medio del laboratorio, se embadurnaba el cuerpo con permanganato, se pintarrajeaba como un indio, de un horrible color rojinegro, y luego para blanquearse la epidermis, se limpiaba con bisultito, que eliminaba el color del permanganato. Hecho esto, se olvidaba de todo un instante después, y al ver a Vanneau con una fuente llena de entrañas, levantaba la tapadera, cogía los intestinos con las dos manos y comenzaba a manosearlos con visible placer. No pocas veces se orinaba ante la gente en frascos y probetas y, sin dejar de merar, tendía a los que llegaban la mano que le quedaba libre. Nada de la vida corriente contaba para él. En una ocasión, con una navaja de afeitar rajó por la espalda una bata anudada a la cintura con cordones, cortándose al mismo tiempo la americana y el chaleco. Un día, estando su mujer de vacaciones con sus hijos, fue atropellado por un taxi. Trasladado al hospital curó en pocos días. Allí se encontró muy a gusto: no tenía que hacer visitas ni que preocuparse por las comidas ni por la mujer de la limpieza, la lavandera y los proveedores. Y sobre todo, encontrándose en su elemento, podía trabajar en sus piezas de disección recién extraídas. Hasta el punto de que cuando dos meses más tarde fue a verle Louise Norf, el doctor había fijado ya su domicilio en el hospital, que abandonó con sumo disgusto.
Las preocupaciones de Norf eran distintas a las de los demás. Cifrábanse en sus micrótonos[47], estas delicadas máquinas que contaban a la centésima de milímetro los pedazos de carne, los microscopios de laboratorio, que se estropeaban con el uso y cuyos tornillos se desajustaban, y las hojas de afeitar que servían para los micrótomos. Se pasaba la vida afilándolas o imaginando máquinas que llevaron a cabo tal cometido. Las hojas de afeitar ocupaban en la vida de Norf un lugar de suma importancia. Una vez que estuvo enfermo durante dos semanas, escribió dos cartas a Michel y una a Vanneau en las que les explicaba cómo habían de tratar las hojas de afeitar.
Norf llevaba casi al céntimo una minuciosa contabilidad de los gastos del laboratorio. Vivía en la angustia de ser acusado de malversación de los caudales públicos. Y tenía además la obsesión de ser víctima de un robo.
De cuando en cuando Norf se presentaba en el laboratorio cargado con tablas de pino. Vanneau las cepillaba y las convertía en estantes donde colocar los innumerables libros preciosos que allí se acumulaban. Como faltaba sitio, se practicaban las disecciones y vivisecciones entre la estufa y la nevera. En aquella estancia miserable y llena de trastos, se recibía a celebridades médicas, a reputados hombres de ciencia, a personalidades llegadas de Washington, de Roma, de Moscú y de Tokio, que se habían ensuciado los zapatos en las inmundicias del patio y que daban resoplidos, disimulando cortésmente el asco que les producía el hedor de las perreras y los cepos para ratones.
Norf ganaba cincuenta mil francos al año porque no celebraba consultas y consagraba todo su tiempo al Estado. En cambio, la mayor parte de sus colegas fomentaban la clientela y sólo percibían del estado cinco mil francos anuales menos que él.
—Éste es el mal, señor Michel —decía el viejo Vanneau—. La diferencia es demasiado pequeña. Si Norf quisiera visitar clientes ganaría lo menos trescientos mil francos anuales. Sería preferible que los profesores fueran mejor pagados y prescindieran de la clientela. Esto es lo que todo lo envenena. Una parte de los estudiantes sólo aspiran al profesorado con miras a la clientela. Por ella, algunos patronos sacan a flote a alumnos incapaces, con objeto de que más tarde, cuando estén establecidos, llamen a consulta a su antiguo profesor. Por esta razón son muchos los que aspiran al título de profesor, no provocación o por afecto a la juventud, sino por mantener contacto con futuros médicos que les servirán de propaganda. No son escasos los profesores que no cumplen con su misión, que hacen dar las clases por un ayudante, que perciben simplemente sus cincuenta mil francos y que se pasan todo el día efectuando consultas en la ciudad. De los seis meses de duración del curso asisten a las clases treinta veces, veinte, o quizá diez. ¡Y quizá menos! Lo que hace falta son concursos serios y profesores que dejen la clientela a un lado. Y a esto tendremos que ir a parar, pues, de lo contrario, nuestro cuerpo profesional, buena selección en el conjunto, seguirá con su reputación empañada por culpa de unos cuantos logreros. ¡Se generaliza tan pronto!
Allí dentro, el viejo Vanneau hacía de todo: barría, lavaba, limpiaba, planchaba y pintaba. Tan pronto era carpintero como vidriero, mecánico, óptico o electricista. Ora reparaba las balanzas de precisión, los micrótomos y los microscopios, ora subía a la techumbre a deshollinar las chimeneas.
Cuidaba a los animales, daba de comer a los ratones y a las ratas cancerosas, practicaba disecciones y vivisecciones, y, de cuando en cuando, al disecar una laringe cancerosa o el cerebelo de una muchacha afecta de meningitis tuberculosa, se daba a sí mismo por descuido un puntazo anatómico, le acometía un síncope al regresar a su casa por la noche y luego llamaba a Norf, quien abría el dedo de su viejo criado con un mellado cuchillo de cocina. Vanneau ganaba algo menos de mil francos mensuales más un traje nuevo cada año, pero los jardineros y los encargados de la limpieza percibían mayor sueldo porque estaban sindicados. En cambio, Vanneau estaba solo.
Mejoraba su situación practicando un poco la medicina. No se vive impunemente cuarenta años en el ambiente de un Norf por otra parte, éste, abrumado de trabajo, había amaestrado y formado a Vanneau para servirse de él como ayudante. Para Norf jamás había existido un diploma, y nunca desdeñaba al hombre a priori. En aquellos momentos, Vanneau era tal vez el hombre de Francia que después de Norf hubiera seguramente descubierto un cáncer bajo el microscopio. Los estudiantes le conocían muy bien. En los días de examen, en la sala de los microscopios, Vanneau distribuía laminitas de vidrio sobre las cuales había finísimas películas de carne cancerosa por identificar: ¿hígado? ¿Pulmón? ¿Intestino? Norf vigilaba. Si por azar se detenía ante una laminita interesante, ocupaba el sitio del estudiante y se absorbía en la observación y se olvidaba del examen y de la hora que era. De todos los rincones se oían entonces apremiantes S. O. S. y llamamientos a media voz:
—¡Vanneau! ¡Vanneau! ¡Pst! Por aquí.
Vanneau pasaba, echaba una ojeada y susurraba dos palabras:
—Sarcoma del hígado… Tumor cerebral…
A la salida, algún estudiante la daba veinte francos.
También trabajaba para los médicos. Proporcionó generosamente un camino a Michel, a quien sabía pobre. No pocos médicos iban a ver a Vanneau, al laboratorio de Norf, llevándole un pedazo de carne humana.
—Ya me dirá usted, Vanneau, si esto presenta caracteres de cáncer.
Cada respuesta le valía a Vanneau cincuenta francos. También el médico salía ganando, pues los laboratorios hacían pagar ciento cincuenta francos. Gracias a Tillery, Michel efectuaba de vez en cuando trabajos de este género. Además, cuando no estaba muy seguro de su diagnóstico no se avergonzaba de llamar al viejo criado y decirle:
—Dígame, Vanneau ¿qué opina usted de esto?
Vanneau se inclinaba sobre el microscopio, escudriñaba por espacio de cinco minutos y respondía:
—Recuerdo, señor Michel, que el otro día en un caso semejante el señor Norf habló de cáncer…
Por lo tanto, no era Vanneau sino Norf quien daba lecciones a Michel. Vanneau hablaba siempre con gran circunspección.
También Norf conocía a Vanneau. En los casos difíciles, tras una larga e infructuosa observación que le fatigaba la vista, dejaba la pieza bajo el microscopio. Entonces, Vanneau no se apartaba del aparato, echaba una ojeada al ocular, se iba a dar un escobazo y volvía a asomarse al microscopio…
Luego Norf llamaba a su viejo criado y le dictaba su informe:
—Escriba, Vanneau: «No habiendo encontrado ningún indicio cierto de la existencia de un tumor…».
Al llegar a este punto, Vanneau cesaba de escribir y pretextaba sentir una aguda picazón en la tibia.
—A propósito, señor —decía, mientras se rascaba—, ¿se ha fijado usted en aquel ángulo de la izquierda…? Me pareció ver algo… ¡Claro es que yo soy un profano en estas cosas!
Norf se iba al microscopio, maniobraba la platina y escudriñaba hacia la izquierda. Luego murmuraba:
—Sí, sí… puede ser.
Levantábase y decía simplemente:
—Escriba, Vanneau: «En el caso presente se trata de un tumor que presenta las siguientes características…».
Como todos los de Francia, el laboratorio de anatomía patológica recibía del Estado veinte mil francos al año. Con esa cantidad, Norf tenía que pagar las facturas de luz, gas, carbón y el abono telefónico. Le quedaban diez mil francos para adquirir los instrumentos de trabajo, los productos químicos, los animales y la alimentación de los mismos. ¡Y un ratón costaba cinco francos! Las cosas habían llegado a tal punto que Norf carecía de ratones y de ratas para sus experimentos y se pasaba las veladas instalando cepos en los inmensos graneros que se extendían en torno a su dominio con el propósito de reconstruir su ganado. De todos modos, no se quejaba. Pertenecía a esa generación de nuestros viejos sabios que están ya habituados a la miseria. Vanneau citaba simplemente a Michel otros casos: el ejemplo del profesor Gley, presidente de la Academia de Medicina, que en año 1910 descubrió el gran remedio de la diabetes, la insulina. Le faltaban treinta perros para proseguir sus experimentos, pero Gley no poseía más que tres, por lo que más tarde, después de la muerte de decenas de millares de diabéticos, nos llegó la insulina como un descubrimiento americano: la Universidad de Toronto (Canadá), no estimando excesivas las pretensiones de sus sabios, les había concedido los treinta perros que les permitieron preparar la insulina[48].
Norf carecía de personal. Sólo había podido adiestrar a Vanneau. También Michel le ayudaba, pero éste, en cuanto recibiera la investidura de doctor, lo abandonaría. Norf se encontraría nuevamente solo, y reducido a contar con la colección de ayudantes benévolos. Quizá hubiera podido tener los créditos necesarios con que pagar a su ayudante. Sin embargo, hay que tener en cuenta que un jefe de laboratorio percibe veinte mil francos al año, un ayudante catorce mil y un ayudante auxiliar nueve mil, o sea tres mil menos que un enfermero. El solo enunciado de estas cifras ahuyentaba a los jóvenes. No faltaban algunas becas pero lo que sí faltaban eran los candidatos. Nuestra juventud se sentía atraída por el extranjero. En todas partes había laboratorios, talleres y centros de investigación excelentemente equipados. Y se ofrecía a nuestros sabios honorarios fastuosos. Hasta el punto de que una parte de la selección más capacitada del país desertaba de una patria ingrata y se marchaba a donde le brindaran la fortuna y la consideración.
Norf no se quejaba nunca. Todas esas miserias no hacían mella en él. Cuando aplicaba el ojo al objetivo del microscopio se olvidaba de todo. Pero la señora Norf, cuando Michel y Evelyne iban a veces a verla, se mostraba decepcionada. Era ella quien cuidaba de la casa y quien preveía el porvenir, que imaginaba sombrío. No tardaría Norf en ser jubilado, y, declarado brutalmente demasiado viejo por el Reglamento, no tendría ya derecho a poner los pies en el laboratorio. Nadie se preocuparía de su vigor, de su salud a toda prueba, de sus trabajos en curso ni de sus treinta años de investigación que estaban a punto de dar sus frutos. Norf procuraba no pensar en su jubilación. Automática y perentoria como la guillotina. Se hubiera vuelto loco. Lo peor era que al mismo tiempo sólo percibía un retiro de veinticinco mil francos. ¿Cómo vivir con esto en París? Tendría que abandonar el viejo aposento, vender los libros e ir a enterrarse en un villorrio cualquiera donde se moriría de inanición cerebral. En muchos otros países el profesor percibe hasta su muerte la totalidad de sus honorarios, y, ha merecido el título de «profesor emérito», conserva el disfrute de su laboratorio. En nuestro país, nada al parecer, somos demasiado pobres para un lujo semejante. Hay que creer que un país que carece ya de la ciencia y de la inteligencia se muestra pronto incapaz de este culto.
Louise Norf, la vieja compañera del anciano profesor, cuando iba al laboratorio en busca del pobretón de su marido, dócil y distraído como un chiquillo, hablaba únicamente a Michel de ese porvenir, de esas preocupaciones y de esa mediocridad de una gran existencia asfixiada. Ante Norf, Louise guardaba silencio y no profería una sola palabra acerca de sus inquietudes. Hacía economías, remendaba ella misma la ropa y procuraba reducir las horas de trabajo de la mujer de la limpieza. Y de cuando en cuando daba dos mil francos a Norf:
—¡Toma! Para comprarte ese aparato de microfotografía…
Con la inconsciencia y la avidez un poco crueles de un niño, Norf cogía el dinero, farfullaba unas palabras de agradecimiento y corría a casa de su proveedor de instrumentos de precisión.