Capítulo III

Aquella noche, después de cenar, Olivier Guerran se encerró en su gabinete, no tanto para trabajar como para aislarse un poco hojeando algunos libros. Julienne, su mujer, pasó la tarde en un salón de belleza, con la cabeza metida en un casco metálico, y como siempre que se hacía ondular, llegó con los nervios exasperados y predispuesta a armar camorra. Durante la cena la atmósfera fue, una vez más tempestuosa. Inmediatamente después del postre, su hijo Charles y la mujer de éste, Andrée, buscaron cobijo en su refugio habitual, el cine. En la espaciosa morada del primer piso sólo quedaron Micheline y su madre.

Guerran, retrepado en uno de los dos enormes «clubs» de cuero colocados a uno y otro lado de la chimenea del despacho, desdobló un ejemplar de Candide, y mientras leía los chismes de la Cámara abriose la puerta. Reconoció los pasos de Micheline.

—¿Eres tú, hija mía? —dijo sin volverse.

En aquellas horas Micheline solía ir a reunirse con su padre. Desde que hacía seis meses dejó Guerran de ser ministro, disfrutaba finalmente de unos momentos de ocio. El ministerio cayó por una jugarreta de las derechas, que se aprovecharon de una sesión matinal, un lunes en que se hallaban ausentes las nueve décimas partes de los diputados y las cuatro quintas partes de los ministros. Una taimada interpelación sobre un ascenso extemporáneo concedido a un alto funcionario, deparó el pretexto. El Gobierno quedó en minoría.

Guerran no se disgustó. Durante el año que había ocupado el ministerio había trabajado en demasiada y anhelaba una temporada de reposo. Su hígado le inquietaba. Sentía de vez en cuando agudos dolores en el costado derecho. Y, por otra parte, le convenía abrir nuevamente su bufete de abogado. Así, empuñaba periódicamente las riendas. Esto tranquilizaba a la clientela de su bufete, que sabía que Guerran se ocupaba personalmente de todos los asuntos. A demás, ninguno de sus secretarios, ni siquiera Legourdan, su brazo derecho, era de talla suficiente para gobernar diestramente la nave. En cuanto a su hijo Charles, aunque se las daba de gran abogado, Guerran no veía en él las condiciones requeridas para que le sucediera con éxito en el bufete.

Pese a su apasionamiento por la política, el ministro se daba cuenta de que lo esencial, lo que en modo alguno había de descuidar, era el ejercicio de su profesión de abogado. Cuando regresó su padre, no le hizo mucha gracia a Charles verse desposeído de los importantes asuntos que tenía entre manos.

Más Olivier Guerran no gustaba de contemporizaciones cuando era necesario y Charles tuvo que someterse a la voluntad de su padre. El presupuesto de su casa dependía únicamente de los crecidos honorarios que le asignaba Guerran.

—Quisiera hablarte, papá —dijo Micheline.

Guerran se volvió sorprendido. El tono de Micheline era grave. El exministro dejó el periódico.

—Te escucho, hija mía. Ven a sentarte.

Micheline se sentó sobre las rodillas de Olivier y le rodeó el cuello con el brazo.

—Siempre me has recomendado que debía ser franca contigo y decírtelo todo…

El rostro de Guerran se ensombreció. Apoderose de él cierto temor. ¿Qué iba a confesarle su hija?

La franqueza de un hijo es a veces dolorosa. ¡Cuán fácil es, en cambio la solución cobarde, el mutuo silencio que permite a los padres ignorar las tentaciones y al debilidades de la juventud! Sin embargo, no le faltaba valor a Guerran para aquellas cosas. Siempre había querido que su hija fuera para él un cristal. Quedaba por saber el precio de esta transparencia.

—Nada debes ocultarme, Micheline —dijo disimulando su inquietud—. Aunque sea una cosa grave.

—Es que… es difícil.

—¿Delicado?

—Un poco… dijo Micheline sonrojándose.

Guerran lamentó una vez más no ser la madre, la madre. ¡Cuanto más fácil le hubiera sido a Micheline hacer aquella confidencia a su madre! Dio un suspiro. Realizó por enésima vez un inmenso esfuerzo de afecto, de conquista, para tranquilizar a Micheline, para sustituir a la madre, para lograr, a fuerza de ternura, merecer la confianza, la entrega total del alma de su hija.

—Micheline —dijo cogiendo la mano de su hija entre las suyas—, yo soy tu papá, tu viejo papá, tu camarada, tu compañero… Sólo me tienes a mí… Casi podría decirte que soy al mismo tiempo tu madre… ¿En quién confiarte si no tienes fe en mi? ¿No estás segura de mi cariño?

—¡Oh, sí! —exclamó Micheline.

—Y yo te quiero mucho más de lo que te figuras, hija mía. Lo bastante para oírlo todo y comprenderlo todo. Yo he vivido mucho, ya soy viejo, conozco la vida. He tenido mis debilidades… Aunque hubieras obra mal…

—¡Oh, no! —dijo Micheline.

—¿Qué puedes temer, entonces? ¿Acaso te cuesta decirlo? ¡Bah! Te he contado de mí muchas cosas embarazosas. ¡Más de veinte veces me he confesado a ti!

Congratulábase en aquel momento de las debilidades y pequeñeces confesadas a Micheline, de la sinceridad hacia ella que instintivamente juzgó necesaria si quería ganarla para sí. Por intuición, y sin explicarse por qué, había adivinado que sólo se conquista cuando uno da. Y sintiose impelido a veces a pequeñas y penosas confidencias contando sus primeras decepciones juveniles, sus dudas, sus errores; y cómo la soledad moral, la falta de consejos y de guía le habían, en el fondo y a pesar de las apariencias, hecho fracasar en la vida. Pero ahora se sentía contento de haber tenido la valentía de mostrarse a su hija tal como era.

—Ya lo sé —dijo Micheline—. Te aseguro que no se trata de nada grave, de nada malo. Simplemente me parece…, me parece que hay alguien…, que hay alguien que me interesa… Eso es todo.

Micheline se puso encarnada como una cereza, inició una forzada sonrisa y acabó por apoyar su enmarañada cabeza rubia en el cuello de su padre y echarse a llorar.

—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Guerran, aliviado—. ¿Quién es él? Dime su nombre. ¿No te atreves? ¿Tengo que ayudarte? ¿Alguien de aquí? ¿De mi gabinete? ¿No? ¿Quién suele visitarnos…? ¿Tampoco? ¿A quién has visto durante las vacaciones? ¡Ah, ya caigo, Robert Bussy!

Micheline, con el rostro oculto en el cuello de su padre, movió dos o tres veces la cabeza en señala afirmativa.

—Por fin te has explicado —dijo Guerran—. Es un muchacho simpático. Buena familia y brillante situación… Más tarde será notario, como su padre… A mí me agradaría. ¿Te ha dicho ya algo?

—No… Sí… Casi nada… Quería hablar de ello a su familia… Pero primero le exigió que tú lo supieras todo…

—Hija mía —dijo Guerran, radiante, besando a Micheline—. Estoy contento, muy contento. Vamos a hacer las cosas ordenadamente… En primer lugar, sería conveniente que hablases a tu madre…

—Oh, eso no me preocupa —dijo Micheline—. Se lo diré tranquilamente.

—Está bien. Ella no debe ni siquiera sospechar nuestras pequeñas complicaciones. Esto la molestaría. Además, hay otras cosas a tener en cuenta. Tú tienes apenas dieciocho años. Y ese muchacho no es mucho mayor que tú. Hay de por medio el servicio militar… porque supongo que todavía no lo habrá cumplido.

—No.

—Me gustaría que antes de casarse estuviera ya licenciado. Porque un noviazgo interminable… En fin, ya arreglaremos esto.

Dos meses después, el notario Bussy celebraba en la intimidad, de una manera discreta, el noviazgo de su hijo con Micheline Guerran. Las dos familias convinieron que durante el primer año del noviazgo de os dos muchachos éstos se verían poco, y acordaron celebrar la boda dos años después. A la comida para festejar el noviazgo asistieron los Géraudin. Y a los postres, Géraudin obsequió a Micheline con un brazalete de oro con dibujos griegos valorado en catorce mil francos.

Una vez más, el ministro Guerran acababa de prestar un gran servicio a Géraudin. Dio carpetazo al decreto fijando en sesenta y siete años la edad de la jubilación de los cirujanos de los hospitales. La tempestad que se cernía sobre el futuro de Géraudin se disipó por completo.

Desde hacía ocho días, Belladan, el doctor Belladan, como se le llamaba desde que se había establecido, preparaba cuidadosamente a uno de sus enfermitos, una niña de diez años, para una ablación de las amígdalas. Reposo, régimen ligero, laxantes suaves… La chiquilla tenía que se intervenida por Géraudin.

Belladan, que se había establecido en el mismo barrio de Angers, donde Tillery logró afianzarse antes de su marcha a París, iba decayendo cada vez más. Ajuicio de los que le conocieron en la Facultad era éste un fenómeno inexplicable. De un saber poco común, diagnosticaba exactamente y estaba dotado de una gran prudencia y de una notable destreza en lo tocante a al cirugía. Era indudablemente un excelente médico. Y, no obstante, a pesar de todas estas cualidades, no hacía sino vegetar. Carecía de ese no sé qué que crea la cordialidad, la confianza y la entrega mutua entre el enfermo y el médico. Quizá estuvo demasiado tiempo practicando en el hospital y en el laboratorio. Tal vez se había olvidado un poco de que también el factor humano entra en juego y que no trataba con máquinas ni con seres irracionales. Conocía poco a los obreros. Tenía una manera distante, científica, abstracta, de auscultar a sus enfermos. A su juicio, había ante todo en ellos un problema a resolver para cuyo estudio no eran necesarias ni las simpatía ni la penetración en lo más íntimo del alma, tanto más cuanto que, procedente del campo burgués, consideraba un poco a los hombres del pueblo como seres bastante elementales a los que se tenía que devolver la salud sin que mediara para ello ninguna explicación. No cabía duda de que las gentes humildes, aunque de una manera vaga, se daban cuenta de ellos. Pues Tillery, con sus incertidumbres y vacilaciones pero también con su simpatía, su apasionamiento, su franqueza, su ternura impulsiva y a un tiempo inconsciente para aquellas propias gentes, triunfaba por segunda vez labrándose una nueva situación en un barrio obrero de París, mientras que en Angers, Belladan pedía cada mes a sus padres cuatro o cinco billetes de a mil. No le desagradaba, pues, aquella intervención que le reportaría un porcentaje apreciable, sin contar con una provechosa propaganda cerca de la clientela rica de su barrio. Además, la chiquilla, que era muy cariñosa, sólo quería dejarse cuidar por Belladan, hasta el punto de que el joven médico mostró por la pequeña paciente un interés y un afecto poco habituales en él.

La intervención había sido señalada para el siguiente jueves. En la mañana de aquel día, Géraudin llegó a París en automóvil en compañía de Valérie. Ésta, tras una breve estancia en La Baule al lado de su hijo idiota, y con el pretexto de sentirse fatigada, fue a cuidarse y descansar en París. Desde la capital, el miércoles por la mañana telefoneó a Louis, el chofer, para que la fuera a buscar urgentemente. Le dolía el estómago y se sentía cada ve peor.

Al llegar al Ritz, Géraudin encontró a su mujer en el salón de té, donde con un vestido de falda corta se entregaba, a pesar de su estómago, a las contorsiones de un endiablado «fox». Dijo que se encontraba un poco mejor. El que iba mal era Kiki, el huraño y lagañoso pequinés cuyo hocico y orejas apestaban y que Valérie llevaba siempre debajo del brazo. Ésta quiso que su marido examinara en seguida a Kiki y que regresaran inmediatamente a Angers. Tras una larga disputa, Géraudin se resignó a auscultar a Kiki y prescribió unos supositorios, en cuya busca salió apresuradamente un mozo, y que Louis administró.

El jueves por la mañana llegaron en automóvil a Angers; Valérie, como de costumbre, en el asiento delantero al lado del chofer, y Géraudin detrás con las maletas. Valérie cuidaba su estómago comiéndose una libra de trufas heladas y cerezas con kirsch. Hundido en el fondo del coche, Géraudin recibía a cada viraje una maleta en la cabeza. Acabó por refunfuñar, protestar y deshacerse en improperios. Louis tuvo que detener el automóvil. Tras una breve y áspera discusión en la carretera, Géraudin declaró:

—Entonces, siéntate en mi sitio. Ya verás.

—Lo haré —exclamó Valérie.

Pero apenas habían andado tres kilómetros, Valérie comenzó a chillar y vomitar las cerezas a través de la portezuela. Géraudin, compungido, desolado, consternado, pidió perdón, consoló a su mujer, se trató a sí mismo de buitre, la llamó «mi pobre Riri» y se sentó nuevamente detrás con las maletas.

Llegaron a Angers a mediodía. Después de almorzar se presentó el veterinario para examinar a Kiki en presencia del exasperado Géraudin. Luego Valérie reclamó el Panhard y a Louis para ir a confesarse.

Permaneció largo tiempo en la iglesia, sin que Louis se lamentara de ello. Después de esta clase de visitas, la señora solía mostrarse amable. La desdichada había lo que podía. Al salir dijo a Louis que la condujese a la sucursal del Printemps. Durante el trayecto no abrió la boca, lo que no dejaba de ser meritorio. Al apearse del vehículo dijo, como de costumbre:

—Venga usted a recogerme, Louis…

Porque una vez en el establecimiento, Valérie se olvidaba del tiempo. Louis esperó una media hora y luego entró en el Printemps. Encontró a su ama en la sección de corsés y la acompañó, al parecer disgustada, hasta el Panhard. Desde Printemps se dirigieron al Boka, donde Valérie desapareció. Al cabo de una hora, Louis la buscó afanosamente de un mostrador a otro. Recorrió entonces el enorme almacén repitiendo continuamente:

—¡Madame! ¡Madame!

Haciendo caso omiso de las solicitudes de las vendedoras descubrió finalmente a Valérie en la sección de medias de seda. Ésta comenzó a disputar y se negó a seguir al chofer. Pero Louis no se amilanó y amenazó a su ama con regresar solo. Entonces, furiosa y humillada, Valérie siguió a Louis.

Sin saber por qué, le tenía miedo. Y para que su chofer la perdonara le compró en la sección para caballeros unos calzoncillos a rayas.

Durante el trayecto no cesó de mortificar a Louis.

—¿Qué va a decir el señor? Llegaremos muy tarde. Louis, diga usted que ha tenido un pinchazo.

—¡Y sale usted de confesarse! —dijo Louis, indignado—. ¿Qué solución es esta?

—No seré yo quien mentirá, sino usted.

—Lo dudo —afirmó Louis con su aplastante lógica.

—Es verdad… Es verdad que hoy no puedo mentir.

Hizo detener a Louis en la pescadería donde compró un lenguado para ella, una caballa para el señor y bacalao para la servidumbre, a la que alimentaba deficientemente. La carne para las sirvientas la compraba Louis todas las mañanas a escondidas de la señora y de acuerdo con Géraudin. Luego Géraudin pagaba secretamente al carnicero. Valérie llegó a su casa después de las cinco, con exasperación de Géraudin. Hacía mucho tiempo sin duda que Belladan esperaba en la clínica.

Louis condujo a su patrón a toda marcha. Géraudin tenía que practicar cuatro intervenciones.

La primera era un profundo ántrax en la nuca que tenía que vaciarse con el bisturí eléctrico. Fue un trabajo delicado. Tratábase de un individuo de sesenta y dos años, cianótico, de labios azulados, corazón débil y que presentaba síntomas de una septicemia inminente. Dos síncopes bajo los efectos del cloroformo. Al terminar, Géraudin se sintió sofocado. Luego le tocó el turno a lo más complicado: una úlcera de estómago. Géraudin era uno de los pocos cirujanos que la operaban realmente. Muchos de ellos se limitaban a acoplar el estómago al intestino, con lo que el píloro queda aislado. En cambio, Géraudin extirpaba verdaderamente la úlcera. El médico que había acompañado al enfermo estaba presente y deseba ver la operación. Géraudin quiso mostrarse brillante. Y trabajó con una deslumbrante sencillez. Al terminar le dolía un poco la nuca.

No queda sino una apendicitis y una amigdalectomía. A Géraudin le acució súbitamente un irresistible deseo de fumar un cigarrillo o tomarse una copa de coñac o un café. Pero mientras se lavaba las manos con alcohol, le trajeron al enfermo siguiente: un caso de extirpación de apéndice.

La intervención fue laboriosa. No había manera de localizar el apéndice. Y ello, con la presencia vigilante del médico de cabecera a quien era preciso no sólo convencer sino despertar admiración. Así, cada intervención de Géraudin constituía para él una especie de agobiador examen, una doble batalla contra la muerte y contra el médico que le veía actuar. Géraudin se impacientaba. ¿Dónde diablos se había escondido ese apéndice? Le ardían las orejas. ¡Y aquellas punzadas en la nuca! Cuando terminó estaba descontento de sí mismo, nervioso y de mal humor. Regañó a la jefa de las enfermeras y a Louis quien, a su juicio, no había suministrado bien el cloroformo. Y pensó que haría muy santamente en dar por terminado aquel día su trabajo.

Pero aún quedaba aquella chiquilla que había traído Belladan para la extirpación de las amígdalas.

La pequeña paciente estaba ya dispuesta y esperaba. No ignoraba Géraudin las angustias de tales momentos. Quiso intervenirla en seguida, no dejarlo para el día siguiente. Además, por una cuestión de orgullo, no quería Géraudin dar muestras de cansancio. Hubiera sido su primer retroceso, la primera vez que hubiese confesado haber envejecido. Y, de una manera inconsciente, se negaba a ello.

Hacía ya más de una hora que Belladan trataba de distraer a la enferma y abreviar la insoportable espera. Tratábase de una niña de diez años. Estaba allí con sus padres, los tres con el corazón oprimido.

Finalmente, Belladan pasó con la chiquilla a la sala de operaciones. Los padres esperaron en el pasillo. Cuando la niña estuvo tendida, Louis le administró la anestesia. Fue necesaria una dosis enorme, porque la niña era muy nerviosa. Además, estas operaciones cercanas al cerebro exigen siempre una mayor cantidad de anestesia. La operación transcurrió muy bien. Géraudin escarbó con la espátula el fondo de la garganta y limpió el cavum[46] ensangrentado. Cada vez le dolía más la nuca. Una humedad desagradable le cubría la frente. Sintiose ligeramente mareado. Pero ya todo estaba terminado.

—¡Perfecto! —exclamó Belladan—. ¡Perfecto!

Géraudin dejó las cucharillas, y acompañando a Belladan, se alejó, aliviado ya, para lavarse las manos.

—¡Señor! ¡Señor!

Era Louis quien le llamaba. Seguía sosteniendo al cabeza de la niña.

—¡Se está muriendo!

Belladan y Géraudin corrieron hacia la mesa de operaciones. La niña había dejado de respirar.

—Respiración artificial —dijo Belladan.

Y desabrochó rápidamente los vestidos de la niña

—Sí… sí… —asintió Géraudin.

—Vamos, pronto. Yo la desnudo.

—Unas pinzas… unas pinzas… —dijo Géraudin.

—Respiración artificial… respiración artificial…

—¡Pronto! —dijo Belladan acabando de cortar el corsé de la pequeña.

Géraudin introdujo las pinzas en la boca de la niña, agarró la mejilla en lugar de la lengua y estiró.

«¡Está loco!», pensó Belladan.

Miró al «patrón». Géraudin, lívido, todo el cuerpo empapado en sudor, temblaba como un azogado y se enjugaba la frente. Sin un instante de vacilación, Belladan cogió las pinzas de manos de Géraudin, las introdujo en la boca de la criatura y estiró la lengua. Géraudin, desatinado, sostenía con sus manos la colgante cabecita. Le temblaban las manos y tenía las sienes bañadas en sudor.

«¡Y los padres en el pasillo!», pensaba Belladan desesperándose.

En aquel momento la lengua escapó a la presión de las pinzas. La niña dejó escapar un hipo y respiró.

Géraudin y Belladan se irguieron. Géraudin estaba muy pálido y le temblaban ligeramente lo labios.

Nadie de cuantos había a su alrededor había notado nada.

«Un mareo —pensaba Géraudin mientras Louis le conducía a su casa—. Simplemente me he mareado un poco. Esto suele ocurrir y es una cosa accidental…».

Estaba aún sofocado. Le dolía la nuca. Oprimido entre su pulgar y su índice, el lóbulo de su oreja ardía.

Trataba de tranquilizarse. Pero el incidente suscitó en él una sorda inquietud que no logró disipar completamente.

Al entrar en su casa encontró a un veterinario a quien se llamó por dos veces aquella misma tarde para atender a Kiki. Ordenose a Louis que fuera a buscar, con el automóvil, un tarro de yogurt para el pequinés, y la cocinera tuvo que dejarlo todo para condimentar pasteles con huevo. La cena fue deplorable. Géraudin, exasperado, comenzó a discutir. Valérie deshecha en llanto, fue a acostarse.

Desde el cuarto de baño, Géraudin oía a su mujer confesar desde la cama a Louis sus cuitas y las crueldades del señor. Gimoteaba y decía al chofer que se acercara más a ella, junto a la almohada, con una inconsciencia y una puerilidad de una niña de diez años. Luego Louis bajó al salón donde había de velar el sueño de Kiki durante toda la noche.

Antes de irse a su cuarto, Géraudin fue a ver a Louis para darle un paquete de tabaco y una botella de vino.

—¿No está cansado, Louis? —dijo.

—No, señor.

—Mañana por la mañana tendrá usted cincuenta francos.

—Gracias, señor. Es igual. Hay que tener paciencia, ¿no le parece a usted?

Louis hablaba a su amo con una gran franqueza.

—¡También yo tengo que soportarla! —dijo Géraudin.

—Sí, pero yo no estoy casado con ella.

—Exacto —reconoció Géraudin.

—¿Sabe usted o que le hace falta a la señora?

—Pues… no…

—La miseria, una docena de chiquillos y una buena zurribanda de cuando en cuando.

—Es posible —confesó Géraudin—. Con todo, Louis, no deja de poseer cualidades: es honrada…

—Quizá valiera más ser cornudo de vez en cuando…

—¡Louis!

Géraudin subió a acostarse. Louis se instaló en un canapé, a la cabecera de Kiki. Sobre la mesa había pasteles y el tarro de yogurt que Kiki había desdeñado. Al día siguiente, por la mañana, la señora diría:

—Louis, llévese a su casa este yogurt y estos pasteles. Kiki ya no quiere más. Déselos a su chiquillo.

Pues Louis tenía tres hijos, el menor de los cuales, un niño, padecía de osteomielitis. Cuando era necesaria una intervención, Géraudin le practicaba un raspado en el hueso de la tibia sin percibir un céntimo. Louis contemplaba a Kiki, pensando en la noche en blanco que aquel perro le costaba. El animal, con los ojos cerrados y el hocico seco, sufría y resoplaba penosamente. Por un momento Louis pensó en estrangularlo, pero luego se apiadó del animal y sacrificó por él toda la noche.

A comienzos de la primavera de aquel año cedió la aorta del viejo Donat. Hacía años que el grupito de logreros que existe en todas las Facultades estaba al acecho de su estado de salud. Sabíase que la aortitis era «buena» y que podría sobrevivir largo tiempo por poco que Donat anduviera con cuidado.

Pero desde hacía algunos meses había cambiado de cocinera. Esto ocasionó su pérdida: comidas excesivamente copiosas y demasiado rociadas precipitaron la evolución del mal. Una tarde, al salir del hospital, dio de narices en el suelo y quedó muerto en la acera.

En torno a su sucesión sobrevino una áspera lucha. Desde hacía algún tiempo Donat era titular de la cátedra de cirugía infantil. Una vez más los agregados asaltaron el despacho de Gigon: Bourland, Huot, Van der Blieck… El mejor situado era Bourland. Operaba con verdadera destreza. Desde hacía ocho años profesaba sin cátedra, y sus opiniones eran muy tenidas en cuenta. Todo el mundo dictaminaba que era llegado el momento de que ascendiera un escalón. Pero Heubel sentía antipatía por Bourland y se opuso a ello. Bourland había practicado varias intervenciones en la ciudad a costa de la clientela de Heubel. Si llegara a ser profesor titular sería un rival peligroso. Heubel le hacía operar lejos de los estudiantes, casi a escondidas, para que nadie pudiera apreciar su virtuosismo. Descartado Bourland, sólo quedaban Van der Blieck y Huot. Sin embargo, Vallorge poseía títulos equivalentes, y ninguno de aquéllos estaba especialmente designado para la cirugía infantil. Huot y Van der Blieck estaban especializados en ginecología, mientras que Vallorge se dedicaba a medicina general. No obstante, en aquel momento se comprendió la sapiencia de Vallorge, esa previsión que le había impulsado a acumular títulos y funciones absorbentes y mal pagadas: jefe del laboratorio municipal, médico del servicio de higiene, médico de las escuelas, médico de la Asistencia pública… Todo ello destacaba a Vallorge otorgándole una autoridad y un prestigio indiscutibles. Nada podía objetársele porque poseía «títulos». Por otra parte, Huot, el más peligroso rival de Vallorge, cometía el error de hacer política y emitir opiniones atrevidas. En cambio, Vallorge había procurado siempre permanecer en la sombra, inscribiéndose simplemente en el partido de Guerran, lo menos que podía hacer para granjearse el favor del Consejo municipal, y de la Comisión de Casas de Beneficencia de Mainebourg. Así que para eliminar a Bourland se eligió a Vallorge en lugar de van der Blieck y de Huot. A fines de año era ya titular de la cátedra de cirugía infantil. Ello le produjo una gran alegría y también cierta inquietud.

Hasta entonces apenas había manejado el bisturí; pero contaba con su jefe de clínica y se proponía obrar con gran prudencia. Todo iba viento en popa en casa de los Vallorge. Por las Navidades de 1932 Mariette, rebosante de gozo, les anunció que se hallaba encinta.