Capítulo II

Después de haber visto en Saint-Cyr a su hermano y a Evelyne, Mariette regresó a Angers y volvió a encontrar con satisfacción sus palomos, sus flores y su viejo gallo Titi. Estaba contenta de su viaje. Una vez más cumplió su misión, reemplazó a la madre muerta y llevó consigo la ternura el apoyo y el amor.

Dejó dinero y prometió su ayuda. Pero la noticia que tenía que dar a su padre la preocupaba y la inquietaba. Sin embargo, se resignó a ella al tercer día de su regreso. Se lo dijo una noche, después de cenar, cuando Jean Doutreval la interrogó sobre la vida que Michel llevaba.

—Yo creo que saldrá adelante —dijo—. No se trata sino de una cuestión de dinero. Lo más costoso son los gastos del sanatorio para su mujer…

Doutreval tuvo un sobresalto y miró a Mariette.

—¿Su mujer?

—Sí…

—Todavía no, supongo…

—Pero, me pareció habértelo dicho…

—¿Se ha casado? —sí, en Amiens… En cuanto se marchó de aquí.

—Ah, está bien… —dijo Doutreval.

No terminó de cenar. Dejó la servilleta sobre la mesa y fue a encerrarse en el laboratorio.

Hasta aquel momento había esperado siempre el retorno de su hijo. No podía creer en aquella ruptura. Aguardaba una carta de Michel para enviarle su perdón y abrirle los brazos. Pero ahora esta idea le exasperaba.

—¡Imbécil! ¡Imbécil! —exclamó.

Supo que Mariette había ido a verle. Ésta había sido incapaz de engañarle. A las pequeñas economías de su hija, había añadido algunos billetes para Michel. Pero en aquel momento todas aquellas debilidades humillaban su orgullo y le enfurecían contra sí mismo. Ahora todo había terminado. El pasado había dejado de existir; ya no tenía hijo. ¡Casado! Con aquella enferma, aquella criatura carente de personalidad, a quien prefería antes que a un padre, a veinte años de abnegación, de amor, de innumerables y constantes ternuras.

«¡Está bien! —se dijo Doutreval—. A partir de hoy he dejado de tener hijo».

A fines de aquel año Mariette se unió en matrimonio con Ludovic Vallorge. Fue a vivir en la casa de al lado, que Doutreval alquiló y acondicionó para ella. Fabienne había terminado sus estudios y la Facultad dejó ya de interesarle. Ingresó en L’Egalité para cursar allí la carrera de enfermera. No le desagradó a Doutreval la decisión tomada por su hija menor. Pronto necesitaría de sus servicios, pues soñaba con instalar un gran centro de curarización del que asumiría la dirección y en el que Fabienne sería su brazo derecho. No obstante, aquella nueva salida acabó por despoblar la vieja morada.

Doutreval conoció la soledad. Sólo le quedaba su amiga Jeanne Chavot. Pero también ésta tenía escasos momentos libres debido al absorbente trabajo que efectuaba en El progreso social. Por otra parte, sus vidas no estaban fundidas. Cada uno tenía su propio hogar y sólo se encontraban de vez en vez, por espacio de algunas horas, tácita convención acordada para mayor comodidad de los dos, pero que resultaba bastante penosa para Doutreval, precisamente en aquellas horas de soledad y lasitud en que le asaltan a uno irrecusables recuerdos. Dio cuenta a Jeanne de la marcha de Michel. Pero antes de sentirse con ánimos para informarle de lo más cruel y humillante —aquel matrimonio—, Doutreval esperó aún algunas semanas. Sentíase demasiado lastimado en su orgullo. En esto estriba la diferencia entre una amante y una esposa. Con aquélla sólo se comparten con gusto las alegrías.

Jeanne era buena y animosa. Aunque, quizá en lo más íntimo de su ser. Las mujeres excesivamente intelectualizadas pierden a veces una parte de su feminidad y de su corazón. En algunos momentos, a todas sus palabras sensatas, a todos su alentadores razonamientos, Doutreval hubiera preferido una lágrima, un beso compasivo y maternal…

Las tardes se le hacían interminables y más aún las noches, con esos inacabables insomnios en que todo se agravaba, se acentuaba y cobraba su mayor relieve: rabia, humillación, lamentaciones y también remordimientos de su juventud… Césarine, la joven sirvienta del restaurante de los estudiantes… Si duda le quería, era una muchacha de buen corazón y él sufrió mucho al dejarla. Y Dense, obrera de una fábrica… Murió en el hospital, de un accidente de trabajo… Fue un rudo golpe para Doutreval. Y Olga, Olga… Sólo en la cama, a Doutreval le ardían las mejillas al pensar en ella.

Una mujer pública. Se enamoró de ella como un loco… ¡Juventud! ¡Juventud! ¡Cuántas torturas morales había sufrido por ella entre los veinte y veintiún años! No cabe duda de que se habían amado, de que él había amado a Olga… Recordaba, con extraordinaria lucidez, todos los detalles de aquel miserable encadenamiento que duró algunos meses, y el día en que ella, haciéndose cargo de la situación, le había dicho:

«Vete. No vuelas más. Labraré tu desgracia. Te aborrezco». ¡Cuánto había él llorado, sollozado y suplicado! Si ella hubiera querido… ¿qué no hubiera hecho? ¿Qué no hacía a los veinte años cada uno de nosotros si el destino nos dejara libres? ¿Qué hubiese ocurrido si Dense no hubiera muerto? ¿Si no hubiese recibido nunca, estando en la fábrica, el golpe de una polea? ¿Qué habría sido de los dos?

En el fondo, quizá se creía un hombre fuerte porque la vida no había sido para él muy difícil. Pero ¿y si el azar hubiera dispuesto otra cosa?

Al recordar las desventuras de su pobre corazón de veinte años, Doutreval comprendió mejor a su hijo. Le invadía por momentos un sentimiento de piedad. Decíase, con sordo remordimiento, que, en el fondo, se quiere a los hijos más perfectos que uno mismo, que se es demasiado duro con ellos, que se tiene menos piedad de ellos que de sí mismo…

Para combatir aquellos largos insomnios sólo existía un remedio si no quería embrutecerse tomando gardenal[45]: el trabajo. Afortunadamente, Doutreval estaba sumido desde hacía meses en un mar de preocupaciones. Su comunicación a la Academia de medicina había despertado gran interés. En seguida la Prensa la comentó extensamente. Y se produjo desde los primeros momentos una oleada de cartas, una interminable cohorte de enfermos iluminados por la esperanza. Clientes, corredores, reporteros, periodistas, visitas o cartas de colegas, y consultas y preguntas de Institutos extranjeros hacían casi imposible la vida a Doutreval y a sus ayudantes.

En varias tribunas dio Doutreval conferencias explicativas de sus métodos. Estaba terminando febrilmente la redacción de un voluminoso libro en el que habían de figurar todos los documentos, estadísticas y fichas que no había podido incluir en su comunicación. Cada mes efectuaba una jira de cuatro o cinco días por el extranjero. Visitó Londres, Glasgow, Bruselas, Munich, Milán y Roma. Se disponía a salir para Madrid, Valencia y Barcelona. El inspector general del Servicio Sanitario de Marruecos le proponía una prueba en el asilo de Meknès. Si los resultados fueran satisfactorios se aplicaría el método a todo el territorio marroquí. Por último, Doutreval soñaba con abrir un Centro de su propiedad, donde mandaría y atendería gratuitamente a los pacientes y que consagraría definitivamente su autoridad y su éxito. Su ímprobo trabajo le absorbía por entero requiriendo de él todo su tiempo, sus energías y sus pensamientos. Llegó a olvidarse de Michel y a sentir mucho menos su soledad.

Para terminar su «curación» abandonó casi completamente su casa y se fue a vivir a la de Mariette y Ludovic Vallorge. Sólo se le veía por la suya cuando trabajaba en el laboratorio o en el despacho.

Comía, dormía y vivía, en suma, en casa de su hija. Mariette le acondicionó una habitación. En compañía de su hija y de su yerno, Doutreval se sintió más feliz.

Ludovic Vallorge era un marido excelente, trabajador y de carácter apacible. Su situación mejoraba de día en día. Era médico de los Lycées, de los hospitales y de la Casa de Beneficencia y jefe del laboratorio de los Servicios municipales de higiene. Los títulos que iba coleccionando constituían para él una continua propaganda. Encargado de las clases en la Facultad se granjeó una cierta popularidad entre los jóvenes futuros médicos. Prudente, sagaz, diplomático, supo ganarse la amistad del secretario Gigon, de Heubel, Donat, Géraudin y los grandes «patronos» y esperaba, a no tardar, ocupar una cátedra. Poco tiempo antes se había inscrito en el partido político de Guerran para poder lucir, como todo el mundo, la cruz de la Legión de Honor.

Lo curioso en Ludovic Vallorge era que a pesar de todos sus cálculos y especulaciones este logrero era un hombre concienzudo y trabajador. Nos e alcanza el éxito y no se logra una clientela fiel, sobre todo entre los humildes y los pobres, sin mucho trabajo, comprensión y corazón. Sin dejar a un lado las maniobras de pasillo y las combinaciones políticas de la Facultad, Vallorge se afanaba seriamente en su trabajo. La sala del hospital que corría a su cargo estaba todas las mañanas llena de visitas. Jamás cortaba por la noche el cordón de su campanilla. Podía llamársele a medianoche para asistir a una fiesta a casa de los Heubel o para atender a un enfermo de la Asistencia pública afectado de cólico. Vallorge dejaba a Mariette con unas palabras de excusa, se ponía el abrigo, subía al automóvil cubierto de nieve, y por tres francos con sesenta céntimos, que le pagaría o no el municipio, pasaba el resto de la noche a al cabecera del enfermo, sin un gesto de irritación o de mal humor.

Su salud, su tranquilidad y su equilibrio de ánimo eran magníficos. Sabía siempre tomarse el lado bueno de la vida. Un estómago robusto y un sueño de chiquillo le permitían gozar de muchas cosas. Y disfrutaba de ellas sin extralimitarse. El matrimonio tenía señalado un día de recibo una ve al mes y celebraban el fin de semana desde el sábado hasta el lunes. En invierno iban dos o tres veces a practicar el esquí en Auvernia. Entretanto, Mariette se trasladaba a París para ver a Michel y a Evelyne y llevarles alguna ayuda. Abrigaba la esperanza de reconciliar a su padre con su hermano. Con la promesa de un hijo, sólo aquello le faltaba para sentirse completamente feliz.