Capítulo I

—¡No te preocupes! —dijo Evelyne—. Ve por tus cosas. Ya limpiaré yo entretanto.

Michel miró a su alrededor la habitación amueblada que acababan de alquilar detrás de la estación del Norte. Casados la víspera en Amiens, llegaron por la mañana a la capital.

La habitación, en el cuarto piso era baja de techo, sucia, el empapelado amarillento y el pavimento de madera grasienta con negras manchas de quemaduras en torno al Godin. Tenían para dormir una vieja cama de caoba con las junturas llenas de polvo de la carcoma. Cuando Michel abrió la ventana, el polvo espeso que se desprendió de las cortinas lo inundó todo en un instante. Afuera, extendíase una perspectiva de techos de cinc y humeantes chimeneas de palastro. En el inmueble de enfrente la mirada de Michel torpeza con otras habitaciones amuebladas y otras ventanas. Una mujer encendía la estufa iluminando el crepúsculo con una luz rojiza. En el cuarto de al lado, tres negros, sentados alrededor de una bujía encendida, iban vaciando botellas de vino. Más lejos, acodado en la barra de un bar, un sidi, negro aún del carbón de la fábrica donde trabajaba, interpretaba nostálgicamente aires de su país con una armónica. Y en la habitación de encima una muchacha enjabonaba ropa en un barreño colocado entre dos sillas.

Michel cerró la ventana, se rascó la pantorrilla asaetada ya por las pulgas, cogió el sombrero y dijo:

—Voy a ver si encuentro a Norf o a Tillery.

El profesor Norf, el padrino de la madre de Michel, no estaba en su laboratorio. No había vuelto a ver al viejo profesor desde que murió su madre, pero Michel contaba con su apoyo. Un poco defraudado, volvió a tomar el metro y se dirigió a la Bastilla para ir a ver a Tillery.

Encontró a su antiguo camarada en su casa. Tillery escuchó sin emoción la noticia del matrimonio de Michel.

—¡Acabarás tu Medicina en el Paname[41]! —dijo—. Se reúnen allí unos estudiantes amigos míos y en seguida estarás como en familia.

Luego dio a Michel noticias de sus amigos. Seteuil, que se había casado en el Norte, iba prosperando y efectuaba todos los meses un viaje de placer a París. También Santhanas, establecido en un pueblo normando, ganaba mucho dinero. No ejercía de farmacéutico. Santhanas se había establecido «pro-farmacéutico», despachaba las drogas que él mismo prescribía y no andaba remiso en la redacción de las recetas. Desde hacía dos meses se había establecido un farmacéutico en el pueblo vecino. Pero Santhanas le hacía la vida imposible impidiéndole toda venta, pues sólo recetaba a sus enfermos las especialidades cuyo monopolio se han reservado los médicos pro-farmacéuticos.

—¡Está muy contento! —dijo Tillery—. ¡Los empresarios de pompas fúnebres de Normandía deben de hacer su agosto!

—¿Y a ti? —preguntó Michel—. ¿Cómo te van las cosas?

—Muy bien. Clientela obrera, pero fiel. Claro que no pagan mucho, pero no se puede tener todo…

—Ya sé despabilarme —añadió con una sonrisa un poco forzada.

Luego hablaron de Evelyne y de su estado de salud.

—¡Tuberculosa! —dijo Tillery—. Ve a ver a Domberlé. Dirige un pabellón en el sanatorio de Saint-Cyr. ¡Un gran hombre! Tiene un sistema particular suyo que le da buenos resultados. Yo le mando mis enfermos difíciles, pero de buena voluntad. Ve a consultarle y procura hacer ingresar a tu mujer en su pabellón. Si no es demasiado tarde, la curará.

Hablaron después del matrimonio de Tillery y de su hogar.

—Un paraíso —declaró Tillery—. Evidentemente, he pasado mis momentos de apuros, pero a Dios gracias mi suegra posee un pequeño colmado. Su ayuda me fue muy valiosa en mis comienzos. Me fiaba las patatas y el café.

—¡Jamás hubiera creído que te casaras por dinero! —exclamó Michel en tono de chanza.

La señora Tillery entró en la estancia e interrumpió la conversación de los dos amigos. Era una mujer menuda y regordeta, frescachona y simpática, que se sonrojo como un tomate cuando Tillery, con tono enfático y presuntuoso, anunció que su mujer se encontraba en tal estado que podía esperarse la perpetuación del apellido Tillery gracias a un heredero que no había de tardar en venir al mundo.

—¡Y que se llamará Charles! —añadió.

—Con tal que no sea una chica —observó Michel.

—¡No será una chica! —afirmó Tillery con tal convicción y orgullo que Michel no tuvo nada que objetar.

La señora Tillery, Choute, como la llamara Tillery sin el menor pudor, porfió en que Michel se quedara a comer con ellos. Mostró la cesta de la compra y por entre las recetas, las pinzas, el Pachon y los estetoscopios, desparramó sobre la mesa del gabinete de su marido todas las provisiones que llevaba; huevos, espinacas cocidas, manzanas y queso.

—Y todo esto viene, naturalmente, de casa de mamá —dijo Tillery mordisqueando al mismo tiempo una manzana y un pedazo de queso—. ¡Es formidable! Y, además, nos invita todos los domingos a una piscolabis. Si fuera capaz de ruborizarme de algo, te aseguro que me avergonzaría. No obstante, dentro de cuatro o cinco años le compraré una casa de campo en Anjou, con una gran huerta. A cambio de todas las manzanas que me va dando. Bueno, por comenzar te quedas a comer con nosotros… ¡Cómo no! No hay no que valga.

Michel tuvo que defenderse con energía de Tillery y su mujer, explicar que Evelyne le estaba esperando y que se inquietaría mucho por su ausencia. La mujer de Tillery se empeñó entonces en que Michel se llevara al menos las manzanas para Evelyne, se apoderó indignada, y a costa de varios besos tercamente disputados, del pedazo de queso que tenía Tillery y se dirigió a la cocina. Tillery acompañó a Michel hasta el rellano de la escalera. En aquel momento llegó un cliente. Había que ver entonces el continente grave y el aplomo de Tillery, un poco sofocado aún de la lucha sostenida con Choute, al acompañar a su cliente a la sala de espera. Tras sus gruesas gafas guiñó el ojo a Michel, hizo un movimiento con la mano y cerró la puerta…

Michel se dirigió a su casa. Le conmovía y le satisfacía la felicidad de Tillery, pero cuando pensaba en sí miso le invadía en el fondo una especie de inexplicable melancolía. Sí, Tillery era dichoso. Tenía algunas deudas, pero gozaba de salud, de juventud, esperaba un hijo y se le presentaba un porvenir prometedor… Michel pensaba en su triste y sórdido cuartito y sentía, sin confesárselo, una vaga aprensión, algo así como una especie de congoja. Apartó sus pensamientos. Al abrir la puerta del cuarto, tuvo una agradable impresión: Evelyne había limpiado la estancia, descorrido las cortinas, encendido la lámpara de petróleo, rehecho la cama y remplazado con su manta de viaje el cobertor lleno de manchas sospechosas. Rumoreaba el fuego. Las manzanas cocinas triscaban en el horno esparciendo por el cuarto un agradable olor. Sobre la mesita exornada con una toalla extendida a guisa de mantel, había dos platos limpios y deslumbrantes bajo el círculo rojo de la lámpara. En la repisa de la chimenea estaba el retrato de Michel con un marco de cartón, adornado con unas cintas de seda, que Evelyne se había llevado del sanatorio. Todo era limpio, casi íntimo, casi alegre.

«Yo no hubiera pensado en todas estas cosas», se dijo Michel mirando el mantel, el cobertor de la cama y el marco en la repisa de la chimenea.

Por ello conoció la fuerza que puede dar la experiencia de la miseria. Y comenzó a admirar a Evelyne.

Al día siguiente fue a ver al profesor Norf. Al fondo de la Facultad de Medicina, al final de una serie de sucios pasillos, Michel desembocó en un patio cercado por una empalizada carcomida y bordeada de cochambrosos y pestilentes barracones en los que se amontonaban carbón, cajas viejas, conejera, gallineros, perreras y ratoneras. En el centro del patio había una enorme pila de detritus[42] coronada por una cama desvencijada a la que le colgaban las entrañas. Allí estaba el laboratorio de anatomía patológica donde Norf había de recibir a los sabios del mundo entero.

Norf dispensó a Michel una acogida cordial. Era un anciano de cabeza leonina, de frondosa cabellera casi blanca, tez biliosa, poderosas mandíbulas y ardientes ojos grises. Prometió a Michel ayudarle, tomarlo a su servicio, y darle, si se portaba bien, un puesto de ayudante. Mientras hablaba removía con las dos manos, con aire satisfecho, un cerebro de hombre en el fondo de una sopera de loza. Y de vez en cuando tomaba negligentemente de encima de la mesa el cigarrillo que había dejado olvidado su viejo mozo de laboratorio, y lanzaba una bocanada de humo sin darse cuenta de las tristes miradas del pobre diablo.

Tillery dio a Michel las señas del doctor Domberlé. Michel le escribió y fue citado para la semana siguiente en el sanatorio de Saint-Cyr-l’Ecole.

Domberlé habitaba a un kilómetro del sanatorio, en un lugar solitario y rodeado de bosques, en una vieja casa modesta y silenciosa situada en medio de un umbroso jardín.

Domberlé era un hombre aventajado en edad, barbudo y de cabellos grises. Bajo su ancha frente surcada de arrugas brillaban unos ojos penetrantes.

Auscultó a Evelyne, examinó las radiografías, tomó medidas y revisó las horas de régimen que le habían hecho llenar ocho días antes. Con breves palabras, sin insistir, hizo notar a Michel el estado de los pulmones, y, sobre todo, el agotamiento de las vísceras digestivas, el bazuqueo[43] del estómago, la congestión y sensibilidad del hígado y el atascamiento del intestino.

—El exceso de trabajo y la sobrealimentación han consumado su obra —dijo a Michel—. Su mujer es una heredoartrítica, intoxicada desde la infancia por la fatiga y una alimentación demasiado fuerte. Ha sido la debilitación de esos «humores» emponzoñados lo que ha permitido al microbio instalarse sin lucha. Su tuberculosis no es sino una consecuencia del artritismo. En lugar de concretarnos simplemente al signo exterior, al bacilo, nos remontaremos a la causa y le aplicaremos el tratamiento del artritismo agudo. Y confío que, sin neumo ni antiséptico, el organismo, una vez regenerado expulsará por sí mismo los bacilos y la curaremos de su tuberculosis.

En espera de que Evelyne ingresara en el sanatorio de Saint-Cyr, Domberlé la hizo someter a régimen; le prohibió formalmente la sobrealimentación clásica, la carne cruda, los reforzantes, el tocino, el pescado, la carne de caballo, las frutas ácidas, los medicamentos y las inyecciones.

—Todo eso intoxica y agrava su estado —dijo.

—Sin embargo —objetó Michel—, en los sanatorios se suele consumir tocino y carne cruda, y se practica un régimen de sobrealimentación…

—¡Lo sé! ¡Lo sé perfectamente! —dijo Domberlé.

Prescribió para el desayuno, pan y café con leche; para el almuerzo, entremeses a base de un poco de trigo germinado y trigo cocido, ensalada y algunas legumbres crudas; luego un huevo o carne, féculas, queso, un postre azucarado y frutas dulces. Y por la noche la misma comida, con legumbres verdes sin carne. Aconsejó finalmente la práctica de ejercicios moderados, un poco de hidroterapia y reposos metódicos a lo largo del día.

Acompañó al joven matrimonio hasta la carretera. Evelyne iba delante. Detrás de ella, Michel preguntó:

—¿Qué opina usted, doctor?

—Usted lo ha visto tan bien como yo —dijo Domberlé—. Grandes crepitaciones en el vértice del pulmón derecho. Y aquí y allá algunos estertores casi cavernosos. Además, la radiografía lo muestra claramente: todo el lóbulo superior derecho y la mitad del mediano aparecen invadidos. A la izquierda un velo muy acusado, nódulos… Hígado en exceso fatigado, uñas encarnadas, dolores en el hombro derecho con hiposistolia[44] refleja…

—¿Entonces qué? —murmuró Michel.

—No lo sé —respondió Domberlé—. Pero con un régimen acertado y la ayuda de Dios se hacen milagros.

Evelyne les esperaba. Al reunirse con ella, Domberlé le dio una palmadita en el hombro y pronunció algunas palabras de aliento y de confianza, unas palabras sencillas, buenas, casi paternales. Evelyne, al marcharse, se sintió confortada. Uno de los mayores bienes que puede hacer un médico es pronunciar una palabra cariñosa. No existe ninguna otra profesión en que a uno le ofrezcan de ese modo el corazón del hombre.

Al fin de mes ingresó Evelyne en el sanatorio de Saint-Cyr-l’Ecole. Allí la condujo Michel dejándola en un pequeño dormitorio en compañía de otras tres enfermas, pues había cuatro en la habitación. Michel se despidió de ella, le dio un beso y la dejó. La presencia de las tres otras enfermas les turbó y paralizó su ternura. Michel regresó sólo a París.

Volvió a su habitación del cuarto piso, donde se refugió ligeramente aliviado. Evelyne la había convertido en un hogar. Su presencia lo había iluminado todo. Allí habían sufrido los dos. Durante las horas en que iba de un lado a otro por las calles de París, soñaba en él como en un refugio y un remanso de paz. Evelyne supo llevar a él la alegría, el orden y un poco de belleza. Además, allí había estado enferma dos semanas de una leve pleuresía. Sí, ambos habían sufrido allí juntos. Lo bastante para que la más sórdida casucha se trocara en un hogar y en un rincón querido.

Pasó una semana trabajando en el laboratorio de Norf. Ni un solo momento dejó de pensar en Evelyne. La imaginaba en el sanatorio, en aquella habitación compartida con otras tres mujeres. Le escribió el miércoles, y el domingo a mediodía tomó el tren de Versalles para ir a verla. Y cuando entró en el pequeño dormitorio con sus cuatro lechos de campaña cuidadosamente alineados y buscó con los ojos a Evelyne en el fondo del cuarto, se detuvo sobrecogido. En la cabecera del lecho de Evelyne había una visitante, una muchacha alta y rubia, de rostro agradable, sentada en la cama, cerca de la enferma y reteniéndole las manos. Era Mariette…