A la mañana siguiente llegó Michel a París. Y a la una de la tarde tomó el tren para Amiens.
Era a comienzos de diciembre. Helaba. El tren parecía rodar hacia el infinito, atravesando en su ininterrumpida carrera las tristes llanuras de Picardía. El tiempo era claro, apenas velado en el horizonte por una ligera bruma. Del cielo gris y uniforme descendía una luz blanca y suave, como tamizada por un gran velo. Extendíase, hasta donde alcanzaba la vista, la monótona meseta picardiana, moteada de oscura tierras de labranza y praderas despojadas por el invierno, salpicada aquí y allá por los cuerpos de edificio de una enorme granja solitaria, la chimenea de una fábrica de azúcar, el edifico metálico de un molino de viento, frágil armazón, extraña rueda de acero girando lentamente al soplo de la ligera brisa.
A lo lejos, coronando un cerro o aferrándose a los flancos de un ribazo, la masa alegre, erizada y densa de un bosque tupido y compacto permanecía allí como testigo y último vestigio del boscaje que en otro tiempo se adueñara de aquellas tierras. En otra parte, en la hondonada de un valle, apuntaba el campamento de un villorrio que ni siquiera se divisaba, acurrucado cerca del río junto a aquella agua preciosa y rara que no se da en la colina trazando en ella una ancha y blanca grieta. No trabajaba allí nadie. Sólo quedaban un barracón, una cantina medio derruida, unos cobertizos desvencijados, y, al pie de un montón de bloques calcáreos, algunas carretillas, volquetes y barricas de agua. Un poco por doquier, bajo la delgada capa del humus, surgía la creta, dura osamenta angulosa, seca y estéril, desgarrando la frágil y artificial cobertura vegetal mantenida por el esfuerzo del hombre. Y sobre todo ello reinaba diciembre con su escarcha, sus grises y su profundo silencio. Una costra de hielo coronaba la cresta de los surcos igual que una espuma blanca. La helada atiesaba y hacía crujir la hierba seca y como quemada que se extendía a ambos lados de la vía férrea y por la pradera. Una bandada de cuervos emprendía el vuelo al paso del expreso remontándose cansadamente hacia el cielo, como fúnebres nubarrones.
El tren iba devorando kilómetros a través de aquel melancólico paisaje, dejando tras de sí un blanco penacho de humo y soltando de vez en ve un grito agudo y prolongado que atravesaba aquellas inmensas soledades.
Michel, de pie en el pasillo, miraba a través de los cristales la helada y muerta campiña, más áspera y más ruda que su Anjou, entibiado aún por el sol otoñal. Pasó la noche anterior en el tren sin poder conciliar el sueño. Desde hacía veinticuatro horas acudían una y otra vez a su mente los mismos pensamientos, las mismas imágenes y las mismas y caóticas y angustiosas reflexiones. De la decisión que había tomado, de la puñalada asestada a su padre, del dolor de Mariette, de la aventura que había emprendido, de las predicciones de Doutreval, y del porvenir que le aguardaba, sólo quedaba en él una inmensa fatiga, confusos proyectos, temores y angustias, y en el fondo, de una manera sorda y clara al mismo tiempo, una continua obsesión: el recuerdo de las crueles palabras de Doutreval:
—«Te creía un hombre libre… No tienes ánimo para nada…».
Todo ello le atormentaba sumiéndole en la duda y en la confusión. Con la frente apoyada en el cristal de la ventanilla, miraba, sin verlo cómo se iba desvaneciendo el paisaje crepuscular. Absorbíase en sus amargas meditaciones, miserable conciencia aterrada ante su propio nihilismo, incapaz de llevar su egoísmo hasta las últimas consecuencias y acusándose de cobardía ante la conciencia de haber perdido hasta la posibilidad de distinguir el bien del mal.
A lo lejos, un poco antes de las tres, en una hondonada del valle del Somme, apareció Amiens. La ciudad, negra y humosa, se extendía a lo largo del río que la ceñía y oprimía con sus innumerables brazos. Un denso nubarrón, sucio como el hollín, se cernía sobre la ciudad sumiéndola en la oscuridad.
Dominando la gris uniformidad de las techumbres, huertas y jimelgas, apuntaban al cielo las dos macizas torres de la catedral. Su enorme espalda de pizarra se combaba como un monstruoso espinazo.
Y tras las dos torres se elevaba la alta y afilada flecha, desmesuradamente frágil al lado de las dos torres de piedra.
Desde lo alto de la cresta, Michel tuvo un instante bajo los ojos aquella vasta perspectiva. Luego el tren descendió hacia la ciudad. Y ésta desapareció tras el talud.
Unos minutos después salió Michel de la estación de Amiens.
En una ocasión Evelyne le dijo de muy imprecisa manera el barrio en que vivía su tía, detrás de la catedral. Ahora lo recordaba. Sabía también que se llamaba Jeanne Lallier y que tenía siete hijos. Se propuso ir a su casa con la seguridad de conseguir los informes que necesitaba. Un agente le indicó el camino. Al llegar ante la catedral dobló a la izquierda. Dio la vuelta a la enorme basílica y se adentró en una de aquellas sórdidas callejas llenas de tabernas, de lóbregos hoteles, de casas de huéspedes y de lupanares que deshonraban el barrio. En las puertas de los bodegones algunas prostitutas, descotadas, exhibiendo sus carnes a pesar del frío reinante, le miraban pasar. De cuando en cuando entraba en una tienda para informarse. Interrogó finalmente a un cartero que le dijo conocer perfectamente a Jeanne Lallier y le dio las señas. Habitaba detrás de Saint-Leu, en el tercer piso de una casa que el hombre describió así:
—Ya lo verá usted. En la planta baja hay un zapatero que tiene, en el dintel de la puerta, una jaula con pinzones…
Michel le agradeció el informe y prosiguió su camino, llegó detrás de la iglesia de Saint-Leu. En una calle ancha, bastante concurrida, con miserables tenduchos, cubos de basura, puertas abierta que dejaban ver oscuros pasillos y sórdidas escaleras que conducían hacia Dios sabe qué antros de miseria, reconoció el cuchitril del zapatero y encima de la puerta una jaula donde dos pinzones ciegos se rascaban.
Michel se inclinó sobre el respiradero y se informó cerca del remendón:
—Al tercer piso —confirmó el hombre.
Michel entró por la puerta principal y subió.
En el rellano del tercer piso, angosto, cuadrado, en el que uno apenas podía volverse, se detuvo ante la puerta. Su corazón latía aceleradamente. Abrigaba la certidumbre de que no encontraría a Evelyne, que ello era imposible por demasiado sencillo, demasiado fácil… Abrirían la puerta y le dirían:
«No, señor, mi sobrina no está aquí…».
Evidentemente así habría de ocurrir. Casi sintió deseos de irse sin preguntar nada.
Así permaneció medio minuto, con la mano levantada, dispuesto a apoyar el índice, pero sin atreverse a hacerlo. Tras él, un tragaluz vertía en la caja de la escalera una turbia claridad, que mostraba el mugre de las paredes a la altura del pasamano, la vetustez de la puerta y las deslucidas y grasientas madreas. Subía por el hueco un hedor a cocina y a crin. ¿Y si estuviera en su casa? ¿Y si fuera ella misma quien le abriera la puerta? ¿Qué diría él? ¿Qué preguntaría? ¿Cómo decir a Evelyne: «Acudo a ti para que compartas tu miseria conmigo? ¿Quieres?».
La respuesta de Evelyne sería negativa. Lo rechazaría. Lo creería loco. No podía dejar de rechazarle.
Seguía en el rellano mirando maquinalmente a su alrededor y sintiendo su corazón palpitar de angustia. De pronto, se decidió y llamó a la puerta.
Oyose un rumor de pantuflas arrastrándose por el suelo de madera, y el chirriar de un cerrojo.
Michel, con el rostro descompuesto, esperaba. Abriose la puerta. Sobre el fondo oscuro de una cocina llena de ropa blanca tendida de un cordel, apareció una anciana de cabellos grises y tez amarillenta.
—Caballero… —balbució con vaga inquietud, con ese perpetuo temor de los seres humildes ante la presencia de un desconocido—. ¿Qué se le ofrece?
—¿Es usted la señora Lallier? —dijo Michel con voz apagada por la emoción.
—Sí.
—¿Tiene usted una sobrina llamada Evelyne Goyens?
—Sí, señor…
—¿Vive aquí?
—No, señor.
Al saber que no estaba allí y que no aparecería bruscamente, experimentó un indecible consuelo.
—Me envía la administración de los hospitales. La señorita Goyens ha salido del sanatorio de Mainebourg.
—Sí, señor. ¿Se trata de algo grave?
Michel se dio cuenta de los temores que embargaban a aquella mujer.
—No, no —dijo—. Sólo deseo saber si ha ingresado en otro establecimiento.
—No, señor —respondió la anciana—. Por el contrario, mi sobrina se cuidará ella misma. Anteayer estuvo aquí…
—¿Vive en casa de usted?
—No, señor. En la suya. Ha alquilado un cuartito que justamente estaba libre. Ha tenido suerte porque en seguida ha encontrado trabajo. Ayer por la mañana comenzó su faena.
—¿Trabajo?
—Sí. Desmota en su casa piezas de tela.
—Así, ¿no vive con usted?
—Esta casa es demasiado pequeña, señor… Sólo tiene dos habitaciones y viven conmigo cuatro de mis hijos. Yo la hubiera tomado, pero ella no ha querido…
—Entonces, ¿dónde vive?
—En la calle d’Engoulvent, número 27, primer piso. Está a dos pasos de aquí…
—Muchas gracias, señora. Perdóneme…
—De nada, señor. A sus órdenes… Usted… yo… A sus órdenes…
Y se deshacía en excusas.
Cuando Michel se encontró de nuevo en la calle le ardían las sienes. El aire frío le sentó bien.
Llevaba el sombrero en la mano. Con la cabeza descubierta y el abrigo desabrochado, caminó al azar por la acera hasta que un rapazuelo le indicó el camino.
La calle d’Engoulvent, una especie de estrecho corredor medieval, flanqueado de tenebrosas casuchas, seguía a lo largo de un angosto canal, un brazo del Somme, embutido entre dos muros de ladrillos, en el fondo del cual, entre pedruscos, viejas cacerolas y chatarra, discurría, rápidamente, un curso de agua verde y singularmente transparente. En el extremo de la calle, un puentecillo de granito de pronunciada giba cruzaba el canal uniendo la calzada con la iglesia de Saint-Leu. Allí, casi tocando al puentecillo, estaba el número 27. Un pasillo conducía a la escalera. Michel subió rápidamente y en silencio, como impelido por una fuerza misteriosa. No se sentía miedoso ni aprensivo, sino poseído de una frenética impaciencia. En el rellano del primer piso había dos puertas. En una aparecía escrito, en una grasienta tarjeta, el nombre de un desconocido. Llamó a la otra. Reconoció él mismo los dos golpes secos con que llamaba antes, en el pabellón de cura, a la puerta de Evelyne. Tuvo la certeza de que también ella había debido reconocerlos. Y, sin aguardar, dio la vuelta al pomo de la puerta y entró.
El cuarto con pavimento de ladrillos encarnados, era bajo de techo, limpio y escasamente amueblado. En una estufilla de hierro fundido danzaba una llamita. Encima de una mesa cubierta con un hule sujeto con chinchetas había un pan empezado; ante la ventana, y sobre un rústico pupitre de madera blanca, una voluminosa pieza de tela cruda preparada para ser desmotada. Y sentada frente al pupitre, recibiendo a través de la ventana el pálido resplandor del cielo decembrino, Evelyne Goyens, ladeada hacia la puerta, con la tez blanquecina, permanecía inmóvil.
Sus inmensos ojos negros, de bestia amedrentada, se posaron fijamente en Michel. No hizo el menor movimiento ni dijo una sola palabra. Hubiérase dicho que carecía de fuerzas para ello.
Michel murmuró:
—¡Evelyne!
La muchacha le vio acercarse, sin levantarse de la silla, silenciosa y cada vez más pálida. Su pecho hundido se enderezó lentamente. Echó la cabeza hacia atrás y cerró suavemente los ojos. Las pinzas de metal se escaparon de sus dedos y cayeron al suelo produciendo un claro ruido.
—¡Evelyne!
Michel corrió hacia ella pronunciando su nombre con un hilo de voz. Una diáfana claridad le iluminaba los ojos del alma, y al volver a ver a Evelyne tenía la deslumbrante certeza de estar en posesión de la verdad. Aquel grito encerraba la confesión de todos sus sufrimientos, de sus luchas, de su amor más fuerte que todo, triunfante, más poderoso que el mundo, que los hombres, que sus propias dudas y que sí mismo. No pudo decir más. Aquel solo nombre, cual una invocación que pronunciara, contenía todo su caudal de abnegación, de ternura, de piedad, toda la heroica locura de su sacrificio. Y tuvo la certidumbre de que también ella lo comprendía.
—¡Evelyne!
Con sólo pronunciar su nombre depositaba a sus pies toda una vida, su vida entera. Enlazó con sus brazos las rodillas de la muchacha. Ocultó la cabeza en su regazo, sollozando y llorando convulsivamente. Tomó la helada mano de Evelyne, la retuvo entre las suyas y la cubrió de besos y lágrimas. Ella, con los ojos cerrados, lívida como una muerta, no se movía ni decía una palabra.
—¡Evelyne! ¡Evelyne! ¿Me quieres, Evelyne?
La muchacha movió la cabeza y exhaló un desesperado suspiro. Y con un ademán de infinito cansancio, resignado y triste, posó su mano libre, fría, delgada y cariñosa sobre la nuca de Michel como para decirle que lo aceptaba en su miseria.