Una mañana, en el laboratorio, Doutreval y su hijo se enzarzaron en una breve disputa. Doutreval perdió los estribos. Ante Groix y Regnoult, estupefactos, declaró:
—¡Estoy hasta la coronilla! Esto debe terminarse. Y mañana mismo.
Esto ocurría un martes. Michel había de esperar hasta el jueves para ver a Evelyne. Un mes antes, Beaujoin, el administrador, le había dado a entender con cierto embarazo que sólo se permitían las visitas dos días por semana y que todo el mundo debía sujetarse al reglamento. En realidad, este reglamento no se aplicaba nunca a los estudiantes y a los médicos.
Michel comprendió en seguida que mediaba en ello la intervención de su padre. Pero había tenido que someterse.
A la una de la tarde del jueves llegó Michel al pabellón de Evelyne. Al disponerse a subir la escalera, Madeleine Daele lo retuvo:
—¿Adónde va usted, Doutreval?
Un poco más delgada y más pálida, Madeleine continuaba prestando sus servicios, tratando de olvidar la pena que le abrumaba con el cuidado de los enfermos. Desde que Seteuil había dejado de protegerla, algunas enfermeras se mofaban de ella y procuraban agobiarla de trabajo. Le concedieron quince días de vacaciones, pero no se atrevió a volver a su casa, porque su madre, al verla, hubiera adivinado lo que ocurría.
—Arriba —dijo Michel.
—Se ha marchado.
—¿Quién?
—Evelyne Goyens.
—¿Se ha marchado?
—Anoche.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¡Se ha marchado!
—Sí. Anoche vino Beaujoin. Habló con ella, y cuando salió vi que Evelyne lloraba. Ayer por la mañana ella misma me anunció que se marchaba. ¿Qué le pasa a usted, Doutreval? ¿No se encuentra bien?
—No es nada —dijo Michel con esfuerzo—. No es nada. Estoy sofocado… he corrido…
Se sonrió. Tenía la frente bañada en sudor. Madeleine Daele trató de confortarle:
—Hay que ser razonable, Doutreval. Es la vida… ¿Qué quiere usted?
Madeleine adivinó lo que pasaba por el ánimo de Michel. Hubiera querido decirle algo. Recordando su propia miseria se le oprimía el corazón.
—Sí, sí —murmuró Michel.
Sacó el pañuelo y se enjugó la frente. Y preguntó en voz baja:
—¿Cómo se ha marchado?
—A pie. Hacia Angers, cargada con su maletita.
Michel se imaginó la frágil silueta de Evelyne por la carretera, cargada con una pesada maleta.
—¿Se proponía tomar el tren? —preguntó.
—Sin duda.
—¡Sin dinero! ¡Sin nada!
—Las enfermas han cotizado… le hemos procurado un poco de ropa anterior y un vestido viejo… Yo tenía unos zapatos un poco usados…
—¿Y dinero?
—Siempre hay manera de salir del paso… —dijo Madeleine Daele con cierto embarazo.
—¿No ha dejado nada para mí? ¿Ni dos líneas? ¿Nada?
—Nada.
Michel sintió desgarrársele el corazón. ¡Marcharse sin dejar ni una palabra, ni unas señas!
Desaparecida, engullida por el mundo, perdida para siempre. ¿Adónde ir? ¿Dónde buscarla? El atroz dolor, el vértigo de furor y de sufrimiento que le invadieron le tenían sobrecogido. Hubiera querido gritar, llorar y golpear todo a un tiempo… Todo su ser se negaba a aceptar el hecho, a creer en lo irreparable. ¡Nunca más! Evelyne moriría, él viviría —toda su vida— y también moriría sin que se hubiesen vuelto a ver. Esto despertaba en él un sentimiento de rebeldía, de impotencia, de furor, y de desesperación. Sentose en una banqueta del vestíbulo, hundió la cabeza entre las manos y sollozó.
—¡Michel! ¡Michel! Doutreval, amigo mío, un poco de ánimo, un poco de energía —suplicó Madeleine. También la enfermera lloraba, por él y por ella, trastornada ante aquel dolor. Le dio su pañuelo y un poco de agua en un bol.
—Será mejor… para usted… Evelyne no será desgraciada… Estaba bien y se marchó con buen ánimo. ¡Vamos, Michel!
Madeleine se acordó de Seteuil y decía cosas que le hacían sangrar el corazón.
—En el fondo, es preferible que así sea… Recobra usted su libertad… Su situación, su familia…
Pero Michel no se calmaba. Y murmuraba en voz baja:
—¡Me hace daño! ¡Mucho daño!
Como si hasta el ser físico participara del sufrimiento.
—Quizá vuelva usted a encontrarla… ¿Quién sabe? La casualidad…
Michel se encogió de hombros.
—Ahora me acuerdo de que… me ha preguntado el horario de trenes de París… ¡quién sabe! Quizá haya ido hasta Amiens.
—¿A Amiens?
—Aún debe de tener allí familiares…
—¿Ha hablado de Amiens? —insistió Michel.
En efecto, Michel se acordó de que en dicha ciudad, en el barrio de Saint-Leu, vivía una tía o algo así de Evelyne…
—Sí —dijo Madeleine—. Ha preguntado a la mujer de la limpieza cuánto podría costar el viaje hasta Amiens en tercera clase… Me enteré de esto por pura casualidad.
Michel se levantó y miró a Madeleine. Ésta pareció turbada y aquél lo comprendió. Después de la marcha de Evelyne debió de proceder a una encuesta discreta cerca de los enfermos, de las enfermeras, de la servidumbre, para, después de haber procurado disuadirle, ayudar, a pesar de todo, a Michel a volver a encontrar a Evelyne, siempre que, cosa extraordinaria, obrara con sinceridad.
Michel le cogió las dos manos.
—¡Es usted una buena chica, Madeleine! ¡Una buena chica!
La habría besado. Su propio dolor no le había endurecido el corazón.
—Vamos, vamos —dijo la enfermera, retirando las manos—. Y sea usted discreto… Estoy arriesgando mi puesto. Si su padre o Beaujoin se enteraran…
«Esto exige una explicación, y en seguida», dio Michel para sí al salir del sanatorio.
Marchó a buen paso hacia su casa. Ardía de cólera y de indignación. Hablaba consigo mismo, pronunciaba de antemano las palabras que se proponía decir y caminaba cada vez más deprisa.
Llegó a su casa. En el vestíbulo, Mariette regaba unas macetas. Al ver el rostro de su hermano se asustó:
—¡Tú!
—¿Dónde está papá? —dijo con voz entrecortada.
—En el laboratorio. ¿Qué te pasa? ¡Espera, Michel! Tengo que hablar contigo. Voy a explicarte…
Ludovic, que estaba enterado de todo por Beaujoin, puso al corriente a Mariette. Michel no se detuvo y salió del vestíbulo. Mariette dejó la escalera, se quitó el delantal y corrió tras de su hermano sin lograr alcanzarlo. Estaba ya en el laboratorio.
Al verle entrar, Groix y Regnoult quedaron sobrecogidos al observar el rostro convulso de Michel.
—¿Está aquí mi padre?
—En su despacho —respondió Groix.
—Está ocupado con su informe —añadió Regnoult—. Nos ha dicho que no estaba para nadie. Ésta es la consigna, amigo mío.
Y diciendo esto le cerró el paso con los brazos en cruz, medio en broma medio en serio. Michel le dio un empujón y siguió adelante.
—¡Vaya un buitre! —gritó Regnoult.
Michel subió los escalones de cuatro en cuatro y entró, sin llamar, en el gabinete de su padre.
Doutreval, ante un gran fichero y centenares de fichas esparcidas sobre el escritorio, anotaba sus más valiosas observaciones con destino a un artículo para la revista «Gallien». Frunció el ceño, levantó la cabeza y, con aire fatigado, absorto, ausente, dijo:
—Había prohibido que me molestaran…
—Vengo del sanatorio —dijo Michel.
—¡Ah, eres tú…! ¿Qué quieres?
Pero su espíritu volvió en seguida a la realidad. Se retrepó en la butaca, exhaló un suspiro de cansancio ante la nueva batalla que tenía que afrontar y dijo en voz baja:
—Habla. Te escucho.
—Vengo del sanatorio —repitió Michel.
—Ya me lo has dicho.
—Me he enterado de lo que hiciste. Te ruego una explicación.
—No creo que sea necesaria ninguna explicación —dijo Doutreval con voz tranquila, juntando una y otra vez las blancas manos manchadas de rojo por la fucsina—. Insistías en cometer una indecible locura. Me he cruzado en tu camino y eso es todo.
—¿Te das cuenta de que has echado del sanatorio a una desgraciada que tenía allí su último refugio y su postrer asilo? Hazte cargo de tu responsabilidad. Has arrojado a la calle a un ser exhausto y sin dinero.
—Acepto por entero mis responsabilidades —dijo Doutreval con voz firme—. Pero, en primer lugar, yo no he echado a nadie. Esa muchacha se ha marchado por su propia voluntad. A petición mía así se lo aconsejó Beaujoin, sin coaccionarla ni forzarla. No tenía tampoco ningún derecho a hacerlo. Simplemente le expuso la situación haciéndole notar el peligroso camino que seguía y el daño que podía causarte y causarse a sí misma. Y la muchacha comprendió. Tengo que añadir que Beaujoin le ofreció trasladarla al preventorio de Praz-Coutant, situado en plenos Alpes, a mil doscientos metros de altitud. Por supuesto, los gastos de viaje correrían por mi cuenta, sin contar, además, con una indemnización razonable. Pero ella no quiso. Es asunto suyo. Prefiere despabilarse sola, lo que también sólo a ella atañe. Sea como fuere, personalmente estoy tranquilo. Tengo la seguridad de haber obrado en bien de los dos.
Michel guardó silencio. Doutreval le creyó derrotado. No estaba acostumbrado a que su hijo le hiciera frente.
—Vamos, vuelve a ti mismo, Michel —dijo mirándole a los ojos—. Todo es para tu bien. Confía en mí. Vuelve a casa y no pienses en ello. Todo ha terminado más felizmente de lo que tú mismo hubieras podido desear. Ahora, déjame, tengo mucho trabajo.
Contando así haber abreviado la entrevista, se inclinó sobre el escritorio, cogió la pluma y abrió un cajón de fichero. Pero la acción no hizo sino exasperar a Michel. Por lo general, su padre le intimidaba.
Pero aquella vez, la indignación, el dolor, el recuerdo de Evelyne y la angustia que le oprimía galvanizaron su ánimo.
—¿Crees, pues —dijo con voz entrecortada por la emoción—, que voy a dejar que lleves a cabo tu obra sin protestar?
El tono sorprendió a Doutreval. Jamás le había hablado Michel de aquella manera. Levantó la cabeza, miró a su hijo y vio una acentuada palidez en su rostro y las facciones contraídas por una cólera apenas reprimible. Sin perder el aplomo, dejó la pluma, puso de nuevo en el cajón la ficha que había sacado y dijo a su hijo:
—Puesto que así lo quieres, hablemos. He puesto fin a ese estúpido asunto. De acuerdo. No te sobresaltes. Eres un necio. Y mantengo la palabra. ¡Pobre hijo mío! Apenas has franqueado los veinte años. No has vivido. No sabes nada. Eres demasiado joven y no habías amado todavía. Te ha salido al paso una mujer vulgar que te ha trastornado la cabeza, que te enajena y te inflama. Nada cuenta para ti. Todo lo abandonas, todo lo sacrificas: familia, situación, porvenir… ¿Acaso has imaginado lo que te espera? Reniegas de tu clase social. Vas a casarte con un ser sin educación, sin cultura, sin familia, sin vigor, sin salud. Te hundes en la miseria. Destrozas tu carera. ¡Adiós el profesorado! Ejercerás la medicina en un villorrio perdido y te convertirás en el enfermero de una mujer agria, que irá envejeciendo rápidamente, sin belleza, que ni siquiera podrá darte un hijo, que te encadenará a sus faldas, que te desprestigiará y te encenegará con ella y a quien no tardarás en dejar de amar. Es una gran pena para un padre, Michel, ver a su hijo ir directamente a la catástrofe, tener la seguridad de ello por mil ejemplos que ha visto en su vida y no poder detenerle. El amor pasa, Michel. No se ama una sola vez. Uno se consuela de todo. Tú amarás diez veces como a mí me ha ocurrido. El amor absoluto no existe. Ya te lo he dicho. Somos incapaces de ello, pobre hijo mío. ¿Por qué no puedo hacértelo tocar con el dedo? Lo que yo te hago ver, Michel, es la verdad, la única realidad. ¿Por qué te niegas pues, a escuchar mis consejos? ¿Por qué no crees en ellos? ¿Por qué no los sigues en seguida? ¡Es lamentable que uno no pueda beneficiar con su experiencia a sus hijos! Bien sabes que te quiero. Créeme, escúchame, ten confianza en mí… ¡Qué decir para abrirte los ojos y ahorrarte todos esos sufrimientos! Créeme, Michel. Créeme porque te quiero más que a nada en el mundo. He vivido mucho y ya soy viejo. El amor no cuenta. ¡No se puede, a los veinte años, edificar una vida sobre los cimientos de un amor!
Estas palabras conmovieron a Michel. Reflejábase en su padre tal angustia, tal certeza de estar en posesión de la verdad, tal deseo de persuadir, revelaba su agrio concepto de la vida y del amor una buena fe y una sinceridad tan profundas, expresaba un dolor tan intenso al no ser comprendido, que Michel, impresionado en lo más íntimo de su ser, sintió disiparte toda su cólera.
Al fin y al acabo, no se habían comprendido. Todo seguía igual. Michel abrigaba todavía esperanzas de convencer a su padre. Y trató de explicarle ordenando al mismo tiempo sus propias ideas.
—Me juzgas mal —dijo—. No ves en eso sino una simple aventurilla sentimental. No es esto, padre. Procura tú también comprender. Te juro que si supiera que esa desgraciada sería feliz sin mí, no me importaría abandonarla. Me despediría de ella sin la menor tristeza. A pesar de mi dolor, me sentiría consolado y reanudaría mi vida donde la he dejado… Pero no puedo hacerlo. Evelyne necesita de mí. No puedo abandonarla. Sólo vive para mí. Sólo a mí ha encontrado en el curso de su desdichada vida. Gracias a mí se mantiene todavía en la tierra. Si confía aún en alguien es en mí… Es insensato, ridículo… Si ella supiera que no soy más que un pobre diablo… Pero es así. Ella cree en mí. Si yo la abandono, todo se derrumba. ¿Qué va a ser de ella? Sin duda, morirá. Yo no puedo aceptar esto. No puedo abandonarla. Después de todo, es una inocente, una víctima. No me siento con ánimos para aumentar sus sufrimientos. Tampoco yo quiero sufrir más. Para evitarlo, estoy dispuesto a todo.
Doutreval se levantó. El traje gris azulado que llevaba acentuaba la palidez de su rostro. Apoyose en el escritorio, del lado de su pierna lastimada, y dijo:
—En suma, que te faltan ánimos.
—Tal vez.
—No creo eso de ti. Me figuraba que eras un ser fuerte, capaz de triunfar en la vida a pesar de todos los obstáculos. Esperaba verte un día convertido en un hombre libre, independiente, no persiguiendo otro objetivo que tu propio bienestar.
—Hasta ahora creí que era posible.
—Lo es.
—No puedo hacerlo. No puedo ir hasta el final y sacrificarlo todo en exclusivo provecho mío. No, no puedo hacer esto. Lo que me pides es demasiado.
—En resumen —dijo Doutreval—, que es a mí a quien sacrificas…
Esperó en vano una respuesta. Aquel silencio desgarró el corazón del padre. Lentamente Doutreval se dirigió, cojeando hacia la ventana y miró afuera golpeando el cristal con los nudillos. Al volverse tenía los ojos enrojecidos. No desconocía Michel el imperio que su padre ejercía sobre él. Aquella simple manifestación emotiva le conmovió.
—¡Perdóname, padre! —dijo—. No puedo más. No puedo seguir luchando. Desde hace meses me estoy destrozando el corazón entre ella y tú. Quizá tengas razón. Soy un cobarde. Amo, esto es todo, y mis propias palabras me ciegan… Tú has sido siempre muy bueno para mí. ¡Perdóname! ¡Acepta! Soy joven y no he vivido lo bastante para ser un hombre curtido. A mi edad no tiene uno la suficiente firmeza para hacer sufrir al ser amado… suceda lo que suceda yo te bendeciré, padre, y no olvidaré nunca que te has compadecido de mí y de mi juventud. Acepto mi responsabilidad y cargo con toda mi culpa. Jamás te reprocharé nada. Cuando uno ve las cosas con demasiada inteligencia, deja de ser humano. Recuerda que también tú has sido joven… Tú me quieres, da paso a la emoción… ¡Ah, si pudieras comprender cuánto he sufrido hasta ahora!
—¡Y yo! —exclamó Doutreval con pálido semblante—. ¿Acaso crees que yo no he sufrido? Haber criado a un hijo…
Se le apagó la voz. Levantose, se apoyó en el escritorio y tosió.
—Está bien —dijo con voz firme—. Dejémonos de sentimentalismos. Desde hace media hora que estamos discutiendo en vano. ¿Cuál es tu decisión?
—¿Mi decisión?
—Sí.
—¿Qué quieres decir?
—Que elijas. Como ayer y como siempre: ella o nosotros.
—Entonces… entonces —murmuró Michel—. No aceptas…, te niegas…
—Estás disparatando —respondió Doutreval—. A ti te toca decidir. Ella o nosotros.
Michel se tornó lívido. Miró a su padre en medio de un silencio casi solemne. Luego se dirigió lentamente hacia una mesa de mármol, encima de la cual había dejado el sombrero, lo cepilló con la manga con gesto maquinal y esmerado y se encaminó hacia la puerta.
—¿Te vas? —dijo Doutreval.
Michel, con el rostro desencajado, se volvió hacia su padre.
—¿Te vas? —repitió Doutreval.
—¿Qué quieres que haga? —murmuró Michel con tono humilde.
Doutreval le miró un instante en silencio. Su expresión reflejaba todo cuanto hubiera querido decir, todo el daño que Michel acababa de causarle. El grito de su paternidad destrozada… Demasiadas cosas, demasiado dolorosas, profundas y secretas… Tuvo un gesto de desesperación y violencia, hizo caso omiso de su sufrimiento y gritó:
—¡Pues bien, puedes marcharte!
Michel se dirigió hacia la puerta, la abrió suavemente, salió y la cerró tras de sí. Le pareció haber oído que le llamaba por su nombre. Su corazón saltó de gozo. Y volvió a abrir la puerta.
—¿Me has llamado, padre?
Doutreval, de pie, con el rostro desencajado como el de su hijo, le miró un instante con ojos desorbitados.
—¡No! —gritó—. ¡No! Puedes irte.
En el pasillo, al pasar ante la puerta del cuarto de Mariette, Michel se encontró bruscamente con su hermana. Evidentemente, ésta debió estar al acecho de sus pasos. Su semblante acongojado denunciaba que debía de haber escuchado la discusión desde el pasillo.
Mariette cogió del brazo a su hermano:
—¡No te vayas, Michel! ¡Tú no puedes hacer eso! ¡Por favor, Michel!
Éste se desprendió suavemente el brazo de Mariette. Y repitió maquinalmente las palabras de su padre…
—Basta ya… Déjame… Hemos terminado…
En su cuarto, recogió apresuradamente un par de trajes y ropa interior, y lo metió todo en la maleta, desordenadamente, con ademanes torpes y febriles. Tiró tan bruscamente de la correa de la maleta que la rompió. En aquel momento, con sus gruesas manos temblorosas hubiera retorcido un hierro sin darse cuenta del esfuerzo.
Púsose el sobrero de fieltro gris, echóse sobre os hombros su impermeable, cogió la maleta y salió.
En el rellano de la escalera Mariette salió a su encuentro, le dio un beso, le puso algo en las manos y se fue llorando. Un poco más tarde se dio cuenta Michel de que lo que Mariette le había dado era la totalidad de sus ahorros: quince billetes de a cien francos.
El timbre del teléfono despertó a Doutreval de sus dolorosos pensamientos. Se había quedado en su despacho, de pie, apoyando la pierna en el escritorio y meditando en actitud inmóvil.
Dirigiose al teléfono. En aquel momento cojeaba mucho más que de costumbre. Descolgó el auricular:
—¿Diga?
Su propia voz le pareció cansada.
—¿Eres tú, Jean?
Reconoció la voz de Jeanne Chavot. Y respondió penosamente:
—Sí.
—¿Vendrás esta noche?
—¿Esta noche?
—Sí, a mi casa. Estoy libre.
—¿Esta noche?
La idea de volver a ver a Jeanne Chavot le fue de pronto insoportable. Sería necesario hablar, explicar la humillante aventura de Michel, confesar ese sufrimiento que Doutreval no llegaba a dominar y que tanto afectaba a su orgullo.
—¿Qué te pasa, Jean? ¿No contestas?
—Tengo que decirte… Esta noche no me encuentro bien…
—¿Nada grave?
—No… No… un poco de gripe… Pero me siento muy abatido. Trataré de pasar mañana por El Progreso.
—De acuerdo. Cuídate mucho.
—Gracias.
Colgó el auricular con un suspiro de alivio. Mañana habría ya recobrado las fuerzas, volvería ser lo que era y podría presentar a Jeanne, explicándoselo todo, el rostro apacible de un hombre fuerte, dueño de sí mismo.
Oyó los pasos de Mariette al subir la escalera. Ésta llamó y al entrar vio a su padre, de pie, a contraluz, apoyado en la mesa, con la cabeza hundida entre los hombros y sin tratar siquiera de disimular la fatiga que le abrumaba. Mariette no se atrevió a decir nada, se acercó a su padre y le puso simplemente la mano en el hombro. Doutreval comprendió que todo había terminado. Ablandose su corazón, se fue lentamente, cojeando, a sentarse en su butaca, apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
Mariette se sentó encima del escritorio, y besó las manos de su padre. Lloraba junto a él, le retenía las manos en silencio, conmovida y acongojada ante aquel dolor que nada podía hacer para aliviar. Y Doutreval, tratando de consolarse, revelaba a su hija mayor lo que un sentimiento de pudor le había impedido decir a su hijo, el terrible sufrimiento de su paternidad destrozada…
—Se ha marchado… Me abandona… ignora lo que un hombre puede sufrir por su hijos. Es demasiado joven. Como no tiene hijos, no lo sabe. No sabe lo que es ser padre.
»Todo cuanto soñé, mis esperanzas, mis proyectos, ese trabajo sobre la convulsoterapia al que me he consagrado por espacio de diez años, en el fondo era para él… Para desbrozarle el camino… Cien veces me ha decepcionado. No solamente no ha trabajado, sino que se tomaba demasiadas diversiones… Tal vez es culpa mía por haberle mimado demasiado. Me he mostrado más débil con él que contigo, Mariette… Le daba más dinero. Tú me lo decías y tenías razón. ¿Qué quieres? Cuando deseaba alguna cosa no podía negársela. Él lo sabía y a veces abusaba de mí… No creas que no me daba cuenta, pero no podía decirle que no… Era mi único hijo. Piensa que perdió a su madre muy joven. Era necesario que le mimara un poco… que le quisiera como una madre. Quizá le he querido demasiado. No pensaba sino en él y hablaba de él en todas partes. Todo el mundo lo sabía y me conocía. Cuando un estudiante quería obtener algo de mí, comenzaba por hablarme de Michel…
»Sus debilidades y sus necedades las ocultaba a todo el mundo, hasta a ti y a él mismo. ¡A cuántas y cuántas calaveradas suyas puse remedio sin decir a nadie nada! ¡Cuántos procesos por exceso de velocidad con el “Renault”!, iba a la Prefectura y… ¿Te acuerdas de los cristales rotos en la galería del vecino? No era la sirvienta la culpable, sino él… Pagué sin decirle nunca nada. Y otras cosas más graves que he escamoteado en silencio para que él no tuviera que avergonzarse ante ti y ante mí. ¿Te acuerdas de Raymonde, la doncella? La eché a la calle inmediatamente… Tuve mis razones… Nada dije, me desembaracé de ella y asunto concluido. Hubiera sufrido demasiado viendo a Michel avergonzarse ante mí… Hubiera sentido más pena que él mismo. Cualquiera hubiese dicho que era yo quien…
»Sólo por él no he vuelto a casarme. Tú, Mariette, no habrías dicho nada porque tienes buen corazón y te hubieras hecho cargo de los motivos de mi decisión. En cuanto a Fabienne, era demasiado pequeña y lo hubiera aceptado. Sólo quedaba él… Y no quise que sufriera, que se rebelase, que no fuese feliz. Ya puedes suponer que no me han faltado buenas proposiciones, que siempre rechacé pensando sólo en Michel. Me han salido al paso muchas mujeres… Jamás intimé con ellas. Con frecuencia me han dicho:
»—Un día u otro su hijo le abandonará. Se casará y le olvidará.
»Harto lo sabía pero acepté siempre esta posibilidad. ¿Qué mujer, con todo su amor, hubiera podido sustituir el pobre cariño de Michel, decepcionante, endeble, egoísta, pero que a pesar de todo yo prefería a cualquier otro?
»Jamás he logrado comprenderme a mi mismo. No creo en nada. Tengo la certeza de que después de la muerte no hay nada, que nada somos. Por encima de todo amo la vida, el vivir, puesto que sólo esto existe. Y, sin embargo, moriría de buen grado, Mariette, si me dijeran:
»—Da tu vida para que Michel sea feliz…».