—No venga usted más por aquí, señor Michel —le decía Evelyne cada vez que el joven Doutreval iba a verla—. La señorita Daele me ha hablado. Lo sé todo. Yo no puedo aceptar que sufra usted por mí.
—No quiero dejarla a usted —contestaba Michel.
Evelyne le miró con sus negros atemorizados ojos.
—Pues así tendrá que ser… Usted no sabe lo que es la vida, señor Michel…
—¿Acaso la conoce usted a su edad?
—Yo he vivido más que usted. He sufrido…
—Por eso precisamente no quiero que vuelva usted a sufrir.
La muchacha levantó ligeramente sus estrechos hombros.
—Ya estoy acostumbrada… A fin de cuentas todo será como antes, como antes de que viniera usted por aquí. Será mejor que no nos veamos más.
—¡Y es usted quién me lo dice!
—No quiero que por mi culpa sea usted desgraciado. Así estaré más tranquila… escríbame de vez en cuando… Estaba escrito que un día u otro teníamos que separarnos, ¿no es vedad? Es la vida… Yo no soy de su mundo, ni usted del mío… Es preferible que sea en seguida, antes de que… antes de que… sea demasiado penoso…
—¿Demasiado penoso?
Evelyne se sonrojó y balbució:
—Yo creo que… Quiero decir… Creo que tenía demasiado interés en verlo, señor Michel… ¡Me había vuelto estúpida! Sólo pensaba en eso… Hay que ser razonable.
—Jamás me avendré a estas razones —exclamó Michel.
—Pues así tendrá que ser. Será mejor… Ya no estaré tranquila si le veo por aquí. Todo ha terminado… Tendría demasiado miedo por usted.
»Déjeme señor Michel. Déjeme. Cada uno tiene trazado su destino. Ni usted ni nadie podría modificar el mío. No nací para ser feliz, esto es todo. Gracias a usted he tenido unos meses de felicidad. No le olvidaré jamás. Usted me ha hecho mucho bien y ha sido muy bueno para mí. Ahora todo ha terminado. Ya es bastante, y la vida no exige más. Sabía que esto había de ocurrir. Esperaba este día y me preparaba. Esté usted tranquilo, porque no me faltan ánimos. Usted debe pensar en mí como en su primera enferma. Yo he sido su primera enferma… Evelyne, Evelyne Goyens… Un bello recuerdo para usted… Vamos, señor Michel, digámonos adiós y no vuelva más por aquí. Olvídeme. La vida le llama. Será usted dichoso, ya lo verá usted. Será un gran médico. Y más adelante, cuando lo sepa y me lo digan, tendré una gran alegría. No venga usted más… Déjeme…
También Mariette estaba angustiada. Y preguntaba a Michel:
—¿Qué es lo que quieres? ¿Qué esperas? Habla, di algo, yo me las arreglaré con papá… ¿Qué proyectos rondan por tu cabeza? ¿Acaso la amas? ¿Has dejado verdaderamente de pensar en Simone Heubel? Hazme conocer a esa muchacha… Yo la veré y podré aconsejarte… Yo soy la mayor, Michel, y bien sabes que soy un poco tu madre. ¿Por qué no tienes confianza en mí?
Michel no respondía y se iba para no llorar. O replicaba ásperamente a una zahiriente alusión de Fabienne, y los dos hermanos acababan por disputarse. Fabienne tomó partido a favor de su padre. Le mortificaban los amoríos de Michel por la pena que infligían a su padre y apoyaba su actitud. Mariette iba acongojada de un sitio a otro, lloraba en secreto e intentaba en vano una reconciliación, mientras que Ludovic Vallorge, no atreviéndose a tomar partido, se abstenía de abordar el tema limitándose a informarse discretamente cerca de los internos si Michel seguía frecuentando el sanatorio. En el fondo, aquella cuestión no dejaba de preocuparle, pues hubiera deseado algo mejor para su futuro cuñado.
Michel llevaba una vida atribulada. Nada le faltaba y vivía en medio de la abundancia; pero afuera conocía la más cruel de las miserias; la que se ceba en un ser amado. Jamás se le había revelado de una manera tan brutal esa injusticia que permite a unos derrochar el lujo mientras otros carecen de lo más necesario. Vivía al mismo tiempo en dos mundos distintos: el de la superabundancia y el de la más espantosa indigencia. Pasaba continuamente de uno a otro, se exasperaba y se rebelaba contra el dinero, la sociedad y las desigualdades. Hasta llegó a aborrecer a Fabienne y a Mariette por la vida regalada y demasiado feliz que llevaban, por aprovecharse de la iniquidad reinante. En otros momentos se dolía de la pena que abrumaba a su padre, echándose en cara su propia ingratitud y su impotencia en mandarse a sí mismo. Harto sabía donde estaba la sensatez. Lo abandonaba todo, comprometía su carrera, su posición, su porvenir, atormentaba a su padre, y bajo todos los puntos de vista, concebía una locura tal que ni siquiera se atrevía a confesarla a nadie. ¿Por qué retroceder? En su casa, en medio de los suyos, volvía a encontrarse a sí mismo y resucitaba el Michel de antes. La realidad estaba allí, en el transcurso de una vida normal, en el orden, la comodidad y la seguridad. Toda una existencia esperaba a Michel en armonía con la que había vivido hasta entonces. El puesto que había de ocupar estaba preparado, y determinado de antemano su rango social. Considerada bajo este ángulo, su aventura aparecía insensata, casi infantil y quimérica. Se juzgaba loco. No comprendía nada. Diríase que aquellos días de su vida transcurrían en medio de una pesadilla.
Luego volvía al lado de Evelyne, en aquel otro ambiente de humilde miseria, de injusticia y de resignación. Y se le imponía a su vez esa otra realidad, más trágica y más terrible. Realidad demasiado siniestra, lacerante como un remordimiento, de la que uno aparta la vista y huye para poder ignorarla, pero que él había visto cara a cara, que ya no podría olvidarla y cuyo ponzoñoso recuerdo subsistiría mientras viviera si no obedeciera al nuevo deber que le imponía. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Dónde buscarla? ¿A quién preguntarla? ¿Cómo ver claro en sí mismo?
Por primera vez se le planteaba a Michel este problema. Jamás hubiera creído que uno pudiera ser desgraciado hasta aquel punto y no sabía ya si había de envidiar o compadecer aquella gente que veía a su alrededor, hombres de edad madura, algunos de ellos ancianos a quienes aquel enigma jamás había torturado y que desconocían el hambre y la sed de justicia. Extraña insatisfacción, inexplicable angustia que envenena súbitamente nuestra paz, nuestro goce de privilegiados de la tierra, que da en adelante a nuestro pan blanco un gusto de ceniza y de hiel y que, sin embargo, amamos, como un moribundo que resucita ama el dolor que le devuelve a la vida. Esta idea obsesionaba a Michel y le hacía sufrir. Pero también se daba cuenta confusamente de que su existencia se había transformado, que había cobrado un sentido de que carecía y se sentía por ello engrandecido, como todos los que han sufrido por la equidad.
Enflaqueció y quebrantase su salud. Se consumía dando constantemente vueltas y más vuelta a esas ideas, incapaz por la noche de conciliar el sueño, preocupándose por cualquier nimiedad, obsesionado por aquella aventura y formulándose desesperadamente las mismas preguntas, interrogándose a sí mismo a propósito de la criada que le servía, del cigarrillo que fumaba, de un brazalete en la muñeca de su hermana o de un mendigo con el que se cruzaba en la calle.
¿Qué hacer? ¿Evelyne? ¿Su padre? ¿A quién abandonar? De un lado era preciso sacrificar a su padre, con vergonzosa ingratitud. Estaba luego Evelyne. Se moriría; Michel lo sabía. Permitiría que él se alejase sin atreverse a luchar. Había tratado ya de rechazarle rogándole que no la volviera a ver. Una palabra suya y él sería libre. Pero luego la veía marcharse sola, sufrir y desaparecer. Harto sabía Michel que él mismo sufriría lo que sufriera ella, que durante años y años le atormentaría la angustia y los remordimientos y que sentiría quizá toda su vida la atroz amargura de aquella mala acción. Y como ignoraría lo que sería de ella, en la imposibilidad de conocer y comprender la miseria de Evelyne, la existencia llegaría a serle intolerable.
¡Si Evelyne hubiera tratado al menos de retenerle, y pudiera acusarla de una falta de egoísmo o de inconsciencia! Pero no. No sólo le dejaría marchar, sino que hasta le impelería a ello. No era de las que se agarran a uno. Ésta era su fuerza sin que ella misma lo sospechara. Era fuerte porque estaba dispuesta al sacrificio.
¿La amaba? «No —se respondía a sí mismo de buena fe—. O si la amo, todavía soy libre y puedo dejarla. Si estuviese seguro de que fuese feliz podría vivir sin ella. Esto quizá me aliviara y pondría fin a este combate que me agota. Es, pues, la compasión lo que me ordena retenerla». ¡La compasión! Tal vez ni siquiera el amor. Malograr toda la vida por un sentimiento piadoso ¿no era eso insensato? Y, sin embargo, era así. Sólo le contenía el temor de causar un sufrimiento, o infligir una última injusticia a un ser ya oprimido. ¿Cobardía? ¿Generosidad? Una vez más se le planteaba el problema. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Dónde el deber?
«¿Soy un loco? —se preguntaba Michel—. ¿O soy, al contrario, más humano que los demás hombres? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me ordena la conciencia? Lo terrible es esto: no tener nada; ni preceptos, ni luz, ni guía. Nada fuera de uno mismo, nada en uno mismo. ¡Carecer de una ley, de un principio exterior a mí que me muestre el camino!, ni siquiera sé discernir el bien el mal. Esto es lo horrible…».
Dejarse llevar… Vivir, esperar, no cambiar nada… Era la única virtud de que se sentía capaz.
Esperar, por ella y por él, que los acontecimientos le guiaran, deslizarse por la pendiente del menor sufrimiento…
Todo ello sumía a Michel en un continuo estado de agitación, en un constante examen de sí mismo, en una soledad agobiadora. Nada podía decirle a Evelyne. Menos aún a sus hermanas y a su padre. Y para el mundo, semejante historia en la que estaba en juego su vida entera no era más que un pequeño y estúpido desliz sin importancia alguna. Para él y Evelyne se trataba de toda su futura existencia. Para los demás, uno de esos amoríos triviales y efímeros que uno puede romper cuando está saciado. ¿Por qué el hombre rara vez comprende el sufrimiento ajeno como el propio? ¿Por qué nos tomamos a chanza el espectáculo de una aventura que nos desgarraría el corazón si nos ocurriera a nosotros? ¿Por qué la gente se reía de todas aquellas cosas? ¿Cómo juzgaban aquéllos? ¿Quién era el loco? ¿Quién estaba equivocado? ¿Ellos o él? ¿Acaso él dramatizaba neciamente aquella historia? No. Sabía muy bien que de ello dependía la vida o la muerte de un ser. ¿Entonces, qué? ¿Acaso para el mundo, para la mayor parte de la gente, la vida de un ser apenas cuenta con tal que no se sepa nada y que nuestro crimen no se nos aparezca demasiado sangriento a nuestros ojos?
—Un «patinazo» —decían bromeando los camaradas de Michel al hablar de su aventura—. Un «patinazo» estúpido…