La existencia de Evelyne experimentó una transformación. La amistad de Michel la había salvado de la extrema miseria en que antes se hallaba sumida. Poseía ahora algunas pequeñas y modestas cosillas, algo de ropa, unas babuchas y un costurero con todo lo necesario. Ya no se aburría. Michel le dejaba periódicos y libros que sacaba de la biblioteca de su casa. Le había comprado lana, agujas, cartón y cintas. Evelyne comenzaba a trabajar un poco. A mediodía se presentaba Madeleine Daele y enseñaba a la enferma a construir cofrecillos o pequeños marcos. Las horas pasaban de prisa. Casi todos los días, a la caída de la tarde, llegaba Michel al pabellón contiguo. Evelyne reconocía de lejos su paso sobre la gravilla. Y su corazón cesaba de latir. Michel subía la escalera y seguía luego el pasillo que conducía al cuarto. Evelyne sentíase entonces invadida por una emoción singular, una conmoción de todo su ser, como si fuera a morir. Al entrar Michel, Evelyne era incapaz de darle las buenas tardes. Antes de fijar los ojos en él y contestarle, volvía la cabeza y le dejaba hablar unos instantes. En presencia de Michel, y sin saber por qué, una extraña emoción le oprimía la garganta hasta hacerle sentir deseos de llorar.
Sin embargo, aquellos momentos eran para ella infinitamente dulces y preciosos, y la espera de los mismos iluminaba sus largas y resignadas jornadas. Jamás hubo nada entre ellos. Sólo aquella intensa emoción común, aquel choque, aquel gozo profundo y oculto que los tornaba unos instantes torpes y silenciosos cuando estaban uno frente a otro.
La salud de Evelyne mejoró notablemente. Tenía mejor aspecto. Y hasta el viejo Ribières lo hacía notar, sin mostrarse sorprendido, a Madeleine Daele. Profesor de otro tiempo y escéptico en cuanto a la eficacia de las drogas y tratamientos a base de medicamentos, aprendió a valorar al importancia del factor moral en al enfermedad. Las enfermeras y las hermanas le habían puesto al corriente de las visitas de Michel. En el espacio de un mes notó en la enferma un aumento de peso de dos kilos, la completa desaparición de la fiebre y un cambio indudable en las opacidades pulmonares. También Evelyne se encontraba mejor. Pudo levantarse un poco, arreglar la habitación y hacerse la cama por sí misma. Esta resurrección la dejaba maravillada.
—Quizá llegue a curarme —dijo a Michel—. A usted se lo deberé.
—¿A mí? —exclamó Michel.
—Sí, sí… Cuando salga de aquí no ignorará usted que mi curación ha sido obra suya.
Permaneció un instante pensativa; y luego murmuró:
—Y, sin embargo, me apena tener que salir… Puede usted creerme…
—¿Acaso no estaría usted contenta? —dijo Michel—. Recobrar la libertad, la salud, la vida… Sabe usted muy bien que nada cambiará, puesto que amigos como nosotros no se olvidan nunca más ni se abandonan…
Evelyne guardó silencio y sonrió, con una sonrisa que mortificó a Michel porque adivinaba en ella una sensatez y una experiencia superiores a la suya, y porque se daba cuenta de que la muchacha se callaba únicamente por no volver a empezar una discusión inútil.
Por aquellos días se marchó Seteuil.
A raíz de la muerte del profesor Suraisne, comprendió que tenía que renunciar al profesorado. Tanto él como Vallorge estaban pendientes del éxito de Suraisne.
Gracias a su noviazgo con Mariette Doutreval, Vallorge veía consolidadas sus esperanzas. Mas para Seteuil, la partida estaca comprometida. Más valdría no perder el tiempo y establecerse en seguida.
Estaba seguro de conseguir una clientela.
Durante algunas semanas vaciló. Madeleine no le daba punto de reposo y Seteuil correspondía a su estima más por hábito que por otra cosa. Pero una carta que recibió de su madre le decidió. Le proponía en ella un partido ventajoso, la hija de un granjero de Pas-de-Calais, con una dote de trescientos mil francos. Con esta cantidad podría montar un gabinete moderno, con rayos X y ultravioleta y los útiles niquelados que tanto impresionan a la clientela.
Una mañana, Seteuil comunicó a Madeleine que tenía la intención de llegarse a casa de sus padres.
Una ausencia de una semana a lo sumo. Y se marchó. Cuatro días después Madeleine recibió una carta de Seteuil en la que éste le decía que no podía oponerse a la voluntad de su madre, que había sacrificado toda su vida para verle triunfar. No tenía derecho a defraudarla y por ello suplicaba a Madeleine que no pensara más en él.
Al cabo de dos meses se supo que había contraído matrimonio con la hija del granjero. No lo comunicó a ninguno de sus amigos de la Facultad por temor a un arrebato de cólera y a un escándalo de Madeleine. En general, se le juzgó duramente. En la abogacía y el notariado rara vez se casa uno con la amante. La medicina es uno de los escasos ambientes en que uno se obstina en hacerlo. Hasta el viejo Ribières, que apreciaba mucho a su enfermera, declaró:
—¡Es un granujilla!
Santhanas seguía llevando la existencia apacible y holgazana de estudiante «amateur», viviendo de ciertos ingresos sobre cuya procedencia se mostraba asaz discreto.
Un súbito acontecimiento trastornó aquella felicidad.
En su pabellón de L’Egalité, Bernard Géraudin tenía en observación desde hacía algunos días un caso digno de interés. Tratábase de un buen hombre que tenía algo en el recto. Probablemente un cáncer. Más para saberlo era preciso analizar las deposiciones. Si contenían sangre se aplicaría al enfermo un ano artificial. Géraudin había encargado a Santhanas que hiciera el análisis. Y lo hizo llamar al salir del quirófano.
—¿Y el análisis?
Santhanas tuvo una imperceptible vacilación.
—Está terminado, señor —dijo.
—¿Qué resultado?
—Positivo —declaró Santhanas con voz firme.
—Está bien. Gracias.
Pero Géraudin sabía ejercer su profesión de «patrón» y lo fiscalizaba todo personalmente. Bajó a la sala de los cancerosos y se detuvo ante la cama del pobre diablo. Géraudin dio orden de que lo desnudasen y lo examinó en presencia de los estudiantes, explicándoles las señales y los síntomas. Luego dando una palmadita en el hombro del desgraciado, le dijo en tono familiar:
—¿Qué tal va esto, abuelo? ¿Ha comido usted bien?
—Sí, señor doctor.
—¿Ha tenido usted estreñimiento? ¿Ha evacuado esta mañana?
—Sí, señor —repuso el paciente.
—¿Dónde?
—En el retrete, claro.
—¡Cómo! —rugió Géraudin.
Y volviéndose hacia Santhanas, agregó:
—¿Es que va usted a contarme, so fresco, que ha metido usted las manos en el retrete para recoger las deposiciones de este hombre? Si le hubiese creído a usted le hubiera practicado un ano artificial. Váyase, por favor. No vuelva usted a mi servicio.
Parecía que iba a abalanzarse sobre Santhanas. Éste, un poco más pálido que de costumbre, retrocedió, dio media vuelta, se abrió paso entre los estudiantes, salió de la sala y se marchó.
Una aventura semejante equivalía a un despido. A Santhanas no le quedaba otro remedio que terminar rápidamente su tesis y establecerse.
Pensó hacerlo en Angers. Pero un segundo incidente dio al traste sus propósitos. Tomando café una tarde con Tillery y Michel en la terraza de un café, se acercó a él, por detrás, un muchacho con sombrero flexible, le dio una palmada en el hombro y exhibió un carnet de agente de policía.
—¿Te llamas Santhanas…?, pues bien, amigo, te advierto que te están vigilando. Si continúas divirtiéndote en vivir a costa de las mujeres, te costará dinero. ¿Has comprendido?
Santhanas tragó saliva y no contestó. Por ello Michel se enteró de que su amigo tenía una amante, una muchacha que trabajaba en un bar de la ciudad.
Desde hacía mucho tiempo Santhanas había pedido a Tillery, que no carecía de imaginación, un tema de tesis. Tillery le preparó toda la tarea, un estudio interesante sobre ciertos trabajos a los cuales había asistido al lado de Doutreval: ensayos de tratamiento de la esquizofrenia mediante el coma hiperinsulínico provocado con anterioridad a la crisis de epilepsia artificial. Santhanas no había puesto nunca los pies en el asilo de Saint-Clément. Así que entregó toda la documentación de Tillery a un estudiante pobre de tercer año que se encargó por mil quinientos francos, de la composición y la redacción. Santhanas buscó dónde establecerse. Tuvo suerte. Por aquellos días heredó veinticinco mil francos de un tío ya anciano que falleció sin dejar otro heredero que él. Había ya suficiente para los primeros gastos. Santhanas, provisto de este dinero, se estableció en un pueblecito normando que carecía de médico y de farmacia. No le faltaba al muchacho el sentido comercial. Al lado del gabinete médico abrió en seguida una farmacia. No se tardó en saber que prosperaba y que incluso practicaba intervenciones a domicilio, lo que hizo rabiar a Tillery.
—Esos gorrinos —decía— son los más peligrosos. En cambio, un individuo como yo, que no he hecho gran cosa, pero que soy honrado, se siente turbado ante un enfermo. Uno se da cuenta de lo limitado de sus conocimientos y entonces reclama la colaboración de un colega. Por lo menos no se comete ningún desliz de gravedad. Pero hombres como Santhanas son una verdadera plaga.
También Tillery se marchaba fuera. Sin embargo, no le iban del todo mal las cosas en Angers.
Tenido en gran estima por la gente modesta y los obreros, poseía un innegable don de gentes, era concienzudo y abnegado y además bondadoso. Y adoraba a los chiquillos. Su clientela iba en aumento.
Una mañana recibió en su gabinete a una joven mecanógrafa parisiense que pasaba unos días de descanso en el Anjou, en casa de una tía suya, y que fue a consultarle a propósito de una muñeca dislocada. Tillery se interesó de tal modo por su cliente que no se hababa de otra cosa que de un posible noviazgo. En resumidas cuentas, Tillery se casaba y se iba a vivir a París con su mujer porque la madre de ésta, viuda, poseía en la capital una tiendecita de ultramarinos que le producía lo suficiente para vivir.
Y Tillery, perdidamente enamorado a pesar de sus chanzas y del supremo desdén hacia el «sexo débil» de que se vanagloriaba, no quiso separar a su mujer de su madre. Así que, abandonando Angers, se disponía a salir hacia París.
—Abriré allí un nuevo gabinete —dijo—. Cuando las muchedumbres de la capital se enteren de que el gran Tillery se molesta por ellas…
Organizó una velada de despedida, cuyo recuerdo subsistió largo tiempo. En la «Taverne du Roi René» se celebró un «punch» monstruoso con kirsch. A primeras horas de la madrugada varios notables de la ciudad vieron interrumpido su sueño por el rabioso carillón que hacía sonar un gato colgado de la cola a la campanilla. Desde hacía quince días, Groix, hombre previsor, había guardado con aquella intención una docena de gatos en las jaulas de cobayos del laboratorio de Doutreval. Ya de día, numerosos comerciantes de la ciudad quedaron sorprendidos ante el inesperado cambio de muestras. El dorado rótulo de un notario exornaba austeramente la azulada fachada del «Nina-bar». Y en el dintel de la puerta de M. Meniez, el alguacil del juzgado, balanceábase la gigantesca jarra de una taberna de los suburbios con la inscripción «A la jarra de vino». Pero en aquella hora Tillery dormía beatíficamente en el expreso Angers-París.
Entretanto, Jean Doutreval trabajaba con ahínco pasándose buena parte de las noches en su despacho. Estaba apunto de lograr su objetivo. Regnoult, que escribía con buen estilo, estaba dando los últimos toques a la redacción de la comunicación que había de ser dirigida a la Academia de Medicina.
El hecho era ya del dominio público, y algunos psiquiatras escribían a Doutreval en demanda de detalles y artículos. No obstante, tenían que proseguirse las experiencias y examinar las mejoras que se iban produciendo. Y ello sin contar con que era necesario observar una y otra vez a los enfermos curados o mejorados desde tiempo, con objeto de poder afirmar a ciencia cierta la duración de los efectos obtenidos. No faltaban tampoco casos delicados, como, por ejemplo, enfermos que se habían vuelto locos y otros que sufrían dolores en la espina dorsal. Había que indagar la causa de todo a fin de poder contestar a los que formularan objeciones, que no faltarían. Todo ello extenuaba a Doutreval.
Groix sobre todo, se mostraba terrible, absoluto, e intransigente. No dejaba ninguna interpretación a oscuras. Destacaba los más nimios inconvenientes del método. Lo quería perfecto e intachable.
Opinaba que no debía de ocultarse nada, anticiparse a las críticas, confesar las imperfecciones y no dar un paso sino sobre terreno firme. Sin darse cuenta, sometía el orgullo de su «patrón» a pruebas martirizadoras, exasperando con su inexorable criba la viva susceptibilidad de su maestro. Había momentos en que Doutreval, no pudiendo con sus nervios, odiaba a Groix y hubiera experimentado un indecible placer enviándolo a paseo.
La única distracción de Doutreval, consistían en preparar el futuro hogar de su hija Mariette. El mobiliario corría a cargo de Vallorge, mientras que Doutreval atendía a la decoración de la casa. Esto le complacía y le divertía. Como muchos médicos, era muy culto, tenía gustos artísticos y sentía curiosidad por todo. Para que su Mariette tuviera un hogar confortable destinó a ello sesenta mil francos. Interesábase también por el ajuar de su hija, por su vestido blanco, la comida, la misa y las amistades a quienes invitaría. Todos estos preparativos apasionaban a Mariette y ello incitaba a Doutreval, a ocuparse con más ahínco de todas aquellas cosas. Sentía por su hija mayor un cariño en el que figuraba buena parte de gratitud y de respeto. Se daba perfecta cuenta de lo que le debía. Mariette había sustituido a la madre y se había hecho cargo del gobierno de a casa. Era una muchacha sensata, de heroicas virtudes. Con el corazón rebosante de alegría la veía regresar a buen paso del mercado, acompañada de la sirvienta, con una red llena de legumbres en cada brazo, sana, robusta, el rostro iluminado, como una celosa ama de casa a quien le importa un comino lo que piensen de ella. O cuando elaboraba confitura de grosella, con los rollizos brazos arremangados, el rostro purpúreo y brillándole gotitas de sudor en la raíz de sus cabellos dorados. O cuando se dedicaba a la caza de las telarañas con la cabeza cubierta con un pañolón anudado a modo de turbante y las mejillas tiznadas como un deshollinador. Silbaba como un mirlo y poseía un vasto repertorio de viejas canciones. Y de arriba debajo de la casa se la oía trajinar, cambiar muebles de sitio, barrer, dar órdenes a la servidumbre y cantar la romanza de Ariodat:
Se va la primavera, no dejéis escapar la felicidad…
O la vieja tonadilla que cantaba su madre y que ella recordaba:
Si esto es lo que llaman amor
Yo amo, yo amo,
Y soy dichosa al amar…
Era la alegría de Doutreval y el sol de la casa.
Al verla de aquel modo, al sentir hasta qué punto aquella criatura de veinte años esta enraizada en su propia carne, en lo más profundo de su viejo corazón, hasta qué punto su propia vida estaba apegada a la de su hija, entonces, sin saber por qué, Doutreval pensaba en sus propios padres. Ahora comprendía lo que él había sido, lo que él había representado para ellos.
Lo que ellos le habían hecho partícipe de las penas de su alma, de su corazón y de su vida. Pensaba en ello con una infinita ternura, sintiendo el cruel remordimiento de las pequeñas ingratitudes con que pagamos a quienes nos han puesto al mundo y sólo han vivido para nosotros. Es necesario que uno tenga una hija de veinte años para comenzar a comprender el amor que se debe a un padre.
—Veamos —dijo Doutreval—, ¿quiénes vendrán al banquete de bodas?
Se hallaban todos en el comedor una noche después de cenar. Michel comía una manzana antes de irse a trabajar en su curto, y Mariette, con ayuda de Fabienne, quitaba la mesa.
—Eso es cosa tuya, papá —dijo Mariette—. A mi parecer tenemos que invitar, primeramente, a los Géraudin…
—Por supuesto.
—A Donat…
—Sí,… sí. Este año forma parte del jurado… Pero no sé si vendrá. Con aortitis… También invitaré a Guerran y a su mujer y a sus hijos. Naturalmente, tampoco deben faltar los Heubel, ¿verdad, Michel?
—Me es completamente indiferente —respondió Michel.
Mariette lo miró sorprendida y contempló después a su padre. Doutreval frunció el entrecejo.
—¿Y a tus ayudantes? —prosiguió Michel—. ¿También invitarás a Groix y a Regnoult?
Pronunció estas palabras con un leve matiz de ironía que por el momento pasó inadvertido a su padre.
—Naturalmente —dijo Doutreval.
—¡Ah! ¿Y crees que están contentos?
—No veo ningún motivo…
—¿No eres este año del jurado de agregación?
—Sí.
—¿Y patrocinarás a Ludovic Vallorge?
—Sí.
—Después de haber prometido votar a tus ayudantes…
—¡Oh! Ya me las arreglaré. Les he explicado ya las causas. Dentro de tres años Heubel o Géraudin formarán seguramente parte del jurado. Y yo me pondré de acuerdo con ellos para que protejan primero a Regnoult y luego a Groix…
—¿Así Vallorge será agregado tres o seis años antes que ellos? Eso no es justo.
—Desde el momento que lo aceptan, Michel… —intervino Mariette—. Si han comprendido que de esta manera…
—¡Es igual! —dijo Michel—. ¡Todas esas componendas me asquean!
—¡Por Dios! —exclamó Doutreval—. Pero dime, ¿qué harás tú mismo cuando seas nombrado jefe de la clínica de Géraudin o de Donat? ¿Acaso vas a rehusar bajo el pretexto de que yo soy tu padre? Y si te casaras con la hija de un «patrón», de Heubel pongo por caso y él te diera una mano ¿acaso rechazarías su apoyo?
—¡Jamás me casaré con Simone Heubel! —dijo Michel—. En cuanto a toda esa política nada tiene que ver, a mi juicio, con la medicina. No; esto no es ni ha sido nunca la medicina. Y nunca haré política de esta clase.
Y dicho esto se levantó de la mesa.
—¡Bah! —exclamó Doutreval.
Michel se dispuso a salir
—¡Papá! —murmuró Mariette.
—¡Un momento! —dijo Doutreval—. Tengo que decirte dos palabras.
Fabienne escuchaba en silencio.
—Michel —añadió Doutreval—, ya sabes que estoy al corriente de todo. Hasta ahora he tenido paciencia. Confiaba en tu buen sentido. Tus palabras y tu actitud demuestran que me he equivocado. Has cambiado. Empleas vocablos nuevos y un sentimiento de rebeldía y un modo de ser… Te estás adentrando en la metafísica, en la ideología, la mascarada de los grandes sentimientos, de los ademanes grandilocuentes… Es hora ya de poner fin a todo esto. Yo te ruego, es más, deseo formalmente que ceses en tus visitas al sanatorio y des por terminadas tus relaciones… no quiero saber más ¿Has comprendido?
—¡Papá! —murmuró nuevamente Mariette.
—Cállate, Mariette. Te doy una semana de plazo, Michel. No quiero mostrarme brutal. Dentro de una semana debe quedar todo terminado. Y me hago cargo de las cosas. Sí tú…
Vaciló un momento a causa de Fabienne, que estaba escuchando.
—Si han ocurrido cosas graves, si esa persona se considera engañada y perjudicada en esta aventura, estoy dispuesto a reparar tus yerros. Pongo a su disposición una suma que puedes determinar tú mismo; diez mil, quince mil francos… para librarte de esto, los daré de buen grado, hijo mío. Ahora, manos a la obra. En todo caso, ya sabes cuál es mi deseo.
Levantose, dobló la servilleta y salió. Oyose el rumor de sus pasos al avanzar por el pasillo que conducía al laboratorio y el seco golpear de su bastón.
Michel, sonrojado, enormemente turbado ante sus hermanas, permaneció un instante inmóvil.
Mariette se compadeció de él y condujo a Fabienne hacia el tocador. Michel quedó solo.
—¡Qué imbécil! —dijo Fabienne a Mariette, soltándose, de pie, ante el espejo las largas trenzas enrolladas.
—Tú no puedes juzgar —dijo Mariette—. Eres demasiado joven. ¡Dieciocho años! En primer lugar, ni siquiera debes de haber comprendido.
—¿Apruebas entonces la conducta de Michel?
—No, no, por supuesto… pero me da pena… Tu hermano es bueno. Estoy segura de que ha sido cosa del corazón.
Fabienne se encogió de hombros.
—Puesto que papá se aviene a pagar…
—No todo se paga.
Sin embargo, la pesadumbre que adivinaba en el corazón de su padre exasperaba a Fabienne contra Michel.
—¡Qué mal corazón! ¿Crees, pues, de razón que Michel siga torturando a nuestro padre?
—Yo no digo esto.
—En fin, dejémoslo en las manos de Dios. Quizá la muchacha acepte el dinero —dijo Mariette con un suspiro.
—¿Por qué no ha de aceptarlo? —preguntó Fabienne.
—Eres demasiado joven —insistió Mariette—. Tú no sabes lo que es amar.
—¡Demasiado joven! ¡Demasiado joven! —exclamó Fabienne encolerizada—. Escuchen a la abuela.
—En fin —suspiró nuevamente Mariette—. Esperemos que se trate de una muchacha sin importancia.
—¿Acaso puedes creer que sea otra cosa?
—Fabienne —dijo Mariette—, te repito que…
—¡Oh, basta!, me estás sacando de mis casillas con tus ínfulas[40] de mujer experimentada. Me voy.
Nada indignaba tanto a Fabienne como verse tratada como una chiquilla.
—¿Adónde vas? —preguntó Mariette.
—Al laboratorio.
—No te acuestes tarde, Fabienne. Mañana por la mañana tienes clase. Y no tienes buen aspecto.
—Tengo muy buen aspecto —afirmó Fabienne.
—En todo caso, son las nueve. Te llamaré a las diez. Ahora vete.
«Las ventajas de tal procedimiento —leía en voz baja Doutreval— son indiscutibles: las fases tónica y clónica son mucho menos violentas. No asistimos ya a esos espasmos del tronco brutalmente desviado y convulso. En una palabra, la angustia del paciente, habitualmente tan característica, ha sido singularmente atenuada mediante la curarización previa…».
A la luz de la lámpara, en el sosiego de su silencioso despacho, Doutreval releía las frases breves, claras y elegantes de Regnoult. Aquella noche no fue, como de costumbre, a ver a su amiga Jeanne Chavot, a El progreso social. Su cólera se había ya disipado. Llegó al laboratorio furioso contra Michel, fuera de sí por haber tenido que reprimirse en el curso de una conversación, en la que, de haberse escuchado a sí mismo, habría simplemente dado una orden imperativa y tajante. Para un padre es siempre un momento penoso aquél en que se da cuenta de que su hijo ya todo un hombre, se emancipa y escapa a su tutela, en que hay que contar con él y tratarlo con miramientos en lugar de ordenarle. De índole imperiosa, Doutreval sufría por ello más que cualquier otro. Sin embargo, se sumió de nuevo en su trabajo. Encima de su escritorio le esperaba la comunicación para la Academia de Medicina, leída una y otra vez y retocada por la experta pluma de su ayudante. Doutreval se sentó, abrió la carpeta y se sintió tranquilizado.
Entró Fabienne arrebujada en su grueso batín color granate. Acomodose a los pies de su padre, sobre una gran almohada, con el «Ivanhoe» en la mano. Como de costumbre, Doutreval se hizo un poco atrás para hacer sitio a su hija. Éste había soltado sus trenzas y desparramado sus tupidos cabellos negros sobre el peinador. Doutreval, entregado a la lectura, jugaba con gesto maquinal, con la tibia cabellera de su hija, dispersa bajo su mano. Sin darse cuenta estaba contento de tenerla a su lado, sobre todo en aquel momento en que Michel le había hecho sangrar una vez más el corazón. Articulaba en voz baja las frases breves y al mismo tiempo densas de Regnoult, una prosa sonora y ligera en la que nada encontraba de su propio esfuerzo, de aquella compacta exposición científica que tan laboriosamente bosquejara durante meses enteros. La pluma mágica de Regnoult, al pulir aquel mamotreto, lo había trocado en unos días en la construcción clara y armoniosa. Nada faltaba, ni la sal ática, ni el vocablo que regocija o recrea, ni las explosiones de franqueza, ni el reconocimiento leal de los fracasos, ni las expresiones de modestia y las sinceridades científicas, más lisonjeras al orgullo que el orgullo mismo, ni los puntos de vista osados e ingeniosos, ni las pausas tras los grandes efectos, que reclaman el aplauso. Así, visto a través de la magia del estudio, su descubrimiento le parecía a sí mismo más bello, más grande, más fecundo, más genial que nunca hubiera podido imaginarse. Y hasta los números cobraban una fuerza persuasiva completamente inédita.
«Así —leía Doutreval—, seamos sinceros: carecemos aún de suficiente perspectiva para apreciar en conjunto los resultados. Mas de ahora en adelante creemos poder afirmar que si las esquizofrenias antiguas no han sido influidas en su estado de demencia, las reacciones, en el 85 por ciento de los casos, acusan una remisión o una mejoría indiscutible. En cuando a las manías depresivas, se ha experimentado mejoría en todas ellas…».
Mientras Doutreval leía, acariciaba con la fría mano la nuca de su hija, buscando el calorcillo del cuello bajo la tibia suavidad de los frondosos cabellos. Pero no pensaba en esto. Habíase apoderado de él el orgulloso goce de la inteligencia. Cuando a las diez y media entró Mariette a buscar a Fabienne para acompañarla a la cama, Doutreval se levantó para dar un beso a su hija menor, se acordó repentinamente de Michel y se sorprendió de hallarse tan lejos de aquella pequeña historia.
Dirigió se con paso cansino a su habitación. Le pesaba la cabeza y tras el cansancio de la jornada le dolía la pierna lastimada. Pero todo lo olvidaba. La alegría del triunfo le había producido un estado de exaltación. Olvidose de Michel, de sus preocupaciones y de su fatiga. Atribuía este milagro al trabajo y pensaba:
«¡Trabajo! ¡Trabajo! Sólo esto sigue siendo verdadero».
Denominamos con frecuencia virtud a lo que en el fondo no es sino una manifestación de orgullo.
Pues si Doutreval hubiera tenido que hacer el mismo esfuerzo a cuenta y gloria de Regnoult y de Groix, ¿hubiese experimentado la misma agobiadora alegría?