Capítulo XIII

Jean Doutreval siguió en pos de su hijo. El hombre que vio Michel al pasar estaba tendido sobre el diván, desnudo de la cintura para abajo. Groix, con la lanceta en la mano se hallaba inclinado sobre él.

A cada corte del bisturí el hombre se sobresaltaba aterrado y gritaba:

—¡Dios mío!

—No te muevas —dijo Groix, con voz tranquila—. Extrae el pus, Regnoult.

Regnoult, flemático, con una laminita de cristal en la mano, se acercó y recogió unas gotas de sangre amarilla y purulenta.

Doutreval, echó una ojeada al chancro.

—El análisis es para un camarada —explicó Groix.

—Perfectamente. Mis apuntes, Groix.

Groix tendió a su «patrón» un fajo de cartulinas. Doutreval lo cogió y se marchó. Subió la escalera y volvió a su despacho. Sentado en su gabinete, bajo la luz amarillenta de una lámpara eléctrica con pantalla de níquel, Doutreval se sumió en la lectura de las notas. El tiempo era caluroso. Toda la estancia estaba sumida en la penumbra. Sólo aparecía iluminado aquel círculo de luz. La mano del hombre doblaba lentamente las blancas cartulinas. En aquellos momentos, Doutreval se olvidaba de todo. Afuera, llovía. La lluvia dejaba oír en los cristales su monótono golpear. Doutreval se sentía a maravilla. Aquellos momentos eran los mejores de su vida.

Las notas tomadas por Groix en los dos días anteriores eran valiosas. Al parecer, la acción del curare era magnífica. Ninguna fractura ni choque moral alguno se producían en el enfermo, y los médicos no se mostraban como antes temerosos y aprensivos. Que la mejoría del enfermo mental se notara tan sensible como con el antiguo método, y la curarización habría ganado la partida. Si en aquel momento hubiera sido posible detener el curso de los pensamientos de Doutreval, como si se cortara una rodaja de agua helada de un río, se hubiese visto sin duda, en la superficie, el trabajo de la inteligencia; una atención extrema por las notas de su ayudante. Debajo —menos visible—, la idea del éxito inmediato, fuertemente coloreada de una exaltación orgullosa, sumamente agradable. «He llegado al final… Triunfo… Gloria… Genio…». Más oculta todavía y mucho menos visible, casi inconsciente, una tercera capa de pensamientos involucrados en un elemento desagradable: «Ha sido Groix, quien ha pensado el primero que…». Y en el fondo, oscura, rechaza, iluminada apenas por un postrer residuo de conciencia, bajo el triple espesor de los otros pensamientos, la última idea confusa, uno de esos deseos casi subterráneos que jamás se confiesan: «Callar la intervención de Groix… No decir nada…». Esta cuádruple capa de pensamientos y tal vez otras más llenaban la mente de Doutreval mientras él se imaginaba única y totalmente ocupado en descifrar los apuntes de su ayudante. Sabríamos muchas cosas sobre nuestro profundo orgullo y la tiranía de nuestro yo, si en los instantes en que actuásemos sondeáramos en lo más recóndito de nosotros mismos.

El despacho se iluminó de pronto con una luz cegadora. Una mano acababa de dar vuelta al conmutador eléctrico.

—Soy yo.

Era Fabienne. Estaba de pie en el umbral de la puerta: delgada, un poco pálida, con sus negros y ensortijados cabellos en torno a la cabeza y la frente, y el rostro alargado y grave de muchacha española. Fabienne terminaba su último año de colegio. En posesión del grado de bachiller, pasaría una temporada en al clínica, sería enferma y trabajaría luego con su padre. Era el sueño dorado de los dos.

Doutreval la miró sonriente, un poco cansado, con los ojos fatigados por la lectura de la indescifrable caligrafía de Groix. Fabienne le besó, dio una vuelta por el despacho y volvió abajo, donde Groix y Regnoult ultimaban los análisis. Tenía en gran estima a los dos discípulos de su padre.

Groix la hacía enfadar, y con su verborrea de estudiante le explicaba espeluznantes historias. Regnoult, menos malicioso, le daba cuenta de sus trabajos, la instruía, la interesaba y halagaba un poco su vanidad de colegiala todavía ingenua haciéndole la corte de una manera asaz regocijante, que uno y otro por otra parte, tomaban a chanza. Groix asustaba un poco a Fabienne. Alto, rubio, dejándose a veces por espacio de quince días la barba en forma de collar, descuidada ex profeso para «épater le bourgeois»[38], y exhibiendo aquella profunda cicatriz en la mejilla, cosechada al sujetar a un loco que quiso matar a Doutreval a botellazos, hablaba en voz alta, reía a mandíbula batiente, se imaginaba pavorosos relatos que nunca se sabía si eran verdaderos o falsos y hablaba de amor y las mujeres con señalado desprecio. Regnoult, de tez morena, cabello ondulado, facciones regulares y ojos castaños, dulces y penetrantes a un tiempo, vestía siempre con pulcritud, se afeitaba todos los días, se perfumaba el pañuelo de bolsillo y se limpiaba las uñas con piedra pómez terminados los trabajos de laboratorio.

No le desagradaba a Fabienne que sus compañeras la vieran de vez en cuando en compañía de Regnoult.

—Venga usted a ver un treponema, señorita Fabienne.

Fabienne, curiosa, aplicó el ojo al ocular del microscopio y contempló un instante, dentro de un círculo de luz anaranjada, los siniestros espirilos negros de la sífilis. Luego quiso ver los bacilos, células y líquido cefalorraquídeo. Regnoult cambiaba las laminillas, regulaba el microscopio y daba explicaciones. Después, Groix llamó a Fabienne para que le «lavara la vajilla», como solía decir. Lavar la vajilla consistía en enjuagar los tubos, probetas «Bécher» y «Erlenmeyer» y objetos de cristal de toda clase que una vez usados suelen tirarse, pero que Groix, hombre ahorrativo, limpiaba y esterilizaba, cuando era posible, para volver a utilizarlos.

Fabienne abrió varios grifos, vertió agua de javel y lavó bocales y probetas. A veces sentía reparos ante un frasco lleno de un poco de sangre coagulada, gelatinosa y compacta, en el fondo de un vaso.

—¡Uf! —exclamó Fabienne—. ¡Groix! ¡Groix!

Groix acudió en seguida, cogió con los dedos el coágulo oscuro, agrietado, tembloroso y lo tiró desde lejos en el cubo de la basura.

—¡Oh! —exclamó Fabienne horrorizada, mientras Groix limpiaba el vaso en el grifo, derramándose por sus manos y sus velludas muñecas el agua rojiza de aquella sangre de sifilítico—. ¡Qué repugnante es esto!

Groix se fue, sonriendo, a aspirar con la boca un poco de suero humano en el tubo de cristal, un poco de antígeno para elaborar una reacción de Meinicke, del mismo modo que hubiera chupado la pajita de una limonada en la «Taverne du Roi René». Luego cogió el tapón de algodón que tapaba un viejo frasco de pestilente orina, y le pegó fuego, como a una antorcha, al mechero del gas para encender el cigarrillos.

—¡Un día atrapará usted algo! —dijo Fabienne.

—No hay peligro —respondió Groix—. Es cuestión de virulencia. Y como yo soy más virulento que el microbio, es él quien reventará.

Entretanto, Regnoult, sentado a horcajadas en un taburete, con el ojo en el microscopio y el rostro iluminado por el pálido reflejo de la gran vasija de cristal llena de agua azulada, escrutaba un esputo pequeño disco luminoso, salpicado de manchas. Sumergíase en lo más profundo de aquel universo, maniobraba las cremalleras entre los dedos pulgar e índice, escudriñaba a derecha e izquierda, avanzaba, retrocedía, penetraba en profundidad, exploraba más lejos y realizaba un largo y complicado viaje en el seno de aquel inmenso infinitesimal vestigio de esputo colocado sobre una laminita de cristal: en ese otro mundo tan cercano y tan inaccesible a él como una estrella en el fondo de un telescopio; en ese mundo en que vegeta, luchan, crecen y desaparecen, espantosamente extraños e indiferentes a nosotros, a nuestro tiempo, a nuestra especie y a nuestro destino, esas polvaredas vivientes que tejen su existencia a través de la de los hombres, sin saberlo y a costa a veces, de pavorosos estragos.

Fabienne terminó la «vajilla». Luego fue nuevamente a ver a su padre. Éste seguía trabando. Sólo levantó la cabeza para dirigirle la distante sonrisa de un ser que se halla en espíritu en otra parte.

Fabienne ordenó un poco el despacho. Silbaba un mechero Bunsen. En una estufa de esterilizar ardía la llama de gas. Desde el rincón donde Fabienne iba clocando los objetos de cristal se oía el ruido de leves y discretos tintineos, de porcelanas que entrechocaban. En otra parte goteaba un grifo, dando rítmicamente una leve nota musical. El ambiente estaba saturado de un húmedo calorcillo. Afuera llovía. Todos aquellos ruidos familiares no llegaban a turbar el silencio. Se estaba muy lejos del mundo. Aquellas horas eran las mejores de toda la vida de Doutreval. Leía, subrayaba y tomaba apuntes. Y la conciencia confusa de la presencia de Fabienne le producía una íntima sensación de dulzura.

Y cuando ésta, una vez terminada su tarea, cogió como de costumbre un mullido almohadón y se sentó en el suelo a los pies de su padre para leer en silencio una novela de Walter Scott, Doutreval se sintió completamente dichoso.

Los efectos de la curarización fueron verdaderamente notables. Al cabo de quince días, el joven tratado por Doutreval comenzó a levantarse y a interesarse por el mundo exterior.

A partir de entonces, Doutreval procedió a una serie de ensayos sobre una quincena de hospitalizados en el asilo de Saint-Clément. Algunos colegas de los departamentos vecinos le autorizaron a intentar la misma experiencia sobre os enfermos que se hallaban bajo su tratamiento. En aquellos días Doutreval se desplazó continuamente de asilo en asilo: de l’Orne a Cher y de Nantes a Tours. Aplicaba la primera inyección y regresaba a Angers. Groix no se movía del hospital para observar las consecuencias y anotar por escrito las observaciones. El joven ayudante llevaba una vida agotadora, pero le sostenía el entusiasmo. Hubo un momento de vacilación al determinar la dosis del curare a emplear, y luego para fijar el ritmo según el cual había de provocarse los accesos. Pero las dificultades exaltaban a Groix. Exploraba el país, saltaba de un tren a otro, visitaba los asilos, acumulaba fichas, y entregaba cada semana al «patrón» abultadas carpetas llenas de detalles y cifras, mientras Regnoult, de temperamento más reposado, suplía a Doutreval en la Facultad, daba sus clases y asumía por su cuenta la vigilancia de los enfermos de «L’Egalité» y de Saint-Clément.

En resumen, Doutreval dominaba completamente su procedimiento. En un momento dado provocaba en los locos las convulsiones apetecidas. En los casos de demencia ya antigua, el resultado era nulo. Pero entre los enfermos que estaban en los comienzos de su evolución, podía contarse un 80 u 85 por ciento de mejorados, y un 15 por cinto de refractarios.

—¡Y aún haremos cosas mejores! —decía Groix.

Doutreval decidió publicar, con destino a la Academia de Medicina, un estudio sobre la «convulsoterapia mediante el curare y el pentametilentetrazol[39]>».

Fue Groix quien tuvo la idea del curare. Bajo el impulso del entusiasmo, Doutreval pensó por un momento asociar directamente a su obra a Groix y a Regnoult, uniendo al suyo, en su publicación, los nombres de sus dos ayudantes. Incluso se lo había sugerido a Groix después del éxito del curare. Pero en última instancia no se decidió a menguar su éxito compartiéndolo con otros. Cuando Groix vio por primera vez en el despacho del «patrón» la abultada carpeta azul con el trabajo ya terminado, al que sólo faltaban las correcciones de estilo de Regnoult —pulcro escritor— y leyó en las tapas el título con gruesos caracteres de letra y debajo únicamente el nombre del profesor Jean Doutreval, hizo un gesto de sorpresa y palideció un poco. Y hasta la cicatriz de la mejilla pareció haberse enrojecido. Durante los días siguientes dejó de dar muestras de su habitual exuberancia. Luego recobró su buen humor y ya no se habló más de ello. Por otra parte, Doutreval se refirió, en el curso de una conversación, a un gran Centro de curarización aún en proyecto que sería realidad un día con el apoyo de Géraudin y de sus amistades políticas y en el que, por supuesto sus dos ayudantes de la primera hora tendrían asegurada una situación magnífica. Groix, buen muchacho y filósofo, no tardó en olvidar lo que después de todo no era a su parecer sino una falta de delicadeza.