Introducido por Doutreval, Ludovic Vallorge se había convertido en un familiar de la casa. Hablaba a Doutreval del coma hiperinsulínico y de la convulsoterapia. A Mariette le llevaba flores y discos para el fonógrafo. Doutreval, para quien Vallorge sólo representó hasta entonces uno de los numerosos candidatos a quien había visto por los pasillos del hospital y a quien consideraba con indiferencia, comenzó a mudar de opinión. En el fondo de sí mismo, debía saber sin duda que la asiduidad y la curiosidad científica de que repentinamente daba muestras Vallorge por sus trabajos encerraban un móvil concreto. Pero aunque nos demos cuenta del halago, el halagador nos es agradable. Y nuestro orgullo adorna de altas cualidades a quien nos admira. Así, pues Doutreval comenzó de buena fe a tener públicamente en estima a Ludovic Vallorge.
El joven formuló su petición a fines de año. Por lo que él concernía, Doutreval dio su conformidad.
Pero Mariette vaciló durante algunos días. Ludovic no le desagradaba y, sobre todo, el matrimonio la tentaba. Imaginábase ya un hogar lleno de chiquillos; pero no se atrevía a dejar a su padre, a Michel y a Fabienne porque se juzgaba indispensable. Ella gobernaba la casa, dirigía la servidumbre, escogía las comidas, cuidaba de la ropa, del consumo de gas y de carbón, y, en suma, sustituía a la madre. Además, Doutreval, la llamaba a menudo «nuestra mamita Mariette». Era una buena ama de casa, previsora y hasta escrupulosa. Criaba gallinas y palomos con las sobras de las comidas. Preparaba confituras con las frutas que le enviaban Heubel o Géraudin y confeccionaba jerseys y bufandas para su padre y su hermano. Siempre riendo o cantando, era la luz y la alegría de aquel viejo y oscuro caserón. Doutreval adoraba a Mariette y lo mismo a Michel. ¿Qué sería de ellos cuando Mariette se marchara? Quedaba Fabienne, pero ésta, además de ser demasiado joven, no tenía la menor afición por los quehaceres caseros, y se interesaba mucho más por los trabajos de laboratorio de su padre que por la preparación de salsas. En cambio Mariette sólo iba al laboratorio para colocar en el voluminoso «frigidaire[33]» sus latas de «foie-gras». La aterraba la idea de tener que dejar el gobierno de la casa en manos de la servidumbre. E imaginaba exorbitantes facturas de gas y un sinfín de agujeros en los calcetines de Michel.
Todo se arregló a las mil maravillas. Justamente en aquella época se alquilaba una vivienda burguesa muy aceptable contigua a la casa de Doutreval. Vallorge y Doutreval se apresuraron a ir a ver al propietario y a visitar el inmueble, que fue completamente de su agrado. Había garaje y jardín. Y como Vallorge habitaba en el mismo barrio, no había que temer por su clientela. Fijose, pues, la fecha de la boda. Vallorge alquiló inmediatamente la casa, y, con el consentimiento del propietario, se practicó una puertecita en la pared del jardín para que Mariette pudiera pasar de una casa a otra.
Aquella mañana de comienzo de abril Doutreval aguardaba a Groix en el laboratorio. El sol iluminaba el jardín. En el gallinero, Mariette daba de comer a las gallinas y palomos. A través de la ventana abierta del laboratorio, y por entre el incipiente follaje de los boneteros, Doutreval, percibía inconscientemente una sensación de bienestar. El día era espléndido. De dieciocho enfermos sometidos desde hacía algunos meses al tratamiento de la convulsoterapia, doce habían mejorado notablemente y hasta dos de ellos reanudaron un trabajo ligero. El resultado era inesperado. La única preocupación eran aquellas convulsiones atroces con las subsiguientes fracturas. Mas justamente se le ocurrió a Groix una idea valiosa. Claude-Bernard ha analizado magistralmente en, un magnífico estudio, los efectos del curare[34], extraña sustancia venenosa india con la que los indígenas de la América del Sur impregnan la punta de las flechas, la cual tiene la propiedad de bloquear las funciones neuromusculares, es decir, paralizar completamente el organismo. Para combatir las horribles convulsiones de los enfermos inyectados por Doutreval, impidiendo así las fracturas de los huesos de los miembros, Groix pensó en utilizar el curare. Cinco minutos antes de administrar el producto convulsivo, proponía inyectar una dosis reducida de curare. Los ensayos que se hicieron sobre gatos dieron un resultado concluyente.
Aquella misma mañana Doutreval se propuso hacer un ensayo en un joven demente de unos quince años. Apoderose de aquél una febril y gozosa impaciencia. Nada valía tanto para él como las poderosas emociones del descubrimiento.
Oyóse ruido de pasos en el corredor. Era Groix. Doutreval tomó el bastón y la cartera y bajó.
—En marcha.
—¿No viene Regnoult? —preguntó Groix.
—Está en el hospital. Lo recogeremos al pasar.
Groix subió al potente «Renault». Doutreval cogió el volante. El «Vivasport» tomó el camino del hospital «L’Egalité».
Regnoult había dado por la mañana las clases de Doutreval. Por el momento, estaba al servicio de su «patrón» en el hospital «L’Egalité». Doutreval, con paso ligero a pesar de la pierna, enfiló los largos pasillos sonoros para ir a buscarlo.
Al pasar, alguien le llamó:
—¡Señor Doutreval!
Éste se detuvo. Era Beaujoin, el administrador.
—¿Cómo está usted, señor Beaujoin?
—Muy bien, gracias… Quisiera hablarle un momento…
—¿En seguida?
—¿Tiene usted prisa?
—Bastante…
—Se trata de su hijo.
—¡Ah!
Doutreval experimentó una ligera turbación.
—Diga.
—¿Se ha enterado usted de que en estos últimos tiempos frecuenta mucho el sanatorio?
—¿El sanatorio?
—Sí, allá arriba, sobre la colina.
—¿Qué diablos debe hacer allí?
—Eso es lo que me pregunto. Se rumorea mucho…
—¡Ah! —exclamó Doutreval.
Pero seguía sin comprender.
—Al parecer, hay allí una jovencita que le ha caído en gracia…
—¡No!
—Dicen que… su hijo le lleva café, mantequilla…
Beaujoin sonrió. Y lo mismo hizo Doutreval.
—¿Eso le han dicho?
—Diez veces lo he visto con mis propios ojos.
—¿Diez veces?
—Por no decir más.
—¿Y quién es esa muchacha?
—Una enferma.
—¿Una enferma?
—Y muy enferma. He hecho mis averiguaciones, y, a mi juicio, se trata de un asunto bastante peligroso. En fin, que su hijo corre algún riesgo. Yo no soy médico, no entiendo, pero me parece…
—Muchas gracias, señor Beaujoin —dijo Doutreval.
—He creído obrar bien…
—Ha hecho usted perfectamente. Ya procuraré poner fin a esa estúpida chiquillada.
Recobró su porte de gran señor y sonrió.
—¡Esa juventud! Se lo agradezco mucho, señor Beaujoin. Esos muchachos de hoy día son muy despreocupados. ¿Dónde están nuestros veinte años, señor Beaujoin?
—¡A quién se lo dice usted! —suspiró el obeso administrador.
—¿Cuándo se reunirá la Comisión de las Casas de beneficencia?
—El próximo lunes.
—Tengo que hacerle un pequeño pedido. Se trata de material para mi servicio… Ya volveré a hablarle de esto próximamente. Perdone, pero me están aguardando. Hasta pronto, ¿verdad?
Estrechó la mano de Beaujoin y prosiguió su camino por los pasillos que olían a productos químicos, a aguas de javel[35] y a ácido fénico. Silbando, caminaba con paso ligero, procurara disimular su cojera, hacía girar el bastón y respondía con gesto desenvuelto y familiar al saludo de los internos. En el fondo, una flecha envenenada le roía el corazón. Desde hacía algún tiempo había observado un gran cambio en su hijo. Michel había dejado de salir de noche. Antes manirroto, ahora se había vuelto ahorrativo. Había cambiado el «Camel» por tabaco negro. Fumaba mucho menos. Ya no compraba revistas de 8 y 10 francos. Trabajaba más, y todas las noches se iba a la cama después de cenar. Pocos días antes, en el trascurso de una conversación de sobremesa, Mariette exclamó de pronto, estupefacta:
—¡Cómo! ¿Conoces tú el precio de la mantequilla y del café?
Por el momento, Doutreval no atribuyó importancia a ese repentino e inexplicable saber. Pero ahora se le antojaba particularmente alarmante.
Regnoult estaba listo. En cuanto vio llegar al «patrón» corrió a su encuentro y le siguió. Subieron al coche y marcharon a Saint-Clément. Doutreval guardó silencio durante todo el trayecto.
El pabellón de los niños estaba situado en la parte externa del asilo de Saint-Clément. Por entre la retozona chiquillería Doutreval, seguido de sus dos ayudantes, siguió adelante, erguido, con porte distinguido, vestido con un traje de corte inglés a grandes cuadros color crema, y apoyándose con gesto tan natural en su bastón de junco con anillas de oro que su cojera pasaba casi inadvertida. Correspondía con una sonrisa cordial al deferente saludo de las guardianas y enfermeras. Y los niños corrían hacia él, hacia Regnoult y sobre todo hacia Groix, a quien apreciaban mucho.
—¡Señor doctor! ¡Señor doctor!
Doutreval se abrió paso por entre el horrible griterío de los pequeños monstruos; una humanidad frustrada, malograda, deforme, incompleta, chiquillos a quienes faltaba el cráneo o el mentón, que no eran más que tronco o cabeza, rapaces miserables y repugnantes, feos como alfarería mal cocida, llenos de legañas, de muermo, de purulencias, supurándoles los ojos, la nariz, las orejas y el cuero cabelludo.
Enanos y colosos, escuálidos inocentes de miembros esqueléticos y jóvenes brutos, chiquillos excesivamente vigorosos para su edad, bestiales, con sus mandíbulas formidables, con la palma de la mano gruesa como palas de lavandera, hecha evidentemente para el asesinato, futuros homicidas designados de antemano y cuya triste mirada le seguía a uno sin comprender nada. Los mayores, los más avisados, tiraban de la mano a los más estúpidos y a los más horriblemente atrasados, cuidaban de ellos, los protegían y los adoptaban. Los condujeron cerca de Doutreval. Entonces, alrededor de los tres hombres, estallaban gritos, voces indistintas y aullidos, que expresaban la alegría de aquellos pequeños desgraciados al volver a ver a quienes tan buenos eran para ellos. Y hasta aquellos que jamás lograrían hablar, refunfuñaban, ceceaban, mugían y dirigían a los médicos algo así como un bárbaro y confuso grito de ternura. Numerosas manecitas se aferraban a ellos, les tocaban, les acariciaban y les palpaban como si fueran tentáculos. Regnoult, nervioso, reprimió un estremecimiento, un sobresalto de asco.
Este espectáculo le producía siempre una impresión de pesadilla. En cambio, Groix tenía en gran estima a aquellos pequeñuelos, incluso a los más horrendos, a los que tenían una cabeza de escafandra, de pez o de insecto. Incluso los viciosos, los que rascaban… Cuando se cruzaba con ellos los llamaba aparte. Les olía las manos para sentir los sucios y sospechosos olores y parecía querer hipnotizarlos con la mirada.
—¿Habéis sido buenos?
—Sí, señor doctor.
—Está bien. Vete a jugar. Toma un chocolatín.
No faltaban mozuelas a las que era preciso maniatar para impedir que se extenuaran. Había algunas que hasta con las manos atadas se exasperaban el sexo sirviéndose de los talones. Todos los vicios hereditarios bullían en el fondo de aquellas almas abandonadas, retrotraídas al ser primitivo y que volvían a descender la escala de la evolución.
A las muchachas más reservadas, más viciosas, más tímidas, trabajadas ya por la pubertad, les gustaba ocultarse, sonrojarse y hacer visajes. Los muchachos tenían rostros simiescos, y en sus juegos daban muestras de extemporáneas violencias. Algunos desamparados gimoteaban desconsoladoramente por los rincones, en un estado de absoluta inadaptabilidad. Un pequeñuelo, rubio como el oro, esmirriado, de ojos azules, simpático y casi hermoso, se acercó con temor a Groix, y, cogiéndole de la mano, le dijo en voz baja:
—Señor, yo quisiera volver a casa de mi madre…
¡Las madres! ¡Cuántas eran las que habían abandonado a aquellos pobres monstruos frutos de sus entrañas, que sólo les inspiraban asco y repugnancia! No faltaban matrimonios alcohólicos que cada año, regular e infaliblemente, depositaban en el asilo una nueva criatura idiota, un desecho más, y que al año siguiente volvían a comenzar.
El completo abandono de los internados en el asilo era cosa corriente. ¡Cuántos miserables locos internados en Saint-Clément morían sin haber vuelto a ver el rostro amado, el rostro de la madre, de la mujer, del hijo que, cual fantasma doloroso, flotaba aún en su mente oscurecida despertando a veces en ellos un vestigio de conciencia, una lágrima de desesperada lucidez! Las familias acababan por desinteresarse totalmente. De cuando en cuando Doutreval recibía una extraña carta:
«Señor doctor, quisiera tener noticias de mi padre, de mi marido…». Luego, las cartas se iban espaciando. Después, nada. Cinco, diez años de silencio. A la muerte del desdichado demente, la administración escribía a la familia, y Doutreval recibía una breve respuesta:
—Señor doctor, le ruego que para evitar gastos entierran a mi padre en el cementerio del asilo…
Ni siquiera una postrera visita al muerto. Sólo el abate Vincent acompañaba al loco a la fosa común.
En la enfermería esperaban a Doutreval, que se proponía experimentar el curare en un muchacho de unos quince años. El paciente estaba tendido en al cama, desnudo. Regnoult le aplicó una inyección de curare en la vena del brazo. Doutreval, con el cuaderno de apuntes en la mano, anotó las reacciones; relajación muscular, muecas, ojos que bizquean, y, a poco, parálisis progresiva de los miembros. A una señal que en aquel momento hizo Doutreval, Regnoult inyectó el producto convulsivo.
Como de costumbre, la crisis sobrevino en el acto, pero infinitamente menos violenta. Una cierta estupidez, debida quizá al curare, impidió que apareciera la habitual expresión de angustia y de terror que se dibujaba en las facciones de los pacientes. Algunas violencias convulsivas hicieron crujir la espina dorsal produciendo una crispación de los miembros, aunque sin fractura aparente. Al cabo de unos minutos el enfermo recobró el conocimiento sin dar muestras del terror y de las ganas de huir que solían producirse. Sólo se quejaba de un enorme cansancio y de un violento dolor de espalda.
Doutreval, siempre reservado, exultaba interiormente.
—Yo creo que el problema está resuelto —dijo.
Y diciendo esto dio unos golpecitos en el brazo desnudo del enfermo.
—Nosotros te devolveremos el juicio, pobre diablo. Singular regalo, en el fondo. Si tuvieras voz y voto quizá nos pedirías que te dejáramos abandonado a tu suerte…
—¡Oh! —exclamó Regnoult.
—¿No opina usted así, Regnoult? ¿Insiste usted en que uno tenga conciencia de la nada?
—Pues, sí…
—Tal vez esté usted equivocado. A menudo he pensado que la conciencia, la noción del yo, debe ser, simplemente un accidente desgraciado.
—¿Desgraciado? —terció Groix.
—Imagínese usted una hormiga, Groix. Vive, trabaja y sufre. Supóngase que de pronto, por un milagro, le da usted la noción, la conciencia de sí misma. Sabe que vive, que es una hormiga y comprende repentinamente su horrible destino, que es el de penar durante dos o tres estaciones para luego desaparecer. ¿Le habría hecho usted un don precioso, Groix? Y no siendo el hombre sino una hormiga con la memoria muy desarrollada, capaz de seguirse a sí mismo en el tiempo, de verse a sí mismo una y otra vez a través de las diversas circunstancias de su vida, lo que constituye simplemente la conciencia ¿le extraña a usted que yo vacile alguna vez, que experimente una especie casi de remordimiento en el momento de devolver a un semejante esa lucidez y esa conciencia?
—No es usted muy alegre que digamos —dio Groix.
Doutreval sonrió.
—No creo que la inteligencia pueda funcionar sin un poco de melancolía, ha dicho alguien. Vamos, sus notas, Regnoult. Y cuento con usted, Groix, para que me vigilen este muchacho y me proporcionen una observación completa. Volveré mañana por la mañana.
Guardó las notas en al cartera. Luego, acompañado de Regnoult, salió del pabellón infantil y subió a su automóvil. Groix había permanecido en el asilo para observar el tratamiento que había de seguir el enfermo. Además, era su semana de guardia en Saint-Clément. Pero no se quejaba. Este incorregible bromista, fiel al antiguo espíritu de chanzas pesadas y despiadadas, quería a sus locos, para quienes no vacilaba en vaciar sus bolsillos y en menguar sus honorarios. Como los más de ellos eran unos desgraciados abandonados, para llevarles una manzana, un caramelo o un juguete se personaba a veces en el «Taverne du Roi René», donde solían reunirse algunos de sus camaradas, estudiantes e internos, para jugarse el aperitivo a la manilla o al póquer de dados, y con natural actitud se apoderaba de todas las apuestas, o del dinero que devolvía el camarero, diciendo:
—¡Para mis pobres!
Metíase las monedas en el bolsillo y se iba tan tranquilo. Y tras él vociferaban:
—¡Nos estás fastidiando con tus pobres!
Groix, satisfecho, se pasaba la mano por la nuca, se calaba hasta los ojos el sombrero flexible con gesto desenvuelto y se alejaba silbando.
Como de costumbre, aquella noche, después de cenar, Doutreval se fue a pie por las calles de la ciudad hasta El progreso social. Eran aquellos sus momentos de sosiego, de saludable ejercicio tras las largas horas de clase, de hospital y de laboratorio. Caminaba lentamente, erguido, con porte rejuvenecido, apoyándose con cierta negligencia en el bastón del lado de su pierna lastimada, y apretando con los blancos dientes la boquilla de ámbar. Los estudiantes que al pasar le reconocían, le saludaban. Las mujeres se volvían para mirarle. A pesar de desdeñarlas, esto le producía una confusa satisfacción. Con la ligera palidez de su rostro, la frente despejada, con dos surcos verticales encima de las cejas y las sienes plateadas, que tan bien cuadran la madurez de su faz casi exenta de arrugas, Doutreval, se daba cuenta de que poseía una especie de severa belleza que no dejaba de causar impresión. A pesar del frío que todavía se dejaba sentir le gustaba pasearse de aquel modo, liberado ya de todo esfuerzo. Acudían a su mente el asilo, los niños, el enfermo, la experiencia. Respiraba profundamente, su pecho se hinchaba de esperanzas y apresuraba inconscientemente el paso. En segundo término se proyectaba una sombra desagradable: el recuerdo de Beaujoin, a quien había vuelto a ver por la tarde, y de Michel.
Como todas las noches, Jeanne Chavot trabajaba en la corrección de pruebas para el periódico del día siguiente, en su espacioso despacho del primero piso del edificio de El progreso social. Jean Doutreval habló del curare, de los ensayos hechos con gatos, y del afortunado experimento que aquella mañana había practicado por primera vez en un cuerpo humano. Y decía a Jeanne Chavot:
—De este modo hemos pensado emplear el curare…
No se refirió a Groix, que fue quien sugirió la idea. Ni tampoco habló de Michel. Sin explicarse las razones, la revelación que aquella mañana le había hecho Beaujoin le era particularmente humillante y desagradable de confesar.
Al día siguiente al mediodía, la familia Doutreval, se reunión en el antiguo comedor, un poco oscuro, contiguo al salón. Antes de dirigirse a sus clases, Doutreval esperó a que su hija menor, Fabienne, recogiera el servicio de la mesa. Luego, en presencia de Mariette, dijo a Michel:
—¿Irás esta tarde a la Facultad?
—Sí, papá.
—Luego ve a verme en el laboratorio. Tengo que hablarte.
Michel no contestó. Parecía más contrariado que sorprendido. Mas por la manera con que Mariette miró inquieta a su padre y a su hermano, Doutreval intuyó que también su hija mayor había adivinado algo, y que su ternura de ama de casa, había experimentado un sobresalto.
Tillery, que desde hacía dos meses se había establecido como médico en un populoso barrio de la ciudad, se trasladó aquella tarde al laboratorio de Doutreval para pedir un análisis a Groix.
Regnoult y Groix, los dos ayudantes de Doutreval, destinaban a su «patrón» todo el tiempo de que disponían. Habían «apostado» por él y Doutreval por ellos. Trabajaban para él, atendían a su servicio y se encargaban de las tareas materiales. Doutreval lograría su nombramiento de agregado y les otorgaría su influencia. En las Facultades de Medicina son muy corrientes esta clase de asociaciones.
Por el momento, las ganancias de Groix y Regnoult eran puramente honoríficas. Agenciábanse algún dinero practicando en el laboratorio de Doutreval una especia de «trabajo negro», efectuando análisis a precios módicos a cuenta de médicos amigos. Al entrar Tillery, Regnoult se hallaba precisamente atareado en uno de esos análisis. Con ayuda de un hilo de platino recogía del fondo de una pequeña escupidera esputos amarillentos, partículas cáseas[36] que colocaba sobre una laminita de cristal y secaba luego al calor de una llama de gas. Un hedor a esputo quemado apestaba el aire. Groix fabricaba capilares al calor de un mechero Bunsen, trabajando el vidrio con el virtuosismo de un vidriero. Hubiérase dicho que la quebradiza materia se tornaba en sus manos dócil y maleable.
Calentaba un tubo, lo volvía de uno y otro lado y lo ablandaba como una pasta hasta que el vidrio cobraba un color anaranjado. Luego lo estiraba de un solo golpe, alargaba como una goma el cristal semilicuefacto y lo adelgazaba hasta la finura de un cabello, de un hilo flexible, ligero, que rompía luego a la longitud deseada. O fabricaba pipetas de bolas soplando en un tubo enrojecido al calor de la llama; materia en fusión irisada de reflejos suntuosos. Con el soplo se hinchaba una gruesa hernia de cristal, una hernia enorme y delgada, como un aneurisma. Groix parecía divertirse con aquel trabajo de prestidigitación, elegante y casi mágico. Regnoult llevaba una deslumbrante bata blanca. Sobre sus ensortijados cabellos castaños, una toca de tela inmaculada, echada hacia atrás, dejaba al descubierto su frente ancha y despejada. De vez en vez cogía de un cenicero el cigarrillo encendido, lanzaba una ligera bocanada de humo y volvía a colocarlo, discretamente, donde estaba. Groix llevaba su viejo traje de deporte, a cuadros, protegido por le delantal azul del jardinero de Doutreval. Junto a la cicatriz del rostro, balanceándose a cada uno de sus movimientos, colgaba un rubio mechón. Y una colilla apagada se sostenía apenas en al comisura de los labios En aquel momento entró Tillery con la gravedad de un médico recién establecido, una abultada cartera bajo el brazo y la mirada serena a través de sus gruesas gafas de concha, a caballo en su «respingona naricita».
—¡Hola, farsante! —exclamó Groix.
—¡Hola «Cararrajada»! —dijo Tillery, soltando la cartera y apoderándose del paquete de cigarrillos dejado imprudentemente por Regnoult sobre la mesita del centrifugador.
—¿Y la clientela? —dijo Groix.
—Parece que eres hombre afortunado —insinuó Regnoult, sin apartarse del fregadero donde lavaba las laminitas de cristal que teñían de azul celeste la porcelana del lavabo.
—No puedo quejarme —dijo Tillery—. Evidentemente no han faltado sorpresas. El viejo cuya clientela he heredado trabaja con la dos A[37]… Al principio la clientela creyó que yo seguiría igual. Suscitáronse equívocos y tuve que dar explicaciones…
—Hasta el punto de que te has perjudicado a ti mismo.
—Naturalmente —dijo Tillery, encendiendo el cigarrillo en el mechero Bunsen donde Regnoult calentaba los esputos—. Ya te he dicho, a migo Regnoult, que tus cigarrillos eran infectos. Un individuo como tú, como semejante «permanente», sólo puede fumar cigarrillos ingleses espero no tener que repetirte esta observación. Naturalmente, hubo clientes que se sorprendieron… Pero, en fin, la clientela va aumentando. Tenía tres indigentes y ahora ya tengo cinco.
Regnoult y Groix se echaron a reír. Más lo cierto era que, estudiante mediocre, bastante perezoso, pasablemente ignorante y con un soberano desdén por los estudios teóricos, Tillery prosperaba. Tenía conciencia de su propia ignorancia. Mostrábase prudente, consultaba a tiempo a colegas más experimentados, se limitaba a tratamientos corrientes, ciertos y garantizados, y o se arriesgaba a ninguna innovación. Sin embargo, poseía se don de observación, que es la primera cualidad del médico. Sobre todo, tenía en gran estima a sus enfermos. Salido del pueblo, le conocía, sabía hablare, moverle a risa, emocionarle, consolarle, animarle y, en suma «tomarle el pulso». Pues con frecuencia lo que el hombre pide ante todo a su médico es una confortación. En resumen, los enfermos de Tillery sanaban tan rápidamente y tan bien como los de Belladan, el niño aplicado, la gran esperanza de sus profesores, que e había establecido en el mismo barrio y que a pesar del lujo de su instalación y de su preclaro saber, vegetaba inexplicablemente, mientras iba en aumento la clientela de Tillery.
—No es eso —siguió Tillery—. He traído trabajo para ti.
Abrió la cartera y sacó de ella bocales y tubos de cristal etiquetados, que colocó delante de Groix.
—He aquí dos Wassermann, un análisis de urea y, esto es lo más urgente, una mucosidad de garganta. Date prisa.
—¿Difteria? —preguntó Groix.
—Eso me temo…
Groix dejó las pipetas. El tubo de cristal que le tendía Tillery contenía simplemente un trozo de algodón, y, encima, un poco de mucosidad gris, extraída del fondo de una garganta humana. Con unas pinzas desinfectadas, Groix retiró el algodón, lo frotó sobre una laminita de cristal y se dirigió al lavabo a lado de Regnoult. Gota a gota iba vertiendo sobre la laminilla líquidos azules, colorantes y decolorantes. Círculos rosas y azulados se iban agrandando sobre la porcelana del lavabo.
—Hace mucho tiempo que no han encargado nada para el Père Donat —dijo Groix manipulando la laminilla.
—Cierto —repuso Tillery, remedando el porte, el aire de miope y la voz nasal del viejo Donat—. Precisamente estaba pensando en mandarle una barrica de cola en pasta.
—¡Es una idea genial! —exclamó Groix—. ¡De cuerdo!
El viejo Donat era la cabeza de turco de los estudiantes guasones. Ésos encargaban en su nombre las cosas más disparatadas: doce carretilla de ruedas de goma o trescientos pares de gafas verdes, cuya llegada a su domicilio dejaba anonadado al viejo Donat. O comunicaban telefónicamente su fallecimiento a la Prefectura, a la Facultad, al Obispado, a El progreso social y a toda la prensa.
—Deberíamos tener papel de cartas con su nombre —observó Regnoult.
—Lo tendré mañana —dijo Groix—. Ya me las arreglaré.
En aquel momento entró Michel en el laboratorio.
—¡Ah! ¡Macropodo, doble metro, acrófalo, subproducto de la digestión! —gritaron Groix y Tillery al verle entrar—. ¿Qué vienes a hacer aquí, Coprófago?
—Salud —dijo Michel.
Y diciendo esto se dirigió a al escalera que conducía al piso donde estaba el despacho de su padre.
—Tu padre se ha marchado —le previno Groix—. Ha dicho que le esperes.
—Muy bien —repuso Michel—. ¡Eh, el de las gafas! ¿Cómo va la tesis?
—Perfectamente —respondió Tillery, quitándose las incriminadas gafas y aplicando a los cristales el vaho de su aliento antes de limpiarlos con el faldón de la chaqueta—. Todo en marcha.
—¿Sobre qué tema? —preguntó Regnoult.
Tillery volvió a remedar el tono nasal y el continente doctoral del profesor Donat.
—Historia de la apendicitis. Hermoso tema, señores, un tema espléndido. Ahora estoy enfrascado en el estudio de la apendicitis en China. Si puedes documentarme a este respecto…
—Lo siento —dijo Michel, riendo.
—¡Apagad la luz, pelmazos! —gritó Groix.
Tillery dejó a oscuras el globo eléctrico. Groix, a horcajadas sobre el taburete, encendió la lámpara del microscopio oculta detrás de la bola de cristal llena de agua azulada. Sólo se vio la faz de Groix inclinada sobre el microscopio e iluminada a través de la bola de agua con un extraño reflejo espectral.
Tillery miraba en silencio el rostro cejijunto de Groix.
—Veamos un poco nuestras pequeñas inmundicias —dijo Groix—. Nada… Nada… Nada en absoluto. Vuelve a encender, Michel. Cércate, Tillery, puedes mirar tú mismo. Aquí hay difteria.
—¡Uf! —dijo Tillery
—¿Hombre o mujer? —preguntó Regnoult de lejos.
—Un muchacho. Un excelente muchacho. Hijo único de un matrimonio obrero.
Se calló. Limpió de nuevo las gafas, y con su habitual tono de chanza prosiguió:
—¿Sabéis la última de Santhanas?
—No. Cuenta.
Entonces Tillery se puso a contar cómo Santhanas, que la noche anterior estaba de guardia en «L’Egalité» había querido de todas maneras curar a una muchacha que se presentó con una ligera hemorragia, una española que chapurreaba el francés. Fue imposible hacerle confesar qué procedimiento había empleado para abortar. Sor Angélica se había negado a entregar los instrumentos para la cura. A su juicio, la muchacha no tenía mal aspecto y estaba en condiciones de esperar hasta la mañana siguiente.
—Santhanas y sor Angélica disputaron casi toda la noche —dijo Tillery—. Por la mañana, al llegar Géraudin examinó a la muchacha. Había simplemente menstruado por primera vez. Pero como la hemorragia había sido copiosa, se asustó y se fue corriendo a «L’Egalité».
Tillery remedaba ora a Santhanas, ora a sor Angélica, con su cofia y sus breves ademanes, ora a Géraudin mascando su cigarro y tocándose el lóbulo de sus orejas…
Aún reían Michel, Regnoult y Groix cuando llegó Doutreval. Al verle entrar, Michel tuvo un sobresalto. El relato de Tillery le había hecho olvidar el motivo de la visita a su padre. Doutreval, haciendo con la mano un ademán cordial, correspondió al saludo de sus ayudantes y de Tillery. Y vio a su hijo.
—¿Eres tú, Michel? Aguarda un minuto.
Doutreval apenas inspeccionó el laboratorio. Apoyándose ligeramente con la mano para descansar un poco la pierna herida, se detuvo frente a una mesa y cogió un frasco.
—¿Qué es esto?
—Un análisis de orina —dijo Regnoult—. Un trabajillo… encargo de un amigo.
—Está bien. ¿Se han hecho las Wassermann para el asilo?
—Está todo listo. Seis positivos sobre siete. Sólo Louvic ha sido negativo.
—¿Has preparado las fichas, Groix?
—Están listas.
Doutreval puso las notas en orden.
—Bien, luego pasaré a recogerlas. ¿Quieres venir conmigo, Michel?
En pos de su padre, Michel subió lentamente la empinada escalera, pues al profesor le dolía la rodilla en las ascensiones. Entraron en el despacho de Doutreval. Más que un gabinete de trabajo, era un laboratorio. Entre las dos ventanas había solamente un pequeño escritorio con dos asientos. Pero en torno en la estancia, a uno y otro lado de las mesitas de mármol, estaban dispuestos lavabos, armarios de cristales, estantes, estufas, neveras, anaqueles repletos de frascos, probetas, «gradillas» llenas de tubos de ensayo y vasos de todas clases y de todas formas: de cristal, de hierro, de loza, de porcelana o de barro cocido. Reinaba hierro, de loza, de porcelana o de barro cocino. Reinaba en la estancia un olor penetrante a yodo y ácido fénico.
—Siéntate, Michel —dijo Doutreval.
Ya haciendo lo mismo frente a su hijo, le miró y sonrió con una sonrisa forzada
—¡Ah, Michel, Michel!
Casi nunca se había visto sonreír a Doutreval. Este esfuerzo, esta voluntad de mostrarse dulce y bondadoso, emocionaron a Michel. Al entrar estaba dispuesto a la batalla, pero ahora se sentía ya casi anonadado y dispuesto a capitular.
—¿Querías hablarme, papá? —dijo con cierto aplomo.
—Sí. Tengo que hablarte seriamente.
Con la mano manchada de encarnado y de azul por la fucsina y los colorantes del laboratorio, buscó maquinalmente sobre el escritorio unas pinzas Lemuseux con las que no cesó un momento de jugar.
Por primera vez iba a hablar de mujeres y de amor a Michel. Hasta entonces se había mostrado a este respecto extrañamente silencioso. Y se sentía turbado.
—Se habla mucho de ti en la Facultad, en el hospital y en el sanatorio. Al principio, me encogí de hombros. Ayer fue el propio Beaujoin quien me dio cuenta de lo que ocurría. Parece que tienes un flirt, una aventurilla, en fin…
Michel no respondió. Se daba cuenta de que estaba palideciendo.
—Nada te habría dicho a no ser por tu insistencia. Parece que te has dejado… coger y que has ido un poco lejos, Michel. He hecho mis averiguaciones y debo recordarte que se trata de una enferma, de una contagiosa y al mismo tiempo de una muchacha sin dinero ni educación, de alguien con quien en modo alguno debes soñar en una cosa duradero. De todos modos, huelga decirte estas cosas porque no puedo siquiera admitir la idea que en estas condiciones… No se trata de nada serio, ¿verdad? No puede haber en este asunto nada serio.
Hubo un silencio.
—Contesta, Michel.
—No —murmuró Michel.
Doutreval respiró, y una expresión de complacencia se dibujó en su rostro.
—Me lo figuraba. Ya pensé que esto no podía ser grave…
Levantose y dio algunos pasos por el gabinete. Distendiéronse sus facciones. Volvió a sentarse en la butaca, frente a Michel y prosiguió:
—Ya sabes que no soy ningún puritano. Yo también he tenido veinte años y comprendo la juventud. Pero aquí el caso es grave. Se trata, por lo que a ti respecta, de una cuestión de salud. No sólo se encuentran muchachas bonitas en un preventorio, Michel. Tú eres fuerte, pero los bacilos han arruinado a otros más fuertes que tú.
Miró a Michel. El muchacho bajó los ojos y guardó silencio.
—Además —prosiguió Doutreval—, aunque no se tratara de una cuestión de salud, mis advertencias seguirían teniendo todo su valor. No tienes derecho a casarte ahora ni a unir tu vida a la primera mujer que te haya salido al paso. Tienes que desempeñar un papel social, ocupar un puesto y asegurar un rendimiento. Representas un capital, no sólo para mí, sino para tus profesores y para la sociedad. No tienes derecho a menguar este capital y te relajarías lamentablemente, hijo mío, si te casaras con esa muchacha.
Con sus largos dedos moteados de las sanguinolentas manchas de la fucsina, Doutreval, jugueteaba con las pinzas Lemuseux, las abría, las cerraba y hablaba maquinalmente, subrayando las palabras con ademanes breves y enérgicos. Sentado e inclinado hacia delante, hablaba en voz baja y contenida sin mirar a Michel. Quería sin duda inculcar a lo que decía todo su poder de persuasión, haciendo partícipe a su hijo de su caudal de experiencia de hombre maduro.
—No te dejes nunca gobernar por el corazón, Michel. La vida exige hombres fuertes. Todos los que han realizado grandes cosas casi siempre las han llevado a cabo pasando por encima de cierto número de víctimas… Cronwel, Napoleón… Es la vida. Es la ley de las cosas. La existencia es una batalla, el curso de la cual tú no cambiarás. Tómala como es. No seas ingenuo. No sueñes. Sé fuerte. Debes conocer de joven lo que los hombres suelen experimentar costosamente: el amor no cuenta. Uno ama diez, veinte veces. Ya te darás cuenta. ¡Sólo Dios sabe cuántas mujeres amarás en tu vida! Y siempre sinceramente. Y siempre también, te consolarás de cualquier amor. Obra pues en consecuencia. No te prohíbo que te distraigas y que alegres tu vida… ama, si quieres, y diviértete. Pero sobre todo, fiscalízate. Júzgate a ti mismo, fíjate cómo amas y reconoce tus propias locuras sin avergonzarte, pues todos hemos pasado por esto. Mas diferénciate de los demás hombres en el sentido de que tú no creerás en lo que ellos creen. Déjate, si quieres, conducir por ella mientras no te encamine a insondables simas. Créeme: uno llega a conciliar perfectamente el amor y la sensatez. Se pueden hacer todas las bromas a condición de preservar el porvenir, de no tomarse nunca el amor en serio y de saber en qué momento debe cesar el delirio. Lo esencial es frenar a tiempo. ¿Me has comprendido?
—Así lo creo… —murmuró Michel.
—Me objetarás que esto implica la existencia de una víctima propiciatoria. Pues sí. Es triste y lamentable, pero es así. La vida lo reclama. La vida es selección y tienes derecho a llegar lejos. Debes recorrer una carrera científica deslumbrante. Yo te la preparo. Heredarás mi obra para defenderla y proseguirla. Prestarás a la humanidad el más precioso de os servicios. Pero esto exige víctimas. Si te detienes ante el primer ser insignificante y no te atreves a dejarlo al margen no llegarás nunca a ser alguien. En el mundo hay una serie de gente, Michel, cuya misión estriba únicamente en servir al progreso de una selección. Es la sola explicación posible de las cosas… Resígnate, pues, y mantente firme. Ninguna mujer debe ser para ti sino un instrumento… o un pasatiempo.
Luego guardó silencio. Miró a Michel, que permanecía mudo, con los ojos finos en el suelo.
—Te he hablado de hombre a hombre. Creo haberte convencido. ¿Lo crees tú? ¿Me tienes confianza? ¡Contesta!
—Sí —contestó Michel en voz baja.
—Está bien.
Doutreval se levantó y dio una cariñosa palmada en el hombro de su hijo.
—Hemos terminado. ¿No me guardas rencor?
—No tengo por qué…
—Pondrás fin a todo esto de una manera discreta, ¿verdad?
—Sí —murmuró Michel.
—Está bien. Veo que has comprendido. Estoy contento.
Michel salió del gabinete de su padre y se dirigió al laboratorio. Tillery se había marchado. En un rincón, un hombre se desabrochaba os tirantes. Groix preparaba la lanceta.
—¿Te vas? —preguntó a Michel—. ¿No aguardas tu turno?
Sin saber lo que decía, Michel respondió con un exabrupto y encaminose a la puerta.
«¡Cobarde! ¡Cobarde!», exclamó para sí.
Las mejillas le ardían de vergüenza y de rabia. No había podido resistir. Harto se daba cuenta de que el miedo le había atenazado y que su padre le dominaba y le imponía su voluntad. Sí, se había mostrado cobarde. Había renegado de su amor, de su nueva vida. No había sabido defenderlos a os ojos de los hombres. Se había avergonzado de Evelyne y de los lazos que le unían a ella. ¿Qué podía esperar del porvenir si cedía ante el primer obstáculo, si hasta aquel punto juzgaba su causa insostenible, si ni siquiera había intentado legitimarse a sí mismo? Dudaba y ya no se sentía seguro de sí mismo. Un sordo sufrimiento le oprimía el corazón: el asco, el ponzoñoso remordimiento que sigue a la primera traición.