Michel Se convirtió en un familiar del sanatorio. Dos o tres veces por semana, cuando disponía de tiempo, iba a ver a Evelyne. Y pasaba a su lado las horas más dulces de su vida.
Beaujoin, alcalde adjunto de Mainebourg y administrador de los hospitales, se sentía orgulloso de su Sanatorio. Lo hacía visitar a cuantas personalidades llegaban a la ciudad. Subrayaba el modernismo cubista del formidable edificio, la nitidez de los linóleos encerados y las paredes estucadas, la comodidad de los ascensores y la suntuosidad de la sala de operaciones. El visitante pasaba, maravillado, de una habitación a otra, con la impresión de visitar un palacio, una morada apacible y feliz. Si hubiesen podido hablar, ¡con qué gritos, con qué desesperados llamamientos os miserables encerrados allí hubiesen reclamado su casa, su hogar, su casucha sórdida y familiar, su tabuco malsano y al mismo tiempo alegre que hubiera sido preciso mejorar, sanear, reconstruir! ¡No, la caridad oficial no debiera sustituirlos por sus cuarteles públicos!
Allí dentro las mujeres sufrían menos que los hombres. Cosían, hacían punto de media y confeccionaban marcos y muñecas de lana, agenciándose así algún dinero. Sus habitaciones eran también más limpias. Distraíanse en arreglarlas un poco y hasta en cocinar. Pero los hombres, con excepción de algunos, no se tomaban ningún interés por el aseo ni por la confección se salvamanteles o de esteras. Más egoístas, menos resignados y menos acostumbrados al sufrimiento, acusaban al universo entero y se quejaban de todo. Asistían a la decepcionante realización de lo que en las arengas electorales se los había presentado como un Edén, como la sociedad futura ideal: el colectivismo, la asistencia del Estado, el hospital y la casa de beneficencia para todos. Habían aplaudido largamente.
Pero ahora se extrañaban de verse reglamentados, militarizados y tratados como unidades. Y adquirían el convencimiento de que en medicina, como en todas las demás cosas, nada puede equipararse al humilde hogar familiar.
En aquella ciudad del ocio, del silencio y del reposo perpetuo y obligatorio todo el mundo se sentía oprimido bajo el peso de un aburrimiento agobiador. De vez en vez, un viejo fonógrafo, obsequio de una dama caritativa, despellejaba un disco anticuado. Ni libros, ni revistas. Sólo algunos periódicos y algunas novelas por entregas circulaban por debajo de los cobertores. Los hospitalizados las leían por la noche, en la cama, a hurtadillas, escondiendo el libro debajo del embozo al paso de la señorita Daele.
En los retretes se fumaba y se celebraban interminables sesiones colectivas. Vaciar el intestino era una de las mayores distracciones del día. Jugábase también a las cartas, no faltando dinero para ello. Parece que el hombre necesite a cualquier precio apasionarse por algo. No eran raras las diferencias de trescientos francos. Al paso de las enfermeras el dinero desaparecía. Por último, las carreras de caballos producían verdaderos estragos en todas las galerías de los hombres; pues también se jugaba a las carreras. Trigault, un cavernoso condenado sin remedio, hacía las veces de corredor de apuestas, rebasando el fondo en circulación en la cantidad de veinticinco mil francos. Por la mañana, cuando llegaba la Prensa, no hacía más que fastidiar a los enfermos absortos en la lectura de pronósticos y resultados. Y cuando la señorita Daele pasaba por entre las sillas extensibles sólo obtenía de ellos, en respuesta a sus preguntas, una palabra breve y gruñona:
—Poción…
—Purgante…
—Inyección…
Harto preocupados estaban por las hazañas de Gladiator o de Cornichon IV, hijo de Rosalinda y de Siroco, para interesarse por el estado de sus intestinos o de sus pulmones.
Las mujeres, sobre todo las jóvenes, preferían el juego de la correspondencia. Hacían insertar un anuncio en un semanario cualquiera, uno de esos semanarios que se sostienen gracias a las subvenciones de los fabricantes de productos de belleza, y que envenenan a la juventud femenina de Francia brindándoles el amor exclusivo del lápiz de los labios, la permanente, el cine y el flirt. En respuesta recibían diez, veinte o treinta cartas de candidatos enamorados. Sólo la elección ocupaba varios días. Unas temían las visitas y preferían el alejamiento. Otras, por el contrario, buscaban un galán que pudiera ser ocasión de visitas, pequeños regalos y hasta alguna salida. Una escapada de algunos días modificaba un poco las cosas. Y una regresa luego con una lesión más o menos agravada.
También la misa era para algunas motivo de variación. Asistían al servicio divino unas veintenas de mujeres con sus cuellecito blanco y sus florecillas de lana. A falta de sombrero e tocaban con una boina de punto de media que ellas mismas se confeccionaban. Con este aditamento se mostraban coquetas. Y pasaban sonrientes ante los hombres echados en la cama o en la silla extensible que les guiñaban el ojo o las requebraban en voz alta. Uno se hubiera creído en la puerta de una fábrica cuando por la mañana entran las muchachas bajo las miradas de los hombres.
Sin embargo, detrás de todas aquellas mezquindades, les invadía secretamente a los más de los hospitalizados una profunda angustia, el pensamiento de la mujer, del marido, del hijo, del dinero, de la miseria que se cernía sobre los seres queridos y del hogar abandonado donde a no tardar habrían forzosamente de volver… Por eso, al cabo de algunos meses, cansados de esperar alguna curación que no se producía, alentaba en ellos una sorda rebelión contra los médicos, los enfermeros, contra todo el sanatorio, ese ambiente desacostumbrado al que achacaban que contribuyera a la agravación de las enfermedades. Y acababan por querer marcharse como fuese para vivir de nuevo su vida anterior:
—Después de todo, no estaba tan enfermo como pretendía la gente. Hace algunos meses todavía trabajaba. Es aquí donde he enfermado de veras.
En cauto se iniciaba una ligera mejoría, todo el mundo se creía ya curado y no escuchaba a nadie, ni a Ribières, ni a la señorita Daele ni a los internos.
—Esto va mejor. Sí, sí, tendré cuidado. No cansarse. Comprendo.
Se marchaban, reanudaban el trabajo y volvían a presentarse al cabo de seis meses para morir. Tan deprimente era la vida que se llevaba en el sanatorio que a no ser por la carga de una familia, en el noventa por ciento de los casos el enfermo se hubiese negado a curarse y a someterse a aquellos continuos suplicios. Pero por la mujer y sobre todo por los hijos, todos se cuidaban con obstinación y casi con rabia. Se aferraban a la vida y acababan por aceptar el rosario de suplicios, hasta el martirio quirúrgico rechazado al principio con horror: tras un régimen de engorde, reposo total, silencio, soledad, vida de cárcel celular. Luego las primeras intervenciones; lavado de los bronquios, insuflación[30] de aire entre el pulmón y su cobertura para aplastar los alvéolos y dejarlos en reposo. Así, a todos cada quince días se les aplicaba el neumo, introduciéndoles el trocar entre las costillas. Pero no todo terminaba ahí, porque el pulmón se adhería con unas bridas a la pared costal. Era preciso cercenar esas heridas y hacerlas saltar mediante el electrocauterio[31]. Como no se producía ninguna mejora, se ordenaba entonces una sobrealimentación. Pero el estómago se rebelaba, y, de resultas, sobrevenía una pérdida de peso. Entonces el médico empezaba a hablar discretamente de una freni. Poca cosa; se trataba solamente de cortar el nervio que gobierna el diafragma con objeto de que éste, liberado, ascienda y colapse al pulmón. Tras unos momentos de vacilación acababa por llevarse a la práctica. Inyección de alcohol en el nervio frénico para destruirlo. Algunos meses de tregua y nueva recaída.
Sobrealimentación frenética, gastritis, ictericia. Entonces el «patrón» hablaba de una plastia. La toracoplastia consiste en cercenar un número determinado de costillas, suprimiendo en suma la caja torácica en el sitio de las cavernas para que el pulmón se aplaste y las llagas vuelvan en cierto modo a cerrarse y a cicatrizar. El desgraciado se oponía a ello. Entonces intervenían los camaradas:
—A mí me toca dentro de ocho días.
—Pues yo acabo de pasarlo. Me han quitado metro y medio de chuletas.
—A mí, metro noventa y cinco.
—A mí, metro ochenta.
—No es nada.
Bromeaban, y mostraban fanfarroneando sus espaldas hundidas y su torso demolido, como una armazón abatida bajo los hachazos. Pero se resignaban y acababan por aceptarlo todo. ¿No había otros que habían pasado por aquello…? Toracoplastia. Al mismo tiempo, un último esfuerzo de insensata sobrealimentación y también recaída en el noventa por ciento de los casos. Y eso era el fin, el postrer hundimiento. Después, ya exhausto, uno se daba cuenta de que no había nada que hacer. No se comía, no se ingerían más drogas y uno acababa por abandonarse y esperar la muerte. Quince días antes del desenlace, el interno, con tono tranquilo, empezaba a hablar de la casa, de los chiquillos.
—Quince días de «permiso» le sentarán bien, ¿verdad? ¿Y si pasara usted una semana? Ya volverá después… ¿La dulzura de volver a encontrar la querida covacha familiar en la que se ha vivido y sufrido…? El moribundo no podía resistirlo. La ambulancia lo conducía a su casa. Y así su muerte no aumentaba la estadística de los fallecimientos ocurridos en el sanatorio.
Reinaba por doquier la locura de la sobrealimentación. En primer lugar, entre los médicos que prescribían, como suplemento a las comidas, carne de caballo cruda. Y más aún entre los enfermos.
Cada cuarto era una cocina. Cada uno escondía debajo de la cama o en el armario un hornillo del alcohol, conservas, café, azúcar, aceite y vinagre. Se condimentaban latos y se hacían traer de fuera, por la veladora, bistecs, platos de sopa y litros de coñac. Tal mujer acostumbraba a emborracharse como un hombre, y con unas gotas de aguardiente se conseguía de ella cuanto se quería. Los visitantes y los amigos traían también a escondidas «el avituallamiento». Los días de visita, la señorita Daele registraba los paquetes de cuantos llegaban al sanatorio. Pero era en vano. Le pasaban por las narices cuando podía «reanimar» a los queridos enfermos; palomos en frío o litros de jugos de carne que ocultaban rápidamente bajo el embozo… A las seis de la mañana muchos de los cuartos olían a bistec frito. Por encima de las paredes del patio efectuábase un tráfico extraordinario de botellas de vino tinto que abnegados compañeros, tras llenarlas en la taberna más próxima, las introducían en el sanatorio mediante un ingenioso sistema de cordeles.
En muchos de los cuartos, había siete u ocho enfermos, que se excitaban mutuamente a la hora del yantar. Repartíanse cuanto les traían. Cuanto más comieran y mayor número de huevos de suplemento ingirieran, más pronto aumentarían de peso. Además de las pavorosas dosis de carne que proporcionaba la administración, se compraba piadillo de carne de caballo. Y como aquella alimentación inhumana producía náuseas, se disimulaba el repulsivo olor de la carne cruza sazonándola con azúcar y diseminando por encima una capa de confitura. De esta manera llegaban el sábado a la báscula, hinchados, jadeantes y obesos. Diez kilos en seis semanas. ¡Un triunfo! Luego una tremenda indigestión evaporaba los diez kilos. Recomenzábase y se doblaba la ración para ganar de nuevo el tiempo pedido. Más adelante sobrevenía la ictericia, lo que implicaba un retroceso de un mes. Volvíase a empezar, terca y rabiosamente. Esa cochambrosa maquinaria humana que se empeñaba en quedarse enteca, tendría forzosamente que dejarse engrasar. Intervenían entonces las drogas, que provocaban violentos dolores de estómago, inyecciones de cacodilato, aceite de hígado de bacalao que era imposible ingerir por la boca… Al cabo de tres semanas de este régimen sobrevenía una hemorragia o una pleuresía que «desinflaba» definitivamente al paciente. Nada funcionaba, y el estómago, los intestinos y el hígado se resistían a cualquier nuevo esfuerzo. La sobrealimentación había ya realizado su obra destructiva, y los enfermos se abandonaban al enflaquecimiento progresivo, negándose a pesarse. Los médicos, perspicaces, guardaban silencio. Todo había terminado y era inútil cualquier nuevo intento. Producíase un lento decaimiento al término del cual solía sobrevenir la muerte. Luego afluían nuevos pacientes, y, sin ver ni comprender nada, recomenzaban ciegamente la misma lucha y el mismo esfuerzo que había de conducirles al cabo de seis meses o de cinco años al mismo fin. Había fotografías colectivas, viejas de tres o cuatro años. Los que llevaban mucho tiempo en el sanatorio se las mostraban unos a otros, y recordaban a los muertos. ¡Qué tragedia en sólo tres años! Decíase: «¡De todos modos…!». Sin pensar que semejante destino acechaba a buen número de los vivos. Y ni os enfermos ni sobre todo la mayor parte de los médicos, veían la verdad ni discernían en aquella hecatombe el devastador papel de la sobrealimentación. A este respecto el deber del escritor sería guardar silencio y respetar, como el médico, la feliz inconsciencia de los que sufren, si no existiera con otros métodos un remedio, una luz orientadora, una posibilidad de salvación. La lucha por la verdad es el más alto sentimiento de compasión.
Por otra parte, la idea de la muerte apenas obsesionaba a aquellos miserables. La apartaban de sí o la tomaban a chanza. Pero, con todo, permanecía en el fondo del subconsciente, alentando a aquellos moribundos con un supremo frenesí de goce, sobreexcitados por una alimentación incendiaria, el pavoroso horror al vacío y la promiscuidad que reinaba en los cuartos.
Cuando llegaba una mujer pública, una muchacha con «carnet», se la hospitalizaba aparte, aislándola en un cuarto para que no contaminara moralmente a las demás. Pero se permitía que rapazuelas de catorce años cohabitaran con las mujeres casadas que se divertían en corromperlas explicándoles cómo gozaban con su marido, qué tenían que hacer para no tener hijos o haciéndolos «efectuar la visita». Luego, por la noche, se reunían con sus compañeras en la cama.
—Ocho días aquí y se despabila una —decían.
—Aquí se aprende lo que es la «vida» —exclamaban otras. ¡Como si aquello fuera vida!
Entre los hombres circulaban mugrientos periódicos que compraban en común mediante cotizaciones semanales. La señorita Daele sorprendía a veces a dos enfermos refugiados en el retrete.
De cuando en cuando uno de ellos, no pudiendo resistir más, saltaba por encima de la tapia y se marchaba. Una vecina de Evelyne, una «plastia» —le habían cercenado siete costillas—, se fue de parranda ocho días y regresó con la llaga abierta. No volvió a cerrarse nunca más. Al parecer, tenía el pulmón lleno de pus. Y murió. A consecuencia de una fuga semejante otra volvió encinta y también falleció. Otra que conoció a un pretendiente mediante lo anuncios de la Prensa, huyó del sanatorio y tres días después fue encontrada en una carretera, abandonada y medio helada. También ésta falleció.
Subsistía la fiebre de gozar furiosamente de la vida que se les escapaba. No existía ninguna moral, ninguna fe, nada a qué aferrarse. Cuando el abate Vincent iba al sanatorio, apenas se atrevía a hablar y sólo preguntaba:
—¿Cómo va esa salud? Y de moral ¿cómo andamos?
No se podía hablar de otra cosa, pues todo el mundo se negaba terminantemente a ello.
Sobre todo, ni por asomo se hablaba de la muerte. Ahuyentábase esta idea el mayor tiempo posible y uno se mentía a sí mismo.
Simplemente se vivía. Sin embargo, a la hora postrera no faltaban quienes, sobrecogidos de miedo, invadidos de repente por un terror inaudito, se resistían a morir se debatían, blasfemaban y vociferaban el horror que sentían al tener que desaparecer. Se les oía en los cuartos contiguos. Los demás enfermos les escuchaban paralizados de terror. Por esta razón la administración mantenía en sus funciones a la anciana veladora, a sabiendas de que se emborrachaba todas las noches. Sólo ella, quizá gracias al alcohol se conformaba en permanecer hasta el fin al lado de aquellos moribundos que rugían horriblemente. Miseria de una humanidad sin ideal de esperanza y de luz; que sólo cuenta con la vida terrenal y que comprende súbitamente que hasta esta vida le será arrancada.
Vecina de Evelyne era Clara, la histérica. Tenía atemorizado a todo el mundo. A veces, las sola presencia de un hombre la sobresaltaba. Se revolcaba por el suelo, se arremangaba las faldas, mordía, blasfemaba, vociferaba palabras obscenas, hacía sus necesidades y luego se quedaban en un estado de completa rigidez. Sus compañeras habían de levantarla, desnudarla y cambiarla de ropa. Aparte de estas crisis era una muchacha buena y servicial. Más allá estaba hospitalizada una anciana que tenía un cáncer en el recto. Efectuaba sus deyecciones sin darse cuenta, por lo que en la mesa o en el refectorio se esparcía de pronto un hedor insoportable. Naturalmente, todo el mundo se marchaba y ya nadie tenía ganas de comer. Otra se meaba mientras dormía en el banco y escupía sin el menor reparo largos gargajos viscosos en su «pote de confitura», una escupidera de cristal azulado medio llena. Venía luego la oronda Julia, cuyos audaces besuqueos con su novio los domingos a la hora de la visita en los jardines, constituían la gran distracción de los otros enfermos. Se les veía de lejos, en un banco solitario, casi sentados uno encima del otro. En el cuarto contiguo al de Julia, Madeleine Rieux recibía una vez por semana en su habitación a su marido, un crápula inquietante. Y sus amores o sus querellas domésticas resonaban por todos los ámbitos del hospital.
María, otra vecina, tenía veinte años. Su padre iba a verla todos los domingos. La quería mucho y la asistió hasta el fin, lo que no todos hacen. Pero se había vuelto a casar, y la madrastra no se personaba nunca en el sanatorio a causa de antiguas disputas familiares. María murió un sábado por la tarde, en plena lucidez. Su padre estaba presente, pero no su madrastra; porque cierta gente no olvida una disputa ni siquiera en presencia de la muerte. En el cuarto de encima estaba su compañera Germaine Saulvez.
Tenía quince años.
Tres Saulvez había en el sanatorio: la madre y las dos hijas. Y tres hermanitos en la guardería, esperando que la madre curara o muriera:
Dos cuartos más allá estaba Zélie Chabry. Su marido, tuberculoso como ella, hallábase en tratamiento en el pabellón C., pero no se podían ver. Su hijo, un chiquillo de once años, estaba hospitalizado en el sanatorio de Berck-Plage. Chabry tenía permiso para visitar a su mujer. Este día se rasuraba cuidadosamente, se ponía su elegante traje y subía a besar a Zélie.
A poco se acabó el dinero con qué pagar la pensión del muchacho. Entonces Chabry abandonó el pabellón C y volvió al trabajo. Como se debilitaba rápidamente, Zélie salió también del sanatorio para cuidarle. De tal modo que murió tres meses antes que él. Fue su marido quien la contagió pero como éste padecía de tuberculosis esclerosa, resistió más tiempo. Muertos los dos, jamás se supo lo que fue de su hijo.
Tales enfermedades, por demasiado largas, acaban por cansar las voluntades. Los casos de abandono eran numerosísimos. Entre aquellas desgraciadas había una cuyo marido sólo se acordaba de ella cuando estaba bebido. De cuando en cuando se presentaba sin apenas poder tenerse en pie, lloraba como un becerro en el cuarto y no se le volvía a ver por espacio de tres meses. Otros sólo iban al sanatorio para hablar de separación o de divorcio.
—Debes comprenderlo, yo soy joven. No es ésta vida para un hombre… Si quisieras, podríamos arreglarlo…
Otros, temiendo el contagio se negaban a que la mujer regresara al hogar. Y aún otros no se presentaban nunca, olvidándose brutalmente de la mujer y hasta del hijo. En los cuartos del piso superior al de Evelyne había una mujer recién casada, que ingresó en el hospital ocho días después de su matrimonio, y que no había vuelto a ver a su marido. Otra mujer, abandonada encinta por su amante, ya moribunda, no hacía más que repetir:
—¡Ojalá muera pronto! ¡Antes de que mi hijo venga al mundo!
Y en el departamento de los hombres se encontraba un muchacho de quince años que desde hacía tres no había visto a su madre.
La miseria de aquellos muertos en vida era total. El hospital no proporcionaba ropa de ninguna clase. No les quedaba ya un céntimo, ni una camisa, ni un pañuelo, y a veces ni siquiera un botón o una aguja. Una indigencia como nadie puede imaginarse.
El departamento de los hombres estaba abarrotado. Se tuvo que hospitalizar en el de mujeres a un joven de veintiocho años, Edmond Jacquet. Pero ello no tenía importancia porque Jacquet no se movía de la cama.
Estribaba su desgracia en tener depositados veinte mil francos en la caja de Horros. Existía una pugna sorda entre la mujer y la madre de Jacquet respecto a dicha herencia. La madre hubiera gustosamente cedido, pero la mujer engañaba a Jacquet, hasta el punto de que toda la familia excitaba a la madre a no soltar la presa. En tal ambiente no tardó Jacquet en sospechar la traición que e fraguaba a su alrededor. Se consumía, quería marcharse, interrogaba a sus amigos, y tenía con su mujer violentas escenas… Cuando ésta le tranquilizaba, Jacquet la emprendía con su madre. Y una tras otras se aprovechaban de su ventaja para hablar —a su juicio, discretamente— de la libreta de la Caja de Ahorros y del testamento que sería conveniente que Jacquet hiciera…
A éste le fue dada la postrera dicha de no saber con certeza que su mujer le engañaba. Falleció un día por la mañana tras una breve noche de solitaria y dolorosa agonía. Le veló la señorita Daele. La sangre obstruía los pulmones y la garganta. Murió ahogado.
Jamás se supo si dejó testamento y si fue la madre o la mujer la que salió triunfante. Tratábase de un caso interesante de tuberculosis sin bacilos. Se inocularon sus esputos a un cobayo que vivió bastante tiempo después de la muerte de Jacquet.
Había aún otra desgraciada: Simone, una mujer pública. La soledad en que se encontraba la hizo acercarse a Evelyne, pues todo el mundo huía de ella. Haciéndole preguntas insidiosas, las enfermas, las más de ellas obreras, adivinaron la verdad sobre ella y supieron que era pupila de «chez Triboux». Y la trataban despectivamente, como a una muchacha perdida. En el refectorio, donde permanecían media hora después de las comidas, se formaban pequeños grupos. Se charlaba, se jugaba y se disputaba.
Simone, sola, al margen de aquellos corrillos, sentíase feliz cuando tenía temperatura; ello le dispensaba de bajar al refectorio. No tenía otra amiga que Evelyne, sumida en la misma soledad que ella.
Simone tuvo mucho dinero, pero ahora no disponía de un ochavo. Llegó a aquella región con cinco mil francos, que se evaporaron estúpidamente entre regalos a sus amigas y a su patrona, la señora María, la mujer del todopoderoso Triboux. Cuando salió del café para hospitalizarse no le quedaba ni un céntimo. La señora María explotaba a sus muchachas como si fueran clientes. Simone comenzaba a darse cuenta de ello, y a sentirse vagamente cansada de aquella vida. A veces hablaba de marcharse y regresar a su casa. Su madre, que regentaba una tiendecilla en Le Mans, suponía a su hija empleada en un hotel. Así se lo dijo Simone. Pero la madre era pobre y volver a su casa era imponerle una pesada carga.
En su automóvil, o en el de un cliente, la señora María se presentaba con Triboux, el «patrón» y dos o tres muchachas pintarrajeadas, orgullosas de exhibir fastuosos vestidos de seda natural, zapatos de piel de lagarto, joyas y «renards[32]» azules. Pues la clientela de Triboux era rica. Todo el pabellón quedaba mudo de estupor. Pero aquellas damas no le llevaban nada a Simone; antes al contrario, se apropiaban de los pequeños marcos exornados con cintas que Simone confeccionaba para venderlos. Y si Triboux deseaba una gran muñeca de lana y se disponía a sacar la cartera, la señora María intervenía prontamente:
—No las vas a pagar, por supuesto…
Y además, llevaba a Simone ropa blanca y combinaciones. La señora maría era muy coqueta; y Simone bordaba maravillosamente.
Fue Beaujoin, tabernero y administrador del hospital, quien, vulnerando el reglamento, hizo ingresar a Simone en el pabellón C., pues Beaujoin, además de ser cliente de Triboux estaba ligado a él por indestructibles compromisos electorales. También el administrador, acompañado de su mujer, visitaba de vez en vez a Simone, a quien presentaba como a una protegida suya merecedora de compasión. La señora Beaujoin se tomaba por Simone el mismo interés que la señora maría, o sea entregándole ropa para bordar. Y Simone, que siendo prostituta hubiera tenido que hospitalizarse en salas reservadas, no ignoraba que gracias a la poderosa influencia de aquel tabernero metido a político no la habían trasladado de pabellón, y por esa razón se afanaba en bordar una ropa interior verdaderamente regia con que cubrir las ampulosas caderas de la opulenta tabernera.
Simone era una buena muchacha que estaba siempre triste. Vaciaba el vaso de noche de Evelyne, le prestaba pañuelos y le hacia la cama, no importándole el contagio, los microbios y todo cuanto creaba el vacío alrededor de Evelyne. Algo había en aquel ser perdido que le permitía llevar a cabo prodigios de abnegación y sacrificio; en suma, verdaderas maravillas si alguien la hubiese comprendido. Pero carecía de voluntad. Zarandeada por la vida, había pasado de hombre a hombre, de un amor a otro, con docilidad y servidumbre. Al primero que la había hecho «trabajar» le obedeció pasivamente, sin resistencia, sin pensar siquiera en una posible rebeldía, contenta y aún orgullosa del dinero que daba, de los goces que proporcionaba el hombre amado, del holocausto que le ofrecía… En resumen, una criatura hecha para ser explotada. No sólo se daba cuenta de ello, sino que decía que sí, que puesto que aquello había durado toda su vida, así debía de continuar. Permanecía sumisa, y ni el menor deseo de rebelarse contra aquel estado de cosas acudía a su mente. Aun a distancia, la señora María seguía tiranizándola. Cada vez que visitaba a Simone, le registraba el armario, los cajones, el bolso y leía sus cartas. Un día fue a parar a sus manos la de la madre, la modesta frutera de Le Mans. Sobrevino una explosión de furor. La señora María la rompió en presencia de Simone y la intimó:
—Te prohíbo escribirle. Si necesitas algo debes decírmelo a mí. Yo soy tu madre.
En el bar prestaba servicio un muchacho polaco. Este desgraciado, que quería de veras a Simone, fue a verla una vez. Conmovido por tanta miseria salió a escape a comprarle, de sus menguados ahorros, un cuarto de kilo de café y un kilo de azúcar que le llevó antes de terminarse la hora de la visita. Mas al jueves siguiente, la señora María al descubrir los restos de los víveres, se sintió ofendida.
El polaco no volvió a ver a Simone.
Ésta murió una noche, dulcemente, sin el menor sufrimiento. Esperó ver a su madre; pero la señora María no quería soltar la presa, y ante el temor de algún enojoso entrometimiento se las arregló con habilidad para que telegrafiasen demasiado tarde. Llegó la madre para ver a su hija muerta. Lo ignoraba todo, y en las oficinas del hospital supo con estupor la verdad sobre la profesión de su hija. Del estupor pasó a la indignación y se marchó violentamente a Le Mans sin ver a la muerta ni asistir a los funerales.
Sin embargo, el entierro de Simone se vio muy concurrido. No faltaron la señora maría y todo el personal de la casa; una comitiva de vestidos azules y rosa, multicolores, que todo el sanatorio veía desfilar desde las ventanas. La víspera, la señora María fue al depósito con la señorita Daele y Beaujoin para arrancar de manos de la muerta la sortija y el brazalete.
—Eso me pertenece —dijo—. Se lo presté para el trabajo.
Según lo cálculos de la señorita Daele, de cada cien enfermos, ochenta se desalentaban, acababan por marcharse y sólo Dios sabía qué era de ellos. Durante algunos meses, los más perseverantes volvían de vez en vez al sanatorio para que les aplicaran nuevamente el neumo. Luego, desaparecían. De los veinte restantes, morían diez y los otros diez salían curados, no siempre por mucho tiempo. Todo ello costaba muy caro. En el Pabellón C. el mantenimiento de una cama se evaluaba en unos doscientos mil francos. Tarea fácil sería citar a numerosos autores que han denunciado esa impotencia, ese fracaso actual de la lucha antituberculosa. Ello prueba que los medios empleados no son buenos.
Si no existiera para esa multitud de desgraciados otro remedio que la suprema caridad de la mentira, sería criminal proclamar en voz alta semejantes crueldades destruyendo toda esperanza en el alma de aquéllos. Pero existen otras esperanzas, una verdad médica cuyo conocimiento llevará la salvación a los que sufren. Por ello, la misión del escritor es ante todo la de servirla y acelerar su advenimiento.