El sábado de la siguiente semana, por la tarde, Michel se marchó a pie al sanatorio. Al llegar al Pabellón dio los buenos días a Madeleine Daele, rendida y medio enferma de trabajo y de pena. Hacía seis días que no había visto a Seteuil, que se hacía rogar y la amenazaba con abandonarla por no haber pagado una factura del garaje. Le aterraba verse abandonada, «plantada», que Seteuil se estableciera de médico en otra parte y la dejara con la reputación manchada y el corazón destrozado. Madeleine le amaba como saben las mujeres amar a su primer amor. Y a medida que pasaban los meses y se aproximaba la fecha en que Seteuil, habiendo aprobado su tesis, saldría de Angers para establecerse en otra ciudad, la angustia de Madeleine Daele iba en aumento. Seteuil había dejado ya de pronunciar la palabra matrimonio.
Michel la tranquilizó como pudo. Luego subió al segundo piso en busca del cuarto 17, donde se hallaba hospitalizada Evelyne Goyens. Llamó a la puerta y entró.
La vio primero de espaldas. Pero al oír el ruido, la enferma volvió la cabeza. A la primera ojeada, Michel la encontró cambiada. Más optimista, más animosa. Estaba sentada en la cama, embutida en el tosco uniforme, a cuadros azul marino y gris del hospital. Sólo un sencillo cuello de tela blanca iluminaba la tristeza de aquella ropa oscura. En el escote del vestido llevaba sujeto un ramillete de lana encarnada, azul y amarilla, seis briznas de lana en forma de pétalos enlazados que suelen confeccionar, para venderlos, los enfermos de los sanatorios. Su pálida tez se coloreó imperceptiblemente la espera de aquélla visita la animaba y abrillantaba sus grandes ojos negros temerosos, como de bestia acosada, que tanto sorprendían a Michel. Careciendo de agujas y de gorro de dormir, la muchacha llevaba recogida en una enorme masa, muy alto, encima de la cabeza, la tupida y luminosa mata de sus cabellos rubios, con un peinado anticuado y gracioso como era moda cuarenta años atrás. Al frondosa cabellera, desbordante y fastuosa, menguaba aún más, por contraste, su afilado y diáfano rostro en el que brillaban como ascuas dos grandes ojos, acentuando al mismo tiempo la amarillenta delgadez del cuello, largo y grácil, y de la alta y blanca nuca, una nuca de adolescente sombreada por un vello dorado. Con su blancura y su gracia quebradiza y como temblorosa, evocaba un no sé qué de inmaterial, huidizo y melancólico, algo así como el anuncio de una próxima destrucción.
Sonrió un poco torpemente a Michel, tapándose la boca con la mano porque se avergonzaba de un diente roto. Y este pudor acentuaba aún más la timidez y la tristeza de su expresión.
Y sin embargo, se adivinaba en ella una secreta emoción de felicidad.
—Adiviné que era usted —dijo.
—¿Lo sabía?
—Reconocí su voz, abajo, en la galería…
Evelyne volvió a sonreír y se posó las manos en las mejillas.
—¡Figúrese, usted! ¡Una «visita»! ¡Tengo «visitas», como todo el mundo…! Toda la noche decía para mí: «Espero visita. Quizá tenga visita…» antes, en cambio, esos días eran aún más tistes para mí…
—¿Es un acontecimiento tan importante, una visita de un cuarto de hora?
—Cuando una está sola desde hace meses, ya puede usted suponer…
—¿No tiene usted ninguna amiga?
—Al principio, venían algunas, mientras pude bajar al refectorio. Pero cuando tuve que meterme en cama sin poder moverme, tuvieron miedo… Y además son «bacilar». También esto da miedo… Una teme siempre estar más enferma de lo que está en realidad. Aquí, cada cual vive para sí. Y esto es muy comprensible. ¿No lo cree usted así? Una viene aquí para curarse y quiere curarse… El primer mes iba todos los domingos a misa. Ahora, ya no puedo ir…
—En adelante ya estará usted menos sola —dijo Michel—. Recibe usted visitas, tiene amigos…
Incluso ha querido hermosearse.
Evelyne tocó con el dedo su cuellecito blanco y se ruborizó.
—Me lo han prestado… Simone, una nueva vecina… También está sola porque dicen que es una muchacha de mala conducta. Todo el mundo se aparta de ella… y por eso sólo me tiene a mí. Es muy buena y nada tengo que reprocharle. Me ha prometido que el próximo domingo vendrá aquí a jugar a las damas conmigo. Las otras se pasean. Como yo no puedo moverme de la cama y ella está sola, nos arreglaremos las dos… ¡Oh, señor Doutreval! Eso es demasiado.
Michel, vuelto de espaldas, sacaba de su cartera unos paquetes que depositaba sobre la mesa. Un racimo de uvas negras, chocolate, media libra de café molido y un paquete de azúcar. Tenía calor. Bien el chocolate y las uvas, ¡pero el café! Media libra estaba cinco francos y medio. La señorita Daele le había prohibido tomarlo. Porque al parecer se echaba a perder. Michel se sentía grotesco.
—¿Puedo meter esto en el armario? —dijo vuelto todavía de espaldas.
—No, no… es inútil.
Pero Michel había ya abierto la pequeña alacena. Delante de los tres estantes vacíos en los que se enranciaba una rodaja de mantequilla puesta en un plato, comprendió la razón de aquella negativa. Y oyó detrás de él excusarse a la muchacha:
—Esta semana no he tenido a nadie para hacerme los recados… Por eso no hay aquí gran cosa… por lo general tengo muchas cosas muchas más.
—Por supuesto —dijo Michel—. Por supuesto…
—Por mí no debe usted privarse de nada —agregó la muchacha.
Michel se acercó a ella.
—¿No está usted contenta?
—¡Oh, sí!
—Unas uvas o chocolate de cuando en cuando…
—Sobre todo el café —dijo Evelyne, olvidándose de su reciente mentira—. ¡Hacía tanto tiempo que lo echaba de menos! Justamente una vecina me ha mandado mantequilla…
—Está rancia.
—Sí. Por eso no he podido aprovecharla. Pero estos días me levanto un poco y podría hacerme el café yo misma. Al principio la joven sirvienta polaca me hacía café a mediodía. Mojaba en él mi pan… Mas la sirvienta se marchó. La nueva era demasiado escrupulosa, y, como además yo no tenía dinero para darle, dejó de cortarme el pan y hacerme la cama. El café de la mañana lo dejaba en la repisa de la ventana, y tenía que levantarme para tomarlo. Por la mañana bebía la mitad, y el resto me lo tomaba frío al mediodía con pan… En los últimos tiempos he perdido mucho. No comía ni dormía. Por las mañana hay demasiada luz y la claridad del día me despertaba. Ni siquiera tenemos derecho a tener visillos.
—¿Y ahora?
—Ya no está aquí. Se cayó de un tranvía una noche que regresaba bebida. La echaron a la calle. La sustituta, aunque también se emborracha, es cariñosa. Y además, está Simone. Me mulle la almohada y me ayuda a levantarme… No sólo no le repugna, sino que le gusta hacerlo.
—¡Buena muchacha! —dijo Michel.
Invadiole un sentimiento de indignación y al mismo tiempo de emoción y gratitud. Y casi a pesar suyo profirió una exclamación en la que se encerraba todo su afán de justicia:
—¡Simone recibirá su recompensa!
Pronunció estas palabra se una manera tan espontánea, casi con tanta ingenuidad, que se sorprendió a sí mismo.
—Sí —asintió Evelyne con gravedad.
Siguiendo las explicaciones de la enferma quiso hace él mismo el café. Llenó una taza con agua caliente del grifo del lavabo y depositó café molido en un pedazo de ropa vieja que anudó después e introdujo en el agua. Evelyne reía. Pero se sintió turbada, sin razón aparente, cuando tuvo que tomar el café en presencia de Michel, quien consiguió también que mojara en el líquido una rebanada de pan con mantequilla. Evelyne comía con visible embarazo. Y como se avergonzaba de su diente roto se tapaba la boca ladeando un poco el rostro, lo que acentuaba la timidez de su expresión.
Al marcharse, Michel le pidió el relojito de acero negro estropeado.
Evelyne le preguntó qué quería hacer con él. Michel se lo explicó.
—Voy a hacer que lo arreglen. ¿No le gustaría?
Evelyne se sonrojó de emoción y alegría. Y no se sintió con ánimos para formular una negativa.
Al regresar a la ciudad y pasar cerca del cementerio, detrás de una gran cruz de madera, Michel vio al abate Vincent embutido en una ropa blanca que trataba de quitarse por la cabeza. Sorprendido, fijó más su atención y se dio cuenta de lo que ocurría. El abate Vincent acababa de acompañar un fúnebre convoy a la fosa común y se despojaba de su sobrepelliz para regresar a la ciudad vestido con la sotana negra. Contento de contar con un compañero de camino, Michel avanzó por entre las tumbas y alcanzó al sacerdote frente a al modesta sepultura donde el abate había ido a rezar una breve plegaria.
Cuando el abate terminó su oración, hizo la señal de la cruz, enrolló el alba y la metió en la cartera con el hisopo. Era un hombre regordete, de aspecto bonachón y prosaico. Mostró a Michel la piedra funeraria.
—Una joven enferma. Dieciséis años… Una muchacha del hospital. Una santita, se lo aseguro.
Regresaron juntos a la ciudad. Dos o tres veces por semana el abate Vincent tenía entierros de hospital, y, con frecuencia solo, acompañaba a una hilera de seis o siete féretros de indigentes.
—¡Son todos unos desgraciados! —exclamó el abate Vincent—. ¡Vaya parroquia la mía!
—¿Y consigue usted algo de esta gente?
—No —dijo simplemente el limosnero—. Alivio su miseria, procuro distraerles, les doy sesiones de cine con mi «Pathé-Baby» y les llevo tabaco y manzanas. Esto es todo. Están en una situación en que ni siquiera son responsables ni libres. Sólo les queda el miedo a morir, la esperanza confusa de que un poder desconocido podría tal vez aliviar su mal. Y nada más. Ni siquiera alienta en ellos un sentimiento de moralidad. Cuando se confiesan conmigo me dicen: «No tengo gran cosa que decirle. No he hecho nada malo…». Sin embargo, las confesiones en el hospital son atroces. Los enfermos pierden toda noción del juicio. Cuando padecen, juran y blasfeman y todos profieren la misma exclamación: «¿Pero qué he hecho yo, Dios mío?».
—¿Y sigue usted yendo al hospital?
—No lo hago por ellos ni por mí. Habla usted como la sirviente de casa.
—¿Su sirvienta?
—Sí. Casi todas las mañanas me dice: «Se está usted matando por ellos, señor abate. Hace usted mal. No son más que un atajo de crápulas», Quizá tenga razón. Pero ¿qué quiere usted? Ni siquiera han recibido la educación más elemental… Sólo tienen la obsesión del pan… No ven las cosas como nosotros. Hacer sobre el pan la señal de la cruz representa para ellos un gran acto religioso. Esto les basta. Y quizá también le baste a Dios… Para las cortesanas, acostarse con un hombre no es pecar, sino trabajar. En el dispensario o en al visita de los martes y los viernes, cuando vienen a examinarse para ver si han atrapado la sífilis, les oigo decir:
»—¿Cómo va el trabajo?
»—Estamos en paro forzoso…
»—No rinde, no…
»—El paro va agudizándose y los clientes son cada día más escasos.
»Fraseología obrera, señor Doutreval. Muchas de esas desgraciadas conservan aún la costumbre de rezar el Padre nuestro antes de iniciar el acto… Pues, como le digo, ellas lo consideran un trabajo. Al principio me indignaba y me apenaba. Pero ahora he comprendido. En el fondo, esto es consolador porque prueba que en su corazón han dejado de pecar… Santifican esa abominación como santificarían un trabajo…
»Y si en el hospital de “L’Egalité” hay mujeres que mueren en olor de santidad, el setenta por ciento, cuando menos, son cortesanas, prostitutas…
»¡Qué admirable es el hombre! ¡Ah, si todos supiéramos tener fe en el hombre, creer siempre y a pesar de todo en el hombre! Pensemos un poco en todo el bien que se ha derramado en dos mil años sobre la tierra, y que no hubiera sido posible si Cristo no hubiese tenido fe en el hombre. No podemos nosotros juzgar a esos desgraciados. Sólo Dios puede hacerlo. Por mi parte, cuando después de confesarlos les doy la absolución, les digo: “Te perdono tus pecados en la medida en que has pecado y te reconoces culpable…”.
—En suma, señor abate —dijo Michel—, que cree usted aún que el hombre es susceptible de perfección.
—Sí —dijo el abate.
—¿A pesar del espectáculo que presencia usted todos los días? ¿A pesar de la vida?
—Sí —repitió el abate—, si no lo creyera, sólo horror me inspirarían mis semejantes.
—Mientras que ahora…
—Mientras que ahora les amo como si se tratara de una conquista hacedora.
Michel movió la cabeza.
—No podría seguirle, señor abate. No creo que el hombre pueda perfeccionarse. Desde el bruto prehistórico no creo que haya cambiado nada de nosotros.
De pronto, la voz del abate Vincent se hizo grave.
—Señor Doutreval, si ha dejado usted de creer en el proceso de la perfectibilidad humana, despídase al mismo tiempo de la vida. Nada puede existir entonces sobre la tierra. Sólo luchar, matar y gozar antes de que le maten a uno. Sería el fin de la humanidad, de la conciencia, del deber, de la moral y de la civilización. Si el hombre no cree que puede salvar a sus hermanos está perdido. Morir o salvar.
—Morir o salvar… —repitió Michel.
—Sí. Son palabras de Giovanni Papini. Las palabras rectoras de la vida, señor Doutreval. Ya comprenderá algún día.
Llegaron a la ciudad. Al pasar frente a un establecimiento fotográfico el abate Vincent se detuvo, se excusó y entró en la tienda. Adeudaba en aquel establecimiento una crecida cantidad, las letras de su «Pathé-Baby» que no conseguía acabar de pagar. Pero no ignoraba que la proyección de las cintas, por las tardes, en la sala del hospital, constituía el goce principal de los enfermos. Por ello, y a pesar de la fatiga que representaba para él aquella carga cotidiana, y de la hosca acogida de las hermanas a quienes molestaba con su material en su horario de servicio, no se decidía a privar a los enfermos de aquella distracción. Permaneció algunos instantes en el establecimiento charlando con su acreedor. Al salir reanudó con Michel el camino hacia «L’Egalité».
—De todos modos, la estancia en el hospital, les hace a todos mucho bien —dijo el abate Vincent—. Reflexionan. Esto es una cosa trascendental. Por una vez disponen de tiempo para reflexionar. ¿Se ha dado cuenta usted, señor Doutreval, que en los tiempos actuales nadie reflexiona? Al menos allí meditan. A veces me es dado observar el resultado. Hay quienes solicitan confesarse en vísperas de una intervención… Y falsos matrimonios legalizan su situación…
Y diciendo esto sacó del bolsillo interior de la sotana un pequeño cuaderno de apuntes.
—Aquí está mi contabilidad. Este año he celebrado en el hospital doce bautizos y doce comuniones. Gente adulta, por supuesto. ¡Y cuatro matrimonios! En el hospital, claro está. Y esto sin contar el último caso: una mujer que había de salir dos días después y que me dice:
»—Oiga, padre, vivo con un hombre desde hace seis años, y quisiera casarme…
»—¿Por qué ha tardado usted tanto?
»—Porque él no ha hecho la comunión; y no quiere hacerla. Y yo quisiera casarme por Iglesia… Me educaron en estas ideas, y, ¿qué quiere usted? Esto le queda a una…
Le expliqué lo que tenía que hacer y le dije:
»—Lo que tiene que hacer su marido es presentarse ante mi confesionario y negarse a confesar… Bastó con que se presentara. Y nada puedo decir por ser secreto de confesión… Y al siguiente mes los casé…
—¡Qué curioso! —dijo Michel.
—Sí, es curioso. Iba al hospital para una cura. Ya sabe usted lo que esto significa, ¿verdad? En el hospital, todas las curas son consecuencia de aborto… Al principio, ¡estúpido de mí, no sabía de qué se trataba! Me tomaba interés y a todas las mujeres les preguntaba:
»—¿Qué le pasa a usted? ¿Qué enfermedad es la suya?
»Las mujeres se turbaban y se sonrojaban. Y yo también, porque comprendí lo que ocurría demasiado tarde. Pero ahora ya no pregunto nada.
Despidiose de Michel un centenar de metros antes de llegar a «L’Egalité», cerca del puesto de periódicos. De vez en cuando, con gran indignación de las hermanas, el abate Vincent compraba «Le Populaire» para un viejo socialista canceroso que no tenía en el mundo más goce que éste. Al volver al hospital dio un rodeo y se encaminó a la capilla a rezar un rosario, cosa de media hora, para tener la seguridad de que al llegar a casa ya la sirvienta estaría fuera.
El día antes había comprado un kilo de manzanas camuesas que ocultó en el aparador. El abate las descubrió y se apoderó de ellas para sus enfermos. Por esta razón, prefería no encontrarse con ella.
Michel dejó en casa de un relojero el relojito de Evelyne. Tres días después lo fue a buscar, ya reparado y limpiado, palpitando alegremente con su rápido tictac de bestezuela viva. Lo llevó consigo el resto de la semana. Y sin saber por qué sentíase feliz cuando, por azar se lo encontraba entre los dedos, en el bolsillo del chaleco.