Capítulo IX

La primera vez que encontró al profesor Doutreval en la Facultad, después de los funerales de Suraisne, Ludovic Vallorge fue a estrecharle la mano y le interrogó sobre sus trabajos.

Jean Doutreval, neurólogo, estaba acabando de estudiar un procedimiento suyo para la curación de una cierta clase de demencia hasta entonces incurable, llamada esquizofrenia. Vallorge se interesó vivamente por sus explicaciones. Y Doutreval, dando muestras de contento, le invitó a asistir a una de sus próximas experiencias.

—Venga usted a verme en el asilo de Saint-Clément el lunes próximo, por ejemplo —propuso— verá usted alto interesante.

Vallorge le dio las gracias y se interesó por Michel, el hijo de Doutreval, por su hija Fabienne y también por Mariette… y los dos médicos se separaron mutuamente encantados.

Al siguiente lunes, a las cuatro de la tarde, Ludovic Vallorge atravesaba en coche el pueblecito de Saint-Clément-de-la-Place, quince kilómetros al norte de Angers y, penetraba en el espacioso patio del asilo de alienados. Al mismo tiempo que su coche, se detuvo una ambulancia frente a la puerta de entrada de las oficinas. Apeose un hombre menudo y regordete. Por sus enormes gafas, Vallorge reconoció a Tillery. Detrás de él descendió Groix «El Cararrajada». Y entre los dos sacaron el vehículo a un hombre alto, de anchas espaldas, un bruto de nariz escarlata con las muñecas atadas. A cada momento, levantaba con ademán violento los puños y se asestaba a sí mismo un golpe formidable en la nariz.

Vallorge se acercó al grupo.

—Buenos días —dijo—. ¿De qué se trata?

—De un loco —respondió Groix—. Así lo hemos traído desde Seine-et-Marne ¿se da usted cuenta?

Y diciendo esto se quitó el sombrero de fieltro, se pasó la mano por los rubios cabellos y se aplicó el pañuelo en al cara enorme y risueña, donde la cicatriz del corte dibujaba en la mejilla un profundo trazo vertical.

—¿Por qué se aporrea de ese modo? —preguntó Vallorge.

—Nadie lo sabe. Cosas suyas. Hace esto desde joven. ¡Fíjese qué nariz tiene!

—Había que verle en la estación —dijo Tillery—. ¡Y en el tren! Viajábamos con dos señoras ya ancianas. Apenas entramos en el compartimiento el tipo se puso a mear. Presa de angustia, yo me decía: «Mientras no haga más que mearse menos mal…».

—¡Fue una cosa de espanto! —dijo Groix—, se le hizo tomar bismuto antes de partir.

—¿Bismuto?

—Cuatro paquetes. Los guardianes me lo juraron por la salud de su madre. Ha cogido un resfriado que le durará una semana.

Tillery respiró.

—¿Por qué no lo decías antes, animal?

—Y en París, ¿qué ocurrió? —preguntó Vallorge.

—¡Un éxito! En la estación nos rodearon más de mil personas. Hemos desayunado en casa de un tabernero. El establecimiento estaba atestado. El pobre diablo, que sujetaba un «croissant» con los puños, no acertaba a encontrarse la boca y se propinaba en la nariz unos puñetazos tan tremendos que hubieran derribado a un buey. He tenido que darle de comer a bocadillos… En fin, hemos llegado y esto es lo esencial. Vamos, Groix, ayúdame. Ven, cariñito mío.

Y entre los dos se llevaron sin dificultar al bruto. Vallorge entró en el despacho y a poco hizo lo mismo Doutreval.

Doutreval era un hombre de aventajada estatura y tez biliosa. Su traje claro, con el que contrastaba una corbata de color granate, era de un corte impecable. Cojeaba ligeramente de la pierna izquierda aunque procuraba disimularlo.

—Es usted puntual —dijo—. Perfectamente. Venga usted conmigo.

Salieron del despacho, pasaron juntos el parque, y, para acortar el camino, atravesaron los pabellones de las mujeres. Clamorosas explosiones acogían su paso. En las largas salas con una doble hilera de camas, las locas, acostadas o sentadas y a veces de pie sobre el colchón, rugían vociferaban, cantaban, aullaban levantaban el puño a Vallorge y le dirigían injurias y amenazas. Otras, con la boca desmesuradamente abierta, reían estrepitosa o interminablemente y explicaban al vacío largas e hilarantes historias que les hacían nuevamente desternillarse de risa, mientras que una vecina, tendida e inmóvil, con la mirada perdida, pavorosamente solitaria y extraña a todo, perseguía en aquel infierno un sueño inacabable e incoherente. Al salir de una de aquellas salas, Tillery y Groix se reunieron con Doutreval.

Seguía un pasillo al que daban puertas provistas de ventanales enrejados. Acuciado por la curiosidad, Vallorge echó una breve ojeada al interior de uno de las ventanillas. Un centenar de mujeres, con los cabellos desgreñados, de hosco semblante, unas riendo y otras llorando, movían los brazos e interpelaban a fantasmas… Al darse cuenta de la presencia de Vallorge, se precipitaron hacia el ventanillo como bestias salvajes. Una vieja de cabellos grises, colgantes y retorcidos como serpientes, se agarró a los barrotes de hierro y los mordió. Vallorge, un poco pálido, retrocedió precipitadamente. En aquel momento, Doutreval sacó la llave y abrió la puerta.

Los cuatro atravesaron toda la sala. Doutreval se dirigió directamente hacia las más temibles.

Hubiese dicho que se trataba de un domador. De vez en vez una demente se acercaba cautelosamente por detrás. Doutreval se volvía y le hacía frente, y entonces aquélla se detenía en el acto.

—¡Gorrino! ¡Gorrino! —gritaba de lejos una anciana a Vallorge.

—Yo no estoy loca y le demandaré en justicia. Y me dejarán salir —gritaba otra con el rostro encendido y los ojos desorbitados, al rostro de Doutreval, que la apartaba de su lado con un ademán firme y tranquilo.

Y detrás de los cuatro médicos, una mujer joven, de cabellos rubios y continente apacible, seguía en pos de Vallorge suplicándole en voz baja y gimoteando silenciosamente:

—Señor doctor… Señor doctor…

Fue preciso apartarla rudamente para poder salir de la sala por la puerta del fondo. Cuando estuvieron fuera, Vallorge respiró.

—¡Hay que estar acostumbrado! —dijo.

Doutreval sonrió.

—¡Bah! El único peligro reside en la negligencia de un guardián.

—¿Y esto ocurre a menudo?

—Fíjese en el corte de Groix.

Groix, sonriendo, mostró la rojiza cicatriz de la mejilla.

—Un botellazo que me estaba destinado —explicó Doutreval—. Groix se interpuso y encajó el proyectil.

—Con ello perdí el ochenta por ciento de mis sex appeal —añadió Groix—. Desde entonces sólo me dejo fotografiar de perfil.

—Para ocultar un arma —prosiguió sonriendo Doutreval, dando una palmadita en los hombros a su ayudante— un loco da muestra de una singular inteligencia. El pasado año había uno que se pasó seis meses recogiendo pequeños guijarros en el patio. Se le dejaba hacer porque nada malo se veía en ello… pues bien, amigo el loco iba metiendo los guijarros en un viejo calcetín para hacer con ello una cachiporra destinada a mí. ¿Lo recuerda usted, Groix?

—Ya lo creo, señor. ¡Vaya con la media de lana! Los economistas tienen razón: el guardar los ahorros en una media es un peligro social.

—Por otra parte, todos los años dos o tres alienistas franceses mueren a manos de sus enfermos. ¡Bah!, de todos modos, de una cosa u otra hay que morir. ¿Ha traído usted al loco, Groix?

—Acabo de traerlo.

—Está ya «guillado» —dijo Tillery.

—Ya lo veremos al pasar… Esto le interesará a Vallorge.

Los «guillados» ocupaban una espaciosa sala, abarrotada de camas en la planta baja de un pabellón aislado. Al pie de la primera cama dos guardianes acababan de entregar un traje de basta tela al desgraciado que habían traído Tillery y Groix. Sentado con indiferencia sobre el colchón, el hombre trataba de cuando en cuando, con las manos atadas, de asestarse un puñetazo en al cara. Doutreval se detuvo ante él y le miró un instante.

—Padre alcohólico —dijo Tillery—. Está inscrito en su ficha.

—Evidentemente. Le hará usted una Wassermann, Groix.

Más lejos, un negro gigantesco, de pie al lado de la cama, completamente desnudo —un magnífico modelo de especie humana, hermoso como una estatua de bronce bruñida, con los músculos pectorales y abdominales armónicamente salientes—, miraba vagamente a su alrededor mientras un enfermero le sacudía los hombros y retiraba el cobertor hasta el pie de la cama. Sobre la sábana humeaban los excrementos.

—Sífilis —dijo Groix.

—¡Un tipo soberbio! —exclamó Doutreval—. Qué lástima, ¿verdad?

—¿No podemos hacer nada por él? —preguntó Vallorge.

—Nada. Es un arsenorresistente. Y la malarioterapia no ha dado resultado. Llegará hasta la chochez total. Ya ve usted que no puede retener sus deposiciones. ¡Pobre inteligencia humana! ¡Cuando uno piensa que esto ha sido el destino de un Maupassant! ¡De un Nietzsche, su última carta aún lúcida, a su madre! «¡Estoy loco, madre!», el genio se dio cuenta de su ruina. ¡Ese grito horrible del hombre que se sabe loco! ¿De dónde ha venido éste? —preguntó Vallorge, señalando al hercúleo negro.

—No se sabe. Un naufragio de la guerra, sin embargo, hay una persona que se interesa por él. Una mujer. Sí, una mujer que le ha amado. De cuando en cuando escribe preguntándome por él. ¡Qué curioso…!

Como si aún pudiera comprender, el bruto miraba a Vallorge con sus negros ojazos.

En las otras camas, unos tres seres inertes miraban pasar a los médicos. En un rincón, uno de ellos gemía y gritaba lamentablemente, dirigiéndose al guardián:

—Madre… madre.

No decía más. Sólo guardaba el recuerdo de su infancia, rememoraba a un ser que lo había amado y a quien llamaba continuamente. Otro, sentado en una mesa, introducía la mano roída por un panadizo en una jofaina de agua hirviente. Vallorge echó una ojeada a la llaga y contuvo una exclamación. Se veía el hueso. Sereno, distante, insensible, el hombre bañaba su mano como si fuera otro el que sufriera. Más lejos, había una cama circundada de tablas de madera. Como una especie de caja. Y en el interior de ella, pudriéndose en sus propios excrementos, vegetaba un monstruo, un cuerpo humano desnudo y desmirriado, con un vientre enorme, de miembros esqueléticos deformados por innumerables fracturas. Unos largos calcetines cubrían sus pies contrahechos. Y agitaba brazos y piernas con un horrible balido cabruno. La cabeza era minúscula, sin frente ni cráneo. Parecía terminar en las cejas. En las sienes, los ojos, todavía inacabados y espantosamente separados, semejaban dos globitos de loza, dos bolas azuladas, sin iris ni pupila. Del interior de la caja se desprendía un olor a estiércol. Una mosca que se había posado en el mismo globo del ojo se nutría de aquel ser sin que éste entornara los párpados.

—Es Paul Merchant —dijo Tillery—. Sífilis y alcoholismo hereditarios.

—Es curioso —dijo Vallorge— que un ser semejante pueda tener un nombre.

Doutreval llamó a un enfermero para que cambiara la ropa de la cama.

—No podemos hacerlo muy a menudo —explicó a Vallorge—. Sus huesos se rompen como leños secos. De cuando en cuando se le encuentra con una pierna o un brazo roto formando ángulo recto. Los remendamos como podemos. No se da cuenta de nada. Sólo se interesa por una cosa: masturbarse sin parar… aún es capaz de hacerlo, sin duda por casualidad… Pasen por aquí. Hemos llegado. Aquí está la enfermería.

Entraron en un pabellón más coquetón, más limpio, a la puerta del cual les acogió con efusión el ayudante de Doutreval, Regnoult, un muchacho de ensortijados cabellos castaños, frente despejada y ojos inteligentes.

—¿Está listo?

—Está listo —replicó Regnoult.

Doutreval pasó a un despacho y tomó un carnet de apuntes y un lápiz.

—La experiencia es curiosa —dijo a Vallorge—. Quizá no desconoce usted mis primeros trabajos sobre este tema. Basándome en los estudios de sabios como Meduna, Sakel y Nyiro, hace años que persigo la curación de ciertos casos de locura clasificados bajo el nombre de esquizofrenia… ¿Por qué precisamente estos casos? Porque la esquizofrenia es contraria y en cierto modo opuesta a la epilepsia. De ahí la idea de provocar en estos locos una crisis de epilepsia, artificial para hacerles recobrar la razón. De ahí también el nombre de «convulsoterapia» dado a nuestro método.

—¿Y cómo provocar esta crisis artificial?

—No faltan medios —dijo Doutreval.

Detúvose un instante para descolgar de un perchero una blusa blanca. Se la puso y dio otra a Vallorge.

—Algunos han empleado para las inyecciones —continuó diciendo— una solución de alcanfor. Personalmente, yo abandoné en seguida al alcanfor para echar mano de productos más enérgicos. Actualmente empleo un derivado muy complejo de metilo, cuya síntesis se debe a un químico alemán. He comenzado a aplicar mis ensayos en conejos, perros y gatos y he logrado unas epilepsias magníficas…

Después de buscar en un fichero, exhibió unas fotografías de gatos convulsos y agarrotados después de horribles espasmos.

—Ya los ve usted. Por fin me he atrevido a llegar hasta el hombre. He alcanzado mi cuatrocientas cincuenta experiencia humana.

—¿Con qué resultados?

—Si no se tratara de mí les diría que son extraordinarios. Ya verán ustedes mis estadísticas. Sobre cuatrocientos cincuenta casos he logrado mejoras en doscientos siete. O sea un cuarenta y siete por ciento de éxitos. ¡Y eso tratándose de una enfermedad considerada incurable!

—¡Es magnífico! —dijo Vallorge—. ¿Y obtiene usted realmente una epilepsia experimental a voluntad? ¿Cómo es esto?

—Va usted a verlo ahora mismo. Venga conmigo.

A través de un pasillo siguió a Doutreval hasta una sala bastante espaciosa, desierta, con una cama en el centro y en un rincón una mesa llena de frascos. Allí esperaban Regnoult, Tillery, Groix y un enfermero, todos enfundados en batas blancas. Tendida en la cama había una forma enjuta y desnuda, el cuerpo de un hombre extremadamente flaco. Vería acercarse a Vallorge y Doutreval sin decir nada.

Al respirar se levantaban sus descarnadas costillas y se dibujaban en su cóncavo vientre unos hoyos profundos. En aquella armazón descarnada, de piel marmórea, el pubis no era más que una bolsa negra y velluda. Aparentaba unos cuarenta años. Llevaba barba de varios días. Y tenía unos ojos ansiosos que parecían enormes.

—¿Listos? —preguntó Doutreval.

—¡Listos! —dijo Regnoult.

Doutreval avanzó hacia la mesita, tomó una jeringa y la introdujo en el agua que hervía en un hornillo de gas.

Destapó un frasco y llenó la jeringa. Doutreval se acercó a la cama. A su alrededor, los ayudantes estaban preparados.

—¿Subcutánea? —preguntó Vallorge.

—No. Intravenosa. Una inyección subcutánea exigiría una dosis triple. Diga Regnoult, ¿ha hecho la untura?

—¿Qué untura? —preguntó Vallorge.

—Una mezcla de alcohol, aceite de ricino y yodo por todo el cuerpo. Luego se lo espolvorea con almidón.

—¿Por qué?

—Para que se manifieste la menor señal de sudor. En cuanto aparece en cualquier parte del cuero una simple transpiración la piel cobra inmediatamente un marcado tono violeta. Una sencilla reacción química.

—Muy ingenioso —dijo Vallorge.

—En efecto. Ha sido obra de Groix.

Tomó el brazo izquierdo del enfermo.

—Veamos…

—Aquí, señor —dijo Regnoult mostrando en el brazo del enfermo una mancha de tintura de yodo—. He señalado una hermosa vena.

Con la mano derecha agarrotaba ligeramente el brazo para que se destacara la vena. Doutreval la cogió entre los dedos pulgas e índice de la mano derecha, introduciendo oblicuamente la aguja, la enfiló en la vena y presionó suavemente el pistón. La jeringa se fue vaciando lentamente. Inclinados sobre la cama acechaban los seis hombres vestidos de blanco. Transcurrieron algunos segundos. De pronto, el paciente dijo con voz ronca:

—¡Esto apesta!

Aspiró dos o tres veces. Dibujose en su rostro una expresión de malestar, de inquietud y de angustia, y temblaron sus párpados. Sus facciones se crisparon. Y bruscamente rugió:

—¡Ay! ¡Me hacen daño! ¡Me hacen daño!

El rostro del enfermo se estremeció en una convulsión. Los ojos rodaron en las órbitas hasta blanquear abominablemente. Una contracción terrible levantó todo el cuerpo casi en semicírculo, hasta el punto de que el hombre sólo tocaba la sábana con la cabeza y los pies. Luego una espantosa convulsión inversa lo abatió sobre el colchón como una bestia mortalmente herida, con los brazos y las piernas replegados y aplastando tan fuertemente la barbilla contra el pecho que se oyeron castañetear los dientes. Un poco pálido, Vallorge retrocedió.

—Fíjese, fíjese —decía Doutreval a Regnoult— observe los detalles.

Él mismo tomaba rápidamente unos apuntes en su carné sin apartar la vista del paciente. El hombre, con la boca desmesuradamente abierta, rugía, echaba espumarajos y sacaba espasmódicamente la lengua, parecida a un pequeño chorro de carne sanguinolenta surgiendo a intervalos regulares del fondo de la garganta.

De la nariz le salían unos mocos viscosos y abundantes. Tenía los ojos salientes, horriblemente desorbitados. De pronto, la boca se cerró, dio un chasquido, como un cepo de hierro, y volvió a abrirse con tanta violencia que la mandíbula pareció desprenderse y quedó colgando sobre el pecho. El enfermo levantó despaciosamente brazos y piernas. Los músculos no eran sino bolas y bajo la piel, los tendones parecían cuerdas prestas a saltar. Los dedos de los pies y de las manos se abrían y se crispaban. Un estremecimiento eléctrico, como el que debe de experimentar un electrocutado, agitaba aquella carne. Vallorge miraba con angustia los bíceps de aquel hombre, que no eran más que nudos de carne contraída. De pronto, se produjo un crujido, el ruido seco de un pedazo de madera al quebrarse.

Entonces, a la altura de la pantorrilla, la pierna izquierda del hombre se dobló en un ángulo recto. Los músculos de la pierna, demasiado tensos, acababan de romper el hueso. Y casi al mismo tiempo se rompió el hueso del brazo derecho con el mismo crujido de leños que se quiebran.

—Esto se termina… —dijo Doutreval, al ver retroceder a Vallorge—. Es el fin…

Disminuyeron las contracciones. Amplias manchas violeta, anchos y asquerosos lunares color de mosto, aparecieron aquí y allá, en los brazos, en las ingles, en la frente, en la planta de los pies…

—El sudor —observó Doutreval—. Fíjese. Instantáneamente sale a flor de piel la menor transpiración…

Un chorro de orina y excrementos apareció debajo del enfermo. Y bruscamente surgió otro de líquido seminal.

—Esto se termina. Los esfínteres[27] ceden…

—Y no se ha presentado ninguna señal premonitoria —dijo Doutreval con voz tranquila—. Fíjese, Regnoult; Guibrard pretendía lo contrario. Observen bien. Ahora está llorando. Es el fin.

Un flujo de lágrimas inundaba el rostro violáceo del desgraciado. Abatido, el hombre se revolvió en medio de sus excrementos, de su sudor, de sus babas. Su brazo fracturado descansaba sobre su pecho, tatuado de manchas vinosas. Y su pierna rota se ladeaba, como la de un muñeco destrozado. Fuertes estremecimientos agitaban aún aquel montón de carne. La mandíbula, descoyuntada, dejaba abierta la boca de la que colgaba una lengua azulada.

Los ojos se movían lenta y regularmente, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

—Es el coma —explicó Groix.

—Si dejara de respirar, respiración artificial —ordenó Doutreval—. Tillery, la lobelina[28].

Tillery corrió a la mesita a preparar algo. Más, poco a poco, el enfermo fue saliendo del coma.

Respiró profundamente dos o tres veces. Miró a su alrededor con ojos aterrados, y profirió un grito espantoso, hizo un esfuerzo para levantarse y saltar de la cama.

Groix le sujetó por los hombros. Sentado en medio de sus deyecciones[29] y dando penosos hipos, el paciente comenzó a vomitar. Sin embargo, Doutreval trataba de arrancar a su carne algunos reflejos, le cosquilleaba la planta de los pies, le apretaba la rodilla y tomaba apuntes.

—¿Qué opina usted de esto? —dijo Doutreval acompañando a Vallorge a su coche.

—¡Impresionante! —exclamó Vallorge, aplicando a su rostro un poco pálido y abotagado, su pañuelo de batista.

—Sí, es terrible. A decir verdad ya nos hemos acostumbrado un poco a esto.

—¿Y qué recuerdo guarda el enfermo?

—Espantoso. Es casi imposible decidirle a insistir de nuevo si no ha habido una reacción sensible en la primera sesión.

—Es un inconveniente…

—Cierto. Pero la mejora sobreviene de una manera indudable. Ya se lo he dicho: indiscutible en el cuarenta y cinco por ciento de los casos.

—¿Y las fracturas?

—Evidentemente, eso es una desventaja. Pero creo que curar a un loco al precio de una pierna o de un brazo fracturado no resulta excesivamente caro.

—Exacto —estimó Vallorge—. Por otra parte, la fractura de un hueso largo o una luxación de las mandíbulas no es nunca cosa grave.

—De acuerdo. Además, sólo se ha producido fractura en el tres por ciento de los casos. Sin embargo, e una ocasión hubo doble fractura del cuello del fémur. Es fastidioso. Debo decir que procuré atenuar las contracciones musculares. Pensé sobre todo en provocar el coma hiperinsulínico antes de la crisis, con la esperanza de que en un cuerpo sumido de antemano en el coma la acción del medicamento sería menos violenta. Hasta ahora no lo he logrado. Sigo trabajando… En todo caso, los resultados me parecen alentadores, ¿no es verdad?

—¡Extraordinariamente! —dijo Vallorge.

Doutreval lo acompañó a través del asilo hasta el coche. Por el camino, en los patios y jardines, se cruzaban aquí y allá con un loco errante, hablando solo o bien atareado tranquilamente en cavar al tierra o trabajar en el jardín por cuenta de la administración. Muchos de ellos saludaban sonrientes a Doutreval. Éste abordó a un hombre menudo, de rostro infantil.

—Mire, Vallorge, aquí tiene usted a Nénesse, el visionario. ¡Hola, Nénesse! ¿Y tus voces?

El hombre levantó el dedo:

—¡Hablan! ¡Hablan!

—¿Y tu serpiente?

Nénesse señaló su estómago.

—Continúa estando aquí. Tengo también arañas que me atraviesan la cabeza de una oreja a otra…

—¡Ah!

—Sí. Pero ahora me las como. Es mejor.

—¡Mucho mejor! —asintió Doutreval.

Luego Nénesse habló del cordón de Adán y Eva, de la revolución y del cielo. Explicó que por el momento toda su persona iba encogiéndose y quiso exhibir el miembro viril.

—No vale la pena —dijo Doutreval—. ¿Y tu mujer?

—¡Ah, es vedad! He recibido una carta.

Y diciendo esto sacó un pringoso papel. Doutreval procedió a su lectura en voz alta:

Mi querido esposo:

Tu última carta nos ha hecho sufrir mucho, pero no hemos comprendido todo lo que nos dices. Nosotros vamos tirando. Nuestro hijo León comenzará pronto a trabajar y así todo irá mejor. Esperamos que sigas mejorando y que este invierno estés ya entre nosotros…

El desgraciado les miraba sonriente.

—Sífilis —dijo Doutreval alejándose con Vallorge—. Dentro de un año llegará a la chochez total. Y éste también, este condecorado que se acerca a nosotros.

Un anciano, correctamente vestido, con una cinta en el ojal de la americana, salió a su encuentro.

—¡Señor doctor!

—¿Qué tal se encuentra usted? —dijo Doutreval.

—¡Muy bien! No comprendo por qué me retienen aquí contra mi voluntad.

—¿Por qué se niega usted a comer?

—Esto es asunto mío. Y, además, me han hecho ustedes ingerir no sé qué inmundicia… Aún me dan náuseas.

Doutreval rió. Y explicó a Vallorge:

—Treinta gramos de aceite de ricino. Cuando hacen la huelga de hambre les paso esto por las narices; es una cosa inofensiva y les quita las ganas de reincidir.

—Y todavía sin noticias de mi hija —prosiguió el hombre.

—Yo sí las he tenido. Me ha escrito.

—No me he enterado de nada. Y en todo caso una cosa es segura que no volveré a verla.

Doutreval dejó al hombre y prosiguió su camino acompañado de Vallorge.

—¿Tiene una hija? —preguntó este último.

—Sí, casada. No ha podido vivir con ella porque a veces tiene malos instintos.

—¿Volverá a verla algún día?

—Tal vez. Cuando ya sea un memo y no exista ningún peligro. Pero él no o sabrá. Y, además, ¿lo querría ella todavía? Un anciano que hace sus necesidades en la cama, que babea, que… En general, los hijos no se ilusionan por ello. Aquí, amigo, no se puede creer en muchas cosas. Es el reino de la desesperanza.

—¿Cuántos enfermos hay aquí?

—Tres mil. Y el número aumenta constantemente. El asilo resulta demasiado pequeño. Todos los asilos de Francia son demasiado pequeños. Es inútil que le muestre a usted estadísticas. Nada sacaría con ello. Pero piense usted que si el número de locos continuase aumentando como hasta ahora, antes de dos siglos no habría en nuestro país más que dementes. ¿Por qué esta decadencia racial? Sencillamente, a causa del alcohol y de la sífilis, teniendo en cuenta que el primero es a menudo la causa indirecta de la segunda. ¡Quinientos mil establecimientos de bebidas en Francia! En los países vecinos al nuestro se bebe de tres a cuatro litros de alcohol por año. El francés bebe quince. Nosotros, los alienistas, damos aquí nuestras fuerzas y a veces nuestra vida… Y entretanto, el Parlamento acaba de autorizar la apertura de veinte mil nuevas tascas. ¡Cómo no! El tabernero es el gran elector… Francia es una «tascocracia».

Vallorge y Doutreval se despidieron mutuamente encantados. El primero fue invitado a cenar en casa de Doutreval la semana siguiente.

Doutreval ordenó algunos apuntes, señaló a sus internos y ayudantes el trabajo para el día siguiente y reanudó en coche el viaje a Angers. Dejó el automóvil detrás de la plaza de Armas y se encaminó hacia las oficinas de El proceso social, el gran diario regional del que era secretaria de redacción su amiga Jeanne Chavot. Esbelto, de alta estatura, con su traje gris, Doutreval, a pesar de una casi imperceptible cojera, era supremamente elegante, de una elegancia un poco rebuscada de hombre atildado.

Doutreval, que se casó joven, era viudo desde hacía quince años. A causa de sus hijos no quiso contraer nuevo matrimonio. Escéptico, persuadido en el fondo de sí mismo de la vacuidad de todas las cosas, al mismo tiempo que de la necesidad de ocultar al vulgo esta filosofía pesimista, era uno de esos hombres honrados para quienes su propia honradez constituye un absurdo y que pasan la vida en una relativa rectitud que se les antoja una debilidad. Doutreval soñaba con ahogar su propia conciencia, pero nunca lo logró completamente.

Desde su juventud fue la esperanza de sus profesores, el ejemplar que se lleva a un certamen.

Premio de ciencias en el Concurso General, interno laureado de los hospitales de París y jefe de un servicio de Saint-Louis, publicó una tesis sobre la malarioterapia que causó gran sensación. Preparó la clínica y la agregación. Fue en aquel momento cuando chocó con el hijo de su «patrón». Lechéense.

Éste tenía interés en situar a su propio hijo antes que a Doutreval por lo que le ofreció una misión científica en Alemania. Lechéense hacía lo que quería en los ministerios. Así fue como Doutreval, casado desde hacía poco y padre ya de dos hijos, Mariette y Michel, partió para Alemania donde conoció a algunos químicos que más tarde le prestaron gran ayuda en sus investigaciones.

A su regreso, el hijo de Lechéense era ya sustituto de un profesor, y como el puesto estaba libre, Lechéense hizo agregar a Doutreval dos años después. En aquel momento Doutreval dio comienzo a sus investigaciones, aún confusas, sobre la convulsoterapia.

La guerra interrumpió sus trabajos. No experimentó el menor desaliento. Su mujer murió al dar a luz a su tercer hijo, la pequeña Fabienne. El conflicto mitigó la pena de Doutreval. Se le destinó a un cuerpo de Sanidad de primera línea, recibió en la rodilla un casco de granada que le produjo una ligera cojera, y acabó la guerra como médico militar en el Val-De-Grâce. Una vez terminada la contienda obtuvo en Angers, su ciudad natal, la cátedra de neurología y reanudó sus investigaciones. En la actualidad estimaba haber alcanzado sus objetivos.

Doutreval contaba casar a su hija mayor, Mariette, dentro de dos o tres años. Mariette era una buena muchacha. Maternal, animosa, realista, alegre. Un poco tontuela y alejada de la Ciencia… Pero fiel y cariñosa como un buen perro. Michel iría más lejos. Quizá demasiado bullicioso, demasiado ardoroso en el goce. Pero la juventud hay que pasarla. Más adelante, esta fuerza joven y vigorosa, brutal, práctica, materialista y escéptica, desligada de las viejas coacciones morales, viviría sin duda una existencia pletórica y dorada que Doutreval había soñado para sí sin atreverse a acometerla. ¡Qué fuerza saber lo que es la farsa de la moral y conocer de joven que todo el arte estriba en salvar las apariencias! Esa fuerza, incapaz de adquirirla suficientemente para sí, trataba Doutreval, de una manera dulce y discreta, con palabras encubiertas, de insuflarla a su hijo. Tenía a veces la impresión de que, sin decírselo, Michel le había comprendido. Y ante los excesos del muchacho, que Doutreval reprobaba públicamente, sentía en su corazón un sordo contentamiento. Algunas crueldades de Michel, algunas manifestaciones cínicas con respecto a la mujer, a la vida y a la moral en uso, de las que él mismo no se hubiera sentido nunca capaz, despertaban su admiración. Y decía para sí:

—¡Éste llegará más lejos que yo!

De las hijas, Fabienne, la más joven, era la alegría de Doutreval. Excelentemente dotada y orgullosa, Doutreval veía en ella su propia imagen. Le gustaba tenerla a su lado y, a pesar de su juventud, la asociaba a su trabajo. La consideraba ya como una colaboradora, como el sostén de su edad madura… Más que en sus otros dos hijos, Doutreval, se reconocía en su pequeña Fabienne.

El edificio de El progreso social estaba situado en la esquina de la plaza de Armas. En el oscuro atardecer discurrían por el frontón del edificio letras luminosas imprimiendo una especie de periódico telegráfico que la muchedumbre deletreaba al pasar:

Mañana por la mañana será botado en Nantes el contratorpedero «Duguay-Trouin».

Señora, también usted adoptará la silueta Kruschen.

M. Olivier Guerran, diputado por Angers y ministro de Agricultura, ha recibido a una delegación de viticultores de nuestra región…

Doutreval entró en el vestíbulo del inmenso edificio, se abrió paso por entre los desocupados que leían las hojas recién fijadas en las paredes, subió hasta el segundo piso por una escalera de escape, llamó a una puerta que ostentaba la inscripción «Secretaría» y entró.

Jeanne Chavot, sola en un rincón de la espaciosa estancia, llena de libros y archivos, se hallaba atareada pegando en grandes hojas de papel blanco fragmentos de artículos señalados con lápiz rojo.

Levantó la cabeza. La luz de los globos eléctricos iluminó su rostro fatigado.

—¿Eres tú? ¿Hay alguna novedad?

—Ninguna —respondió Doutreval, retirando un montón de papeles de una butaca y sentándose luego.

Jeanne Chavot tenía treinta y nueve años y hacía cinco que e conocían. Después de algunas aventuras sentimentales bastante penosas en las que estuvo a punto de perder su libertad, Jean Doutreval se consideró dichoso al encontrar en su camino aquella mujer. De ninguna manera quería, contrayendo nuevo matrimonio, imponer una madrastra a sus hijos. Por otra parte, Jeanne Chavot, viuda también y sin hijos, apreciaba demasiado su propia independencia para perderla voluntariamente.

Y, además, le hubiera costado mucho renunciar al interesante e importante puesto directivo que ocupaba en el periódico.

Hablaron largo rato. Jeanne Chavot acababa de recibir la visita de un renombrado médico parisiense que le ofrecía cincuenta mil francos para que se publicara un artículo sobre su método de rejuvenecimiento a base del suero de toro. Ello les indujo a hablar de los trabajos de Doutreval, de la publicidad médica y de ciertos importantes diarios parisienses cuyas acciones están en manos de consorcios farmacéuticos que emponzoñan con sus embustes la mente de las gentes. Luego, como de costumbre, Doutreval, se entregó a sus investigaciones personales a las seis le entraron una comida ligera compuesta de té, carne fría y tostadas con mantequilla que ambos se repartieron. Luego Doutreval, se levantó, dispuesto a marcharse.

—¿Irás a casa esta noche?

—No —dijo Doutreval—. Tengo trabajo.

Y diciendo esto la besó en la frente. Jeanne lo acompañó hasta el descansillo y volvió a su despacho.

Doutreval, a pesar de su rodilla fracturada y el cascote de granada que había quedado alojado debajo de la rótula, bajó la escalera con paso diligente. Era esto, sobre todo, lo que iba a buscar al lado de Jeanne: una oyente, alguien a quien hacer partícipe de sus sueños y quimeras.

Para ir a su casa pasó por el laboratorio que daba a una callejuela y al que un vasto jardín separaba de la casa. El laboratorio estaba profusamente iluminado. Groix y Regnoult, de vuelta del asilo, trabajaban preparando algunos Wassermann. Doutreval salió del laboratorio, y, después de atravesar el oscuro jardín débilmente iluminado por una luz blanquecina procedente de la cocina, entró en al despensa donde encontró a su hija mayor, Mariette, sentada en una silla y sujetando a un gallo entre las rodillas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Mariette levantó hacia su padre su rostro rosado y lozano, enmarcado de rebeldes bucles rubios.

Enjugose la frente.

—Estoy curando a Titi. Tiene un pedazo de cristal en la pata.

Titi, los perros, las gallinas y los palomos eran los grandes amigos de Mariette.

—Apostaría cualquier cosa a que nos has hecho una tarta.

La muchacha miró sus brazos desnudos, redondos y bronceados, donde partículas de pasta habían quedado prendidas, cual una costra blanca encima del vello ligero y dorado. Mariette llevaba la casa y fiscalizaba cuanto se hacía en la cocina.

—Pues sí, tartas de manzana para esta noche. Se están haciendo. La cocinera las está vigilando.

—¡Estupendo! —exclamó Doutreval.

—¡Eres un glotón! Por algo Michel se parece a ti. ¡Titi! ¡Titi! ¿Has acabado de patalear? ¡Ayúdame papá!

Mariette se esforzaba en sujetar al despavorido animal, que aleteaba y le arañaba el rostro. Doutreval agarró firmemente a Titi y tendió la pata herida a Mariette. Ésta, inclinándose sobre el animal, examinaba el minúsculo corte. Con los cabellos cosquilleaba el rostro de su padre, que respiraba el ligero olor a sudor de Mariette mezclado con el suave perfume de tomillo del que le gustaba esparcir algunas briznas entre su ropa interior.

—¡Ya hemos terminado! ¡Gracias, papá! Vamos, Titi, ahora ya puedes cantar.

Cogió al animal por las patas y los subió sobre sus hombros. Titi tenía fijos los ojos en los blancos dientes de Mariette, y sintiéndose tentado, trataba de picotearlos. Mariette reía a carcajadas. Doutreval contemplaba a su hija, robusta, lozana, fuerte, con los finos cabellos rubios cuya raíz aparecía mojada de gotitas de sudor, su tez fresca y juvenil, sus dientes blancos y su hermosa y pura sonrisa. Con la rústica y sencilla fragancia del tomillo, Mariette exhalaba algo así como un perfume sabroso, fresco, algo que hacia pensar en la naturaleza y en el aire puro de los campos. Viejos recuerdos del catecismo y de la Biblia acudieron a la mente de Doutreval.

«… Y sus hijos serán en la casa como jóvenes esquejes de olivo…».

Evidentemente, un joven esqueje de olivo. No era una letrada; ni una letrada ni una sabia.

Totalmente distinta de Fabienne o de Michel. Nada en ella complicado o raro. Un esqueje joven, sólido, rústico y erguido, firmemente plantado. Una extraña emoción embargó el corazón de Doutreval.

—Apártate, Titi —dijo.

Doutreval besó a su hija. Titi aleteó y lanzó unos cacareos miedosos. Mariette volvió a cuidar de sus tartas, y Doutreval se marchó al laboratorio a reunirse con Groix y Regnoult.