Al despedirse de su amigo Guerran, Géraudin subió al coche, y Louis, su fiel chofer, le condujo a la clínica. Allí asistía Géraudin a toda la aristocracia de apellido o de dinero, de la región. Visitábanle también, para extirpar un apéndice o levantar un pecho, gente de París donde sus clientes habían desde hacía tiempo divulgado su nombre y afirmado su celebridad, numerosas mujeres de industriales, artistas y americanas de paso.
Hizo una visita a los cuartos de los enfermos y se detuvo un momento a la cabecera de la cama de la señora Boissy, la mujer de un importante tejero de Fumay. Se trataba de una restauración plática del pecho, un caso difícil que atendía personalmente. La enferma debía seguir en su casa un régimen deplorable a base de vino de Borgoña, pescado y sin duda pollo, puesto que las llagas no llegaban a cicatrizarse.
Pasó casi una hora visitando a los intervenidos y bajó luego al despacho para examinar las cuentas de la señora Claim, la jefa de las enfermeras. Era el lado «práctico» de la profesión, como solía decir.
Esas sumas, esas facturas del carnicero, del panadero, de los proveedores, esos gastos de operación impagados, esas listas de salarios para fin de mes. Esas fichas de Seguros Sociales o de patentes, esas hojas de contribución multicolores, todo ese revoltijo de papeles le horrorizaban. A su juicio, Géraudin había nacido para operar, pero no para fiscalizar cuentas. Más Valérie, su mujer, vigilaba atentamente el rendimiento de la clínica. Hasta el punto de que Géraudin, que había arrancado a la muerte decenas de vidas humanas, perdía el tiempo practicando operaciones de cirugía estética, haciendo superficiales remiendos a viejas epidermis blandengues y ajadas por las pasiones, trabajo indigno de él, pero que le reportaba unos trescientos mil francos al año.
Por otra parte, había alcanzado en este arte un notorio virtuosismo. Sólo de la Comedia Francesa se citaban al menos tres pechos que eran obra suya. Describía un círculo en la piel, en torno a la aureola del seno abatido. Seis o siete centímetros más arriba diseñaba y extirpaba una rodaja de piel del mismo diámetro. Deslizaba el pezón bajo la piel, lo levantaba y lo hacía surgir en el nuevo agujero practicado.
El pecho había sido «levantado» y no quedaba más que cercenar más abajo el resto de la piel vacía e inútil. La cicatriz en torno del pezón, confundida con la aureola, era apenas visible. La intervención costaba cincuenta mil francos. Géraudin estimaba no sin razón, que tales fantasías pueden pagarse.
Cinco años duraba la eficacia de la operación. Luego el peso de los senos dilataba poco a poco la piel y el pecho volvía a caerse. Pero siempre podía recomenzarse la operación.
Géraudin rehacía piernas, vientres y caderas. A las personas obesas, les extirpaba la capa de grasa del vientre y de las nalgas; uno, dos, tres kilos de grasa amarillenta, asqueante como el sebo, la manteca de toda una vida de holgazanería y de buenos bistecs. A las mal formadas le reformaba las pantorrillas; cortaba la piel de la pierna, arrancaba con arte consumado una rodaja de carne y volvía coser. Debajo de los ojos o en la frente hacía desaparecer las bolsas, suprimía las arrugas, desmochaba la piel sobrante y se arreglaba para que la cicatriz recayera en el arco de las pestañas o en el nacimiento del pelo. La ablación de la doble barbilla era para él cosa de juego. La imperceptible huella del bisturí se esfumaba en el pliegue del cuello. Así que «remontadas», tensas, las mujeres gozaban durante algunos años de una efímera primavera. Luego acudían nuevamente a la clínica. Algunos estudiantes guasones aseguraban que algunas de esas mujeres, a fuerza de hacerse «remontar» la piel, acababan por tener pelo en el pecho, como los descargadores del muelle.
Tales trabajos exigían una prodigiosa finura de mano para que las cicatrices pasaran inadvertidas.
Pero Géraudin sabía dar quinientos puntos de aguja en un sello de correos y bordar en un papel de fumar sin perforar éste con un solo de los más celosos y de los más envidiosos. Géraudin era cirujano nato. Intervenía magníficamente, con una rapidez, una precisión y una exactitud en el movimiento que ninguno de sus rivales pretendía igualar. Su sangre fría y su decisión incomparables habían cien veces salvado la vida a sus pacientes. Ante un vientre abierto que dejaba al descubierto desastres insospechados, tomaba en diez segundos una decisión, y escogía entre una ablación y un pliegue, una sutura lateral y una termino-terminale[24]. Más en lo que maravillaba a sus discípulos era en los accidentes brutales —hemorragia, síncope— que sobrevienen de improviso, como un trueno, en el proceso ritual y silencioso de la operación, originando una desorientación y a veces un trastorno en medio de aquella laboriosa armonía minuciosamente dispuesta. En aquellos momentos la serenidad de Géraudin sobrecogía. Ante el vientre abierto, sin prisas, sin nerviosismos, en medio de un chorro encarnado, de una sangrienta y trágica marea, sabía buscar la arteria rota y canalizar la hemorragia.
—Señora Claim, las pinzas… Adrenalina… Aceite alcanforado… —pedía en un tono uniforme, apacible, que imponía a todos el orden y la sangre fría.
Había sido uno de aquéllos a quienes la cirugía debe el masaje directo al corazón. No concedía ya importancia a esas intervenciones, siempre dramáticas y sobrecogedoras para cuantos la presenciaban.
Cuando el intervenido sufría un síncope grave, cuando la respiración artificial y la inyección de adrenalina en el miocardio, y la aurícula derecha o uno de los ventrículos no denunciaban las palpitaciones del órgano inactivo, Géraudin había sido uno de los primeros en atreverse a intervenir deliberadamente al ser confiado a él, ya cadáver, para llegar al corazón. Y practicaba la operación, no por el abdomen y el diafragma, como suelen hacerlos los cirujanos temerosos de protestas y de acciones judiciales, sino directamente, abriendo el pecho, seccionando el esternón a la altura del tercero y cuarto cartílagos costales y practicando una amplia brecha, suficiente para ver con claridad e introducir la mano. A través de esta abertura Géraudin agarraba firmemente el corazón, o amasaba, lo sobaba, y comprimía las cavidades para hacer fluir de nuevo la sangre y practicar una circulación artificial. De pronto, en el fondo de aquel pecho, la víscera aún caliente, el motor de una vida humana, respondía sobre la palma de la mano con un estremecimiento, una contracción y una súbita pulsación.
Y Géraudin, una vez más, había resucitado a un muerto.
En algunos casos, el corazón había vuelto a latir, y el cuerpo, sin recobrar el alma, había vivido todavía tres a cuatro días más. Pero el cerebro había quedado inerte. La resurrección sólo había sido parcial.
El salir de la clínica el cirujano subió al coche contento. Todos los enfermos mejoraban, incluso la señora Boissy, la mujer del tejero. La llaga se cerraba y la cicatriz, en forma de cuerno de luna, exactamente debajo del pecho, coincidía perfectamente con la curva de éste y apenas era visible.
Dentro de poco la señora Boissy exhibiría en Jean-les-Pins un pecho de adolescente. Y la fama de Géraudin se iba extendiendo. Esas cosas acababan siempre por saberse y no existe ninguna discreción profesional que defienda un secreto contra la envidia de las rivales. En suma, un excelente reclamo para Géraudin. Al menos no se diría que iba de capa caída.
Ésta era la gran preocupación de Géraudin: no perder categoría, no envejecer. Sobre todo desde que había pasado de los sesenta. Se observaba constantemente, se estudiaba, se «controlaba», calculaba como un campeón de los cien metros, el tiempo que empleaba en una intervención, pasaba de la desolación a la alegría según hubiera triunfado o fracasado, y acababa siempre por afirmar en presencia de cuantos le rodeaban:
—No, no pierdo facultades. Continúo siendo el gran maestro. Mi mano conserva el vigor de los veinte años.
Sentado al lado de Louis, bajó instintivamente los ojos, se miró la mano, la movió, la abrió, la cerró y se sintió satisfecho al contemplar aquella mano fina, nerviosa, una verdadera mano de artista, vigorosa y precisa, capaz de esfuerzos o tracciones hercúleas o de tactos infinitamente delicados. Una mano tan íntimamente familiarizada con el contacto, las sensaciones y los sufrimientos de la carne, que cuando levantaba una matriz o se posaba en un miembro fracturado adquiría la intuición y la sensibilidad de la carne herida, como si, lúcida e inteligente, sintiera ella misma la reacción y el dolor.
En sus dedos tiernos y duros, flexibles y fuertes, el bisturí iba trocándose sucesivamente en aguja, buril, arco, cuchillo de cocina, herramienta de carnicero o de orfebre.
La maestría de Géraudin despertaba en torno de él el respeto y la admiración. Seguía siendo el virtuoso rodeado de una banda de celosos rivales a quienes dominaba. Sabía que alguno de ellos le espiaban, observaban sus manos, esperaban y acechaban el menor desfallecimiento, la menor señal de fatiga. Esperanza siempre defraudada, botín siempre aplazado para el día siguiente. Más, no obstante, unos y otros se decían al oído que había pasado de los sesenta… internos y amigos comenzaban a observarlo, a estudiarlo y a escrutarlo, cuando operaba, con el ojo despiadado de los médicos. Géraudin sentía sobre sí el dardo de aquellas miradas atentas a un posible desfallecimiento y se mofaba interiormente de ellas, seguro de sí mismo, de su fuerza, con la conciencia de seguir siendo lúcido, vigoroso, preciso y rápido. La propia lucha le sobreexcitaba, impeliéndole a proezas y temeridades que en otro caso no se hubiera atrevido a acometer. Daba miedo. A su alrededor, sus ayudantes estaban siempre con las manos crispadas y el ánimo en suspenso. Y la soltura con que después del último golpe de bisturí levantaba y hacía deslizar a la cubeta la masa de una matriz, arrancaba a los más biliosos la explosión de entusiasmo que saludaba al maestro.
Más de una vez, cuando la sesión se había prolongado demasiado, sentía una especie de escozor en las vértebras de la nuca, una ligera fatiga; en suma, nada importante.
Por eso Géraudin, rodeado de un pequeño grupo de «jóvenes» ávidos de despojos, vigilado por algunos de los cirujanos que él formaba de año en año y que se convertían más tarde en competidores y enemigos suyos, se mostraba, a medida que iba envejeciendo, cada vez más absoluto y celoso de su autoridad y de su prestigio. Su taciturna inquietud y el miedo de verse un día sobrepasado por un joven hacían el vacío en torno de él. De resultas, abrumaba a los demás con la misma injusticia de que antaño había sido víctima. A este respecto, algo detestable ocurre en la organización de nuestras Facultades de Medicina que así condenan al maestro a ver en sus discípulos a un futuro competidor. El jefe de la clínica de Géraudin no tenía derecho a operar en la ciudad. Por tanto, sólo los hijos de los ricos contaban con medios para esperar, y al cabo, quedarse. A los treinta y cinco años, Flégier, su actual jefe de clínica, no había visitado todavía a ningún cliente en la ciudad y ganaba doscientos cincuenta francos semanales. Y como operaba demasiado bien jamás practicaba ninguna intervención importante delante de los estudiantes. Operaba solo, lejos de todos, en la clínica de Géraudin. En el hospital no hacía más que curas. Sólo bastaba que más tarde, cuando fueran médicos los estudiantes se acordaran del talento de Flégier y le enviasen a sus enfermos para el caso de intervención.
Todo esto, y, por añadidura, el carácter de Valérie, su mujer, había que Géraudin no fuera un hombre feliz.
Ya por la mañana, como de costumbre, Valérie Géraudin martirizaba a la servidumbre y trastornaba la casa. Primeramente había pensado en ir a la clínica de su marido para pedir dinero a la señora Claim, la jefa de las enfermeras y su enemiga personal. Pero el señor había tomado a Louis y el «Panhard». ¡Cuando Valérie había dado a Louis la orden de limpiar los cristales del salón! También quería ir a confesarse inmediatamente después del almuerzo, antes de salir para La Baule. Y como el señor había utilizado el coche toda la mañana, seguramente Louis lo engrasaría al volver. Por tanto, ni confesión ni cristales limpios. Para colmo de desdichas, a las diez de la mañana, la servidumbre, aturdida por las órdenes contradictorias y las afrentas recibidas, se enteró de que la señora estaba pasando el período.
Ésta había lanzado su ropa interior a la cabeza de la doncella y le había cometido, estando en casa, una crisis de nervios. No hubo entonces más que una esperanza y un deseo: que llegar la hora de la liberación, la salida para La Baule.
Valérie Géraudin era la hija menor del exdecano Largilier. La mayor, Jeanne, deforme, con el pie contrahecho, muy fea, había acabado por encontrar un pretendiente. Lepoignard, médico militar de escaso porvenir, a quien no tardó Largilier en nombrar jefe de laboratorio. Jeanne murió dos años después. Lepoignard abandonó la ciudad, se estableció en otra parte y sólo conservó de sus funciones el nombramiento y los honorarios, que le eran mandado por correo. Ni siquiera sabía adónde habían trasladado su laboratorio. Habiendo alcanzado el límite de edad percibiría el retiro a partir del año próximo.
Valérie, la menor, no tan mal parecida, no fue mucho más afortunada en su matrimonio. L as taras físicas de la hermana mayor alejaban también a los pretendientes de la menor. Se hablaba de degeneración congénita. Géraudin se dio cuenta de ello y vaciló. Valérie, bastante agraciada, tenía un carácter un poco intemperante. Por otra parte, a Géraudin le venía cuesta arriba dar por terminadas unas relaciones que mantenía desde hacía mucho tiempo. En el fondo, aquel sanguíneo era un sentimental.
Pero se decidió a instancias de su madre, quien soñaba desde su pueblecito con la prosperidad de su hijo. Hubiera querido verle triunfar mediante aquel fastuoso matrimonio. La dote de Valérie se cifraba en dos millones. Géraudin se sintió tentado en su ambición y se casó con Valérie Largilier, quien, a la muerte de su hermana mayor Jeanne, fue única heredera de su padre. El día de la boda de Géraudin, la mujer que había abandonado se presentó con su hijo al pie de la escalinata del Ayuntamiento. Se produjo un pequeño escándalo.
Largilier era hombre acaudalado. Había fundado un laboratorio para explotar comercialmente sus descubrimientos en endocrinología. Este asunto había alcanzado una importancia enorme. Y a la muerte de Largilier, Géraudin, o, mejor dicho, su mujer —pues el contrato de matrimonio había sido bien elaborado— heredó un buen paquete de acciones de los laboratorios «Dynam».
Cuando Géraudin llegó a su casa, su mujer se encontraba en sus habitaciones y nadie se atrevía a subir a hablarle. Comenzaron todos a discutir; Géraudin, La doncella, Louis, la cocinera y otra sirvienta. Decidiose por último a enviar a Louis como parlamentario.
Louis subió al cuarto de la señora. Entre ésta y el chofer se originó una larga disputa que los otros escuchaban desde abajo. La señora lloró, mostró a Louis la bilis que había vomitado en el vaso de noche, habló de su resfriado y de su próxima muerte, acusó al señor, a la doncella y a la señora Claim, la jefa de las enfermeras, y rompió de nuevo a llorar. Louis le recordó que habían de partir para La Baule a las cinco y que era ya hora de prepararse; ayudó a la señora a apretarse la faja que llevaba para aliviar una imaginaria ptosis[25] de estómago, hinchó el balón, refunfuñó porque la señora perdía el tiempo, se chanceó abiertamente de su malestar y habló de su propia mujer, operada desde hacía seis semanas y que teniendo que dar de comer a tres chiquillos trabajaba de lavandera para todos los vecinos. Finalmente, bajó Valérie canturreando una romanza, y en pos de ella Louis encogiéndose de hombros. La señora, cuidó su gastritis ingiriendo un tazón de chocolate con leche, media barra de pan de alajú y una libra de fruta confitada, digiriéndolo todo sin dificultad. A las cinco se partió hacia La Baule, Géraudin en el fondo de «Panhard» y la señora delante, al lado de Louis, porque temía que el traqueteo del coche dañara su estómago. Louis iba a gran velocidad, lo que era del agrado de Valérie.
De cuando en cuando Géraudin recibía una maleta en la cabeza o en las rodillas. Y entonces gritaba:
—¡Pare, Louis!
—¡No se detenga, Louis! —decía Valérie.
Tras un instante de vacilación, Louis obedecía a la señora y continuaba marchando a toda velocidad.
Géraudin soltaba un gruñido, apilaba las maletas lo mejor que podía y guardaba silencio hasta el próximo bache. A través de la portezuela, Kiki, el pekinés de Valérie, ladraba injurias y desafíos a cuantos caminantes de dos y cuatro patas divisaba en el horizonte.
Una vez al mes por lo menos, efectuaban los Géraudin este mismo viaje de Angers a La Baule donde poseían, en medio de un bosque de pinos de diez hectáreas, una espaciosa quinta de recreo, donde miss Dorothy, la enfermera, con ayuda de la sirvienta y el jardinero, cuidaban del hijo de los Géraudin. La herencia de Valérie era onerosa. Su madre, cuyo padre era alcohólico, descendiente de una familia de grandes burgueses que habían dilapidado su salud con el exceso de comida, era una enferma «mental». Murió en una de esas casas de salud de un singular parecido a los asilos de alienados. Y Jeanne, la hermana mayor de Valérie, que había nacido con el pie contrahecho, llevaba visible la marca de aquella tara congénita. Sólo se notaba en Valérie una cierta inestabilidad de carácter. Pero Henri, el único hijo de Géraudin, era idiota. Y se le mantenía, oculto, educándole en secreto en La Baule.
Llegaron ya entrada la noche. Henri estaba instalado en su cuarto, sentado en un cochecito, frente a un gran fuego de leños. Enfundado en una larga blusa negra, con un blanquísimo babero de encaje, el idiota, que iba a cumplir veinticuatro años, agitaba sus manos fláccidas, ladeaba la cabeza y reíase de algo invisible. Tenía ya un bigote crecido. Estaba sujeto al respaldo de su asiento de ruedas con una sólida correa de cuero. Junto a la ventana, miss Dorothy, una nurse inglesa de unos treinta y cinco años, vestida de azul pálido y de blanco, confeccionaba un jersey de lana y vigilaba de lejos a la extraña criatura. Hacía diez años que estaba al servicio de los Géraudin.
Valérie besó rápidamente a su hijo, puso en sus brazos el paquete de juguetes que había traído para él y salió de la estancia. Su hijo le daba miedo y prefería no verlo. En presencia de aquel miserable monstruo, fruto de sus entrañas, le invadía a veces un sentimiento de piedad y de ternura y experimentaba un gran trastorno de toda su maternidad ya extinta, la súbita explosión de un instinto que la horrorizaba. Sentía confusamente que había en ello una fuerza, una fuerza, un poder capaz de perturbarlo todo, de transfigurar su vida entera si dejaba apoderarse de ella la abnegación y el amor hacia aquel demente. Pero tenía miedo, como se tiene miedo con frecuencia de la persona que le salvaría a uno. Y huía, se iba a los jardines, a las habitaciones o al casino a jugarse veinticinco mil francos si era la temporada de juego, o a casa de miss Jenninson si el casino estaba cerrado.
Esto es lo que hizo una vez más aquella noche después de cenar a solas con Géraudin en el rústico comedor, completamente cerrado a causa del frío, desde donde se oía afuera el silbido del viento marino a través de los pinos. Géraudin, mientras comía sin apetito un lenguado rociado con vino blanco, leía el París-Soir apoyado contra la botella de borgoña. Valérie tenía Kiki sobre las rodillas y lo alimentaba con pequeños bocados de pescado cuidadosamente escogidos.
Inmediatamente después del café, Valérie mandó llamar a Louis y con Kiki debajo del brazo se hizo conducir a casa de los Jenninson. Habitaban la quinta vecina, sita a un kilómetro de distancia, una vieja inglesa, miss Olivia Jenninson y sus dos hermanas Adélaide y Emily. Las cuatro mujeres, jugadoras apasionadas, jugaban al bridge hasta medianoche y luego al póquer.
Cuando Valérie se hubo marchado, Géraudin subió al cuarto de su hijo. Henry, delante del fuego, sujeto en su silla de ruedas, jadeaba la cabeza y tartajeaba, mientras miss Dorothy, que acababa de darle a cucharadas una sopa de avena, le limpiaba la barbilla y la boca. Géraudin la interrogó sobre la salud del desgraciado, examinó a su hijo y se preocupó de sus digestiones y de su sueño. Le hizo abrir a la fuerza las mandíbulas para examinar sus amígdalas, demasiado grandes que tendría que intervenir un día u otro. Le puso chocolatines en al boca. El idiota profería gritos convulsivos y accionaba estúpidamente con las dos manos, como si quisiera asir el vacío, enloquecido por el olor de la comida pero incapaz de cogerla y de llevársela por sí mismo a la boca.
Una vez saciado, se tranquilizó. Nuevamente recobró su mirar errabundo, con la cabeza colgando, riendo como un zote y persiguiendo Dios sabe qué horribles ensueños, tal vez recuerdos de su vida uterina… Miss Dorothy había ido abajo. Sentado al lado de su hijo, Géraudin le limpiaba de vez en cuando la barbilla. Pensaba en el otro, en el hijo de su amante, también un muchacho. Debía contar ahora veintisiete años. ¿Dónde se hallaba? Era un hombrecito inteligente. Géraudin recordaba cómo su hijo, siendo niño, le besaba por la noche cuando, habiendo enfermado del garrotillo[26], le cuidaba él personalmente. Se imaginaba sentir aún sobre su rostro el suave roce de sus manecitas deslizándose como una caricia.
El idiota profirió un grito salvaje. Géraudin se estremeció y volvió a la realidad. En torno a Henri, la alfombra aparecía sembrada de juguetes inútiles. Desde hacía más de veinte años, Valérie llevaba cada mes juguetes por valor de centenares de francos a su hijo, quien apenas loas retenía un segundo entre sus manos. Géraudin recogió un conejito con ruedas, un rompecabezas y una flauta de celuloide y lo envolvió todo en un periódico. El conejito de ruedas sería para el pequeño Charles, uno de sus enfermos: anemia perniciosa, tres transfusiones… Géraudin evocó aquel rostro pálido y afilado, aquellos ojos negros y voluntariosos, aquella mirada lúcida y tierna… Decididamente, cuando uno envejece no puede permitirse pensar en algo porque todo causa un gran daño.
Géraudin bajó con el paquete de juguetes. En la escalera se oía soplar con fuerza el viento norte.
Afuera, la ramas de los pinos arañaban los cristales de las ventanas. Al llegar al vestíbulo, Géraudin levantó silenciosamente la tapa de la banqueta gótica que formaba una profunda arca. Era su escondrijo habitual. Allí depositó el botín, luego se trasladó al comedor, tomó del aparador la botella de borgoña ya empezada y la caja de cigarros e hizo funcionar la radio.