Capítulo VII

Deslizábase el rápido, cual una serpiente verde-gris, a través de la campiña de la Tourange, suavemente ondulada y dorada todavía por los últimos esplendores otoñales. En el vagón restaurante, sólo en su mesita, Olivier Guerran almorzaba. Un pollo con ensalada rociado con media botella de Burdeos. A través de la ventana el paisaje se iba modificando lentamente; villorrios de piedra grisácea, ribazos cuajados de cepas todavía purpúreas, castillos de techumbre de pizarra y largas avenidas bordeadas de tupidas cortinas de álamos italianos. El Loira se dibujaba gris y brumoso. Guerran apoyaba el periódico contra la botella de vino, y entre bocado y bocado leía una línea.

Con un marco ovalado, su retrato aparecía en primera página a dos columnas. Mientras comía llegaban a sus oídos discretos y halagadores cuchicheos.

—Es Guerran… el ministro Guerran…

El martes anterior el Gobierno había dado un traspié con una simple piel de plátano. Una maniobra no muy limpia de Ramboise, el jefe de la oposición. Llamado al Elíseo, Ramboise había, naturalmente, recibido el encargo de constituir nuevo gobierno. Y había propuesto a Guerran formar parte del mismo.

Guerran había aceptado a condición de serle adjudicada la cartera de Agricultura. En la precedente legislatura había sido ya dos veces ministro de Agricultura. Y había adquirido en este dominio una competencia que nadie le discutía. Además, ello le reportaba una ventaja. Le creaba una reputación de entendido, al mismo tiempo que podía contestar a los envidiosos de su partido que pudieran reconvenirle haber entrado en una combinación «reaccionaria».

—Yo no hago política. Mi papel en el gabinete es un papel de especialista, de técnico. Yo ocupo un «ministerio técnico».

En cuanto a sus electores, la fabulosa cantidad de cartas y telegramas de felicitación llegados a partir del martes, al ministerio de la calle de Varennes bastaba para tranquilizar a Guerran sobre el modo de pensar de aquéllos. El departamento de Maine-et-Loire, agrícola y vitícola, no podía ver con malos ojos que su diputado electo llegara a ser ministro de agricultura.

Con un sordo gruñido, el tren franqueó un viaducto por encima de un angosto valle.

«Aún faltan diez minutos», pensó Guerran.

Llamó al camarero, pagó la nota y volvió con paso vacilante a su compartimiento de primera clase, apartando a la gente en el pasillo y seguido constantemente del murmullo, agradable y dulcemente halagador, de la popularidad:

—Es Guerran… el ministro… Olivier Guerran…

Guerran era de origen modesto. Hijo de un humilde profesor laico, después de licenciarse en Derecho comenzó a actuar en Angers, pero allí, asfixiado por los abogados de renombre, dándose cuenta de que pasarían por lo menos diez años antes de que pudiera ganarse holgadamente la vida y no contando con medios para aguardar tanto tiempo, se lanzó a la política, un camino rápido y seguro para triunfar en el Foro. Su éxito fue tan resonante que a poco la política le interesó mucho más que el ejercicio de su profesión.

En 1914 partió para el frente e hizo la guerra como simple soldado, rechazando siempre las propuestas que se le ofrecieron para emboscarse. Un año antes de la guerra, después de no pocas vacilaciones, se casó con su amante Julienne, una muchacha a quien conoció en un café, donde lleva una vida asaz ligera, y que tras algunos años de relaciones le había dado un hijo. Pero Guerran se relacionaba también con otra mujer y no pensaba contraer matrimonio. Fue su anciana madrina, la señora de Nouys, una santa mujer cuya memoria todavía veneraba, quien le instó a casarse y le aconsejó en la elección. Entre sus dos amantes, Guerran hubiese preferido a la más joven, bien educada y de carácter dulce. Pero la otra, Julienne, tenía un hijo de él.

—Cásate con Julienne —le dijo la señora de Nouys, una vez que Guerran se hubo confesado a ella—. Es tu deber.

Toda su vida había de pagar Guerran cara, cruelmente cara, su elección. En cuanto a Julienne, por supuesto, jamás había perdonado a la señora de Nouys el hecho de deberle la mayor ocasión de su vida.

A fuerza de insidias y de odio había logrado separar a Guerran de su madrina y la anciana murió sin haber vuelto a ver a su ahijado.

Después de su matrimonio, Julienne había dado a su marido un segundo hijo, una niña. Y, entretanto, la situación política de Guerran había progresado notoriamente.

—¡Angers! ¡Angers!

Guerran se apeó del tren. Un faquín cargó con su maleta y la condujo a un taxi.

—Al «Palais» —dijo al chofer.

No tenía ninguna necesidad de ir al «Palais». Pero cedía a una pequeña vanidad secreta, al afán de ser visto.

Sólo permaneció en la biblioteca de los abogados algunos minutos, el tiempo justo de recoger la correspondencia, de estrechar la mano a sus amigos y de regocijarse con la expresión biliosa de sus rivales.

Los saludos desabridos, falsamente indiferentes, el aire atareado de gentes que no querían verle, los cumplidos penosamente arrancados a labios acerbos, los rumores, los cuchicheos, las ojeadas furtivas a su espalda, las sonrisas insidiosas, todo ello lo saboreó en un instante, intensamente, como el perfume que emanara de su victoria. Habló en voz alta, rió, hinchó el pecho y se mostró a los ojos de todos el más fuerte, el más optimista, el más seguro de sí mismo, más triunfador aún de lo que se sentía. Sabía que desde hacía años se le espiaba, se observaba su rostro y se analizaban sus facciones cuando acababa de pleitear, para encontrar en ellas una lasitud, un abatimiento, los primeros síntomas de la fatiga. Circulaba el rumor de que padecía una afección cardiaca y que ello se notaba en su arteria temporal, sinuosa y demasiado hinchada después de un esfuerzo oratorio. Y los envidiosos observaban a pesar suyo el temporal de Guerran después de cada una de sus intervenciones. Vio a Rebat, el más recalcitrante de sus enemigos, entrar en la biblioteca y esperar como un ratón en cuanto se dio cuenta de la presencia del nuevo ministro. Escuchó regocijado el relato que se le hizo de cuanto había ocurrido el miércoles por la mañana, cuando se supo que formaba parte del Gobierno. Casi un motín; abogados fuera de sí mismos, profiriendo injurias y querellándose, altercados entre amigos y enemigos; en suma, una verdadera revolución palaciega. Hasta el punto de que el bibliotecario, el anciano Mayer, se había visto obligado, con respeto no exento de firmeza a interponerse entre dos grupos prestos a llegar a las manos.

El gabinete y la habitación de Guerran se hallaban a dos pasos del «Palais». El abogado se trasladó allí a pie. El despacho del «patrón», los secretarios y las salas de espera ocupaban toda la planta baja.

Una treintena de clientes se apretujaban allí, confiados en el poder del abogado ministro y denunciando con su número la fe universal de pueblo en la influencia, las relaciones y la preponderancia de lo político sobre lo judicial. Guerran entró en su despacho, llamó primero a sus tres secretarios y a su hijo Charles, atajó sus manifestaciones de entusiasmo, reclamó los «dossier» más esenciales y retuvo un instante a su hijo para hablarle. Charles Guerran acababa de licenciarse en Derecho y, casado desde hacía seis meses, preparaba su doctorado al tiempo que trabajaba en casa de su padre. Orgulloso de vestir la toga, afectaba ya la majestad del hombre de leyes; vestía de negro, se escuchaba a sí mismo, hacía ademanes constantemente y hubiera querido aparentar una madura gravedad. No ignoraba Guerran que, en el fondo, su hijo era de un temperamento nervioso y un carácter débil. Hablaron un momento de su casa y de los asuntos pendientes. Sonó el timbre del teléfono. Legourdan, el principal de los secretarios de Guerran, le anunció la llegada del profesor Géraudin.

—Hágale entrar en seguida —dijo Guerran—. Ve a buscarlo, Charles.

Charles salió y a poco introdujo a Bernard Géraudin en el despacho de Guerran. Afectuoso y deferente, el ministro se precipitó tendiendo las manos hacia su viejo amigo. Ambos se abrazaron.

—¿Cómo estás? —dijo Géraudin, con el rostro encendido, en el que destacaban sus sonrientes ojillos grises, y tocándose con maquinal ademán el lóbulo de sus encarnadas orejas hundidas en la carnosidad del cuello—. ¿Estás contento? ¿Y los electores?

Con un ademán mostró Guerran las cuatro grandes bandejas de plata repletas de telegramas y cartas de felicitación.

—Ya lo ves. Otra vez en la calle de Varennes. Y una Prensa magnífica. ¡Oh, sí, estoy contento!

Ofreció a Géraudin una butaca de cuero, un butacón donde se arrellanó la maciza y achatada humanidad de Géraudin. De un mueble antiguo, lleno de viejos libros encuadernados, tras los cuales se ocultaba un pequeño depósito de licores, sacó una bandeja, vasos, una botella de coñac Napoleón y una caja de cigarros habanos. Escanció el dorado alcohol en las altas copas de cristal colorado.

—Basta, basta —decía Géraudin tendiendo hacia los cálices su mano elegante y musculosa, una mano de hombre joven.

—¡Bah, toma un cigarro!

—Esto no es razonable… no es razonable… ¡Me estás tentando! De todos modos, éste… ¡Ah, qué bien huele!

Encendió un habano y se tocó nuevamente el lóbulo de la oreja.

—Fumo demasiado. Es estúpido. Valérie tiene razón.

—¿Cómo se encuentra?

—Psé… Ya la conoces… Con su horrible carácter nos va a enterrar a todos. Pero no se trata de eso. Hablemos de ti. Cuando telefoneé a El progreso social y me enteré de la noticia, di un salto. De no haber sido por la clínica y los enfermos estoy seguro de que me hubiera ido a París. Antes de cinco años serás presidente del Consejo. Te lo predice tu viejo amigo.

Hablaron de política, de elecciones y de Facultades. Guerran explicó su ingeniosa concepción del «ministerio técnico». Géraudin expuso los deseos de Gigon, el secretario de la Facultad y explicó los motivos por los cuales su oscuro, poderoso y precioso primo soñaba con la nueva condecoración, la del «Mérito Médico», que sería en sus manos un medio de acción suplementario y prodigiosamente eficaz.

Guerran se lo prometió. El ministro de Sanidad era Hochepied, un excelente amigo. La cosa sería fácil con tal que el ministerio se sostuviera durante algunos meses. Con este motivo recayó la conversación sobre la sanidad pública y la famosa «orden de los médicos» que no llegaba a publicarse porque se oponían a ella las izquierdas. El fraude en los accidentes del trabajo y los abortos es un medio demasiado bueno de propaganda electoral para quienes encuentran sus electores en la masa. Sufragio universal sin contrapeso en la autoridad de las elecciones obreras, campesinas y burguesas; reinado aparente de un pueblo en realidad emponzoñado y dirigido por los poderes de las finanzas y la Prensa.

Guerran evocó con escepticismo aquel triste juego al que se sometía, aunque con cierta repugnancia, porque así era necesario, a propósito del alcoholismo. Géraudin se refirió a la insensata publicidad que se permite a los fabricantes de esas inmundicias llamadas «aperitivos».

Y Guerran contó entonces la aventura de uno de sus amigos, periodista cuya colaboración fue admitida en uno de los grandes cotidianos de París y a quien la redacción había comenzado por advertirle:

—Es usted libre. Escriba lo que le plazca. Pero no hable usted del Ejército, ni de la Iglesia, ni del alcoholismo, ni de la prostitución reglamentada…

Géraudin rió de buena gana.

—¡Pobre Ejército! ¡Pobre Iglesia! ¡Vaya una compañía que tienen!

Continuaron charlando durante un cuarto de hora. Luego Géraudin hizo oídos sordos a Guerran que quería retenerle y quiso marcharse.

—¡No, no! Veo tu correspondencia por abrir… Y me he mostrado descortés con cuarenta clientes que te esperan en al antesala. Me voy. Adiós. Ven a cenar con nosotros el día que te apetezca. No, no quiero fumar más… Hasta la vista.

Guerran recibió clientes y trabajó toda la tarde. Sus asuntos más importantes se referían naturalmente, a cuestiones fiscales, aduaneras o administrativas. En estas cosas el abogado parlamentario puede «intervenir» con todo su peso. De cada diez veces, nueve, Olivier Guerran se jactaba de solucionar los litigios sin necesidad de pleitear, con la ayuda de su hijo y de sus secretarios dio cima a un trabajo ingente. A las siete, cansado y contento, salió del despacho y subió al piso desde donde Charles telefoneó que «Micheline y mamá acababan de llegar».

Julienne Guerran acogió a su marido con indiferencia. Hacía mucho tiempo que ni uno ni otro se tomaban siquiera la molestia de fingir un sentimiento de ternura. Muy morena, de ojos negros, duros y casi ardientes, el rostro afilado, la tez aceitunada, con las cejas subrayadas de negro y los labios de encarnado, las facciones de Julienne Guerran expresaban un no sé qué ardoroso, imperioso y cruel. Dos años más joven que su marido, llevaba vestidos vaporosos que sentaban a maravilla a su esbeltez española. Fumaba mucho y gastaba todavía más…

Hasta la hora de cenar, Guerran se ocupó solamente de su hija, Micheline, diecisiete años, rubia, de ojos azules, la tez rosada, fuerte y lozana, era la preferida de su padre. Guerran se sentó en una butaca, colocó a su hija sobre las rodillas y sin parar mientes en su cháchara se sentía feliz con sólo mirarla.

Luego llegó Charles Guerran con su mujer Andrée. Sentáronse a la mesa. Entre Olivier y Julienne se entabló una discusión que duró toda la cena. Julienne había acariciado la idea de ir a París con su marido y habitar en la capital los departamentos reservados al ministro en la calle de Varennes, compartir su gloria, sumergirse en el bullicio mundano que tanto le gustaba y que constituía para ella una especie de estimulante y de alimento físico. En seguida formuló la pregunta:

—Entonces, ¿cuándo nos reuniremos contigo?

—Nunca —dijo Guerran.

—¿Por qué?

—Por Micheline. Es demasiado joven. No quiero que conozca aquella vida.

—Podemos dejarla aquí en una pensión.

—No quiero que Micheline sea pensionista.

Y se produjo la disputa. Una vez, Julienne acusó a Olivier de sacrificarla a sus hijos y de querer mantener en París relaciones con otras mujeres. Comenzó a gritar y a dejarse llevar por arrebatos, sacó nuevamente a relucir sus violencias de muchacha, rompió una botella y subió a acostarse dando un portazo. Antes de que su madre saliera, Charles y Andrée se acordaron que aquella noche habían de ir al cine. Y desaparecieron sin esperar el postre. Guerran se quedó solo con Micheline, mientras Elisa, la doncella, levantaba la mesa con ayuda de la cocinera.

Guerran pasó toda la velada con su hija. Se acomodaron cerca del radiador, pero a poco la muchacha volvió a sentarse en las rodillas de su padre. Guerran le hacía preguntas dulcemente, casi maternalmente. Tenía la impresión de ser al mismo tiempo el padre y la madre de su hija. Preguntaba:

—¿Cómo te va en la pensión? ¿Y tus estudios? ¿Y tus notas? ¿Están contentas de ti las señoritas? Trataré de cederles en alquiler aquel terreno municipal para el baloncesto. Les dirás que… Yo mismo iré a verlas y les hablaré de ti…

Ateo, pero sintiéndose desdichado de serlo, Guerran confiaba a su hija a un pensionado religioso.

Y continuaba:

—¿Y esta semana? ¿Qué ha hecho, Micheline? ¿Has sido buena aquí? Supongo que no vas al cine por las noches.

—No, papá —contestaba Micheline.

—¿Tienes bastantes libros? ¿Quieres otros? Tienes tu música, tu pintura, tus compañeras… No me gusta que salgas, hija mía… es para tu bien. ¿No me guardas rencor?

—¡Oh, no papá!

—Y sabes, además, que tienes que decírmelo todo, que nada oculto debe de haber en este corazón… Ya sabes que puedes tener confianza en tu viejo papá, Micheline.

—Bien lo sé —decía.

Besaba a Guerran. Éste le acariciaba sus hermosos cabellos rubios, al tiempo que la miraba. Tenía un talle esbelto, un pecho pronunciado, robustas caderas y una salud floreciente. A los diecisiete años era todavía una niña y ya mujer, una maravillosa promesa de vid ay de fecundidad. Guerran encontraba hermosa a su hija, hasta el punto de que se le humedecían los ojos de emoción, de orgullo y de alegría.

Y le hablaba, buceaba en su corazón, penetraba hasta el fondo de su alma, orgulloso, feliz, invadido por el placer de sentirla intacta, inmaculada, sin nada secreto ni tenebroso, pura, de una pureza que no era más que obra suya. Pues era él quien la había salvado de Julienne, él quien, viciado y zarandeado por la vida, había sabido a fuerza de voluntad, de paciencia, de franqueza y de delicadeza preservar aquella alma juvenil y merecer su confianza como una madre. Y al verla aquella noche reírse con él, con una risa sana y fresca, y hablarle como a un camarada amado a quien hada se oculta, Guerran se juzgaba recompensado.

Con gran tacto le preguntó sobre su madre. Guerran temía a Julienne. Sabía ya cómo aconsejaba a Micheline con vistas a un buen matrimonio: vestidos, flirts, afeites, artificios, coqueterías y truhanadas de toda clase. Julienne enseñaba todo esto a su hija, segura de poseer la experiencia de los hombres y también con la seguridad de que, especulando sobre sus instintos, su sensualidad, su estupidez y, de vez en cuando, su bajeza, una mujer sale siempre triunfante. Así cría Julienne preparar la felicidad de su hija. Contra esto luchaba Guerran, porque conocía a Micheline. Era joven y pura, pero no ignoraba que había madurado muy de prisa, que no tardaría sen ser una mujer completa y que poseía, sin que se diera cuenta, una exuberante vitalidad.

Acompañada de Julienne, Micheline había ido al baile de la Prefectura donde tuvo un éxito total.

Guerran era ministro desde la víspera.

—¿Qué vestido llevabas? —le preguntó Olivier—. ¿Con quién bailaste? ¿A qué hora volviste? ¿Quién te acompañó al bar? ¿Robert Bussy? ¡Ah! ¿El hijo del notario? Bien, bien. ¿No te corteja un poco este muchacho, «Michou»?, entre nosotros… Ya sabes que estas cosas no tienen nada de particular. Puedes y debes hablarme de ello… dentro de algunos años estarás ya en edad de casarte… pero yo debo saberlo todo… ¿No lo has vuelto a ver? ¿Ninguna carta? ¿No ha venido por aquí?

—No, papá —repuso Micheline—. Yo… No me es indiferente… pero esto es todo…

—Está bien… Ya veremos esto… Le invitaremos para las vacaciones, ¿verdad? Tú podrás juzgarle… y yo también… Y discutiremos los dos sobre él… En principio es un partido muy aceptable; pero ya sabes que no debes tener secretos para mí. Sólo me tienes a mí… Yo soy tu madre, «Michou». Soy yo tu madre… Vamos, se hace tarde y es hora de ir a la cama, hija mía.

Besó a Micheline, quien antes de ir a acostarse obtuvo de su padre la promesa de una raqueta nueva, una máquina fotográfica y un mes de vacaciones en París-Plage el próximo verano. En las horas de la velada Micheline sabía ingeniarse para lograr de su padre cuanto le apetecía. Guerran lo sabía y no le desagradaba.

Al quedar solo, reflexionó un instante. Robert Bussy, sí… El muchacho le parecía bien… Las cosas irían de prisa… Se imaginó a Micheline casada y se asustó.

—¡Cómo la echaré de menos! ¡Qué vida! ¡Qué soledad!

Movió la cabeza.

—Ya es sabido que uno no los cría para sí.

Pero Guerran no aceptaba esta separación. Para él Micheline lo era todo, mucho más que su hijo Charles, que se había acercado a la madre por una similitud de caracteres que les hacía identificarse.

Guerran consultó el reloj. Las nueve y media. Vaciló un instante. Le desagradaba irse a su cuarto.

Cogió el sombrero y salió a la calle. Anduvo sin rumbo fijo. Le acechaban una vez más los dos monstruos a los que toda la vida había querido escapar: la soledad y el enfrentarse consigo mismo.

Nuevamente vaciló:

—¿Elena? No, no. Me fastidia… entonces, ¿chez Triboux?

Permaneció un momento indeciso. Aquella noche, presa de una exaltación no exenta de fatiga, después de tantas alegráis, tantos choques, tantas emociones y finalmente aquella disputa con Julienne, no le hubiera desagradado un contacto femenino. Sólo al azar, muy raramente, cuando la bestia lo exigía, se liaba con una mujer sin riesgo alguno por espacio de varias semanas, o se iba con una de las pupila del sitio más elegante, confortable y discreto de Angers cuyo patrón, Triboux, era por otra parte un opulento y poderoso agente electoral de Guerran. En suma, aquella anoche medía Guerran la abrumadora vanidad de aquella gloria que tanto le envidiaban los demás y que le dejaba el alma vacía, pavorosamente solitaria.

«Es necesario… Tengo que ser libre… —pensó—. Pero está Micheline. Si se enterara de que tengo una amante se mostraría demasiado celosa…».

Pensó de nuevo en Micheline y en el papel que tenía que desempeñar cerca de ella.

«Es una cosa singular —pensaba— cómo se pueden implantar y desarrollar en un ser amado virtudes y purezas de que uno carece».

La evocación de Micheline le hizo detenerse a mitad del camino de chez Triboux. De pronto, le invadió un sentimiento de asco por todo lo que le esperaba allí. Se imaginó a la mujer con sus frases hechas, sus palabras de amor comercial, sus preparativos, sus caricias, sus gestos que uno veía maquinales, profesionales, horros de sentido, como la cortesía de un viajante de comercio. Y experimentó de antemano esa vaga desazón subsiguiente a tales amores. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a la plaza de Armas para leer los periódicos de la noche antes de ir a acostarse. Así esa pureza que ya no tenía y que había sabido mantener en su hija, volvía aquella noche a sentirla como si hubiese penetrado en él de rechazo, elevándole por encima de la bestia yugulada. Pero no tenía conciencia de ella. Erraba sólo por las calles oscuras, pensando en su vieja madrina, la señora de Nouys. Una noble dama, pobre, digna y muy piadosa, que le había cuidado y amado tanto. Fue la única mujer en el mundo que pudo hablarle de virtud sin que sonriera o se incomodara. Quizá porque aplicaba a su propia vida los principios que predicaba. Evocó aquel rostro marchito, bondadoso e indulgente. Pero ¿por qué había querido que se casara con Julienne? ¡Qué tremendo error! Y, no obstante, de una manera inexplicable, se sentía incapaz de guardarle rencor. ¡La señora de Nouys, su madrina! En sus horas solitarias pensaba siempre en ella sin saber por qué.