Poco tiempo después murió Lapeyrade, el joven interno Lapeyrade que tan bien llevaba el compás con el paraguas del viejo Donat cuando se cantó Caroline la Putain en el banquete del mes anterior. Un chiquillo atacado de difteria ingresó en «L’Egalité». Lapeyrade lo cuidó, se contagió y murió. Una cosa son los estudiantes de Derecho, de Ciencias o de Letras, quienes jamás arriesgan su vida, y otra muy distinta los estudiantes de Medicina.
De vez en cuando, a uno de ellos le sorprende la muerte a la cabecera de los desgraciados. Se le da sepultura con un discurso y se habla de ello durante ocho días. Y asunto terminado. Todo el mundo acaba por olvidarlo. Los que menos piensan en él son precisamente los estudiantes de Medicina, que prosiguen su labor. Que se comporten de una manera tan inconsciente y natural resulta, pensándolo bien, una cosa singularmente bella, hasta el punto de que jamás se ha visto a un estudiante de Medicina que se sienta superior a sus camaradas de Letras o de Derecho. En esa juventud que arriesga el pellejo con tal sencillez y tal ausencia de orgullo, uno ve únicamente el ejercicio de la profesión. Y esa juventud no tiene nada de particular ni de excepcional. Eso dice mucho a favor del hombre.
El día del entierro de Lapeyrade, Michel resolvió, una vez terminada la ceremonia, llegarse hasta el Sanatorio. No había clase. Michel quería volver a ver aquella desdichada que había contado su historia en el transcurso de la operación. Un inexplicable pudor le impidió decir a sus camaradas a dónde iba.
Les dejó a la salida del cementerio y marchó sólo a pie, por la empinada carretera que conduce a Saumur. A mitad del trayecto se levantan las construcciones de cemento armado del Sanatorio.
Michel subió hasta el segundo piso sin encontrar a nadie. Los más de los estudiantes y enfermeras se hallaban aún en el cementerio. Atravesó el largo pasillo del segundo piso. Repetía para sus adentros la indicación de Seteuil, que recordaba perfectamente.
—Jeanne Lacroix, cuarto 28. 26…27, 28. Ya estamos.
Llamó a la puerta. Nadie respondió. Volvió a llamar, empujó la puerta y entró. El cuarto estaba vacío.
Desconcertado, Michel salió, titubeó un instante y luego fue a llamar al cuarto 27.
—Adelante —repuso una voz de mujer.
Al entrar profirió un juramento. El dintel era demasiado bajo y él demasiado alto. Se dio un fuerte golpe en la frente. Se detuvo, sentada en la cama, apoyada en los barrotes de hierro, de espaldas a la puerta, una forma femenina, una muchacha permanecía inmóvil, enfundada en el abato camisón oscuro del hospital, con las manos extendidas sobre el embozo y mirando hacia el techo. No se volvió. La nuca afilada y esbelta revelaba su extrema juventud. Con el peinado hacia arriba, a la moda antigua, tenía una masa enorme de cabello de un rubio oscuro que acentuaba aún más la delgadez del cuello. La luz de la mañana bañaba aquella mota rubia y acababa de dar a aquella silueta juvenil una sensación casi irreal. Michel, sorprendido, se detuvo en el umbral.
—¡Ejem! —tosió.
Pero la muchacha no se volvió. Debía de creer que era una enfermera.
—Señorita —dijo Michel.
La muchacha se estremeció y volvió hacia él un rostro pálido, con unos ojos grandes y oscuros, vagamente temerosos, como los de una bestia acosada. Murmuró:
—Caballero… Caballero…
Su turbación era visible.
—Estoy buscando a Jeanne Lacroix… —balbució Michel—. Jeanne Lacroix…, cuarto 28… ¿No es éste el segundo piso?
—Sí, señor —respondió la muchacha—. Murió ayer por la mañana.
—¡Ah! —exclamó Michel—. Está bien… está bien… Siento que…
Sentíase turbado sin saber por qué. Tenía la sensación de parecer un idiota. Y preguntó simplemente:
—¿Sufrió mucho?
—No mucho. Había agotado ya las fuerzas…
—La conocía un poco —explicó Michel—. Vi cómo la intervinieron el otro día…
—Si. Lo sé…
—Soy un estudiante de Medicina. Un amigo del señor Seteuil…
—¡Ah, sí, el señor Seteuil…!, ha sido él quien ha rogado al señor Ribières que me permitiera quedarme aquí.
—¿El profesor Ribières?
—Sí, el médico jefe.
—¿Y no podía usted quedarse aquí?
—No. Yo soy «bacilar». Éste es el pabellón de los pretuberculosos… Es un favor que me ha hecho… La señorita Daele me aprecia mucho…
La muchacha sonrió tímidamente. Michel, que se había adelantado hasta el centro del cuarto, fue a la ventana y, de espaldas al patio, se sentó al borde de la cama y miró a la enferma. Embutida en el tosco paño buriel del hospital, en cuya prenda cabían tres como ella, la muchacha se sentía como perdida. Seguramente no había cumplido aún veinte años. Miraba a Michel con una ingenua franqueza casi infantil. Debía de ser una jovencita inocente. Condenada sin duda a la tuberculosis. ¡Qué delgada estaba! Sus sienes eran altas y estrechas. Y los ojos demasiado grandes, como dilatados en el rostro.
Una niña, en suma. Una niña todavía pura. Se veía. Michel se sintió conmovido. Con su tono de voz grave, su alta estatura y sus anchas espaldas que cubrían toda la ventana tenía vagamente la impresión de ser demasiado hombre, demasiado robusto frente a aquella muchacha.
—¿Hace tiempo que está usted aquí? ¿Cómo enfermó usted? —preguntó.
—No lo sé, señor —respondió la enferma con un acento intimidado, como las gentes del pueblo cuando contestan al interrogatorio del médico—. Me sentí enferma cosiendo a máquina. Y comencé a vomitar sangre.
—¿Era usted modista?
—No, sirvienta.
—¿Y sus padres?
—Mi padre murió hace tiempo. Mi madre se volvió a casar. Y mi padrastro… No sé cómo explicárselo…
—Sí —dijo Michel.
—Mi madre me achacaba la culpa a mí y decía que era yo quien «mariposeaba a su lado…» yo no me atrevía a decir nada… Luego huí de casa. Me coloqué como sirvienta. Tenía entonces catorce años. ¡Qué necia era, Dios mío!
Sonreía. Y Michel, al ver que la muchacha se creía ya mujer vieja y muy sensata, no pudo por menos de corresponder a su sonrisa.
—¿Y después? ¿Cayó usted enferma?
—En seguida, no. Prestaba mis servicios en una casa muy grande. Tenía doncella y cocinera. Más tarde mis dueños despacharon a la cocinera y luego a la doncella. Habían perdido todo su dinero. Entonces tenía que lavar y cocinar yo sola. Me fatigaba mucho y no podía con mi alma. Los domingos por la tarde me permitían salir, pero en lugar de irme a pasear me encerraba en mi cuarto y me acostaba. Un día tuve un vómito de sangre. El médico me dijo que tenía un pulmón enfermo…
»Con todo seguí trabajando. Y cuando ya no pude hacerlo tuve que dejar el empleo.
»Contaba con algunas economías. Escribí a mi madre, quien consiguió mi ingreso en un sanatorio de París. Era muy caro. Sobre todo las sales de oro. No pude estarme mucho tiempo allí. Tuve que regresar convaleciente. El viaje me fatigó mucho. La maleta era muy pesada y los faquines[23] cobran muy caro ¿verdad?
»Encontré un empleo en una espaciosa quinta de París-Plage. Siempre estaba llena de invitados. Tuve que dormir en los sótanos por espacio de tres semanas. Eran extremadamente húmedos y las paredes chorreaban continuamente… Cogí frío y volví a caer enferma. Entonces, para ganarme la vida, trabajé de costurera haciendo vestidos de confección a máquina. Pero me daba cuenta de que no llegaría lejos… Y entretanto había muerto mi madre… Finalmente he podido ingresar en este sanatorio. Voy a cumplir dieciocho años.
»La máquina era muy pesada… Una máquina de sastre… Un modelo demasiado grande…
Hablaba en voz baja, con un tono dulce y monótono. Michel miraba, extendidas sobre las sábanas, aquellas manos grandes, fuertes y rojizas, con la yema de los dedos moteada de pinchazos de aguja, y aquel rostro afilado, descarnado, menudo y esmirriado bajo una exuberancia de ensortijados cabellos rubios, una frondosidad enorme, opulenta, suntuosa, que parecía vivir de aquel fragilísimo ser y consumirlo.
Sólo las pupilas permanecían vivas, dos pupilas negras, brillantes, engastadas en la córnea de un blanco azulado que las hacía aún más sombrías. Las aletas de la nariz le palpitaban.
—Aquí debe de aburrirse soberanamente.
La muchacha levantó la mano del embozo e hizo un ademán de resignación.
—¿Qué quiere usted…?
—El abate Vincent, con su cine…
—Sí, los primeros meses me gustaba mucho. Ahora ya no puedo bajar. Y han levantado este piso…
—¿Qué piso?
La muchacha mostró por la ventana los edificios de las cocinas recientemente construidas.
—Al principio no había nada de todo esto. Veía pasar por el bulevar el trole del tranvía… Era para mí una gran distracción. Y sabía la hora… Ahora ni siquiera puedo ver el trole…
—¿No tiene usted reloj?
—Sí, sí. Pero está estropeado.
Sus mejillas se tiñeron ligeramente de púrpura.
—Pedí a la señorita Daele que lo mandara reparar; pero es un poco caro… Prefiero esperar.
Y diciendo eso sacó de debajo de la almohada un pequeño círculo de acero oscuro, cuyo cuadrante amarillo estaba rajado.
—Es curioso —dijo—; aunque no funciona, me gusta tenerlo conmigo, como si me hiciera compañía… No sé por qué…
De nuevo asomó a sus labios una triste sonrisa.
—Hay que tener ánimos —murmuró Michel torpemente.
La enferma no respondió, y tras una breve reflexión dijo:
—Todo lo que pido es que me permitan estar aquí hasta el fin… No me gustaría ir al pabellón IV, el de los contagiosos… Hago todo lo que puedo, no digo nunca nada, ni hago ruido… Procuro no molestar a nadie… Sí, creo que se olvidarán de mí…
—¿Y por qué teme usted que la trasladen de sitio?
—Porque estoy tuberculosa… a los infecciosos no les está permitido estarse aquí… Es un favor que me hacen. El señor Seteuil me lo ha dicho claramente: «Si no está usted en el pabellón IV, pequeña, me lo debe a mí…».
—¿Y no le gusta a usted el pabellón IV?
—Estoy acostumbrada a estar aquí… Tengo un cuarto para mí sola. Y me dejan tranquila… Y, además, cuando uno de los contagiosos va a morir, se le traslada a un cuarto aparte y uno se entera de antemano de lo que va a ocurrir. Yo tengo miedo… He visto morir a una… amiga… He permanecido hasta el fin en su cuarto… en paz… Y, finalmente, cuando una recibe visitas, aquí es menos triste…
—¿Recibe usted algunas?
—Al principio, una vieja vecina… venía cada quince días y me traía tres plátanos. Me daba conversación durante una hora y yo estaba muy contenta. Pero ahora ya ha dejado de venir. Estas enfermedades son muy largas y uno acaba por cansarse…
—Así ¿no tiene usted familia?
—¡Oh, sí! Una tía en Amiens. Una mujer muy buena. Tiene siete hijos. Yo tenía que ser madrina del último cuando caí enferma.
—¿No ha venido nunca a verla? ¿No ha escrito al menos?
La muchacha sonrió.
—Ya puede usted imaginarse que no le he dicho que había ingresado en el hospital. Querría ayudarme en seguida y enviarme algo. Le he dicho que había encontrado una buena colocación y que me iba seis meses de vacaciones con mis señores.
Michel se levantó y abandonó la ventana. Sentíase a la vez conmovido y turbado. Antes de venir había preparado dos billetes de a diez francos para Jeanne Lacroix. Pero no se atrevía a ofrecérselos a aquella muchacha que no conocía. Y al mismo tiempo se avergonzaba de marcharse de aquel modo.
—Debo irme —dijo—. Pero volveré. Sí, volveré… Entonces, hasta la vista… Hasta la vista… La semana próxima.
Estaba tan aturdido, tenía tanta prisa en marcharse que al salir se olvidó de agacharse. Su voluminosa cabeza chocó de nuevo contra el dintel de la puerta. Y salió al pasillo restregándose la frente y mascullando palabras ininteligibles.
Al doblar la escalera, como iba preocupado y con la cabeza baja, tropezó con un cuerpo que después de dar un grito estuvo a punto de caer hacia atrás. Michel lo agarró del brazo con mano firme.
—¡Oh, perdón!
—¡Vaya bruto!
Michel reconoció a la señorita Daele, la enfermera.
—¡Ah, es usted! ¡Debí sospecharlo!
—¿Le he hecho daño señorita?
—¿Qué si me ha hecho daño? ¡Con semejante apretón ya verá usted el cardenal que tendrá mañana en el brazo! ¿Y qué esta usted haciendo en mis salas?
—Vine a ver a Jeanne Lacroix —respondió Michel— y he estado charlado un rato con su vecina.
—Ah, sí, esa pobre pequeña…
—¿Cómo dice usted que se llama?
—Evelyne Goyens. Una buena muchacha. Está siempre sola y no molesta a nadie. Ustedes no se hacen cargo de esto, Doutreval. Ya me doy cuenta al ver lo que ocurre con Lucien.
Lucien era Seteuil, el amigo de Madeleine Daele.
—Son ustedes demasiado ricos. Ustedes no saben lo que es poseer en este mundo únicamente siete o diez perras chicas para toda la vida. Sin embargo hay muchos aquí como sumidos en una pobreza que nadie puede imaginarse, pues ni siquiera tienen camisa ni ropa porque pertenecen al hospital. Gentes como Evelyne, que no deberían de sanar. El dable, una verdadera desdicha, porque los pobres no poseen zapatos, ni ropa, ni pañuelo. ¡Gentes que ni siquiera sienten el deseo de vivir, Doutreval! ¡Y cuando pienso en la vida que lleváis vosotros, los ricachos…!
Michel trató de sonreír. Madeleine Daele se desvivía por sus enfermos, hacía los análisis de esputos, inyectaba, curaba, sustituía a los internos y aplicaba las inyecciones intravenosas cuando Seteuil y Santhanas no se atrevían hacerlo en cuanto tenían que enfrentarse con un brazo demasiado carnoso en que se veían con dificultad las venas. Cuando se presentaba la ocasión, Madeleine daba su opinión al propio «patrón». Ribières acerca del curso de una pleuresía o de una caries ósea. Era hija de un ingeniero electricista de Grenoble. A causa de su profesión se había apartado de su familia. Se había liado con Seteuil hasta convertirse en su amante. Seteuil se divertía mucho con ella, y cuando quería armar bulla se iba a su casa con diez camaradas, exigía que diera de cenar a todos y se servía de su amante como de una sirviente. Desde que efectuaba suplencia, se había comprado con el dinero ganado un C.4 de ocasión, muy traqueteado. Era Madeleine quien pagaba cada mes las facturas de gasolina y las reparaciones. Con tal que Seteuil no la abandonara, no decía nunca nada y a todo se avenía.
Mostró a Michel cofrecitos de cristal, marcos de cartón, muñecos de lana, manteles y toda clase de pequeños trabajos confeccionados por las enfermeras. En el barrio donde vivía organizaba tómbolas y loterías y gracias a sus vecinas y los tenderos de donde se surtía, el producto de aquellas chucherías le permitía ofrecer algunas monedas a los desgraciados que cuidaba. Siempre estaba sin blanca. Las tres cuartas partes de sus honorarios iban a parar a sus enfermos, y el resto a Seteuil. Ribières sabía esto, conocía su historia y apreciaba mucho a su ayudante.
Madeleine endilgó a Michel una horrible muñeca y le cobró veinte francos.