Capítulo V

Aquella mañana, Ludovic Vallorge, a quien motejaban con el sobrenombre de «Luis XVI», se anudaba la corbata delante del espejo del armario de luna. Por una vez, el rostro de facciones regulares, un poco abotargado, de Vallorge estaba preocupado. Sobre la mesita de noche había desdoblado el telegrama que acababa de recibir.

«Venga. Largo sincope esta mañana estoy preocupada», rezaba el telegrama que estaba firmado por Madame Suraisne.

Desde que Suraisne había dado su banquete en la «Taverne du Roi René» habían transcurrido ya algunos días, y Vallorge no había vuelto a ver a su «patrón». ¿Qué había ocurrido?

Vallorge acabó de vestirse sin el menor nerviosismo, con el esmero que ponía siempre en todas las cosas, encaminose al garaje, sacó el coche, se regocijó de nuevo con los sorprendentes arranques en frío del motor, y por primera vez una sombra de pesimismo nubló su mente: la idea de que ese lujo se viera tal vez amenazado en el caso de que Suraisne…

«Iré allí en seguida, al salir del laboratorio», se dijo Vallorge.

Al decir allí se refería a los Ponts-de-Cé, distante algunos kilómetros de la ciudad. Suraisne residía en un delicioso priorato, a orillas del Loira, entre rosales y altos y copudos álamos que rumoreaban al soplo de la brisa.

El laboratorio estaba enclavado extramuros, en la carretera de Segré. Vallorge verificaba allí gratuitamente las experiencias que le solicitaba el servicio de higiene, lo que podía sumar a los innumerables títulos que coleccionaba el de jefe de laboratorio de los servicios de higiene, lo que añadiría un peso más en la balanza el día en que se aprestara a tomar por asalto una de las cátedras de la Facultad. Y sobre todo disponía, sin que le costara un céntimo, de un laboratorio magnífico, fastuosamente equipado, cuyas facturas de cristalería y de productos químicos eran pagadas sin la menor discusión. Vallorge, prudente, dejó el coche en el zaguán, lo confió a la vigilancia del conserje y entró en el laboratorio.

Desde hacia dos meses le había sido asignado un ayudante, un exgendarme jubilado que había conseguido el puesto gracias a influencias políticas. Vallorge lo encontró en la sala de las estufas leyendo un folletín y liando cigarrillos.

—Salud, Emile —dijo cordialmente—. ¿Ha hecho usted su trabajito desde que no nos hemos visto?

—Todo está a punto, señor —repuso Emile con acento de orgullo.

Durante cuatro días había preparado un caldo de carne y diluido en agua un poco de peptona; pero se había olvidado de pesar la peptona.

—Pues bien, empezará usted de nuevo —dijo Vallorge—. Éste será su trabajo de hoy. Voy a enseñárselo.

Pacientemente, extendiéndose en detalles, Vallorge le explicó la operación.

—Tome usted un frasco de peptona y pese treinta gramos. ¿Sabe usted pesar?

Emile no sabía pesar. Vallorge le mostró la balanza, resguardada en una caja de vidrio, y le explicó el modo de servirse de ella y de utilizar las pesas.

—Haga hervir la peptona diluida en un litro de agua en ese hornillo de gas. ¿Lo ha comprendido bien, verdad? Luego, lo filtrará usted con un papel colocado así, ¿se fija usted bien, Emile? Después verterá el contenido en esta probeta y la pondrá a calentar en el autoclave, sí, en el autoclave, que es ese armatoste que hay aquí, a una temperatura de ciento quince grados, durante veinte minutos. El autoclave hay que mantenerlo bien cerrado. Y finalmente sacará usted la probeta y la pondrá en la nevera. Eso es todo. Y si mañana no viniera, hágame usted capilares con estos tubos de cristal. ¿Sabe usted hacer capilares?

Emile no sabía hacer capilares. Vallorge encendió un mechero Bunsen, y estiró unos tubos de cristal para que Emile aprendiera.

Media hora después salió del laboratorio, contento por haber sabido dominar una vez más sus nervios y utilizado aquella prodigiosa paciencia que constituía su mayor fuerza. Emile estaba allí como premio a su actuación política. Si le desposeyeran de aquella prebenda todo sería lamentaciones. Una sinecura de aquel género podía llevarle muy lejos.

«Si lo hubiera hecho yo mismo hubiese terminado más pronto —pensaba Vallorge al subir nuevamente al coche—. Pero en resumidas cuentas, ¿qué más da? Líos, no».

Era éste su axioma esencial.

Por la carretera franqueada de viñedos, el automóvil rodó hacia los Ponts-de-Cé.

En el cuarto de Suraisne había un amplio balcón florido, desde donde se divisaba la perspectiva de una serie de terrazas bordeadas de balaustradas enguirnalda de rosales trepadores. Las terrazas descendían escalonadamente hasta el río. Palmeras enanas surgían en medio del césped. Aquí y allá una secoya y un cedro esparcían el oscuro esplendor de su frondosidad majestuosa. A la derecha, la capilla del priorato, casi oculta detrás del verde viñedo, no era más que una suntuosa masa púrpura y oro. Y a pesar de lo avanzado de la estación, la ligera brisa que soplaba del Loira era de una dulce suavidad.

Tendido a pierna suelta sobre la cama Luis XV, con un cobertor de seda en el que aparecían bordadas florecillas vedes y amarillas, Suraisne se había recobrado del repentino síncope de que había sido víctima, sin motivo aparente, al levantarse de la mesa. Aspiraba el pañuelo empapado de vinagre que su mujer le aplicaba de vez en cuando en la nariz, y repetía a cada momento:

—¿Qué diablos me ha pasado? ¿Qué diablos ha podido ocurrirme?

Suraisne era un hombre dinámico. Ese meridional sanguíneo, de tez morena, de voz cálida y persuasiva, antes ya de haberse presentado a las oposiciones, había trabajado con tanto acierto y prestado a sus superiores tan valiosos servicios en la inspección divisionaria de las tropas marroquíes, que ello le valió el nombramiento de director de conferencias en París.

Sólo entonces se presentó a las oposiciones y prosiguió su ascenso a un rápido ritmo, sorteando con maestría a los envidiosos que trataban de «dislocarle», expresión que equivale en argot médico a ocupar el puesto de otro. De tal modo sobresalía Suraisne en esta «política de Facultad» que, a la larga, hasta sus propios protectores acabaron por juzgarle peligroso y, a su vez, lo «dislocaron». Pero era un muchacho de valer. Y para ponerle cortapisas, tuvieron que crear ex profeso para él una nueva cátedra en la Facultad de Angers. No tardó Suraisne en labrarse en toda la región una reputación harto merecida. Aunque extendida en París, la moda de los laboratorios no se había divulgado todavía por provincias. Suraisne, muy versado en bacteriología, instaló de manera ultramoderna un consultorio, con un laboratorio anexo, donde practicó en gran escala análisis de esputos, heces, orina y otras excretas.

Ganó con ello una pingüe fortuna y un buen renombre. Y se casó, además, con la hija de un acaudalado corredor de fincas de París que aportó dos millones de dote, además de un castillo a orillas del Loira y un hotelito en la capital.

Vallorge trabajaba en el laboratorio de Suraisne. Pronto logró destacarse afanándose en prestar los mil pequeños servicios que espera el «patrón» de su discípulo: redactar los cursos y lecciones, ayudarle en las consultas ciudadanas y encargarse de las fastidiosas tareas materiales del laboratorio. Todo ello iba ligando poco a poco a Suraisne a su discípulo, que acabó por ser su confidente. Así, que Vallorge hizo rápidos progresos en su carrera.

Llegó al priorato antes del mediodía. Subió directamente al cuarto, auscultó al jefe, le tomó el pulso y, sin decir palabra, llamó inmediatamente por teléfono al profesor Donat, a Angers.

No se sabe qué le explicó a Donat. Pero, una hora después, el viejo «patrón» a pesar de su pericardio enfermo y su aortitis, subía de cuatro en cuatro los escalones del castillo.

El diagnóstico fue tajante. El corte que Suraisne se había salpicado de pus al tomar de las manos de Seteuil el seno arrancado de la vieja cancerosa, se había infectado. Y la infección se había extendido solapadamente por todo el organismo. El corazón se debilitaba por momentos. Suraisne estaba cianótico[22]. Era ya tarde.

Donat telefoneó a Géraudin. El cirujano se había ido de caza. Donat llamó entonces a Heubel, quien prometió acudir, después de terminar dos intervenciones que le llevaron mucho tiempo. Llegó a casa de Suraisne al atardecer. Auscultó al enfermo, pasó a la pequeña habitación contigua y Heubel formuló a la señora Suraisne una sola y breve pregunta:

—¿Es creyente?

—Pues… no lo sé… —respondió la señora Suraisne aturdida—. Creo que sí.

La señora Suraisne, acongojada y medio loca, corrió a buscar un sacerdote. Heubel mandó traer una vacuna antiestreptocócica. Era ya demasiado tarde.

Así murió estúpidamente Suraisne, especialista del microbio, matado por el microbio por haberlo desdeñado demasiado a fuerza de conocerlo. Un pequeño corte con el bisturí algunos días antes y Suraisne se habría salvado. Sin duda lo hubiera hecho de no haber sido médico, profesor y sabio. Para el hombre que cuida a sus semejantes, esa familiaridad cotidiana con el peligro es un riesgo mayor de lo que uno cree. A la larga, suele olvidarse que uno mismo es vulnerable. No es raro en la profesión ese final absurdo.

Suraisne dejó una crecida fortuna y una viuda que no le olvidó nunca más. Hizo un culto de la memoria de su marido y se consagró a prodigar el bien.

Vallorge se sintió desalentado durante algunas semanas. Toda su carrera dependía de Suraisne. Sin haber asistido una sola vez a las clases, había pasado todos sus exámenes sin moverse del laboratorio de Suraisne, y con él contaba para su porvenir. Aquella muerte constituía para Vallorge una verdadera catástrofe.

Para quien quiere seguir una carrera oficial en medicina y llegar a ser algo más que un mediquillo, el apoyo de un profesor reporta una serie de ventajas. En todos los concursos se clasifica a los candidatos según el «patrón» que los protege. Así se forman lo que podría denominarse «equipos». Había en Angers el equipo de Geoffroy, el de Doutreval, el de Donat y muchos otros. Cuando se designaba por sorteo a un profesor determinado para formar parte del jurado, todo el equipo del mentado profesor era automáticamente recibido en el profesorado, pues el concurso no era más que una mera formalidad. La misma tarea vale al candidato 19 puntos o 5, según su «patrón» forme parte o no del jurado. Y entre «patronos» todo se arregla, intercambian ruibarbo y sen, y se patrocina el candidato de un colega para que éste apoye el de uno. Así, pues, una serie de mercadeos y regateos precede a los concursos de Agregación de Medicina hasta el punto de que, una vez sabida la composición del jurado, los resultados del concurso eran conocidos muchos antes de que éste tuviera lugar.

De ahí la utilidad de contar con un «patrón» de vasta influencia, capaz, aunque no forme parte del jurado, de hacer actuar a sus amigos para favorecer a sus candidatos. El discípulo cuyo profesor no ha sido elegido por la suerte y carece además de relaciones, el alumno que ha tenido la desdicha de no ser agradable a un «patrón» o que ha cometido la torpeza de arrancarle demasiado pronto parte de su clientela, no se verá favorecido con una cátedra.

Hay que saber esperar, resignarse a comenzar a ganarse la vida hacia los cuarenta años y no rebelarse si cada tres años le apean a uno prefiriendo a gente menos capaz, únicamente porque el «patrón» de uno no forma parte del jurado.

Pero Vallorge había conocido la miseria y, por ende, el horror a la pobreza, la implacable voluntad de llegar, de ser rico y de formar parte de la selección de los poderosos. Vallorge no había sido siempre feliz. Este mozancón, de alta estatura, macizo, huesudo, con brazos y piernas de campesino y andar cansino, había vivido horas muy duras. Su padre, un modesto lechero, había muerto a consecuencia de una coz. De resultas, la madre se había puesto nuevamente al frente de una minúscula mercería. Y de los ingresos de la tiendecita había vivido, dado educación a su hijo, pagado sus estudios y a través de prodigios de economías, de privaciones y de noches en blanco, lo había convertido en un caballero.

Murió seis semanas antes de que Vallorge explicara su tesis sin haber podido ver el triunfo de su hijo, por quien había dado su vida. Cada vez que Vallorge recordaba aquel viejo y querido rostro, aquel ser que le había llevado en sus entrañas, que lo había alimentado y que había muerto por él, se le oprimía el corazón. Y guardo de ello un acerbo rencor, la indomable voluntad de no vivir nunca más, ni hacer vivir a quienes amara, aquella existencia estrecha y oscura, aquella congoja y aquella penuria que acompaña a la pobreza.

Se había sometido a las reglas del juego. Agregado a Suraisne, había efectuado rápidos progresos.

Sin ser doctor fue nombrado ayudante de Suraisne. Supo mantenerse como el gran favorito del «patrón» sin dejarse apear por ciertos camaradas cuya ambición hubiera amenazado con barrerle el camino y que sólo perseguían crear el vacío en torno a Suraisne. Y sólo Dios sabe cuántas carreras científicas se han truncado por ello en las Facultades. Sólo quedó con él Seteuil, y éste testimoniaba también un apetito inquietante. Pero era demasiado joven, y no podía ser para Vallorge, que ocupaba mejor posición que la suya, motivo alguno de preocupación. Vallorge supo hacer buenas migas con Seteuil. Y con miras a la cátedra iba progresando y acumulando títulos: médico de la Asistencia Pública, médico de las Escuelas y conferenciante de la Facultad de Farmacia. Tenía, además, asignados veinte mil francos al año. Se le encontraba en todas partes, asegurándose dos mil francos por un lado, cuatro mil por otro, diez mil por otro concepto, o utilizando gratuitamente un laboratorio, y, con frecuencia, no sólo no percibiendo nada, sino entregándose a tareas prácticas extenuantes para el día en que se creara una cátedra, para ocupar la cual se verían obligados de buen o mal grado a pensar en él.

Con todo ello, Vallorge contaba ya en Angers con una clientela numerosa. A aquel hijo del terruño no se le podía negar una virtud: la de poseer un ánimo esforzado. Sus innúmeras ocupaciones le obligaban a realizar un trabajo agobiador. Emprendíalo como un leñador, lentamente, sosegadamente, con orden, sin prisas ni nerviosismo. Todas las tareas del laboratorio de Suraisne corrían a su cargo.

Con sus enfermos se mostraba incansable, siempre dispuesto a visitarlos, atendiendo a timbrazos nocturnos, perdiendo sin refunfuñar una noche entera a la cabecera de una parturienta, o instalando en su automóvil y trasladándolo al hospital a un enfermo grave o a un obrero accidentado. Y ello siempre con ánimo alegre, contento, pacienzudo, sintiendo una inexplicable e inconsciente ternura por el pueblo brutal, pintoresco y compasivo, del cual había salido y que seguía amando.

Más aún que su acceso a la Facultad, irritaba a sus competidores los éxitos que cosechaba. Confiaba franquear, dentro de poco, el valladar de la agregación. Una vez en ella, se hacía a sí mismo la promesa de suplantar a sus colegas agregados. Pues arreciaba la lucha entre éstos. En cuanto se presentía una vacante, inmediatamente iban a ver a los «patronos». En automóvil o en taxi para ir más aprisa.

Ocuparía el puesto quien llegara el primero, pues los nombramientos los efectuaba el consejo de profesores. En la espera, algunos postulantes rivalizaban en celo, enviaban trabajos y más trabajos, hacían hablar de ellos y vigilaban a los viejos profesores titulares, cuya cátedra, ¿quién sabe?, podría estar pronto vacante… En bacteriología, el «patrón» pensaba jubilarse pronto… Por ello varios agregados se apasionaban ya por la bacteriología, mientras otros se dedicaban entusiásticamente a las vías urinarias porque desde hacía un par de años el «patrón» envejecía a ojos vistas…

En cambio, Vallorge trazaba sus planes a largo plazo. Suraisne contaba sustituir al anciano titular de la cátedra de anatomía en cuanto éste falleciera, lo que no tardaría mucho en ocurrir. Vallorge le concedía dos años más de vida. Luego, Ribières, el titular de la cátedra de vías respiratorias, sería jubilado dentro de cinco años. Llegado este momento, Suraisne, profesor de anatomía, reclamaría la cátedra de vías respiratorias y no cae duda de que se la concederían, tanto más cuanto que un titular es considerado competente en todas las cosas, y se puede atribuir a un cardiólogo, por ejemplo, la cátedra de vías respiratorias. Siguiendo la estela de Suraisne, Vallorge alcanzaría primero la agregación y sería luego profesor de anatomía. Y cuando dentro de cinco años Suraisne sucediera a Ribières en las vías respiratorias, Vallorge postularía la cátedra de anatomía que había quedado vacante.

La muerte de Suraisne echaba abajo aquel paciente y audaz andamiaje. Buscarse un nuevo «patrón» sería una tarea larga y difícil. Y además, era demasiado tarde. Vallorge iba progresando. Sus rivales sentían por él un odio inexorable. No se le permitiría entrar en un nuevo equipo por demasiado peligroso. Ya se arreglarían para obstaculizarle el camino y desacreditarle cerca del «patrón». Era preciso cambiar de táctica, o bien, como había hecho Seteuil, abandonar la carrera profesoral, renunciar a la lucha, establecerse en la ciudad y contentarse con una carrera menos brillante. Vallorge no se resignaba a ello. Tras algunos días de reflexión tomó la decisión de tentar la suerte en el juego matrimonial. Cuatro «patrones» tenían hijas casaderas: Donat, Doutreval, el anciano Ribières y Heubel.

Pero Simone Heubel estaba casi prometida a Michel Doutreval, por lo que no valía la pena pensar en ella. Donat estaba muy avejentado. Su aorta no resistiría más de dos años. Su protección resultaba demasiado efímera y, por otra parte, su hija era más bien insípida. Quedaban Alice Ribières y Mariette Doutreval. Ambas eran graciosas y bien educadas. La dote era bastante modesta, pero Vallorge prefería el apoyo al dinero. Vaciló. Luego se acordó de lo cascarrabias que era Ribières. Hombre de otro tiempo, el viejo «patrón» tenía sobre el sacerdocio profesional ideas anticuadas. Carecía de clientela.

Vivía con bastante modestia de los cincuenta mil francos que ganaba como profesor, y como era pagado por el Estado, se negaba a dar a los demás una minuta de su tiempo. Con él no eran posibles las componendas. Nunca designaba un candidato de antemano ni se prestaba a maniobras de pasillo.

Siempre concursos leales. Cuando se le solicitaba algo, respondía invariablemente:

—Yo me limito a ceñirme a las condiciones del concurso.

Sólo él pronunciaba estas palabras. Con tal austeridad de principios no apoyaría Ribières las ambiciones de su yerno. Por otra parte, las inclinaciones de Vallorge se dirigían en el fondo, a Mariette Doutreval, cuya gracia fresca y lozana le emocionaba cada vez que pensaba en ella. Y resolvió probar suerte.