Después que Géraudin se hubo marchado, Michel salió del pabellón y atravesó las salas del hospital acompañado de Seteuil, Tillery y los ayudantes.
—¿Vamos a comer en «Toxines Bar»? —propuso Tillery—. Aún me quedan dos cupones.
«Toxines Bar», llamado también «El centro de las virulencias», era un pequeño figón que los estudiantes habían bautizado en razón de la toxicidad del vino tinto y del condumio que allí se consumía. El patrono del bodegón servía a los estudiantes comidas por cinco francos, y por cuatro cincuenta si suscribían un abono por diez comidas. Tillery, que era prudente y reconocía sus debilidades, adquiría a primero de mes, inmediatamente después de recibir la pensión paterna, treinta cupones para asegurar así el yantar diario. Con la certeza, pues, de no morir de hambre, se gastaba alegremente el resto de la mensualidad. Pero, mediado el mes, vendía los cupones a bajo precio para poder comprar tabaco, y vivía «sana y pobremente» según afirmaba, de pipas y bocadillos.
Había también estudiantes que almorzaban en «Toxines Bar» para agenciarse recursos con qué pagar los libros.
—De acuerdo. Vámonos al «Toxines Bar» —dijo Michel—. Pero nada de carne. Sólo un huevo.
Después de una operación, sólo con ver un bistec en el plato se le oprimía el corazón
—¿Quién es? —preguntó, mientras atravesaban los pasillos en dirección a la puerta de salida.
—¿Quién?
—Esa muchacha a quien acaban de intervenir.
—¿Te ha impresionado su útero? —dijo Seteuil en tono de chanza—. No lo sé. Una del «Sana[21]». Pero, si te interesa, la tengo anotada en mi carnet.
Externo en el sanatorio, Seteuil tenía la lista de los enfermos. Sacó su agenda.
—Veamos, veamos… Jeanne Lacroix. Sí, eso es. Pabellón C, segundo piso, habitación 28, Tuberculosa. Sí, ahora la recuerdo. Ingresó anoche. Volverá al sanatorio esta misma semana.
—Iré a verla —dijo Michel.
Atravesaban en aquel momento una de las salas comunes del hospital, una estancia blanca, clara y triste, inundada de una luz fría y violenta. Era la hora de la comida. Con un cuarto de hora de antelación, el mozo de la cocina había repartido la escudilla de loza, el tenedor y la cuchara de hojalata.
Ahora pasaba con la marmita a la altura del vientre. El contenido de la marmita era un confuso batiburrillo: buey hervido, patatas, judías, arroz y fideos. Sosteniendo la olla con una mano, sumergía en ella la cuchara y distribuía las raciones. Oíase el rumor de todas aquellas bocas sorbiendo la sopa y comiendo la carne. No había cuchillos y los que carecían de cortaplumas o cualquier otro instrumento cortante habían de coger y desmenuzar la carne con las manos. Como tampoco distribuían servilletas, la salsa se derramaba por la barbilla. Las manos, el bigote y las sábanas se llenaban de grasa. Llegó el mozo con el postre: ciruelas cocidas y mermelada. Si alguien no había terminado aún de comer, le vaciaban el cucharón de mermelada encima de las patatas. Todos se afanaban, pues, en comer de prisa, despedazando la carne con los dientes y las manos. Todos los hospitalizados ostentaban en el hombro derecho de la camisa, escrito con gruesos caracteres en tinta negra, el nombre del hospital: «L’Egalité».
—Preferiría reventar de una vez antes de que me cuidaran en el hospital —dijo Tillery.
—Estás desbarrando —repuso Seteuil—. Espera solamente tu próximo resfriado.
—De todos modos, consuela muchas miserias —dijo Michel.
—Por supuesto —reconoció Tillery—. Pero esto se extiende demasiado, lo invade todo y va camino de ser tan universal como la vacuna o el servicio militar. Dentro de cincuenta años todo el mundo pasará por el hospital, y esto es un error. El hospital debiera ser, con restricciones, un medio excepcional para practicar la caridad. Lo idea, amigo mío, es que uno se cure en su propia casa.
—Sí, vete a hacer a domicilio radiografías, neumos y reducciones de fracturas como la de Heubel esta mañana. La medicina científica requiera grandes instalaciones, laboratorios, rayos X; en una palabra, el hospital.
—No estoy muy seguro. Evidentemente, si el hombre no fuera más que una bestia… Y aún…
Cambia un caballo de cuadra y estará ocho días despistado. ¿Crees acaso que no sufre un enfermo a quien se separa de los suyos y se le instala en una especie de cuartel? El factor psicológico también cuenta.
—El progreso social, el rendimiento, las necesidades económicas…
—Las necesidades económicas exigirían también que se estableciera una selección humana, que sólo se permitiera procrear a los «modelos» de la especie, que se crearan «apareadores» humanos con sementales escogidos. Que todo el mundo coma en la gamella; que se pueda trasplantar al hombre, como una máquina, donde hay trabajo: de Europa a América, por ejemplo. Pero todo el mundo está de acuerdo en que esto es imposible, que el hombre siente apego por su hogar, por el medio en que se desenvuelve, que tiene un alma… La medicina es individualista por esencia.
—¿Recriminas, pues, la caridad pública?
—No. Sólo afirmo que se practica de un modo equivocado. Que debiera ayudarse al hombre de otra manera, más humanamente. Y quien no comparte mi opinión no es un pobre ni ha visto nunca un hospital. Mi deseo sería que tuviera que dejar allí a su mujer o a su hija, por ejemplo y verla en cueros, examinada por una veintena de estudiantes entre los cuales, estuviera al pie de la cama, detrás de los otros, algún desplumado como Seteuil que comentara socarronamente con Santhanas los senos menudos de la muchacha.
—Eres un botarate —exclamó Seteuil.
—Ese Géraudin se las trae —dijo Michel.
—Es maravilloso. Hay que reconocerlo. Dice siempre las palabras precisas, pero no todos se le parecen. Abundan los que están maleados por el hábito de la profesión, los que olvidan… A veces me avergüenzo un poco al ver a la quisquillosa sor Angélica, deshecha en llanto, consolar a una mujeruca después de haberla nosotros manoseado por todos lados.
—A los indigentes se les atiende gratuitamente. Es preciso que paguen de una manera o de otra.
—De acuerdo. Pero en este caso, excepto nosotros los médicos que prodigamos nuestro tiempo, no se trata de una caridad, sino de un mercadeo. La colectividad, el Estado, no da nada por nada. Sólo efectúa un trueque. Por lo tanto, ¿por qué hablamos de caridad, de beneficencia y de asistencia pública? ¿Por qué bautizar a nuestros hospitales con los nombres de «La Caridad», «La Fraternidad», «L’Hotel-Dieu», «La misericordia», «La Piedad»?
»Ni siquiera sé —añadió— si no es el desgraciado el que más da aquí dentro. Se le separa de su hogar. Una mujer que da a luz se ve alejada de su casa y de los suyos, privando a su marido del espectáculo de un sufrimiento que les uniría un poco más. Las cosas son así, gran desplumado, y puedes reírte cuanto quieras. Muchas veces he oído a los obreros decirme de su mujer:
»Verdaderamente es una mula, pero cuando el chico vino al mundo tuvo mucho coraje».
»¿Y el médico?
»Quizá es el que más pierde. Ya no existe el contacto de hombre a hombre. Los enfermos se acostumbran a ser números, a que los examinen una veintena de estudiantes y a convertirse para el doctor en una función mecánica de auscultar y curar.
»El hospital ha matado al médico de familia y nadie saldrá ganando con ello. Nuestra profesión, no te quepa duda, es a menudo todo lo contrario del colectivismo.
Michel no supo qué contestar.
Los tres camaradas salieron. Afuera reinaba la animación habitual a la una de la tarde. La muchedumbre de visitantes, cargados de bizcochos, chocolate y naranjas, bloqueaban las puertas.
Desde hacía tres cuartos de hora la multitud aguardaba que se abriesen las verjas. Apretujada como un rebaño, asediaba la entrada, sucediéndose los tumultos para colocarse en el primer lugar de la fila.
Abriéronse la verja y los portillos y se produjo una invasión en tromba, una correría a través de patios y pasillos para ganar un minuto, pasar un instante más a la cabecera del lecho del padre o de la madre.
Desde el extremo de la calle, Michel veía correr a los que se habían retrasado. A lo largo de la acera se alineaban los tenderetes de los vendedores de naranjas y bombones. Había también pequeños puestos de flores, rosas y peonías, dalias, narcisos y amarillas margaritas otoñales, una amalgama de colores y penetrantes aromas que se esparcían por la calle, frente al gran hospital. El pueblo gusta de las flores, y aquella muchedumbre se las llevaba en grandes manojos a sus desgraciados familiares.
La visita duraba una hora. Luego, bajo la égida de sor Angélica, la vida en el hospital seguía su curso, lenta, monótona, con sus innumerables sufrimientos, sus pequeñeces y sus ocultas grandezas. La quisquillosa sor Angélica —siempre la adjetivaban así los estudiantes— intervenía en todos los servicios. Los vagabundos estaban bajo su dependencia, lo que era una tarea verdaderamente ingrata. A partir del mes de noviembre los S. D. F. acudían a instalarse en sus cuarteles de infierno. Se les llamaba los S. D. F. (sin domicilio fijo), porque de la cabecera de su cama colgaba un cartelón con dichas iniciales. Bronquitis, reumatismos, toses crónicas incurables, no faltaban pretextos para ingresar en el hospital. Como no había sala disponible para ellos, sor Angélica, con viril decisión, los acomodaba a todos en un espacioso pasillo, donde, acurrucados cerca de las estufas, se pasaban el día jugando a las cartas. Por la noche se iban poco a poco a acostarse en la sala de los enfermos de males venéreos, donde solían dormir porque no había sitio en ninguna otra parte. Por regla general, se marchaban al cabo de quince días, caían nuevamente enfermos y volvían una semana después. De quincena en quincena llegaban así a la primavera y entonces se dispersaban hasta la llegada del invierno venidero.
Sor Angélica les inspiraba un sacro terror.
Gobernaba también a los estudiantes, vigilaba las suelas de sus zapatos, les hacía limpiarse los pies y les quitaba de los labios, sin el menor reparo, el cigarrillo que acababan de encender, al tiempo que les decía:
—Aquí no se fuma, joven.
Emitía juicios sobre ellos y afirmaba con una certeza infalible:
—Este trabaja, pero aquél será siempre un holgazán.
Veía también las cosas con mayor alcance que ellos. Los estudiantes tenían el bagaje de su ciencia y sus libros, pero ella contaba con treinta años de hospital. Y no pocas veces, ante una imprudencia o una iniciativa que no era de su agrado, decía tranquilamente que no, se interponía y ordenaba esperar.
Veía a veces las cosas más claramente que el «patrón» presentía mejor que él las consecuencias de una intervención, y, en medio del optimismo general, decía sin equivocarse nunca:
—Éste no curará —y anunciaba de antemano la muerte, para aquel mismo día de algunos de los que estaban bajo su dependencia. Se lo advertían señales imperceptibles e infalibles, inaprensibles cambios en el rostro de los enfermos, cosas que sólo ella había visto centenares de veces durante sus treinta años de contacto con la miseria y el dolor. Así, que los internos y hasta los «patronos» creían en ella. La primera señal que revelaba en el hospital la proximidad de la muerte la constituía un biombo que sor Angélica instalaba alrededor de la cama, con objeto de aislar y aliviar la agonía de un desgraciado. Esa señal era infalible. Luego aparecía el ramito de boj en el agua bendita. Después, una hora antes de la muerte, llegaban las moscas que, como sor Angélica, jamás se equivocaban. Por último, una hora después de la muerte, cuando ya el cuerpo empezaba a enfriarse, los piojos amontonados en los cabellos, debajo de la nuca, sentían menguar el calor humano y abandonaban el cuerpo. Se les veía correr sobre el cuello del cadáver, sobre las sábanas y sobre la almohada.
—Está vaciando su piojera —decían los vecinos de cama. Pues el pueblo cree que los piojos se alojan detrás de la cabeza, en una bolsa que existe debajo de la piel, llamada «la piojera». Durante la autopsia, los parásitos se extendían sobre el mármol de las mesas de disección donde los estudiantes los aplastaban por centenares.
Practicábase la autopsia en gran escala. Alrededor de un enfermo, de un caso interesante, los «patronos» discutían. Heubel era de opinión que se trataba de un tumor benigno, Geoffroy aseguraba que era un cáncer y Géraudin se pronunciaba por un absceso. Doutreval y Donat se cambiaban los más bárbaros epítetos, totalmente incomprensibles para el paciente. Una frase misteriosa ponía término al debate:
—Está bien. Ya volveremos a discutirlo en casa de Morgagni.
Ir a casa de Morgagni —el primer médico que a pesar de las antiguas reglas de la Iglesia se atrevió a disecar un cadáver humano— era practicar la autopsia. Decían también:
—Haremos una «necro».
A fuerza de discutir sobre su caso, había también enfermos cuya muerte era esperada con una especie de impaciencia. Especialmente un absceso del cerebro ponía al rojo vivo, desde hacía un mes, la pasión general.
En principio, la ley impone un plazo de veinticuatro horas antes de practicarse la autopsia. Lo que es muy enojoso, porque las vísceras se corrompen. Surge de ahí un conflicto asaz dramático entre la compasión inmediata por los restos de un desgraciado y esa otra piedad más elevada que quiere conocer, saber, instruirse para aliviar en el futuro innumerables miserias. En general, se encontraba una fórmula de arreglo. Introducíase inmediatamente en el vientre del muerto, para mantenerlo en estado de conservación, un litro de formol. O bien, si se trataba únicamente de examinar un órgano que era menester conservarlo en un estado de frescor, por ejemplo un riñón, se practicaba una amplia incisión para desasirlo, se introducía la mano en el vientre y se sacaba del fondo el mismo. Un riñón se extrae con facilidad.
Y si el caso era verdaderamente interesante y merecedor de un examen general, se practicaba también la autopsia. Se bajaba al depósito. En la cámara, todos los muertos, desnudos, estaban alineados, dispuestos por pisos, cada uno en su caja encristalada. Se tiraba de uno de los cajones y aparecía un hombre. Y se operaba sobre su cuerpo, procurando respetar la cabeza en atención a la familia. La administración, al dar cuenta del fallecimiento a los parientes del muerto, les preguntaban siempre la hora en que llegarían. Contábase, por tanto, con el tiempo suficiente. Algunas veces, sin embargo, los parientes se presentaban demasiado pronto. Entonces le tocaba a sor Angélica ingeniarse para hacerles esperar a la antesala con un pretexto cualquiera. Y de cuando en cuando llamaba furtivamente a la puerta en voz baja:
—Dense prisa.
En efecto, los estudiantes se apresuraban como si fueran ladrones, se remendaba el cadáver mediante burdos zurcidos, curas, bandas de esparadrapo y sumarias adherencias, y mientras son Angélica amortajaba el cadáver, arreglaba la capillita y encendía los cirios, los estudiantes se marchaban por una puerta excusada… La familia no sospechaba nada. La estancia era oscura, y todo el piadoso material acumulado por las religiosas le distraía a uno de todo lo demás. Y ese muerto, con las manos juntas, ese cadáver, ese boj mojado en agua bendita, que le prodigaban a uno como una aspersión respetuosa y distante, infundía una profunda sumisión. Máxime se atrevía uno a estampar un beso fugaz en la gélida mejilla… y detrás aguardaba, discreto sin duda, pero embarazoso, el hombre de las pompas fúnebres… No había que impacientarle. Cuando uno es pobre y tímido se preocupa del trabajo de los demás y sabe el valor del tiempo. Las despedidas eran breves. Y uno se iba, e inmediatamente el hombre se acercaba al cadáver, y, con un ademán excesivamente ampuloso, sacaba un metro del bolsillo y tomaba las medidas…
Los ahogados, los muertos en accidentes, los andrajosos anónimos, todos los innominados de la calle, toda la escoria de la humanidad que iba a parar al depósito eran enviados a las salas de disección.
Y asimismo todos los enfermos que no eran reclamados por sus parientes. A veces, se encontraba una mañana sobre el mármol a un ser a quien el día antes se había visto en la cama, a quien se había interrogado y que os había mirado y sonreído. Ello producía una sensación penosa. Uno tenía siempre la impresión de que aquel cadáver iba a hablar. Esos cadáveres se sumergían en antiséptico de donde se les extraía para la disección. Se les abría, se quitaba la grasa y se aislaban los músculos, los nervios y los vasos. Esa operación durante tres meses. Una especie de moho cubría finalmente esa carroña humana que se tiraba por pedazos y pequeños residuos, despojos de anónimas carnicerías, en un cubo que había debajo de la mesa y cuyo contenido un mozo de la sala iba a enterrar finalmente en cualquier hoyo. Y todos los años, a petición de un grupo de estudiantes, el padre Vincent decía una misa por el alma de todos aquellos desgraciados.
Como se hacía un copioso consumo de cadáveres, éstos iban escaseando cada vez más. Se formaron Sociedades y Ligas para reclamar los cuerpos. Mucha gente que no recogerían en su casa a un perro sarnoso, y a quienes la vista de las suciedades y purulencias que un profesor o un estudiante manosean todo el día en el hospital les oprimiría el corazón de asco y de horror, encuentran muy generoso enternecerse por el cuerpo de un mísero a quien el día antes, en la calle, le han negado unas monedas.
Subvencionan a sociedades antidiseccionistas, lo que, por otra parte, no es óbice para que en ocasión de una hernia o de una pierna fracturada aprovechen sin el menor reparo los progresos de una ciencia quirúrgica que debe sus perfeccionamientos esenciales a la disección. Estas Ligas están muy bien informadas y encuentran siempre a un pariente que reclama los despojos del muerto… Entonces, adquirían de antemano su cuerpo a pobres diablos que se vendían, toda en vida, por cuatrocientos francos, pasando a pertenecer al hospital una vez hubieran fallecido. Otros preferían una pequeña renta vitalicia. Otros trocaban en dinero el cadáver de un pariente muerto. Las mujeres liquidaban con frecuencia, a manera de «vendetta», el cuerpo de su marido. Se ahorraban así los gastos de entierro, percibían trescientos francos y aquel gorrino sería convertido en salchichas, lo que constituía una venganza refinada. Por último, con esa interesada segunda intención, se daba alojamiento en el hospital a tres o cuatro pordioseros cuyos despojos se esperaban. Una vez por o menos, mientras están en vida, los estudiantes los llevaban al anfiteatro anatómico, lo que los mendicantes aceptaban para dárselas de valientes y era lo que más tarde les harían a sí mismos… De todos modos, eso les producía un singular efecto. Sobre todo cuando se les mostraba, para chancearse, el cráneo y la faz de un viejo camarada a quien reconocían: un pedazo de carne fácilmente identificable, una cabeza deshuesada, reblandecida, vaciada en el interior, una mascarilla humana medio podrida, pero en la que los mendigos encontraban aún un bigote, una nariz, alguna cosa que les era familiar de la faz del camarada con quien uno o dos meses antes habían jugado a las cartas en el patio.
Sor Angélica se levantaba a las cuatro de la mañana, iba a la capilla, comulgaba, se absorbía en sus meditaciones hasta las cinco y luego, si un moribundo de los enfermos que estaba bajo su dependencia no la reclamaba, asistía a la misa. A las seis, desayunaba. Y a las seis y media, corría por las salas lavando y preparando a los enfermos para la visita del médico, pues el profesor se presentaba a las ocho. Al mediodía sor Angélica había terminado ya de dar inyecciones, lavativas, curar y limpiar.
Comía en un abrir y cerrar de ojos, siempre tarde, y, en lugar de ir a la capilla a las dos de la tarde, reanudaba su servicio hasta la noche. Por último, después de cenar, a las siete y media, las religiosas tenían derecho a una hora de recreo, el único momento de reposo y solaz de que disponían durante el día. En invierno, se reunían en el refectorio, y, en verano, en el jardincillo de la capilla donde charlaban, reían y se expansionaban alrededor de la madre superiora que, con graven continente, se sentaba en su butaca con un escabel para los pies. Pero sor Angélica no iba nunca. Volvía a su servicio y se iba a acostar a las nueve en una de las salitas bajas de techo situadas en el último piso, donde la administración alojaba a las hermanas en grupos de siete u ocho, porque en «L’Egalité» no sobraba el espacio.
Sor Angélica cuidaba a las mujeres públicas sifilíticas, rascaba las úlceras, limpiaba los recipientes de excrementos, lavaba anos artificiales, sondaba viejos prostáticos, introducía pedazos de algodón en la garganta de los diftéricos, oprimía los ántrax para extraer las raíces, desinfectaba los irrigadores y las cánulas, recogía los residuos de tabaco que había en torno a las estufas y en recuerdo de Cristo, vaciaba el contenido húmedo y viscoso de las escupideras.
Sin embargo, nadie apreciaba a sor Angélica, y como aceptaba siempre una vela de sesenta céntimos para la iluminación de la capilla, se decía de ella que era muy «interesada».
Y además, añadían: si las hermanas hacen todo eso, es para congraciarse con uno. De esta forma sor Angélica se había captado a un viejo pobretón, un furioso anticlerical de Mainebourg y exconcejal extremista quien, alojado en «L’Egalité», se había puesto al servicio de la religiosa y la seguía a todas partes como un perro. Entonces, los demás lo pusieron en cuarentena y le declararon «traidor al partido». Incluso la madre superiora no tenía en gran estima a sor Angélica, a la que no consideraba lo suficientemente mística. Pero sor Angélica quería seguir siendo ante todo una «hermana hospitalaria», por lo que las místicas la miraban con altanería.
Dentro de cinco, de diez, de veinte años moriría sor Angélica. Se le daría sepultura en un rincón del cementerio, en una porción del mismo destinada a las religiosas, al pie de un crucifico colocado encima de una gruesa piedra. Tendría una cruz de madera negra y dos iniciales, que con las lluvias de un año acabarían por desparecer. Nadie le llevaría unas flores ni nadie se acordaría de ella. Se pasaría al lado de la cruz inclinada y medio podrida sin saber que allí reposa, después de cincuenta años de sacrificio, siguiendo el ejemplo del Maestro, alguna humilde muchacha del pueblo o tal vez la heredera de una fortuna real y de un glorioso apellido de Francia, en religión sor Angélica de la Misericordia, esa cargante y quisquillosa sor Angélica para los estudiantes, los vagabundos y las rameras.