Capítulo III

Michel se encaminó, lentamente al hospital de «L’Egalité», tenía tiempo sobrado, porque Regnoult había terminado su curso en la Facultad más pronto que de costumbre, y, además, el trayecto no era largo. Por otra parte, Géraudin, siempre abrumado de trabajo, rara vez llegaba puntual.

Michel caminó a lo largo de la fachada del hospital, entró por una puerta lateral en lugar de la central y atravesó la sala de otorrinolaringología, «garganta, nariz, oídos», como solía decirse, donde los indigentes de la ciudad llevaban los niños a operar. El dispensario se hallaba en plena actividad.

Sentados en unos bancos alineados alrededor del a inmensa sala, aguardaba, vestida con multicolores pingajos, una ingente muchedumbre: mujeres, hombres ancianos, todos ellos con una criatura sobre las rodillas o un niño de pecho en brazos, o un chiquillo o una chiquilla, pálidos e inquietos, sentados a su lado. Hacía calor. En aquella tarde otoñal los radiadores funcionaban perfectamente. Un acre olor a paños de lana húmedos, a sudor y a cuerpo humano dominaba las ácidas emanaciones del antiséptico de cidronela[12] que sor Angélica había vaporizado antes de abrirse el hospital. Aquellas gentes, tocadas con gorros de lana verdes y encarnados hundidos hasta las orejas, arropados con bufandas marrón o azul marino, abrigos verde gris, delantales azules, pañoletas amarillas o blancuzcas y viejas mantas color de mosto o violáceo, constituía a lo largo de los bancos una mezcolanza de colores violentos y dispares. A cada instante entraban en la sala nuevos visitantes, que se sentaban entre los demás. Se hablaba poco. Todos tenían al vista fija en la puerta del fondo, que daba al cuarto donde el orondo Belladan, jefe de clínica del profesor de cirugía infantil, intervenía las amígdalas y los pólipos. Cada tres minutos se abría la puerta y salían cuatro o cinco madres, mujeres de pueblo, encorvadas y con el terror pintado en el rostro, llevando cada una en brazos a una criatura con la faz lívida o teñida en púrpura, con la nariz y la boca ensangrentadas y dando gritos desgarradores. Las mujeres volvían a su sitio y un interno les traía un pedazo de hielo para que lo aplicaran a los labios de los niños.

—Los siguientes —llamaba el rollizo Belladan.

Levantábanse otras cinco mujeres y se encaminaban hacia el fondo llevando de la mano a las criaturas, cuyo rostro aparecía desencajado por el miedo. La puerta se cerró tras ellos. Oyéronse unos gritos espantosos. Volvió a abrirse la puerta y nuevamente salieron más chiquillos con la boca ensangrentada.

—Los siguientes.

Aquello marchaba con una rapidez prodigiosa. Como el trabajo en cadena. Además, era preciso que así fuera. Cada mañana, en el dispensario, tenían que arrancarse centenares de amígdalas o pólipos.

Michel fue a echar una ojeada a la pequeña sala de operaciones y estrechó la mano de Belladan. Una vez más quedó sorprendido ante virtuosismo del jefe de clínica. Un enfermero cogía a un chiquillo y lo ataba a una silla, o simplemente lo sujetaba vigorosamente con sus robustos brazos. Un proyector sobre ruedas colocado a un metro del rostro del niño, lo cegaba por completo. Abríase la boca del rapaz, en los más de los casos por fuerza porque todos se resistían a hacerlo. Un interno le introducía el abrebocas entre os dientes, abriéndole desmesuradamente las mandíbulas. Belladan aplicaba el abajalenguas, impedía los desesperados esfuerzos del paciente para vomitar, introducía rápidamente una cucharilla detrás del velo del paladar, la levantaba luego hacia arriba, hacia la base del cráneo, la removía y después raspaba y escarbaba. Manaba sangre. Aullidos, accesos de tos, náuseas. La criatura, ahogada, sujeta, enloquecida por el dolor y el miedo, se tragaba la saliva, se estrangulaba, vomitaba y escupía a menudo en el rostro de Belladan los sangrientos jirones arrancados a su garganta. Se había terminado. Se le liberaba. La madre se lo llevaba sollozando. Y Belladan, después de limpiarse el rostro con un pedazo de algodón en rama, hacía señas para que ataran al siguiente.

—Evidentemente, tendrías que cloroformizarlos —decía a Michel, limpiándose un esputo encarnado en las cejas—, pero no podemos. Apenas una ligera anestesia local cuando tengo tiempo, pero esto sucede muy rara vez. Son demasiados. Ya ves cuánta gente hay. Verdaderamente, no hay medio de solucionarlo. Queda por saber si es la cirugía la que debe adaptarse a las necesidades del dispensario, o si es el dispensario el que debe adaptarse a las necesidades de la cirugía… Grandes cosas veremos más delante. Compadezco a los enfermos del porvenir y compadezco también al médico. Porque tienes que darte cuenta de que no será la administración la que estará al servicio de la medicina, sino que habrá de ser el médico quien tendrá que someterse a las exigencias de la administración. ¡Será muy divertido! ¿Qué, ya está listo? Vamos, pequeño, no te acobardes…

Con la cucharilla en la mano se acercó a una nueva víctima.

—No llores, hijo mío. Ten ánimo por tu madre, que está muy apenada…

Michel salió perseguido por un grito horrible, y se alejó rápidamente. Atravesó el patio del antiguo claustro y se encaminó hacia el pabellón de Géraudin. Observó, contristado, que lo estaban pintando.

Un equipo de pintores embadurnaban, con una gruesa capa de pintura parda, los pilares y los arcos de las bóvedas.

El hospital de «L’Egalité» dependía del municipio de Mainebourg. Ese antiguo monasterio de benedictinos había sido afrentosamente engrandecido y desfigurado con dos alas gigantescas, dos monumentales cuerpos de edificio de hierro, vidrio y cemento armado, una especie de cazamoscas vertiginoso y abrumador. Pero en el centro, durante largo tiempo, el claustro había subsistido intacto, bello y apacible, con su galería circular, sus arcos de ladrillo y de piedra y el vede césped extendido como una alfombra a los pies de una estatua de la Virgen, de una deslumbrante blancura en medio de aquel frescor. Un surtido canturreaba en una fuente. Por desgracia, nada de todo ello existía. En primer lugar, y por razones políticas, había desaparecido la Virgen, luego el pequeño surtidor que minaba, al parecer, la hacienda de la Asistencia pública y, finalmente, el césped, sustituido, en nombre de la economía, por un sólido y sonoro pavimento de gres. El abate Vincent protestaba en vano cuando se efectuaba uno de esos destrozos. Pero, en aquellos días, el municipio de Mainebourg había embadurnado el claustro, las paredes, los pilares y hasta los marcos de las ventanas con una espesa capa de pintura parda, aceitosa, una especie de brea indeleble que evocaba los fúnebres matices de cualquier material de guerra. El abate Vincent se había personado en todos os despachos del Ayuntamiento para defender su claustro, explicar las bellezas que atesoraba y lo que podría hacerse para conservarlo. Los rojos ladrillos de las paredes y los pilares, los capiteles y las molduras de piedra blanca de la bóveda, los basamentos y la pizarra azul de la techumbre, bien rascados y limpiados constituirían una magnífica armonía de colores. Pero chocó con los intransigentes principios económicos de los ediles municipales. Además, se daba la circunstanciad e que Chatelnay, el alcalde de Mainebourg, era representante de una fábrica de pintura, y, por lo tanto, toda la ciudad estaba sobreabundantemente embadurnada.

La capilla, al a que se prendió fuego durante la revolución, había sido habilitada para oficinas de economato. Pero en los sótanos subsistía la cripta, hermosa pieza de arquitectura con bóvedas góticas, gráciles columnitas y mascarones de piedra finalmente tallados en figuras de angelotes alados. Allí se instalaron las calderas de la calefacción central.

Montones de carbón de hulla, que convertían la cripta en un reducto de tinieblas y de polvo, se elevaban hasta las bóvedas, ocultando los pilares hasta os esculpidos capiteles y ensuciándolos con una capa negra y corrosiva de carbón y hollín. Enormes tubos, enzarzados unos con otros como reptiles, serpenteaban en la oscuridad. En el suelo, las calderas se asentaban sobre el viejo enlosado de mármol que en otro tiempo fuera negro y blanco. El agua herrumbrosa que goteaba de aquéllas se iba estancando en el suelo formando una especie de barro grasiento. Y en algún lugar, sobre las losas ya gastadas, aún podía leerse alguna que otra inscripción antigua, los nombres de las religiosas que allí, debajo de las calderas, reposaban.

El padre Vincent erraba mohíno y desconsolado por entre aquellas devastaciones. Y, asimismo, Géraudin, Donat, Ribières y numerosos profesores —pues el médico es con frecuencia un aficionado al arte y un avispado coleccionista— iban a admirar allí un detalle escultórico, una cabeza de mujer o de demonio aún visible bajo la mugre del hollín, deplorando su impotencia frente al vandalismo administrativo. Pero el municipio de Mainebourg era muy anticlerical y no se interesaba lo más mínimo por las capillas.

Los estudiantes esperaban a Géraudin en el patio del pabellón de cirugía. Con bata blanca, tocados con una boina, y con algunos cuadernos debajo del brazo iban llegando de la Facultad de Medicina, donde Regnoult, que sustituía a su «patrón». Doutreval, les había dado la clase de neuropsiquiatría.

Doutreval, el padre de Michel, era especialista en psiquiatría. Y con frecuencia, absorbido por sus trabajos, confiaba sus clases, como lo hacían muchos de sus colegas, a Groix o a Regnoult, sus dos candidatos a la cátedra. Ambos se mostraban encantados, porque veían en ello ocasión de un excelente ejercicio oratorio en vista de los exámenes. Desde hacía algunas semanas las clases de Regnoult alcanzaban gran éxito, sobre todo entre os nuevos estudiantes. El papel de Regnoult, más difícil de lo que se hubiera creído, consistía en hacer trasladar un hospitalizado cualquiera a pie o en camilla con ruedas, y a quien examinaba por uno y otro lado con objeto de investigar los más secretos indicios de su dolencia. Algunos enfermos todavía lúcidos, y sobre todo los jóvenes, sufrían lo indecible al desempeñar ese papel de animal de feria. Otros, en cambio, que ya estaban habituados a ello, ni siquiera se sonrojaban y aun algunos mostraban una evidente vanidad. El hospital, la promiscuidad, las inyecciones, las curas y los reconocimientos en público matan el pudor y fomentan a veces un verdadero exhibicionismo. Y se les persuadía diciéndoles:

—Esos señores van a reconocerle. Es para su bien, para su curación.

Y el enfermo, convencido, se gloriaba de ello.

Los sifilíticos memos, los afectados de parálisis general, siempre contentos, y, en muchos casos, de una aparente robustez, y algunos mozancones[13], fornidos y completamente chiflados «tenían vacía la sesera» como decía Tillery, y constituían siempre un número muy logrado.

Mientras esperaba a Géraudin, Tillery, en la acera, con sus enormes gafas a caballo sobre una pequeña nariz, hacía juegos de manos y charlaba con el tono de un pregonero de feria. Santhanas jugaba al póquer de dados con Seteuil. Otros fumaban. Otros se contaban los chismes del hospital y de la «Fac[14]»

Regnoult y Flégier, más graves, discutían acerca del puesto que dejaría vacante Suraisne, caso de que muriera, y de las posibilidades de éxito de los diferentes aspirantes.

Michel acompañó a través de las dependencias a su amigo Groix, «El Cararrajada» ayudante de su padre. De pronto, Regnoult quiso mostrarle un interesante caso de sífilis.

En Argelia, todavía hoy, esos casos son frecuentes, pero en Europa se ha terminado. En cambio, son infinitamente más numerosas las sífilis nerviosas. Diríase que nuestra medicación desaloja el mal llevándolo a otro terreno. La historia del usagre que ocasiona la muerte de la criatura… ¿Quién sabe?

Nuestras viejas nodrizas sabían de eso quizá más que nosotros.

Atravesaron lentamente las salas, hablando en voz alta, mientras los enfermos, desde la cama, les seguían con los ojos. Junto a una ventana, una muchacha, de pie, se lavaba recatadamente detrás de las cortinillas de tela blanca cuidadosamente sujetas con agujas.

—Es un caso delicado —explicaba Groix—, como se ven aún algunos. Está aquí a causa de una enfermedad de la piel. En el lavabo tiene miedo de las rameras… también le intimidan las palabras y los piojos…

—Y además —explicó la quisquillosa sor Angélica, que llegaba en aquel momento—, aquella española alta y morena la tiene atemorizada. Esa gran perra la tiene dominada, aterrada, y le habla de hacerle un pequeño por la espalda… ¡Qué pesadilla!, todavía ayer, la rubia, que no es más que una zorra, estaba en el lavabo bailando en cueros una danza africana.

La pelillosa[15] sor Angélica, curtida por treinta años de hospital, llamaba las cosas por su nombre.

—Yo le pondré las peras a cuatro —dijo Groix.

De paso, mostró a Michel el chancro que le había prometido enseñar, una cosa característica y singular, un verdadero modelo, una fotografía del Larousse médico, como decía Groix. Luego tuvo una explicación en el lavabo con la española y la rubia.

—Sois un par de pingonas[16]. No os basta con pudrir a los hombres, sino que tratáis aún de corromper a las muchachas honradas. Haré que os metan a buen recaudo. Ya lo veréis.

Las muchachas, desnudas hasta la cintura, con los senos gruesos y fláccidos, bajaban la cabeza como un rebaño cazurro y miedoso, y sin decir palabra, procedían a lavarse, a arremangarse y con ademán profesional, a pasar debajo de la camisa pequeñas toalla enjabonadas. Era la peste del hospital, la sala más difícil de llevar. Muchas veces llegaban en un estado de completa embriaguez, y se hacía necesario que sor Angélica las obligara a acostarse tras haberles propinados unos cuantos sopapos en la nariz. Algunas sifilíticas estaban cubiertas de eczemas purulentos, y era sor Amelia, una jovencita de poco más de veinte años, quien estaba encargada de lavar aquellas purulencias. Una de las mujeres que estaba encinta acaba de traer al mundo, a los siete meses y medio, una criatura muerta completamente macerada. Otra, medio loca y, por añadidura, tuberculosa, se fugaba del hospital, permanecía fuera por espacio de tres días y volvía con los vestidos puestos al revés y en un estado de absoluta inconsciencia.

Era preciso acostarla y alimentarla por la fuerza mediante un tubo que se le introducía por la nariz haciéndolo pasar hasta la garganta, y colocarle sobre la cabeza una bolsa de hielo que se desinflaba rápidamente. Las demás mujeres no querían remplazarla porque aquella tuberculosa les daba mucho miedo. Era, pues, una vieja reumática, quien cada vez se levantaba y cambiaba la bolsa de hielo. Otra anciana, una veterana y buscona callejera, despótica y cruel, medio tullida, se hacía servir y tiranizaba a sus vecinas exigiéndoles que la peinasen, le lavasen los pies y le cortasen las uñas del dedo gordo del pie. Temíase tanto su lengua venenosa, que nadie se atrevía desobedecerla. Sólo ella tenía derecho a tener al pie de la cama una especie de jofaina que apestaba toda la sala. No le daba a Groix punto de reposo, pues cada mañana le dolía alguna parte del cuerpo. Cuando su tiempo de permanencia en el hospital tocaba a su fin, se marchaba por uno o dos días para tener derecho a una nueva estancia, e inmediatamente se presentaba. Los «patrones» se compadecían de ella y la aceptaban. Había sido de joven la amante de un poderoso industrial. Se la conocía por el sobrenombre de «Casco de oro» y en sus tiempos había tenido coche particular… Recuerdos que una y otra vez iba desgranando ante sus deslumbradas compañeras.

Groix iba mostrándole a Michel todas aquellas mujeres, explicándole la historia y el caso de cada una de ellas.

En pos de los dos amigos, la quisquillosa sor Angélica preparaba los inyectables e iba llamando una tras otra a aquellas mujeres:

—¡Eh, tú, zorra, te toca a ti!

Autoritaria, terrible e infatigable, las iba empujando como empujaba a todo el mundo. La seguía un fiel y anciano vagabundo cargado con una jofaina que levaba con unción casi religiosa.

Afuera, en el patio, se oyó el ruido sordo de un portazo. Miguel se asomó a la ventana.

Louis, el chófer de Géraudin, ayudaba a su amo a apearse del «Panhard».

—¡He aquí al «patrón»! —dijo Michel.

Groix y Michel bajaron los escalones de cuatro en cuatro, atravesando, para ganar tiempo, el pabellón de los cancerosos donde Heubel aplicaba el radio a los enfermos. Numerosos desgraciados con un esparadrapo aplicado a la piel, se paseaban melancólicos por la estancia. Intervenidos en el labio, en la nariz, en la lengua, en los párpados o en el rabillo del ojo, exhibían una pequeña punta de metal, algo así como la aguja de acedo de un fonógrafo que contenía algunos miligramos de radio. Y como su persona física se encontraba de tal modo bruscamente valorada, representando un capital importante, aquellos andrajosos millonarios eran objeto de una estrecha vigilancia. Ni siquiera tenían derecho a salir del pabellón. Y para identificarlos donde quiera que se hallasen, se les colgaba en el ojal de la chaqueta un gran disco de tela encarnada, una gigantesca roseta de la Legión de Honor que significaba: «cuidado, radio». Así erraban, lúgubres y muertos de asco, soñando apesadumbrados en un inaccesible cigarrillo, esos hambrientos pordioseros que valían ahora pingues fortunas, portadores y prisioneros simbólicos de tesoros cuyo alcance les hubiera antes puesto los ojos en blanco.

No solamente era Bernard Géraudin el factótum[17] de la Facultad, sino también del hospital. «El hospital de San Géraudin», decían los estudiantes al hablar de «L’Egalité». Su a migo Olivier Guerran le había hecho nombrar administrador de los hospitales. En posesión de este cargo, se había adjudicado un pabellón enero donde hospitalizaba a los enfermos de pago que no podían encontrar sitio en su clínica particular. Contaba, por tanto, con dos clínicas, una de gran lujo y otra destinada a la clase media. Sin embargo, tenía siempre en su pabellón dos o tres camas disponibles para uso del alcalde y de los concejales de Mainebourg o de sus amigos. Les atendía gratuitamente, con lo que tenía la seguridad de contar en un momento dado con su apoyo. Estos caballeros liquidaban sus cuentas a cargo de la caja de los hospitales, es decir, de los desgraciados.

Un reciente decreto acababa de prohibir el funcionamiento de las clínicas particulares de los hospitales públicos. Pero Guerran reaccionó inmediatamente. El decreto se traspapeló, junto con otro que prohibía la acumulación de las funciones de cirujano y administrador de los hospitales. Y las relaciones de Géraudin con Gigon acababan de asegurar su autoridad dictatorial. Gracias a Gigon, Géraudin hacía caso omiso de os reglamentos, otorgaba favores y licencias a sus internos favoritos, y cuanto se exigía un concurso, modificaba tranquilamente los artículos de los textos que podían obstaculizar sus propósitos y designaba directamente a sus hombres para los puestos que había de ocupar. O, en otro caso, se colocaba la convocatoria del concurso de una manera tan discreta, en los más tenebrosos rincones de las oficinas administrativas, que nadie se fijaba en ella. No se presentaba, pues, más que un solo candidato, el de Géraudin, que triunfaba sin la menor oposición.

Flégier, el jefe de clínica, se apresuró a colocarse al lado del «patrón»; Géraudin, seguido por un enjambre de estudiantes, entró en su pabellón, se puso la bata blanca, hizo algunas preguntas a Flégier y se encaminó a la puerta de la sala de operaciones para ver la «minuta».

—Veamos, señores, daremos una vuelta por las alas.

Los alumnos le siguieron a través del hospital. Con Géraudin al frente, el grupo iba de una sala a otra siguiendo los pasillos y sorteando las camas. En cada una de las salas se presentaban el interno de guardia y la religiosa, señalando con el dedo los gráficos de la temperatura que colgaban al pie de las camas. Los enfermos, acostados, y perfectamente alineados, miraban a los visitantes y se distraían por un instante de su tedio sombrío. Sentada en la cama, una mujer con un cáncer en el pecho, a la que acababan de traer de la sala de operaciones de Heubel, miraba a su alrededor con ojos atontados. Más adelante, el grupo se detuvo antes una mujer joven. Echado hacia abajo el cobertor, quedó el cuerpo al descubierto. Géraudin dio orden de que levantaran la camisa hasta la altura de los senos.

—Observen las facies —decía—. El edema aumenta con la arritmia cardiaca… El sarcoma hace netos progresos.

Utilizaba ex profeso palabras que la pobre no podía comprender, precaución que acabaría fácilmente por olvidarse, pues uno se olvida a la larga que se enfrenta con un ser humano. El caso era interesante.

Todos los estudiantes, uno tras otro, habían de palpar el vientre. La mujer, con el rostro encendido, desnuda sobre la cama, ladeaba la cabeza para que no la vieran llorar. Géraudin se dio cuenta de ello y pronunció entonces, como reputado profesor que era, unas palabras muy sencillas, afectuosas y bellas, unas palabras con las que pretendía excusarse y pedir perdón a aquella desdichada por haberse visto obligado a incurrir en la miseria de servirse de ella.

—Tienes que perdonarnos, hija mía, y hacerte cargo que nos prestas un inmenso servicio. Todos estos jóvenes y yo podemos, gracias a ti, aumentar nuestros conocimientos. Tu ayuda me permite aliviar y curar a desgraciados como tú… Lo consientes, ¿verdad?

Géraudin sentía un gran respeto por la misericordia. Sabía con qué lenguaje había de dirigirse a los desgraciados, lo que denotaba la modestia de su origen. La mujer no dijo una sola palabra, pero cesó de llorar. Y hubiérase dicho que se avergonzaba un poco menos de que aquellas manos se pasearan sobre su carne desnuda.

Otras, en cambio, habituadas ya al hospital, permanecían indiferentes mientras eran objeto de un examen semejante. Otras dibujaban una leve y triste sonrisa. Otras, en su rincón, sin que los estudiantes se ocupasen de ellas, lloraban silenciosamente pensando sin duda en su hogar. Ninguno de los muchachos se preocupaban de ellas ni se detenían para prodigarles algunas palabras de consuelo. Las visitas se iban sucediendo. Los estudiantes eran cuarenta o cincuenta, lo que les impedía tener un gesto de compasión que cada uno de ellos hubiera tenido quizá espontáneamente de no haber sido por la presencia de sus camaradas. El hombre siente un extraño pudor en manifestar su bondad.

En la reducida sala especial de los rayos X se agrupaban una veintena de estudiantes. Harto trabajo le costó a Michel introducirse allí. Una débil luz rojiza disipaba vagamente las tinieblas. Luego, bruscamente, reinó la oscuridad. Y todo el mundo se inclinó sobre una pantalla verdusca que se movía horizontalmente sobre un enfermo a quien antes nadie había visto. Tratábase de una pierna fracturada, respecto a la cual ensayaba Heubel un nuevo sistema de su propia invención. Heubel se extendía en explicaciones mientras paseaba sobre aquella tibia fracturada el esqueleto de su mano, donde un solitario montado en platino reflejaba una considerable circunferencia negra. Introducía en el hueso un hilo de plata del que colgaba un peso que se modificaba según la tracción a ejercer. Ese alambra, introducido en el hueso, se distinguía claramente en la pantalla. Heubel, en la penumbra, añadía o quitaba peso tratando de demostrar a Géraudin y a los estudiantes la ingeniosidad del sistema. Oíase la respiración jadeante del enfermo, que se esforzaba en contener sus gemidos. ¿Hombre? ¿Mujer?

Michel salió de la sala sin haberse enterado.

Terminose la inspección en las alas destinadas a los niños. En sus camitas, perfectamente alineadas, sucedíanse unas cabecitas pálidas apaciblemente reclinadas sobre blanquísimos almohadones y que, con sus ojos dolientes de víctima, contemplaban el desfile del profesor y los estudiantes.

—Anemia perniciosa —decía Géraudin—. Peritonitis, osteomielitis…

El modo con que, con sus pupila dilatadas, serenas, resignadas, inocentes, seguían los chiquillos al grupo de los estudiantes desazonaba siempre a Michel haciéndole pensar en un rebaño de pobres bestias dulces y sumisas, condenadas sin saber por qué a pagar un inmenso pecado colectivo en que él, demasiado rico y feliz, tenía vagamente conciencia de haber participado.

Géraudin se detuvo delante de un mozuelo de pálida tez para extraerle un poco de sangre, como preparatorio para una transfusión. El domador había ya llegado. Flégier preparó las laminitas y los bisturíes. El pequeño miraba los preparativos con angustia creciente. Géraudin se cercó a él e hizo un llamamiento a su pobre coraje infantil.

—Vamos, vamos, no vas ahora a llorar delante de todo el mundo. Tienes que demostrar que eres un hombre hecho y derecho. En cuanto hayamos terminado te aguarda una sorpresa. Ya verás…

Con el bisturí hizo una incisión en el lóbulo de la oreja. Brotó la sangre, y la criatura rompió a llorar.

Flégier recogió la sangre en una laminita y verificó las mezclas. Pero volvió una de las laminitas del revés y ya no pudo entenderse. Había que empezar de nuevo y practicar otra incisión en la oreja.

Géraudin se sofocó.

—Eso no me gusta, Flégier —dijo simplemente—. A una criatura…

Flégier, con el rostro encendido, farfulló algunas palabras. Y cuando todo hubo terminado, mientras los estudiantes se dirigían a las otras camas, Géraudin sacó a escondidas del bolsillo una caja de lápices de colores y la introdujo debajo de la sábana del niño, exactamente con el mismo gesto que solían hacer los visitantes cuando hacían pasar a espaldas de la buena hermana una botella de vino a un compañero enfermo. Géraudin adoraba a los chiquillos. Todos los días iba a verlos en su sala, besaba a los más pequeños, les daba un pellizco en las mejillas, hacía visajes, les decía toda clase de disparates y se sentía feliz como un rey cuando hacía brotar una sonrisa en aquellos pálidos rostros. Les llevaba, escondiéndolos cuidadosamente, tabletas de chocolate y juguetes que sabía escoger muy bien: un automóvil para el hijo de un chófer de taxi, o una grúa para el chiquillo de un marinero. Adivinaba lo que les faltaba y lo que les gustaba, y cuando sus internos no estaban presentes se pasaba a veces una hora entera jugando con ellos. Y cuando uno de aquellos pequeños seres inocentes moría, por desgracia, bajo su bisturí, se marchaba del hospital profundamente trastornado, fuera de sí, enfermo y sintiéndose desgraciado por espacio de varias semanas.

La visita había terminado y los estudiantes se iban dispersando. Flégier, Michel, Seteuil y algunos internos acompañaban a Géraudin.

Al llegar a la puerta de la sala de operaciones consultó de nuevo la «minuta», la lista de intervenciones señaladas para aquel día.

—Un raspado, un quiste. Una histerectomía[18]. Está bien, Flégier, empiece usted por el raspado.

Flégier se puso una bata limpia. Antes de ponerse la suya, Géraudin reclamó:

—Sor Angélica, mi caldo de las once.

Tomó la taza de caldo que le llevaba siempre sor Angélica antes de intervenir. Ese tazón de sopa espesa y plebeya, esa sopa que le recordaba su infancia menesterosa y que le parecía, sin razón alguna, más sabrosa que los más delicados condimentos de su talentuda cocinera, era uno de los hábitos más estimados de Géraudin. Ni una sola vez durante veinte años dejó de practicar esta costumbre. Incluso un día, una enferma que se hallaba tendida en el «billar[19]», al oírle reclamar el caldo de las once, creyó que iban a envenenarla y se escapó por la ventana. Esa ocurrencia fue motivo de risa durante muchos días.

Después de haberse puesto la bata y la mascarilla, Géraudin, con las manos desnudas, puesto que los guantes le molestaban entró en el quirófano acompañado de Michel y de sor Séraphine. Flégier estaba ya trabajando. Sobre una mesa colocada a gran altura, una mujer tendida de espaldas, con las piernas al aire y separadas, estaba dormida. Flégier en pie, con el rostro a la altura de las nalgas de la mujer, introducía pacientemente una sonda en la abertura sanguinolenta, raspaba, escarbaba en la carne viva con tanta minuciosidad, tan absorto e interesado en su trabajo, que indudablemente se había olvidado por entero que estaba operando a un ser viviente. Sentadas en un banco que e hallaba enfrente, esperan dos mujeres, con la cabeza baja, visiblemente aturdidas y embrutecidas por la inyección de escopolamina que previamente les había administrado sor Angélica.

—¿La del quiste? —preguntó Géraudin.

—Ésa —respondió sor Séraphine.

—Hágale una «raqui», Doutreval.

Michel puso la mano debajo de la barbilla de la mujer y le levantó la cabeza. Luego le dijo:

—¿Está usted animada?

La mujer balbució:

—Sí, estoy animada.

—¿Está usted contenta?

—Psé…

—¿Tiene usted miedo?

—No…

La mujer, aturdida y como embrutecida, contestaba dócilmente. Michel la hizo sentar en el «billar» y sor Séraphine le arremangó la camisa. Michel aplicó el trocar en el espinazo, en la conjunción de las vértebras. Un agua clara comenzó a gotear por la cánula de la aguja. Empezaba a brotar el líquido que baña la médula espinal y el cerebro. Michel aplicó la jeringa e inyectó la novocaína[20]. En el hospital, Géraudin utilizaba siempre la «raqui». Este procedimiento, rápido y sencillo, asegura la perfecta inmovilidad del abdomen.

La anestesia la reservaba únicamente para los casos de vías respiratorias. Una mascarilla de éter puede quitarse en un instante a la menor amenaza de síncope. Una inyección, al contrario, introduce en el canal de la médula espinal una dosis brutal de novocaína, sin retroceso posible. Los riesgos se compensan. Pero aún prefiriendo la «raqui», Géraudin apenas la utilizaba para su clientela.

Géraudin operó el quiste con una rapidez fulminante. Se sentía en forma. Una vez más deslumbró a Michel, a Tillery y a todo el mundo. Cuando Géraudin había terminado ya el quiste, Flégier raspaba todavía el útero que le había caído en suerte.

—El siguiente —dijo.

Michel fue a buscar, en el banco en que se hallaba, a la segunda mujer. Y nuevamente le hizo la pregunta de ritual:

—¿Está usted animada?

—Sí —respondió la mujer con tono indiferente.

—¿Cómo se llama usted?

—Jeanne Lacroix.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y tres años.

—La escopolamina la ha dejado menos postrada que a las demás —dijo Géraudin, que estaba enjabonándose las manos—. Hágale la «raqui», Tillery.

Tillery hizo la «raqui». Luego se tendió a la mujer encima del «billar» y levantaron la mesa movible.

La mujer quedó con los pies en el aire y la cabeza baja. Sus cortos cabellos castaños flotaban como los de una ahogada. Y con una rápida incisión, rodeando al ombligo, Géraudin abrió el vientre.

Separó las capas musculares, y más allá del peritoneo, apartó con las manos desnudas las entrañas.

Todos los circunstantes se adelantaron para ver la operación de más cerca o alargaron el cuello con ávido curiosidad.

—Vean ustedes —dijo Géraudin, pasando las manos por debajo de la matriz, levantándola, despegándola del fondo de su cavidad pelviana y mostrando los ovarios—: he aquí a una desgraciada a quien un gorrino cualquiera ha obsequiado con una blenorragia. Ha enfermado de gonorrea y no se la ha cuidado… Quizá ni siquiera se ha dado cuenta de que la había atrapado. Y aquí tenemos el resultado: infección, metritis, inflamación crónica de los ovarios… Y me veo obligado a castrarla como a un conejo. Diga, hermana, ¿qué hacía esa mujer?

—Tenía cartilla —repuso sor Angélica—. Vivía en la calle de la Caserne, número 26.

—¡Ah! Muy bien —dijo Géraudin—. Ahora se explica todo. Se trata de una mujer pública.

Volvió a coger el bisturí y se dispuso a continuar. Y, de pronto, en medio del silencio que reinaba en la sala de operaciones, se oyó una voz extraña, fuerte, ronca y tranquila que decía:

—No es culpa mía, señor doctor.

Hasta Géraudin quedó sobrecogido, y permaneció con el bisturí en el aire. Todos los estudiantes se inclinaron sobre el rostro de la mujer, cuya cabeza pendía con los cabellos echados hacia atrás. Con los ojos desmesuradamente abiertos, miraba a Géraudin. Había resistido a los efectos de la escopolamina.

Cosa rara, que podía achacarse sin duda al sistema nervioso. Lo había oído todo. Y con voz ruda, tranquila, una voz ronca y cascada por el abuso del alcohol, pero que no obstante surgir de aquel vientre abierto se mantenía singularmente vigorosa, trataba de justificarse. Contó la seducción, el desengaño, la criatura que vino al mundo, el abandono, la miseria. Y otras decepciones y traiciones hasta la caída completa, hasta el vagar por las calles, la inscripción en la cartilla y… Contaba todo eso con palabras sencillas, pero con un acento tan impresionante que no podía uno dudar de la vedad de cuanto estaba escuchando.

—Me quedaba la pequeña —decía—. Tenía cuatro años. La cuidaba una nodriza. Yo iba a verla los domingos… Pero cayó enferma, me la llevé a París y la cuidé durante siete semanas. Luego, un domingo, a mediodía, murió… No tenía un céntimo, señor doctor, y había que pagar al médico, el entierro, el cura, todo… Y aquella noche ofrecí mis servicios a una casa pública. Cincuenta clientes, quizá cien… Ya sabe usted lo que son esas guaridas… Pero gané lo suficiente para pagar el féretro y las flores. La enterraron en Pantin. Se la llevaron en un coche mortuorio. No teniendo dinero ni siquiera para un taxi, tuve que seguir el entierro desde lejos, desde un tranvía. Y eso es todo, señor doctor…

—Está bien —dijo Géraudin—. No hable usted más, hija mía… De lo contrario, no podré trabajar.

Se enjugó los ojos con la manga. Estaba tan emocionado como sus internos.

Michel no había de olvidarse nunca más de aquella desgraciada criatura, tumbada boca arriba, con la cabeza caída, el cabello en desorden y que pendía hacia atrás, cuyo rostro se veía, desde lo alto, trágicamente encogido: aquella mujer, destripada como una bestia colgada de un garfio en el matadero y que contaba su historia mientras Géraudin, inclinado sobre ella, le extirpaba los ovarios y salpicaba de sangre el fondo de su cavidad pelviana.