Capítulo II

Louis, el chófer del profesor Géraudin, aguardaba al «patrón» a la puerta del hotelito. El «Panhard» negro y cromado, relucía con sombría brillantez. En el florero del coche había algunas flores. Louis se miraba de lejos en el barniz de la carrocería y su alma se llenaba de orgullo. En casa de Géraudin era un prepotente personaje. Su voluntad era ley y no se sabía por qué motivos la señora Géraudin, que no temía a nadie, temía a Louis.

Géraudin salió de su casa y subió en el coche ocupando el asiento delantero al lado de Louis. No era ésta su primera salida, pues ya muy de mañana el chófer le había conducido a la clínica a girar una visita a los enfermos e intervenidos.

—¿Es verdad, señor, que el profesor Suraisne está enfermo? —preguntó Louis, a quien su amo le permitía una cierta familiaridad.

—Eso dicen, Louis y parece que no está muy bien.

—¡Estaba tan jovial el otro día en el banquete! ¿No conduce usted esta mañana, señor?

—No, Louis —dijo Géraudin—. Esta mañana no, porque tengo que operar. Primeramente iremos a ver a Gigon en la Facultad.

Antes de intervenir, Géraudin, hombre prudente, procuraba evitar todo exceso nervioso. Había pasado ya de os sesenta y aun cuando se consideraba joven y vigoroso estimaba prudente cuidar de su salud. Era un hombre todavía en pleno vigor, de baja estatura, achaparrado, sanguíneo, con ojos grises inyectados en sangre y orejas gruesas y purpúreas hundidas en la carne de un cuello apopléjico, y demasiado carnoso. Bajo el bigotillo a la moda americana, se notaba en los labios un pliegue de tristeza y de fatiga. Saco del bolsillo una pitillera de oro y encendió el tercer cigarrillo de la mañana. Géraudin se reprochaba a menudo a sí mismo el fumar demasiado y ello le hizo nuevamente penar en sus síntomas de arteriosclerosis. Inconscientemente, con un ademán maquinal que le era familiar, oprimió ligeramente con los dedos pulgar e índice el lóbulo de la oreja.

El éxito de Géraudin databa de treinta años. Gozó del apoyo de Salnikov, un médico de escasa notoriedad que ni siquiera había sido agregado, pero que, dotado de una extraordinaria audacia y clarividencia, había presentido el rumbo que había de tomar la medicina moderna. Después de algunos años de prácticas oscuras, Salnikov se consagró con gran ardor a los rayos X, esa ciencia entonces nueva con la que se entusiasmaban los enfermos que aún alentaban esperanzas. Su éxito, favorecido por la boga y el capricho generales, merecido asimismo por una abnegación y una conciencia profesional absolutas y una rara seguridad en el diagnóstico, había sido fulminante.

Salnikov era un apasionado de la medicina, pero de la medicina en marcha, la medicina del porvenir.

Fue en verdad un precursor. Osado hasta la temeridad, con su racionalismo científico precedía a todos sus colegas por los caminos, con frecuencia peligrosos, de la medicina de vanguardia. Esa misma audacia le granjeaba una clientela fascinada. Amplias amputaciones, ablaciones de órganos, injertos, no retrocedía ante nada. Ese médico hubiera sido un príncipe de la cirugía. Fue el primero de la región en ensayar la resección de las fibras del simpático. Los mismos cirujanos vacilaban en seguirle y en practicar las intervenciones revolucionarias que prescribía. Ello exasperaba a Salnikov, quien buscaba en vano al cirujano que necesitaba, que le obedeciera, que se convirtiera en la mano sabia, infalible e inteligentemente dócil de su cerebro.

Fue entonces cuando se cruzó en su camino con Géraudin.

Bernard Géraudin, exjefe de clínica del profesor Rillerac, acababa de ser apeado por su «patrón» y no hacía más que vegetar. El cirujano Rillerac acariciaba desde hacía tiempo la idea de que su discípulo se casara con su hija y ocupara luego su puesto en la Facultad. Pero Géraudin estaba liado con una modistilla y se negaba a separarse de ella. Era joven y tenía la edad en que uno llora al escuchar «Louise» y se exalta cantando:

Tout homme a le droit d’etre hereux,

Tout homme a le droit d’etre libre[10]

A esa primera queja del «patrón» contra su discípulo no tardó en sumarse otra. Rillerac se había enterado de que su joven director de clínica, comenzaba a practicar intervenciones en la ciudad, haciéndose una pequeña clientela. Eso, Rillerac no podía perdonárselo. Se desembarazó de Géraudin y cerró el paso a aquel joven que tenía demasiada prisa en erigirse en contrincante suyo.

Géraudin, puesto en medio de la calle, condenado a esperar indefinidamente su cátedra de profesor y falto de recursos económicos que le hubieran permitido abrir una clínica, iba malviviendo de las intervenciones que practicaba a domicilio.

Vio la primera luz en el Bordelais, de padre sin medios de fortuna. A aquel muchacho robusto, excelente anatomista, se le presentaba el porvenir con tintes sombríos. Diez años de vida mediocre, de figones, de casas de huéspedes y de humillaciones ante los ricos le habían terriblemente afilado los dientes. Presentose a Salnikov, creyó en él y le siguió.

La cosa no marchó al principio muy llana. Ya en aquel tiempo Salnikov obraba al margen de la medicina oficial. Como un jugador arriesgaba todos los días su situación en cada intervención. Sin pestañear, escribía, por ejemplo para encubrir a su cirujano: «Yo declaro bajo mi responsabilidad que el señor X…, enfisematoso[11], debe ser anestesiado con cloroformo en lugar de éter…». Poco a poco Géraudin se fue familiarizando con esa temeridad. Convirtiéndose en e instrumento dócil, que ejecuta y que comprende, hasta el punto de que Salnikov decía a todos sus clientes:

—Y para cualquiera intervención, Géraudin. Únicamente él, nadie más que él.

Géraudin se benefició así de prestigio y de las osadías de su protector. Ya no se hacían distingos.

Decíase:

—¡Qué audacia la de Géraudin!

En verdad, Géraudin iba asimilando poco a poco los puntos de vista de su maestro y se lanzaba audazmente, por propia iniciativa. Salnikov fue el verdadero maestro de Géraudin, y, al contacto de aquél, el joven cirujano se formó poco a poco un concepto general y nuevo de la cirugía. Llegó el éxito y al cabo de poco tiempo pudo abrir clínica propia.

Salnikov confió varias veces su propio cuerpo a manos de su a migo. Éste trabajaba en demasía y se divertía sin moderación. Por primera vez en Francia, Géraudin practicó sobre Salnikov la ablación de las hemorroides. Y las hemorroides de Salnikov adquirieron pronto una prodigiosa celebridad.

Sucesivamente, Géraudin suprimió a su amigo la vejiga biliar, el estómago y un trozo de intestino.

Salnikov murió en la clínica de su amigo, dos días después de un injerto óseo en la columna vertebral que él mismo había exigido y que como tal intervención había sido brillante.

En adelante, Géraudin podría prescindir de su viejo maestro. Estaba ya lanzado. Nadie, ni siquiera uno de sus enemigos, ponía en duda su valer. Y como no era de aquellos que conservaban largo tiempo la edad de los sacrificios y de la alegre pobreza —la verdadera juventud—, Géraudin, tentado por el dinero a medida que acrecentaba sus ingresos, abandonó la modistilla de sus veinte años y contrajo matrimonio con Valérie Largilier, la hija menos del decano de la Facultad. La vida no es ciertamente una novela. Tuvo un hijo con su amiga. Ofreció a ésta una crecida suma que fue desechada.

Su matrimonio con la hija del decano le proporcionó una cátedra en la Facultad, que Largilier creó ex profeso para él. Valérie llevó a su marido una dote principesca, pero Géraudin pudo, a no tardar, prescindir de ella. Su clientela era la más rica y brillante de la región. Industriales, hombres políticos y personalidades de toda clase sólo querían ponerse en manos de Géraudin. Y los honorarios fastuosos que reclamaba, sus extravagancias, su altanería, sus exigencias de hombre que puede desdeñar el dinero forjaban en torno de él una leyenda respetuosa.

—Es un original —se decía.

Géraudin ejercía en la Facultad una verdadera soberanía. Todos los diputados de la región eran amigos suyos. Sobre todo el abogado Guerran, joven aún, puesto que no había alcanzado los cincuenta años de edad, diputado a los treinta y ministro a los treinta y seis, había sido para él un inestimable colaborador. Géraudin, que sabía conocer a los hombres, lanzó a Guerran a la palestra política y éste le pagó con creces. Era Guerran quien aseguraba a Géraudin una enrome influencia en todo el Departamento. Géraudin, en efecto, nombraba los cirujanos de todos los hospitales, colocaba a sus discípulos y hacía retener para ellos os mejores puestos. Fue Guerran quien consiguió para Géraudin la roseta y la cinta blanca y oro de gran oficial de la Legión de Honor. Guerran quien dio carpetazo a todos los decretos que podían perjudicar a su amigo Géraudin y quien hizo ascender al cargo de secretario de la Facultad a un primo de Géraudin llamado César Gigon. El papel del tal Gigon era considerado inestimable.

Géraudin podía considerarse sin duda el hombre más adulado y al mismo tiempo más odiado del país. Buscábanse a su triunfo las más monstruosas explicaciones. Incluso se achacaban al apoyo de Guerran otras causas que las puramente amistosas, llegándose a afirmar que el político había sido e amante de la señora Géraudin, por supuesto con el beneplácito del marido. Sin embargo, si bien era cierto que Valérie Géraudin tenía un carácter infernal, tampoco cabía duda sobre la incorruptibilidad de su honradez. A todas esas calumnias respondía Géraudin encogiéndose de hombros. De una cosa estaba seguro, y ni sus peores enemigos lo ponían en duda, y era que sin Salnikov, Gigon, Valérie y Guerran, él solo, con su genio operatorio, hubiera alcanzado el renombre de que gozaba y eso era sobre todo lo que no le perdonaban.

Gigon tenía su modesto y polvoriento despacho en el segundo piso de la Facultad, desde el cual regentaba a estudiantes y «patrones». No es generalmente conocido el poder de un modesto secretario de Facultad. Él es quien puede suspender o aplicar tal o cual reglamento, modificar un expediente y cerrar los ojos sobre una remisión. Prácticamente era Gigon quien distribuía las condecoraciones, asignaba los puestos y facilitaba dinero a cuenta. Ese primo de Géraudin vivía en el campo. Si hubiera establecido su domicilio en el propio Angers, se hubiese visto de la mañana a la noche atareado de visitas. Aumentaba sus modestos ingresos vendiendo, por cuenta de una gran librería, lujosos libros sobre medicina y arte. Naturalmente, el pequeño grupo de logreros que existen en todas las Facultades efectuaba importantes compras.

Aquel día, el angosto pasillo que hacía las veces de antesala se hallaba abarrotado. Bourland, Huot, Van der Blieck, profesores auxiliares, saludaron a Géraudin, el gran «patrón» y se apartaron para abrirle paso. Gigon, que acompañaba a un visitante, acogió con deferencia a su ilustre primo, y, excusándose con un gesto con los demás, le hizo entrar.

—¡Ya ve usted cuánta gente! Acaba de saberse que Suraisne está grave y por ello toda la cohorte de aspirantes se pone en movimiento. Desde hace dos horas no ha cesado el desfile de ambiciosos. Vienen en busca de noticias, quieren saber detalles y sopesar las posibilidades de cada uno…

—Suraisne no ha muerto todavía, ¡qué diablos! —exclamó Géraudin.

—Claro que no. Es lo que les digo a todos. Pero no le he molestado por eso.

Gigon se proponía crear una nueva condecoración: la Orden del Mérito Médico que había de constituir una etapa hacia la Legión de Honor, y le proporcionaba además un nuevo instrumento de influencia. Con el apoyo de Guerran el éxito de semejante proyecto estaba asegurado.

Géraudin prometió hablar de ello a Guerran en la primera ocasión en que se encontrasen. Se despidió de Gigon, subió al «Panhard» y Louis lo condujo a «L’Egalité». El «Panhard» rodaba suavemente. Géraudin pensaba en Suraisne, en ese pequeño grupo de jóvenes condenados a desear la muerte de un superior para subir un escalón. Y se decía que esa «política de Facultad», esos «patronos» rodeados de una corte y disponiendo como amos absolutos del porvenir de sus discípulos sin que los concursos y los exámenes tuviesen valor alguno, no estaban decididamente hechos para favorecer la competencia leal y la confraternidad. Recordaba, con un poco de amargura, sus años mozos, y pensaba en Rillerac, que le había «apeado» porque había tratado de ganarse la vida.

Acudía de nuevo a su mente el grupo de ambiciosos moviéndose impacientes en el pasillo que conducía al despacho de Gigon. Y por hábilmente que éste lo pusiera en práctica, Géraudin estimaba que el sistema era detestable.