Michel empujó suavemente la puerta de la sala de disección. Era la primera vez que volvía allí después de su regreso del regimiento.
Evidentemente, sus compañeros debían de estar al acecho. Apenas entró recibió en el pecho un hueso al que estaban adheridos jirones de carne humana.
—¡Carniza! ¡Carniza! ¡A la puerta! ¡A muerte! ¡Abajo Michel! ¡Abajo Doutreval! Muera el bisoño. ¡Muera el novato! ¡Carniza! ¡Carniza!
La carniza volaba por los aires, y una treintena de estudiantes, enfundados en batas blancas, aullaban y bombardeaban a Michel con proyectiles de carroña.
Un muchacho, con una incipiente calvicie, y un mancebo de rostro rubicundo, con enormes gafas de carey dirigía el ataque. Michel se agachó debajo de una mesa, recogió la carroña que acababa de serle disparada, y arrojándola contra sus agresores, se precipitó hacia ellos gritando:
—¡Sois un hatajo de cobardes!
Se reunió con el grupo y terminose la batalla. Y mientras Michel se enjabonaba la cara y las manos en un pequeño lavabo de porcelana, sus compañeros le rodearon estallando en estrepitosas risotadas y dándole palmadas en los hombros.
—Esto no está bien —protestó Michel—. ¡Hacerme eso a mí, un veterano! Bien sabéis que no soy un novato de primer año. ¿Y vosotros, qué? ¿Cómo van las cosas?, y tú, Seteuil, ¿siempre sin blanca?
—Siempre —respondió Seteuil, el mozarrón calvo—. Di Michel ¿irás esta noche con nosotros, después del banquete?
—Pues claro. ¿A qué hora?
—A las diez —repuso Tillery, el jovencito de las gafas—. A esta hora ya habremos terminado de comer.
—¿Estará también Santhanas?
—Seguramente vendrá a esperarnos.
—¡Nos vamos a divertir de lo lindo! —afirmó Seteuil.
Y expuso sus planes para la noche siguiente. Tillery, cuyo rostro redondo y rubicundo revelaba un aire de gravedad y de atención, escuchaba y aprobaba con gran seriedad todo cuanto se decía mientras limpiaba sus gafas con uno de los faldones de su bata blanca. Cogió el escalpelo y se acercó a un cadáver desmenuzado ya en sus tres cuartas partes, tendido delante de él sobre una mesa de mármol.
Todos los músculos habían sido disecados. Aquello no era más que un montón de carne venosa con grandes huesos amarillentos ensartados con largas y blancas hebras fibrosas, parecidas a cordeles.
Tillery, con gran minuciosidad, acababa de poner al desnudo los tendones del antebrazo y arrancaba pequeños trozos de carne medio putrefacta con los cuales hacía una bola y los tiraba, como un carnicero, en un cubo que tenía debajo de la mesa. También los otros habían reanudado su disección y, con el cigarrillo en los labios, hacían bromas subidas de tono y soltaban palabras asaz obscenas.
Reacción instintiva de una juventud humanamente sumergida en la dura verdad de la condición humana y en los cuales la grosería y el sacrilegio desparpajo no revelan sin duda más que un desesperado afán de curtirse a toda costa el corazón. Seteuil tenía entre manos un pedazo de carne que llevaba aún adheridos la epidermis y el pelo. Escarbaba el interior y lo volvía de un lado y de otro. Bruscamente, lo examinó un instante de más cerca.
—Escucha, Tillery —dijo—, ¿sabes acaso lo que estás trinchando? ¿Sabes de quién es?
Y al decirlo mostraba el pedazo de carne que sostenía con la punta de los dedos. Era una cabeza humana de la que se habían extraído los huesos, una especie de máscara amarilla, arrugada, estropeada, en la que vagamente podía apreciarse la faz de una vieja mujer.
—No —repuso Tillery.
—Es tu vieja del hospital, la que ha operado Géraudin. ¡Tu flirt, viejo sátiro! No creas que ignoramos que la obsequiabas con tabaco.
Tillery cogió la carátula de carne y la colocó en la palma de la mano.
—Pues es verdad —dijo—. Merde!
Durante breves instantes miró fijamente la encogida piel humana. Tras sus gafas de carey sus ojillos grises habían cobrado una extraña seriedad.
—¡Ah, merde! —repitió.
Permaneció un instante silencioso. Luego, hubiérase dicho que se sentía avergonzado. Se sonrió. Por dos o tres veces casi estrujó aquel rostro entre sus manos. Después, remedando la voz del anciano profesor Donat, dijo:
—Muy bien, muy bien, señores… Les repito que muy bien…
De repente, recobrando su voz natural, gritó:
—¡Eh, agarra esto, papanatas!
Y, como una bala, lanzó la carátula a Seteuil, que la cogió al vuelo.
Luego la conversación giró de nuevo sobre el banquete de la noche.
Al salir de la Facultad, Michel Doutreval volvió a casa de su padre. Había de acompañar en automóvil a Pruillé, un pueblecito situado a una veintena de kilómetros de Angers, a sus dos hermanas Mariette y Fabienne. En Pruillé, a orillas del Mayenne, estaba enclavada la casa de campo del gran cirujano, el profesor Heubel.
En el parque, durante toda la tarde, Michel, Mariette y Fabienne jugaron al tenis y al cróquet[4] con Simone Heubel, la hija del cirujano. Simone Heubel, una muchacha robusta y lozana, con todo el esplendor de sus diecinueve años, sentía una viva inclinación y no lo ocultaba, hacia Michel. Quizá a causa de ella, por un inconsciente deseo de contradicción y a pesar de los atinados consejos de su padre, Jean Doutreval, Michel no parecía tener la menor prisa en declararse.
Estaba ya avanzado el otoño, y a las cinco de la tarde, comenzaba soplar un airecillo fresco. Una tenue neblina envolvía el umbroso y apacible valle de Mayenne. Simone Heubel condujo a sus invitados hacia la quinta. En torno a un fuego de leños tomaron el té, comieron emparedados de queso, jamón dulce, salmón ahumado, pasteles de hígado con ensalada, frutas y configura de naranja. Se charló por los codos y abundó el regocijo. Luego Michel se puso al volante del potente «Renault» familiar, que en semejantes ocasiones le prestaba su padre, y condujo a su casa a sus hermanas Mariette y Fabienne.
Subió a su cuarto y se cambió la ropa interior y el traje. Y como su poderoso estómago había hecho honor a los emparedados y golosinas de Simone Heubel, resolvió no cenar. Sin advertir a Mariette, su hermana mayor, que no le hubiera hecho el menor caso, bajó con gran sigilo, atravesó el vestíbulo y salió afuera con una maravillosa discreción.
La cita estaba fijada para las diez, una vez terminado el banquete de los internos. Entretanto, Michel se encaminó a la plaza de Armas y entró en el bar moderno y coquetón instalado en los sótanos del hotel Carlton. En el mostrador consumió un «sandeman[5]» con varias raciones de patatas fritas, algunos vasos de aguardiente añejo y bizcochos salados. Raoul, el mozo del mostrador del Carlton, conocía el voraz apetito de Michel y le atendía como a un cliente de importancia.
Como era temprano, el bar estaba poco concurrido. Algunas pindongas que sorbían café con leche o comían bizcochos cambiaban de vez en vez algunas palabras o escribían, Dios sabe a quién, interminables cartas.
Acá y acullá algún vejestorio, excesivamente atildado se extasiaba mirando, a través de las gafas, a sus vecinas. El resplandor rojo y violeta de los tubos luminosos se multiplicaba en los espejos. Anchas listas de metal cromado realzaban el oscuro palisandro de las mesas y de las butacas guarnecidas de cuero color granate. Michel lanzó una ojeada en torno suyo en busca de una cara conocida; pero no encontró ninguna. Muchos de sus amigos, estudiantes de medicina, debían hallarse en el banquete de Suraisne. Tras un prolongado bostezo Michel pidió un cuarto «sandeman». Su anchura de espaldas ocupaba en el mostrador un no despreciable espacio. Contemplaba de lejos en el espejo su grande y maciza cabeza. Su faz enrojecida, sus ojos pequeños y negros y sus cabellos castaños, erizados y en forma de cepillo. Y no se juzgaba en verdad muy hermoso.
Alguien le dio una palmada en los hombros y Michel se volvió.
—¡Santhanas!
El amigo Santhanas, un muchacho larguirucho, delgado y pálido, estaba aún más demacrado que de costumbre. Parecía presa de gran turbación.
—¿Te sucede algo?
—Sí. Es una suerte que te haya encontrado en seguida.
—¿Necesitas de mí?
—Sí. Ven conmigo.
Michel pagó y salió seguido de Santhanas.
Afuera, la noche difundía suavemente por el espacio una penumbra violácea. Los escaparates despedían raudales de luz.
Un enjambre de modestas empleadas salía de los despachos y animaban las calles con su bulliciosa juventud y su lujo barato y deslumbrante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michel.
—Ve en seguida en busca de Tillery.
—¿De Tillery? ¿Para qué?
—Tengo en mi cuarto a una mujer con hemorragia. Parece que se trata de un aborto.
Michel miró a Santhanas. Le conocía y sabía de lo que el otro era capaz. Y comprendió.
—Te advierto que Tillery está en el banquete —dijo—. Allí se divierte mucho y quizá no venga…
—No importa. Ve de prisa, corre, tengo miedo. Explícale… No dejará de venir.
—Voy en seguida —repuso Michel.
—Yo también voy. Te espero. Date prisa.
Michel conservó en la mano el sombrero de fieltro, pues jamás sobre su abollada cabezota había podido mantener un sombrero en equilibrio. Y a paso gimnástico se dirigió hacia el barrio de las Facultades, situado al pie del castillo del rey René.
El banquete de los internos del hospital de «L’Egalité» tenía lugar en el primer piso de la «Taverne du Roi René». Aquella fiesta era una vieja costumbre, y, naturalmente, los estudiantes la resucitaban cada año con el celo más ferviente. Sin demasiado rigorismo eran invitados al banquete numerosos estudiantes y alumnos externos. Todos ellos de primer año. También se invitaba a la mayor parte de los afamados profesores de la Facultad de Medicina, quienes asistían a la fiesta sin hacerse rogar demasiado. Por su parte, cada profesor ofrecía una cena anual a sus «pupilos», a la que asistían las damas, y en la que el continente era perfecto. Pero al banquete de os internos no asistían más que los hombres, y además, el estudiante era el rey, porque era él quien ofrecía. Como no había señoras, nadie se sentía cohibido. Y por una noche los «patronos» no eran más que invitados indulgentes y sonrientes.
Así que en el transcurso de aquella fiesta reinaba habitualmente un regocijo un poco subido de tono.
En torno a los profesores el ambiente era menos tumultuoso. Reinaba entre ellos una jovial animación. Tocados con gorritos de papel de seda que ridiculizaban singularmente su magistral gravedad, los «patronos» a causa del ruido, discutían entre sí en voz alta. Sentado entre Géraudin y Heubel, presidía el decano Geoffroy. Jean Doutreval, el padre de Michel, bromeaba con Suraisne y el viejo Ribières. Y Donat, el neurólogo que a pesar de su aortitis, había asistido al banquete, escuchaba con una sonrisa inteligente y discreta los chismes de política interior que le explicaba Gigon, el todopoderoso secretario de la Facultad de Medicina. Un poco más lejos se sentaban los agregados y los encargados de curso, en espera de cátedras vacantes: Bourland, Huot, an der Blieck y Vallorge, a quien llamaban «Luis XVI» a causa de su perfil borbónico. Seguía luego la abigarrada masa de los estudiantes e internos, muy eufóricos todos y algunos de ellos un poco achispados, enarbolando gorritos de papel y emblemas multicolores. Y al extremo de la mesa, la minoría terriblemente bulliciosa y activa de los alborotadores, los más de ellos completamente embriagados como lo requiere la tradición. En esa especie de carnaval, de fiesta desaforada y excepcional que es siempre un jolgorio estudiantil, no podían faltar algunos bufones. Y dos o tres agregados de reciente nombramiento no desdeñaban tomar parte en aquella algazara. Por el momento, en aquel rincón se estaba aún en el período de las canciones. Una docena de muchachos armados con cuchillos golpeaban cadenciosamente los vasos y las botellas. Otros dos, dando golpes con el puño cerrado en los paneles de la puerta, simulaban tocar el bombo. Otros producían un ruido cascabelero haciendo percutir el mango de las cucharas en el interior del gollete de las botellas. El efecto de esta orquesta era sorprendente.
Con esta barahúnda se pretendía acompañar la canción de Seteuil, quien con la chaqueta puesta al revés, encaramado en una silla y apoyando el pie sobre la mesa, vacilante, con el rostro encendido y bañado en sudor, rugía más que cantaba lo que podía recordar de una escabrosa canción estudiantil.
Tocado con una cacerola, el joven Lapeyrade, el interno de tercer año, que un mes después había de morir a causa de su abnegada labor en el hospital de «L’Egalité» a la cabecera de un niño atacado de garrotillo, llevaba frenéticamente el compás con el paraguas sustraído al Père Donat. Al final de la copla, enarbolaba bruscamente el paraguas con gesto de espadachín. Y toda la pandilla de furiosos que le rodeaban reanudaban a coro, con una gritería que se oía desde fuera hasta el extremo del bulevar:
Nous sommes unis par la veró… olé[6]!
Coquetamente ataviado con un primoroso delantal blanco hurtado a una sirvienta complaciente, Tillery, con el rostro encendido y brillándole los ojos detrás de sus gruesas gafas, anchas como tragaluces, discutía con Groix y Regnoult, los dos internos de Doutreval, para saber si lograrían persuadir a un joven agregado a que se sumara a ellos aquella noche. Un largo e incoherente debate siguió luego entre Tillery, Groix y Regnoult a propósito de las enfermedades venéreas. Regnoult afirmaba la individualidad particular del treponema de la sífilis nerviosa, mientras que Tillery y Groix, apodado este último «El Cararrajada», a causa de una cicatriz que le desfiguraba el rostro, discutían su punto de vista con argumentos a los que una incipiente borrachera imprimía una absoluta vaguedad.
Había que ver a Groix «El Cararrajada» tocado con un gigantesco gorro blanco arrancado en noble lid al jefe de la «Taverne du Roi René», hablar con tono sesudo a Tillery, acicalado con un delantal blanco con babero de encaje, a propósito de espirilos, espiroquetas, reacciones de Kahn, antígenos y anticuerpos. Más allá, Vallorge explicaba a Flégier, el jefe de la clínica de Géraudin, el reciente accidente sobrevenido a Suraisne. Una anciana había ingresado en el hospital de «L’Egalité» con un neoplasma[7] en el pecho. Evidente, no había nada que hacer, pero el caso preocupaba a Suraisne, quien se preguntaba si detrás de aquello no acechaba una tuberculosis. La vieja murió en viernes. Era Seteuil quien la cuidaba, pero éste se hallaba en París y no volvió hasta el martes siguiente.
—¡Estoy desesperado! —dijo—. ¡Desesperado! ¡Haber fallado ese pecho!
Entonces, sin decir palabra, Seteuil, seguro de la alegría que iba a causar, había, con gran solemnidad, llevado al «patrono» el pecho que había disecado y conservado en formol.
—¡Ah, Seteuil, Seteuil! —dijo Suraisne—. He aquí un gesto que nunca olvidaré.
Cogió el pecho del bocal y lo abrió. En aquel momento un absceso que había en la carne muerta reventó, salpicándole de pus el rostro y la mano. Dos días después Suraisne tenía en el dedo un hermoso absceso.
—Tuve miedo —decía Vallorge mirando de lejos a su «patrón». Suraisne—. ¡Y Seteuil también! El «patrón» tenía justamente un corte en el dedo…
Sus temores le hacían ahora sonreírse. Pasábase suavemente la mano por el rostro, un rostro carbónico, agraciado, un poco adiposo y abotagado, pero que reflejaba serenidad y aplomo. Y Suraisne, que veía los gestos y la mirada de su alumno, volvió a explicar el relato del incidente a sus vecinos Doutreval y Ribières, mostraba su dedo con una pequeña pupa y hacía tocar debajo de su chaqueta los ganglios de su axila al viejo Ribières que demostraba marcado interés.
—Hasta aquí he caído en la trampa, querido —decía—. ¡Oh! ¡Si hubiese usted oído todo lo que me prescribió, aconsejó y recomendó! ¡No he hecho absolutamente nada! Todo esto es una guasa. Y desde hace tres días, nada, ni temperatura ni dolor.
Hubiérase dicho que Suraisne, hombre de ciencia y de laboratorio, olvidaba todo su saber en cuanto se trataba de sí mismo. Por otra parte, no es insólito el caso de los médicos que desdeñan absolutamente cuidarse a sí mismos.
—Ya ve usted que he salido bien del paso —afirmó.
—En efecto —repuso el anciano y excelente profesor Ribières, bajando gravemente la cabeza tocada con un gorro de gendarme de papel de seda, y examinando os ganglios de Suraisne con la misma meticulosidad que si estuviera en su despacho—. De todos modos, yo, en su lugar, tomaría precauciones…
—¡Bah, eso se ha acabado! Bebamos por el confucionismo de los cirujanos.
Y, a distancia, Suraisne, en la cordial invitación, levantó la centelleante copa y la avanzó hacia su protegido Vallorge y a cuantos le rodeaban; pues, gastrónomo consumado, comía mucho y tomaba bebidas secas.
En aquel momento, un camarero que había pasado inadvertido en medio de la confusión general, se inclinó al oído de Tillery.
—Caballero, uno de sus amigos pregunta por usted…
—¿Uno de mis amigos?
—Sí, uno alto, corpulento, con los cabellos alborotados.
«Es Michel —pensó en seguida Tillery—. No habrá querido que su padre lo vea».
Y dejando la servilleta salió llevando el delantal blanco de la sirvienta.
En el rellano de la escalera encontró en efecto a Michel.
—Santhanas te necesita —dijo—. Ven en seguida.
Y explicó de lo que se trataba. Tillery se desató en juramentos, trató a Santhanas de guarro, se quitó cuatro o cinco veces las gafas para limpiarlas y se puso a reflexionar.
Por último, con ayuda de Michel consiguió desprenderse de su delantal de criaduela, tomó su boina de estudiante constelada de estrellas de oro y adornada con cintas rutilantes y se marchó en pos de su amigo. El aire fresco de la noche disipó su ligera embriaguez. Mientras caminaban requería detalles e interrogaba a Michel, quien tampoco sabía nada.
—¿Ha sido él quien lo ha hecho? Sí, claro, debía suponerlo. Es un perfecto gorrino; y ahora cuenta conmigo para que le saque de apuros. En fin, no puedo negarme, pero podía haberse dirigido a otro.
Ardía en deseos de saber detalles, pero Michel no pudo decirle sino que se trataba de una hemorragia.
—Ese alcornoque habrá cogido miedo —concluyó Tillery—. Pero como seguramente no estamos en presencia de un parto verdadero, la placenta no está «madura» y está todavía adherida al útero por vellosidades que se arrancan y sangran… Evidentemente es un caso dramático. Y como Santhanas, ni siquiera sería capaz de hacer parir a una vaca… ¡Y pensar que un día será médico…!
—¿Tú crees?
—Fatalmente. ¿Has visto nunca un estudiante de medicina que no acabara siendo médico? Una vez está uno en la fila, las cosas se suceden automáticamente.
Santhanas vivía en el tercer piso de un cafetucho sito en el muelle del Maine. Era una estancia espaciosa, amueblada, vulgar y triste, de cuyas paredes colgaban fotografías de artistas en actitudes sugestivas. Sobre la chimenea había una calavera tocada con una boina de estudiante y fumando en pipa. En un rincón una cama de metal, en la que con las ropas a la altura de los senos y sobre un hule floreado de color azul yacía una muchacha de unos veinte años, con las piernas estiradas, lívida, con los ojos cerrados y respirando con gran dificultad. Al pie de la cama, para que hubiese más luz, ardían cuatro bujías pegadas por la base en un plato colocado sobre un velador y realzado con un montón de libros. Santhanas iba de un lado a otro del cuarto, preparaba trozos de tela, hacía hervir agua en la estufilla del gas y quería explicar las cosas.
—Cierra el pico —dijo Tillery, que se estaba lavando las manos—. Estamos al corriente. No tienes perdón, amigo mío. Aún cuando uno sea capaz de tales suciedades, no se hacen éstas en un cuarto amueblado, con cuatro bujías por toda iluminación, sin asepsia y sin nada. ¿Acaso ignoras que se trata de una verdadera operación? ¿No sabes que hay peligro de una violenta fiebre puerperal? Tanto se te da, ya me doy cuenta. Está bien. Pronto, tus cucharillas, tu histerómetro.
—¿Para qué?
—Para sondar. No tengo confianza en ti, te lo digo claramente. Ya sé qué clase de pájaro eres.
Cogió el histerómetro, una especie de aguja larga con una ranura terminada con un botón, se acercó a la enferma y hundió el instrumento en el bajo vientre.
Michel se inclinó reconociendo a su paciente y mirando de vez en cuando el redondo y rubicundo rostro de Tillery que, de pronto, se contrajo y cobró una singular gravedad. Le interesaba tanto lo que ocurría que ni siquiera se dio cuenta de lo angustioso de la situación.
—No encuentro nada —dijo Tillery—. No parece que haya perforación… si la hubiera, la aguja penetraría sin dificultad, a veces hasta el intestino… Si se nos presentara una peritonitis… Pues bien, no; absolutamente nada. Puedes vanagloriarte de tu suerte —y añadió, dirigiéndose a Santhanas—: Prepara la sonda. No, no vale la pena… la reconoceré sin ella.
De pronto, la muchacha se tornó lívida, su rostro se contrajo en una mueca y lanzó un agudo gemido. Sus facciones finas e infantiles, enmarcadas por sedosos cabellos rubios, se envejecieron repentinamente y cobraron de súbito una extraña rigidez y dureza.
«Se morirá» pensó Michel.
Por primera vez en su ida le asaltó de pronto una impresión de horror y tuvo la sensación de que presenciaba algo que no era solamente un juego, un simple incidente en su vida estudiantil, sino un drama intensamente trágico en el que se hallaba comprometido el destino de un ser. La operación fue muy breve. Tillery había ya terminado y se enjabonaba las manos. Santhanas sirvió café muy cargado con unas gotas de aguardiente. La muchacha, con el cuerpo ya completamente cubierto, estaba sentada, bebía a sorbitos y sus mejillas iban cobrando un poco de color. La escena iba haciéndose tranquilizadora. Michel se echó a reír. Y mientras esperaba que la enferma estuviera en condiciones de irse por su propio pie, bebió nuevamente café y se fumó los cigarrillos de Santhanas.
Como Santhanas no se atrevía, Michel y Tillery acompañaron a la muchacha en un taxi hasta el final de la avenida Foch, donde aquélla habitaba. Era hija de unos empleados modestos y pundonorosos, gente muy buena y de todas prendas —explicaba Tillery en el taxi—. Un descarrío de muchacha demasiado libre, demasiado «moderna». Tillery aprovechaba la ocasión para sentar plaza de moralista, pero la muchacha, con los ojos cerrados, acurrucada en un rincón del vehículo, no contestaba; sólo escuchaba o dormía.
Detuviéronse ante la puerta de la casa de sus padres. Como la muchacha no se hallaba en condiciones de apearse del taxi, Michel y Tillery le propusieron conducirla a su propia casa, pero aquélla se negó en redondo a acceder. Prefería contar ella misma a su familia Dios sabe qué historia.
Entonces, Tillery le dio el número de teléfono del hospital, le dijo qué cuidados tenía que tomar, le recomendó qué vigilara la temperatura y llamara inmediatamente a un médico en caso de que no se encontrara bien.
Podía estar tranquila; se trataba de un secreto profesional y ningún doctor diría nada, ni siquiera a su familia. Luego, mientras Michel pagaba al chofer, Tillery llamó a la puerta de la casa. Iluminose una ventana y se oyó ruido de pasos en el interior. Entonces Tillery y Michel se marcharon a escape, dejando que la muchacha se entendiera a solas con sus padres. En pos de Michel, Tillery, a pesar de sus cortas piernas, hizo unos quinientos metros a un marcha en verdad notable.
Los dos jóvenes regresaron al «Roi René» cuando se estaba terminando el banquete. Los estudiantes salían por grupos, que se iban dispersando en la negrura de la noche. Los «patronos» se dirigían a sus coches. Vallorge, de ordinario apacible, echaba pestes porque acababa de darse cuenta, al intentar poner en marcha su automóvil, de que un desconocido bienhechor había vaciado un jarro de agua en el depósito de esencia. Casi todos los días era objeto Vallorge de bromas semejantes. Le ponían azúcar en la gasolina, o le sustraían la tapadera del radiador, o el abrigo; pues era aborrecido de todo el pequeño clan que formaban los advenedizos de la Facultad de Medicina, por su ascenso demasiado rápido y por su habilidad maniobrera. Incluso una vez, cuando regresaba de España, los aduaneros encontraron cincuenta gramos de cocaína debajo del asiento. Jamás se supo quién había sido el que de tal modo había querido perderlo, pero lo cierto es que a Vallorge le costó harto trabajo probar su inocencia.
Aquella noche tuvo que resignarse a abandonar el coche, pero Suraisne le ofreció el suyo. Entretanto, los más de los estudiantes se iban dispersando tranquilamente y cada uno se dirigía a su casa. Algunos pequeños grupos acompañaban, departiendo afablemente con ellos, a los profesores que iban a pie a su domicilio. También la cuadrilla de los desaforados se iba desperdigando. Un primer grupo se fue a la Casa de los Estudiantes, y otro al Instituto, con el propósito de asaltarlo y llevar a los dormitorios de los novatos un poco de sana alegría. Un tercer contingente partió en busca de los puestos de patatas fritas que aún estaban abiertos para arrojar discretamente en las sartenes un montón de orejas humanas arrancadas pacientemente con este objeto de los cadáveres de disección. En cuando a Michel y Tillery, se vieron arrastrados por una banda de revoltosos que, llamando a las puertas, vociferando complicados juramentos a los burgueses, derribando cubos de la basura y cerrando las espitas de gas que encontraban por el camino, marchaban a la conquista de los cabarets y tabernas todavía abiertos.
Empuñando el paraguas del Père Donat, el joven Lapeyrade, que había de morir un mes después, dirigía la pandilla.
Rematose la noche con gran algazara. En una casa de mala nota, situada detrás del cuartel, donde se hallaba el joven y larguirucho Santhanas, se bebió champaña y «punch[8]» con kirsch[9] en compañía de algunos soldados beodos. Luego, Seteuil, que no llevaba nunca una perra gorda, tuvo un altercado con una de las mujeres a quien acusaba de haberle robado cien francos mientras estaban en la habitación.
La mujer se defendía. Finalmente encontrose el billete en la copa de Tillery, quien, completamente ebrio, se disponía a tragárselo. Mas, a propósito de la cuenta, se suscitó entonces una confusa discusión entre Groix, Regnoult y la patrona. Michel había visto que junto con las botellas llenas la patrona había traído otras tres vacías. Entretanto, Tillery, tras haber aceptado el reto de las mujeres que le instaban a mantenerse en equilibrio sobre un pie encima de la chimenea del salón, entre las lámparas Cancel, remedaba la figura de «Mercurio». Se encaramó a la chimenea sobre los hombros de Seteuil, perdió pie, se aferró al espejo y se vino al suelo con Seteuil, el espejo y las lámparas. En medio de un estrépito formidable cayó en el centro de la sala, derribando mesas, vasos y botellas. Sobrevino luego una reyerta general entre soldados y estudiantes. Michel desempeñó un brillante papel haciendo frente a dos gigantescos dragones y al patrón del establecimiento, hasta que Santhanas, mediante una hábil maniobra, consiguió llegar hasta el interruptor. Entonces, en medio de las tinieblas, el tumulto y una indescriptible confusión, Michel se cargó a Tillery sobre los hombros y marchó tan de prisa como le era posible hacia los muelles. Acurrucado sobre los hombros de su amigo, Tillery lloriqueaba y con voz de niño mimado reclamaba sus gafas.
Michel condujo a Tillery al cuarto de su amigo donde éste, tras haberse deslomado en el suelo, se arropó con la alfombra y se durmió sin dejar por un instante de derramar inexplicables lágrimas.
Michel volvió a bajar y se dirigió hacia los «bulevars» donde se encontró con Seteuil, Groix, Regnoult y Santhanas, a quienes el primero conducía a casa de su amiga Madeleine Daele, una enfermera del Sanatorio, para acabar allí la noche. Michel no se sumó a la pandilla. Apenas había bebido, y la carrera que había hecho con Tillery a cuestas le había devuelto toda su sangre fría. Dejó, por tanto, que aquel grupo de atolondrados se fuese alejando. El eco de sus canciones se fue poco a poco disipando a través de la ciudad dormida. La voz aguda del chiflado de Lapeyrade sobresalía de todas las demás, al berrear una canción obscena.
Y aquella noche apacible y silenciosa, Michel, después de vagar por las calles, se dirigió hacia su casa.
Subió a tientas, sin hacer ruido, hasta el primer piso de la espaciosa morada. Bruscamente, se recortó en el pavimento un rectángulo de luz.
—¿Eres tú, Michel?
Michel reconoció a Mariette, su hermana mayor. Sintiose presa de profundos remordimientos. Sabía que su hermana solía esperarlo. Tenía que haber regresado más temprano.
—¡Qué tarde has venido!
—No tenías por qué preocuparte, Mariette.
—Está bien, está bien. Ahora ya estoy tranquila. Acuéstate en seguida. Si papá lo supiera…
—¿Está acostado?
—Hace tiempo. Que descanses.
Mariette cerró la puerta. Desde que murió su madre, Mariette Doutreval, del mismo modo que una clueca, cuidaba de sus dos hermanos menores y de su padre, y llevaba la casa.
Michel entró en su cuarto, se desnudó, se puso el pijama y abrió la ventana. El cielo comenzaba a palidecer. A lo lejos, a la izquierda, más allá de los techumbres de pizarra, la campiña de Angers, reflejándose en las aguas claras del Maine, resurgía lenta y cachazudamente. Masas enormes de una compacta negrura, formada por los bosques que ocultaban el Loira encenegado por las arenas, se iban deshilachando. En alguna parte, en una iglesia de los suburbios, un reloj dio las cuatro.
Michel volvió a cerrar la ventana y se repantigó en la butaca. Estaba desvelado. Su cerebro ardía. En su imaginación vio de nuevo a Tillery remedando a «Mercurio», a Vallorge delante de su coche averiado y al voluminoso dragón desplomándose sobre la cabeza del patrón del establecimiento cuando su puño le alcanzó en la barbilla. Michel se sonrió. ¡Qué noche! Luego, de pronto, acudió a su mente la imagen de la mujer a quien Seteuil, acusó de haberle robado. Evocó nuevamente su rostro, su aire de honrada indignación… ¡Cosa curiosa en una mujer de esta índole…!, sin que supiera por qué, aquel recuerdo le dejó un mal sabor de boca. Le hubiera gustado volver a ver a aquella mujer. ¡Bah! es la vida… la frase le complació. Y la repitió:
—Sí, es la vida…
Recordó luego a la muchacha amiga de Santhanas. ¡Qué trágica faz la suya cuando pensó que iba a verla morir! Y en el taxi… ¿Cómo diablos debió acabar la conversación con los padres? Se le oprimió nuevamente el corazón y repitió:
—Es la vida…
Y se congratuló de su propia fortaleza. De los residuos de moral que se había forjado en el Instituto y en la Facultad, acudían a su mente, ante el espectáculo de la existencia, algunas frases incoherentes y agradables:
—«Más allá del bien y del mal…». «La fuerza es la salud». Vae victis…
En aquel instante sentíase resuelto a despreciarlo todo para ser él también en la vida un superhombre…
Sobreexcitado, su cerebro rechazaba decididamente el sueño. Tomó el libro que había empezado la víspera, Crimen y Castigo, y leyó durante algunos minutos. A poco, bajo los efectos de la lectura, Michel olvidó las emociones del día, sus pensamientos y sus sueños.
Revivía en aquel momento la triste aventura de Sonetchka, la miserable muchacha a quien su madrastra Catalina apalea y quisiera prostituir para poder dar de comer a sus propios hijitos hambrientos. Llegó el pasaje en que finalmente Sonetchka cede. Se ha vendido para ayudar a sus hermanos. Vuele a su casa con treinta rublos de plata, los da a Catalina y se acuesta sin decir palabra.
La madre, trastornada, adivina el tremendo sacrificio, se postra de hinojos al pie de la cama y llora con Sonetchka…
Michel dejó el libro, se levantó y dio algunos pasos por el cuarto. Una intensa emoción le oprimía la garganta y le ahogaba; una mezcla de piedad, de cólera, de juvenil y generosa rebeldía que le humedecía los ojos y que no podía explicarse.