Un camión de ganado pasó rugiendo por las ventanillas del Mercedes. El del taller le había arreglado la luna trasera con cinta aislante negra, pero el sol le mordía a través de la ventana del conductor. Epkeen llevaba horas conduciendo por la N7 en dirección norte, hacia la frontera con Namibia. Había atravesado el Veld, el país afrikáner, quinientos kilómetros de colinas amarillas y llanuras desérticas donde no crecía nada más que viñas, y alguna que otra granja arrojada ahí, en mitad de la nada, como un hombre al agua. La imagen de Ruby contaminada se le venía a la cabeza al ritmo de las líneas discontinuas sobre el asfalto; ¿y si la triterapia de urgencia no funcionaba?, ¿y si el virus mutante resistía al tratamiento de choque? Se volvía a ver en la habitación, temblando por ella, cuando Terreblanche la había apuntado con su arma, y luego inconsciente, tendido sobre su cuerpo ensangrentado…
Llegó a Springbok al alba, agotado.
Springbok era la última etapa antes de la frontera con Namibia; la edad de oro de la explotación minera había pasado, hoy en día ya no había más que hamburgueserías de rótulos chillones, iglesias, algunas tiendas especializadas en la caza del venado y una colección de piedras semipreciosas detrás de un escaparate, el orgullo de Joppie, el dueño del Café Lounge. Epkeen aparcó el Mercedes en la puerta del local, el único abierto a esa hora en la gran calle desierta.
Sonaba en sordina una melodía. Plantado detrás de su mostrador lleno de escudos y mecheros vacíos pegados a modo de decoración, Joppie hablaba en afrikaans con otro paleto de trescientas libras de peso, tan grácil y elegante como una vaca cagando. Cabezas de springbok y de órix, que lucían para siempre en sus rostros una expresión de soberana indiferencia, adornaban las paredes… bóeremusier[46].
—¿Qué hay? —masculló el dueño.
Hasta su voz llevaba camisa de cuadros. Epkeen le pidió en inglés un café y se instaló en la terraza que daba a la calle principal. Se tomó una taza de agua caliente negruzca y esperó hasta que la armería abriera sus puertas para comprar un fusil de caza y una caja de cartuchos.
El vendedor no le puso pegas al ver su placa de oficial de policía.
—¿Se ha peleado con un springbok? —bromeó el tipo, mirando de reojo sus heridas.
—Sí, una hembra.
—¡Ja, ja!
Un tropel de rubias embutidas en vestidos de volantes salía de la iglesia cuando Epkeen guardaba el fusil en el maletero. El café se le había puesto de pie en el estómago, como el ambiente de aquella ciudad perdida. Reanudó su viaje, saludando a las gruesas majorettes con una nube de polvo.
La frontera con Namibia estaba a unos sesenta kilómetros de allí. Brian detuvo el Mercedes delante de las casetas que hacían las veces de puesto fronterizo y estiró sus músculos maltratados por la carretera.
En verano, cuando el sol lo quemaba todo, no había muchos turistas. Dejó a una pareja de ancianos alemanes vestidos como para un safari ante el mostrador de inmigración, presentó su solicitud a la constable que se ocupaba de estampar sellos y consultó el registro de entradas: Neuman había cruzado la frontera dos días antes, a las siete de la tarde…
Trozos de neumáticos reventados, algún coche hecho polvo, un camión cruzado en medio de la carretera, un cuerpo bajo una manta, la B1 que atravesaba Namibia era una carretera especialmente peligrosa pese a las obras que se habían realizado los últimos años. Epkeen llenó el depósito y el radiador en la estación de servicio de Grünau, se comió un bocadillo a la sombra del mediodía y compartió un cigarrillo con los vendedores de mangos que dormitaban bajo sus sombreros de tela. La temperatura aumentaba conforme uno se adentraba por el desierto rojo. Las ovejas se habían refugiado bajo los escasos árboles, y los camioneros dormían la siesta bajo los ejes de sus vehículos. Llamó a Neuman por quinta vez aquella mañana: seguía sin haber cobertura.
—Pero qué coño haces, joder…
Brian hablaba solo. Los hombres solos siempre hablan demasiado, o no abren la boca… Una réplica de película. O de un libro. Ya no sabía… Dejó a los vendedores de la aldea de chozas de piedra que bordeaba la nacional y siguió su camino hacia Mariental, cuatrocientos kilómetros de línea recta a través de las mesetas peladas por el viento.
Poca gente vivía en el horno namibio: descendientes de alemanes que habían aniquilado a las tribus herero al principio del siglo pasado y que hoy en día trabajaban en el comercio o la hostelería, y algunas tribus nómadas, los Khoi Khoi. Lo demás pertenecía a la naturaleza. El Mercedes cruzó las áridas llanuras bajo un sol incandescente.
Según la información de la antigua militante del Inkatha, Terreblanche había establecido su base en una reserva junto a las dunas de Sesriem: no llegaría antes del anochecer… Una vieja locomotora que tiraba de unos vagones destartalados escupió su humo negro a la salida de Keepmanshoop, antes de desaparecer entre las rocas. Los kilómetros desfilaban, espejismo permanente bajo los vapores del asfalto. Brian tenía la garganta seca pese a los litros de agua que había bebido, y sentía los ojos como si se los hubiera secado con un secador eléctrico. La policía de la frontera tenía su descripción, Krugë podría reprocharle haber actuado sin autorización, pero le traía sin cuidado. El Mercedes, lanzado a todo gas, de momento aguantaba el tirón. Después de conducir kilómetros y kilómetros en un horno, Epkeen abandonó la nacional birriosa y tomó la pista de Sesriem.
Ya no se cruzó más que con springboks poco hostiles que descansaban a la sombra de arbolillos enclenques, un gran kudú que escapó corriendo al verlo acercarse y un niño en bicicleta que llevaba una botella de agua hirviendo en la cesta. Llegó a las puertas del Namib con las primeras luces del crepúsculo.
El parque de Sesriem era fantasmagórico en esa época del año. Estiró las piernas en el patio y preguntó al afable funcionario que repartía los billetes de acceso a la reserva, pero ningún «Neuman» figuraba en sus fichas.
—No he visto más que turistas aislados —dijo, consultando su registro—. Blancos —precisó.
Epkeen volvió a llenar el depósito y el radiador antes de adentrarse en el desierto. La granja de Terreblanche estaba a unos cincuenta kilómetros, en algún rincón del Namib Naukluft Park… Tiró lo que quedaba de su bocadillo al suelo del coche y se reconcilió con un cigarrillo.
Una urraca despanzurraba a un chacal atropellado cuando el Mercedes abandonó el sector de alquitrán. Las dunas de Sossuswlei eran de las más altas del mundo: rojo, naranja, rosa o malva, los colores variaban según las perspectivas y la curva del sol en el cielo. Un paisaje dantesco que Epkeen apenas miraba, enfrascado como estaba en el mapa. Siguió la pista principal durante unos doce kilómetros, tomó hacia el oeste y no tardó en detenerse ante una barrera metálica.
Un cartel en varias lenguas prohibía el acceso a la finca, protegida ostentosamente por kilómetros de alambrada: Epkeen derribó la verja y se adentró por la pista llena de baches.
Una tormenta cruzó el cielo como en alta mar, estriando el horizonte con surcos eléctricos. Ali le llevaba cerca de dos días de ventaja: ¿qué había hecho durante todo ese tiempo?
Nubes coléricas corrían velos de lluvia sobre la llanura sedienta; Brian atisbo por fin una construcción a la sombra de las dunas, una granja prolongada por barracones prefabricados.
La manada de órix que descansaba en la llanura huyó despavorida cuando el hombre detuvo su vehículo al borde de la pista. La granja, a lo lejos, parecía desierta. Cogió unos prismáticos de la guantera e inspeccionó el lugar. La granja bailó un momento en su línea de mira: el viento le había quemado los ojos, pero no descubrió ningún movimiento. Unos halcones volaban en círculo en el cielo anaranjado… Vio entonces una mancha en el camino. Un hombre. Tendido, inmóvil. Un cadáver… Había otros más junto a los anexos prefabricados, al menos seis, que las urracas se disputaban; y otro más en el patio…
* * *
Neuman y Terreblanche habían esperado a la sombra de las carcasas calcinadas, pero no había aparecido nadie: la matanza en la granja, los disparos, la explosión de los depósitos, los vehículos incendiados, todo había pasado inadvertido. Las dunas gigantes debían de haber ocultado el fuego, y la noche, las columnas de humo. El sol había trepado a lo alto del cielo, un sol que te mordía la piel, hacía hervir la chapa e impedía estar mucho tiempo de pie. Seguían esperando y no llegaba nada. Ningún avión de reconocimiento que cruzara el azul del cielo, ninguna nube de polvo levantada por alguna patrulla de Rangers… El horizonte seguía de un azul cobalto, puro y desesperadamente vacío.
Un lagarto amarillo se refugió bajo la arena ardiente.
—Nos vamos a asar aquí —vaticinó Terreblanche, apoyado contra el flanco ennegrecido del Toyota.
Ya no manaba sangre de su herida, pero su rostro carmesí tenía surcos largos y profundos. El veneno de la araña se había extendido por su cuerpo y había empezado a paralizarle los miembros. El calor no disminuía. Se le habían incrustado granos de arena en los labios cortados, y un resplandor enfermizo gravitaba en el fondo de sus ojos, la sed.
—Ahorra saliva para tu juicio —le dijo Neuman.
—No habrá juicio… No tiene ninguna prueba…
—Sólo tú… Y ahora cierra el pico.
Terreblanche calló. El antebrazo le abultaba casi el doble que antes. El agujero de la picadura se había necrosado, la piel se había vuelto amarilla antes de tornarse azulada. Neuman lo había esposado a la carrocería, aunque no estaba como para escapar. La sombra de las nubes jugaba sobre las crestas de las dunas fabulosas.
Ya no se oyó nada más que el silencio inmortal sobre el desierto inmóvil.
Siguieron esperando, bajo su refugio improvisado, sin intercambiar una sola palabra.
Se estaban asando a fuego lento.
Nadie vendría.
Hasta su misma existencia en lo más hondo de la reserva era un secreto. Nadie sería declarado desaparecido porque Joost Terreblanche no existía, se había fundido en el caos del mundo. Había establecido su base en Namibia con la complicidad de personas que se cuidaban muy mucho de meter las narices en sus asuntos, un escondite donde hacerse el muerto, hasta que todo el revuelo pasara. Nadie se preocupaba de su suerte. Los habían olvidado en el fondo de un valle de arena, en un océano de fuego en el que iban a morir de sed.
Cayó la noche.
Neuman tenía lágrimas como cuchillas en la garganta. Incorporó su tronco dolorido y dio unos cuantos pasos. A la sombra del Toyota, el exmilitar apenas reaccionaba. Su boca no era ya más que una manzana arrugada, y sus rasgos, los de un moribundo. Demasiada sangre perdida en el camino, reservas de saliva agotadas, brazo deforme.
Neuman lo sacudió con el pie.
—Levántate.
Terreblanche abrió un ojo, tan vidrioso como el otro. El sol había desaparecido detrás de la cresta. Quiso hablar, pero tan sólo acertó a emitir un silbido apenas perceptible. Neuman le quitó las esposas y lo ayudó a levantarse. Terreblanche apenas se mantenía en pie. Lo miraba con una expresión extraña, como si ya no estuviera a este lado del mundo… Neuman se volvió hacia el oeste.
—Vamos a dar un paseíto —dijo.
Treinta kilómetros a través de las dunas: tenían una probabilidad de llegar a la granja antes del amanecer, una probabilidad entre mil.
Epkeen peinó los edificios y registró los bolsillos de los cadáveres que cubrían el suelo. Nueve alrededor de la granja y otros cuatro en el barracón. Todos paramilitares, abatidos por balas de grueso calibre. 7,62, según el trozo de acero que extirpó de una herida. El mismo calibre que el del fusil Steyr. La pista era la buena, pero ni Terreblanche ni Mzala estaban entre las víctimas. ¿Habrían huido? Brian inspeccionó los alrededores, pero el viento y la tormenta habían borrado todas las huellas.
El afrikáner abandonó sus pesquisas con la llegada del crepúsculo.
Avisó a las autoridades locales de la matanza perpetrada en la granja y encontró refugio en el Desert Camp, un lodge en la linde de la reserva.
Como era verano, el hotel estaba casi vacío; aparcó su montón de polvo ante la llanura inmensa y negoció las llaves con la pequeña namibia de la recepción. El hotel tenía una minúscula piscina de azulejos que daba al desierto rojo. Las tiendas también eran de primera categoría, tiendas de selva de materiales ingeniosos, con cocina exterior, cuarto de baño marroquí y múltiples aberturas a la naturaleza que rodeaba el lodge. Brian se dio una ducha fría y se tomó una cerveza contemplando el anochecer. La sabana se extendía, fabulosa, hasta los montes esculpidos del Namib… Ali estaba allí, en alguna parte…
Brian abandonó la terraza y caminó hacia el desierto. A lo lejos pasó un avestruz. Molido, se tendió al pie de un árbol muerto. La arena estaba tibia bajo sus dedos, y el silencio era tan total que devoraba la inmensidad… Pensó en su hijo, David, que se había ido de juerga a Port Elizabeth, y en Ruby, que estaría aburrida, triste y dolorida en su cama de hospital… Brian no sabía si estaban salvados, si el virus mutaría, si ella le guardaba rencor. El rostro de Ali ocupaba todo el espacio… ¿Por qué no lo había avisado? ¿Por qué no le había dicho nada?
Cien, miles de estrellas aparecieron en el cielo. Batiendo mucho las alas, un búho se posó en la rama del árbol muerto bajo el que descansaba: un ave nocturna de plumas blancas y cuidadas, que lo miraba con sus ojos intermitentes… Había caído la noche por completo. Enjambres de estrellas se empujaban a todo lo largo de la Vía Láctea, estrellas fugaces surcaban el cielo.
Brian se quedó ahí tumbado, con los brazos en cruz sobre la arena naranja y tibia, contando los muertos: un cortejo que, como él, flotaba en la nebulosa…
—¿Dónde estás?
Desde lo alto de su raquítica rama, el búho no sabía. Observaba al humano, hierático.
Breve momento de fraternidad: Epkeen se durmió a la luz de un porro de Durban Poison que, al borde de la desesperación, terminó de dejarlo KO.
* * *
La luna los guió hacia el horizonte entumecido, testigo mudo de su vía crucis. Terreblanche llevaba un rato divagando sumido en un semicoma, con la tez cada vez más pálida bajo el astro blanco. Una costra amarilla cubría ahora la herida de su brazo. Avanzaba como una marioneta coja, con la mirada perdida en el fondo del tiempo. Por fin, tras cuatro horas de marcha forzada a través de las dunas, el excoronel se desplomó.
Ya no volvería a levantarse. La sangre perdida, el veneno de la araña, el día pasado al sol y la marcha habían terminado de deshidratarlo. No habían recorrido más que un puñado de kilómetros: la granja estaba lejos todavía, al final de la noche. Neuman apenas trató de hablarle: tenía la garganta tan seca que de su boca salió un tenue silbido. A sus pies, Terreblanche parecía ahora un anciano. Trató de reanimarlo, en vano. El militar ya no reaccionaba. Sin embargo, sus labios se movían, agrietados por el calor.
Ali le puso una de las esposas en la muñeca, él se enganchó la otra y empezó a arrastrarlo por la arena.
Cada paso le partía en dos la costilla herida, cada paso le costaba dos vidas, pero para el zulú su carroña era muy importante: ya era lo único que le importaba.
Cien, doscientos, quinientos metros: le hablaba para darse ánimos, le hablaba a esa basura inanimada para no pensar más, ni en su madre ni en nadie. Lo arrastró así durante dos horas, tan lejos como podían llevarlo las piernas, sin preguntarse si Terreblanche respiraba todavía. Ali caminaba sobre una línea imaginaria. Pero sus fuerzas flaqueaban. Su camisa, antes empapada, estaba ahora tan seca como su piel. Ya no le quedaba sudor. Ya no se mantenía en pie. Y encorvado, de milagro. El esfuerzo lo había devorado por completo. Sus muslos eran de madera y de cristal a la vez. La garganta, sobre todo, le quemaba de manera atroz. Se tambaleaba, arrastrando su carroña, bajaba las pendientes, trepaba a las cimas de las dunas y volvía a caer del otro lado, delirando. Su carroña estaba muerta. Mierda. Siguió arrastrándola, unos metros más, pero sus fuerzas habían huido del todo: Ali veía doble, triple, ya no veía nada. La granja estaba demasiado lejos. Pensaba a retazos. Ya no tenía saliva en las ideas. El hermoso engranaje de su cuerpo se había quedado sin aceite.
Se dejó caer entre los flancos de una duna.
Un silencio estruendoso planeó sobre el desierto. Ali distinguía apenas los ojillos de cromo que lo observaban desde la bóveda celeste. Una noche negra.
—¿Tienes miedo, pequeño zulú? Dime, ¿tienes miedo?
Nadie lo sabía. Ni siquiera su madre: había que descolgar el cadáver de su padre, los jirones de piel, que se desprendían con el agua clara; estaba Andy, reducido a una cosa negra y retorcida, el entierro, los muertos que llorar, el sangoma ignorante que lo había auscultado, tenían que organizar la huida… Nadie sabía lo que los vigilantes le habían hecho detrás de la casa. El cuerpo lacerado de su padre, las lágrimas negras de Andy, su pantalón lleno de pis, el olor a caucho quemado, todo iba demasiado deprisa. Los vigilantes le separan las piernas detrás de la casa, él grita, aterrorizado, los tres hombres con pasamontañas le destrozan los testículos a patadas, los perros de guerra se encarnizan para dejarlo impotente: la película volvió a proyectarse una última vez en la pantalla negra del cosmos.
Ali abrió los ojos. Sentía los párpados pesados, pero, lentamente, una impresión de ligereza desconocida absorbía su mente… ¿Fin del insomnio? Ali pensó en su madre a la que tanto quería, una imagen de ella feliz, estallando en una gran carcajada de ciega, pero otro rostro no tardó en invadir todo el espacio. Zina, Zaziwe, ese sueño repetido mil veces cuando, de noche, su olor a selva lo envolvía y lo arrastraba lejos del mundo, con ella… Una brisa tibia sopló y alisó la arena bajo la luna.
Ali cerró los ojos para acariciarla mejor. Y ahí se quedó.