9

Hace tiempo que los científicos sabían que los genes no eran objetos sencillos: las relaciones entre genotipo y fenotipo eran tan complejas que impedían toda descripción elemental de los genomas de una persona y los fenómenos patológicos que sufría. Esta complejidad de la materia viva aumentaba aún más si se tomaban en cuenta los aspectos diversos de la estructura social en la que cada uno está insertado, su modo de vida y su entorno, que contribuían al determinismo a menudo imprevisible de las enfermedades —un indio de la selva amazónica no padecía siempre los mismos males que un europeo—. Poco importaba, pues las investigaciones llevadas a cabo por los laboratorios farmacéuticos no estaban destinadas a los países del sur, que no podían costearlas. Dado que las limitaciones éticas y jurídicas eran demasiado rigurosas en los países ricos (en especial el código de Nuremberg, adoptado paralelamente a los juicios a los médicos nazis), los laboratorios habían deslocalizado sus ensayos clínicos, que ahora se ubicaban en los países «de bajo coste» —India, Brasil, Bulgaria, Zambia, Sudáfrica— donde los cobayas, en su mayoría personas pobres y sin cuidados médicos, podrían gozar de los mejores tratamientos y de un material puntero a cambio de su colaboración. Dado que para que un medicamento fuera aprobado antes había que probarlo en miles de pacientes, los laboratorios habían subcontratado dichos ensayos clínicos a organismos de investigación, entre los que se contaba Covence.

Tras años de búsqueda, Rossow había elaborado una nueva molécula capaz de curar los males que aquejaban a millones de occidentales —ansiedad, depresión, obesidad…—, un producto que garantizaría un volumen de negocios extraordinario.

Sólo quedaba probarlo.

Con sus townships cada vez más abarrotados, Sudáfrica y la región del Cabo en particular constituían una cantera excelente: no sólo los pacientes eran innumerables y vírgenes de todo tratamiento, sino que también ocurría que, tras las dramáticas conclusiones vinculadas a problemas de degeneración y otros efectos no deseados del producto que se estaba experimentando, se había hecho imposible proseguir dicha investigación de manera transparente. Frente a la competencia encarnizada de los laboratorios, la rapidez era una baza crucial: se había optado pues por una unidad móvil situada cerca de los townships donde se realizarían las pruebas sobre cobayas dóciles y sin ataduras, niños de la calle, de los que nadie se preocuparía.

Para limitar los riesgos, se les inoculaba el virus del sida, extremadamente eficaz. La ventaja era doble: la esperanza de vida de los sujetos se limitaba sobremanera, y la enfermedad, endémica en Sudáfrica no despertaría sospechas si algo salía mal.

Encargado de la operación, Terreblanche había aprovechado las zonas sin ley para hacer un trato con Mzala, cuya banda controlaba Khayelitsha, el cual a su vez había subcontratado el tráfico de la droga a Gulethu y su banda de mercenarios, que se movían por las zonas fronterizas entre el township y los asentamientos ilegales. Gulethu y sus muertos de hambre habían distribuido la mezcla por esas áreas sin despertar sospechas: el tik enganchaba a los chavales, y luego los trasladaban de noche al laboratorio de Muizenberg, situado junto al township, para evaluar la acción de la molécula. Los que sobrevivían morían de sida y terminaban en la porqueriza de Lengezi. Al tratar de jugársela, vendiendo la droga por su cuenta, Gulethu lo había mandado todo al traste.

Epkeen se moría de calor pese a que la habitación de hospital tenía aire acondicionado. Lo habían molido a palos, arrancado el cuero cabelludo y torturado en la silla eléctrica. Al otro lado de la cama, Krugë escuchaba su relato sin decir palabra. La policía había encontrado una veintena de cadáveres en el township, entre ellos el de la madre de Neuman, y huesos humanos detrás de la iglesia de Lengezi… Por el momento, la prensa no estaba al corriente de nada.

—¿Sabe dónde está Neuman? —preguntó el jefe de la SAP.

—No.

Epkeen apenas volvía en sí cuando apareció Krugë para interrogarlo. El grueso policía apoyó la papada en el cuello de su camisa.

—Si hay pruebas de lo que dice —suspiró—, tendrá que enseñármelas… No tiene nada, teniente.

Una bandada de cuervos pasó delante de sus ojos encerrados tras unas rejas:

—¿Cómo que no tengo nada?

—¿Dónde están sus pruebas?

—El secuestro en casa de Van der Verskuizen, el cadáver de Debeer, Terreblanche huido: ¿qué más necesita?

—No tenemos un solo testigo de todo eso —replicó Krugë—: Ni uno solo.

—Claro, como que están todos muertos.

—Ése es el problema. Nadie sabe de dónde salen los huesos encontrados detrás de la iglesia del township, ni quién los puso ahí. Ahora que Neuman ha desaparecido sin dejar rastro, no tenemos ninguna explicación. En cuanto a lo que ocurrió en casa del dentista —añadió—, no hemos encontrado huellas. O bueno, sí: las suyas.

—Lo han borrado todo, lo sabe muy bien —replicó Brian desde su montón de almohadas—. Lo mismo hicieron con la casa de Muizenberg. La cuenta en el extranjero es…

—Información obtenida de manera ilegal —lo interrumpió Krugë—. La agente Helms nos lo ha contado todo sobre su manera de proceder.

El rostro de Epkeen palideció un poco más bajo la luz artificial. Janet Helms los había traicionado. Los había dejado en la estacada cuando estaban a punto de alcanzar su objetivo. Se habían dejado engañar por sus putos ojos de foca…

—Terreblanche y Rossow participaron en el Project Coast del doctor Basson —repitió el afrikáner sin perder la calma—. Terreblanche tenía las aptitudes y la logística necesarias para organizar una operación de esa envergadura. Covence les ofrece una tapadera legal: sólo hay que interrogar a Rossow.

—¿Usted qué se cree, teniente? ¿Qué va a atacar a una multinacional petroquímica con eso? Terreblanche, Rossow o Debeer no figuran en ninguno de nuestros ficheros. Nada corrobora lo que usted insinúa… —Krugë se lo quedó mirando fijamente, como un conejo entre los faros de un coche—. ¿Sabe lo que va a ocurrir, Epkeen? Que lo atacarán a usted con un regimiento de abogados. Encontrarán cosas sobre usted, sus costumbres disolutas, su hijo, que ya no quiere ni verlo, y sus peleas con su ex, cuya separación no ha digerido todavía. Lo acusarán de haber asesinado a Rick Van der Verskuizen.

—¿Qué?

—Nos habría encantado escuchar la confesión del dentista —reconoció Krugë—: Por desgracia, lo encontraron muerto en su salón, de un tiro en la nuca disparado con su arma de servicio.

—¡¿Qué quiere decir?! Nos secuestraron y a mí me torturaron para que revelara lo que sabía tras mi visita a la agencia de Hout Bay, antes de inyectarnos droga suficiente para dejar grogui a un búfalo. La porquería que tengo en la sangre, el cadáver de Debeer, las pruebas contenidas en el maletín, ¿tampoco cuenta todo eso?

Krugë no daba su brazo a torcer:

—El arma que mató al dentista fue encontrada en la habitación con sus huellas: lo van a acusar de esa muerte. Eso desacreditará su testimonio y el de su ex, a la que pintarán como a una loca furiosa de humor caprichoso capaz de todo para castigar a un hombre adúltero, incluso de aliarse con su mayor enemigo…

Dirán que se volvió usted adicto a esa famosa droga —prosiguió—, que quiso vengarse y liquidó al camello, a Debeer, en un arrebato de violencia extrema…

—Todo es una puesta en escena —se irritó Epkeen—, eso lo sabe usted también.

—Demuéstrelo.

—¡Pero bueno, eso es ridículo!

—No más que esa historia suya de complot industrial —dijo el jefe de policía, hundiendo el dedo en la llaga—. Después de lo que ocurrió durante el apartheid, debería saber que Sudáfrica es el país más vigilado en materia de investigaciones médicas, en especial en todo lo que tiene que ver con experimentos sobre cobayas humanos. Tendrá que convencer a los jurados de sus alegaciones… Provocó una matanza de tres pares de narices en esa casa —añadió, con una mirada torva—. Y las fotos tomadas en la habitación donde los encontraron no dicen mucho en su favor…

—¿Qué fotos?

Una chispa de recelo animó un momento sus ojos inexpresivos.

—No ha visto en qué estado dejó a su exmujer —dijo—. Las manos atadas a la espalda, su sangre por todo su cuerpo, su ropa hecha jirones, arañazos, golpes, agresiones sexuales… Eso ya no es amor, Epkeen, eso es rabia… Cuando lo encontraron, daba vueltas alrededor de la cama, como un animal salvaje.

Sintió un escalofrío en la espalda. Un león. Un puto león que defendía su territorio…

—No he violado a mi mujer —dijo.

—Sin embargo es su piel lo que se encontró bajo sus uñas, Epkeen: ese detalle será decisivo ante un jurado…

Brian se tambaleó un instante sobre la cama de hospital y recuperó el equilibrio agarrándose al vacío: la droga, las ratas del forense, la última fase, la de la agresión…

—Nos drogaron —protestó en voz baja—. Lo sabe tan bien como yo.

—Sus huellas están en la jeringuilla.

—Porque querían cargarme el muerto. Joder, Debeer tenía guantes de látex cuando lo encontraron, ¿no?

—Eso no explica nada. Eso al menos es lo que defenderán ante un tribunal… Pase lo que pase, lo que pueda decir sobre una complicidad entre un supuesto laboratorio fantasma y un grupo paramilitar dirigido por un antiguo coronel del ejército podrán volverlo contra usted: su visita nocturna a la agencia de Hout Bay, aparte del hecho de que de ella no queda ningún documento, de todas formas se declarará nula por vicio de forma.

—Todo está en la memoria USB.

Krugë abrió las manos en señal de buena fe:

—Pues enséñemela, estoy deseando verla…

Brian sentía un sabor infecto en la boca y estaba mareado. Ruby, Terreblanche, Debeer, las inyecciones, la desaparición de Ali, la información, todo se agolpaba en su cabeza, y el mono se anunciaba espantoso… Escrutó el rostro fofo del superintendente, que seguía impasible al otro lado de la cama.

—¿Está usted implicado, Krugë?

—Atribuiré su comentario a su estado de confusión mental —rugió el jefe de la SAP—, pero tenga cuidado con lo que dice, teniente… Mi única intención es advertirle: la industria petroquímica es uno de los lobbys más poderosos de este maldito planeta.

—Y uno de los más corruptos también.

—Mire —dijo, en un tono más conciliador—: Lo crea o no, estoy de su parte. Pero vamos a necesitar argumentos muy sólidos para convencer al procurador de que inicie un proceso judicial, registros… También habrá que desmontar una a una todas las acusaciones que puedan dirigir contra usted, y no tenemos más que su palabra.

Estupefacto, Epkeen escuchaba al jefe de la policía.

—¿Y mis ojos? —le espetó con hostilidad—. ¿Me los he quemado porque sí, por gusto?

—Solicitarán exámenes psiquiátricos y…

Brian levantó la mano como quien tira la toalla. Había vuelto a la vida demasiado tarde. La situación era absurda. No habían pasado por toda esa mierda para acabar ahí, en una cama de hospital.

—No voy a iniciar ningún proceso contra usted —anunció Krugë para poner fin a la conversación—: No por el momento. Pero le aconsejo que se mantenga a raya hasta que hayamos aclarado todo esto. De todas maneras, está retirado del caso. Gulethu asesinó a las muchachas: ésa es la versión oficial. Nadie maneja los hilos de un complejo industrial mafioso: no hay más que un fiasco lamentable y mi cabeza en el tajo. El caso está cerrado —insistió—, y le ruego que lo considere así. Eso sin mencionar que anoche se cometió un nuevo crimen: Van Vost, uno de los principales financiadores del Partido Nacional, ha sido víctima, según parece, de una prostituta negra…

—¿Dónde está Ruby? —lo interrumpió Epkeen.

—En la habitación de al lado —contestó el grueso policía con un gesto de cabeza—. Pero no cuente demasiado con su testimonio.

—¿Por qué, es que también le ha cortado la lengua a ella?

—No me gusta su sentido del humor, teniente Epkeen.

—Pues hace mal, no vea lo que se divierte uno después de una sesión de tortura.

—Se extralimitó y actuó de manera inconsiderada —se irritó Krugë—. Lo hablaré con Neuman en cuanto aparezca y aplicaré las medidas pertinentes.

—Enterrar el caso, ¿a eso se refiere? ¿Tiene miedo por su puto Mundial de Fútbol?

—Vuelva a su casa —rugió Krugë—, y quédese ahí hasta nueva orden. ¿Entendido?

Epkeen asintió. Mensaje recibido. Destino a ninguna parte.

El jefe de la policía salió de la habitación dejando la puerta abierta. Masculló unas palabras inaudibles en el pasillo y se alejó. Janet Helms no tardó en aparecer. Llevaba su uniforme ceñido y una bolsa de plástico en la mano.

—Le he traído ropa limpia —dijo.

—¿Qué quiere, una medalla?

La mestiza avanzó tímidamente, se cruzó con la mirada acusadora de Epkeen y dejó lo que traía en la silla junto a la cama.

—Krugë le ha comido el tarro, ¿eh? —le dijo él con altivez.

Janet bajó la cabeza como una niña a la que estuvieran regañando, triturándose los dedos.

—Todo lo que hemos reunido es indefendible ante un tribunal —se justificó—. No tenía elección. Está en juego mi carrera… —Levantó sus grandes ojos húmedos de lágrimas—. No tenía noticias de usted desde ayer por la mañana… Pensé que lo habían matado…

Epkeen no se creía sus excusas.

—¿Tiene información sobre Rossow? —le espetó.

La agente Helms apretó sus labios oscuros.

—¿Lo ha localizado? ¿Sabe dónde se lo puede encontrar?

—No estoy autorizada a hablarle de ello —dijo por fin.

—¿Orden del jefe?

—El caso está cerrado —se defendió ella.

—Se olvida de Neuman… Krugë le ha pedido que me sonsaque, ¿es eso?

Janet Helms tardó un momento en responder.

—¿Sabe dónde está?

—Si así fuera, hace tiempo que me habría largado de aquí —dijo Epkeen en tono perentorio.

La agente de información suspiró. Era obvio que no se decidía a hablar. Brian la dejó debatirse consigo misma un rato más. Esa chica lo asqueaba. Ella lo percibió.

—Hay algo que no les he dicho a los hombres de Krugë —dijo por fin—. Falta un fusil Steyr de la armería… El capitán Neuman firmó el volante para poder llevárselo: ayer por la mañana.

Un arma de francotirador.

El corazón de Brian se puso a latir a mil por hora: Ali iba a matarlos. A todos.

Con o sin el consentimiento de Krugë.

Brian caminaba sobre un alambre invisible en el pasillo del hospital de Park Avenue. Como el médico se negaba a darle el alta en su estado, había firmado un escrito de descargo, para que lo dejaran de una vez en paz, y había pedido ver a Ruby Petición denegada: acababa de salir del coma y descansaba después de la triterapia de emergencia que acababan de administrarles a ambos… Llamó a Neuman desde el teléfono del hospital, por si acaso, pero no había cobertura.

El asfalto se reblandecía bajo el sol de mediodía cuando el afrikáner salió del edificio público. Sólo veía un filtro turbio detrás de sus ojos quemados, lo demás se diluía. Sentía ganas de vomitar. Náuseas. Se compró unas Ray Ban de diez rands en los puestos del mercadillo de Greenmarket, se hizo con un móvil y recogió su coche en el sótano de la comisaría. La luna trasera estaba pulverizada y el parabrisas tenía una raja de parte a parte, pero el Mercedes arrancó a la primera…

And then, she… closed…

Her baby blue…

Her baby blue…

Oh… her baby blue… EYES!!!

Las cenizas revoloteaban en el habitáculo del Mercedes. Epkeen tiró el cigarro por la ventanilla y subió hacia Somerset. Le seguía doliendo terriblemente la cabeza, y su conversación en el hospital lo había dejado hecho un manojo de nervios. Krugë enterraba el caso por motivos que se le escapaban, o más bien que lo superaban. Pero Brian no se dejaba engañar tan fácilmente. Frente a la competencia de los mercados mundiales, los Estados soberanos apenas podían hacer nada para poner coto a las presiones de las finanzas y del comercio globalizado, so pena de ahuyentar a los inversores y amenazar su PNB: hoy en día, el papel de los Estados se limitaba a mantener el orden y la seguridad en medio del nuevo desorden mundial dirigido por fuerzas centrífugas, extraterritoriales, huidizas, inasibles. Ya nadie creía de verdad en el progreso: el mundo se había vuelto incierto, precario, pero la mayoría de los que partían el bacalao estaban de acuerdo en sacar tajada del pillaje que llevaban a cabo los filibusteros de ese sistema fantasma, mientras esperaban el final de la catástrofe. Los excluidos iban quedando relegados a las periferias de las megalópolis reservadas a los ganadores de un juego antropófago en el que la televisión, el deporte y la mediatización del vacío canalizaban las frustraciones individuales, a falta de perspectivas colectivas.

Obligado o forzado, Krugë era un tipo pragmático: no iba a poner en peligro las inversiones en el país que se preparaba ya para organizar la gran feria del balón por una banda de niños de la calle, cuyo destino oscilaba entre un casco de botella lleno de tik y una bala perdida. Neuman era su única esperanza, una esperanza que llevaba casi dos días sin dar señales de vida…

Epkeen volvió a su casa a toda velocidad y, totalmente hecho polvo, se tumbó en el sofá del salón. La inyección de Debeer lo había sumido en un estado aterrador, y la noche que había pasado delirando en el hospital había terminado de dejarlo KO. Un caballo muerto en el fango. Se quedó así un momento, juntando los trozos de sí mismo dispersos por ahí. La atmósfera de la casa de pronto se le antojó siniestra. Como si ya no fuera suya, como si las paredes quisieran echarlo… ¿El fantasma de Ruby, espectro contaminado por el virus, que venía a vengarse de él? Ahuyentó esos delirios de yonqui en pleno mono, se tomó dos analgésicos y puso el último disco de Scrape. A todo volumen, ya se encargarían los cuervos de limpiarlo todo… De hecho, pronto pasó un velo negro por encima de él, desplomado sobre el sofá. La música rugía en el salón, tan fuerte como para arrancarle la piel al cielo. Las ideas se le fueron organizando despacio en la cabeza… Qué más daba ya el doble juego de Janet Helms: Ali había roto el contacto para tener las manos libres. Y si había sacado un arma de francotirador de la armería era porque sabía dónde estaban los asesinos…

Mzala: huido.

Terreblanche: inencontrable.

La banda de los americanos: liquidada.

Los niños: un montón de huesos.

Epkeen dio mil vueltas al enigma en su cabeza abollada por los golpes y por fin comprendió: la bailarina del Inkatha.

* * *

La Rhodes House era la discoteca elegante del City Bowl, donde se reunían entre dos rodajes las modelos y las estrellas de la publicidad, una actividad lucrativa que se explicaba en parte por la luz excepcional de que gozaba la región.

Una clientela masculina satisfecha de sí misma acudía en masa aquella noche bajo la mirada del portero, un chavalín cachas: el que no estuviera moreno y no llevara una camisa blanca abierta sobre el pecho tenía pocas probabilidades de entrar. Con su vendaje en la cabeza, sus andares de robot oxidado y sus ojos escarlatas, Epkeen parecía estar en las últimas. Le enseñó la placa al tipo que permitía la entrada al local y encontró hueco en el bar, situado por encima del escenario.

Llegaba al final de la actuación. Entre tambores zulúes y pared de sonido eléctrico, Zina arrancaba las cuerdas de una guitarra incandescente bajo los resplandores cegadores de los focos. Brian entornó los párpados para calmar su vértigo, con los nervios en fusión. Breve momento de osmosis. Al final del seísmo, Zina se desvaneció hecha humo, bajo un diluvio de acoples de micrófono…

Las luces se encendieron poco después y sonó un hilo musical que cubría las voces. Brian quiso pedirse una copa, pero el camarero, un tío engominado, fingía no verlo. Una vez terminada la atracción de la noche, las modelos volvieron a la pista de baile donde los casanova vestidos de Versace ligaban con su sombra malhumorada. Epkeen acechaba la salida de los artistas, sintiéndose para el arrastre. La triterapia le daba unas náuseas de caballo. La líder del grupo salió por fin de su camerino; Epkeen se presentó en medio del jaleo y la acompañó al bar. Llevaba un vestido escotado e iba descalza. Era un bellezón.

—Ali me había hablado de una antigua militante del Inkatha —le dijo al llegar a la barra—, no de una furia eléctrica.

—Ali me había hablado de un amigo —replicó ella—, no de una momia.

—¿Le gusta mi vendaje?

Zina hizo una mueca al ver sus heridas.

—¿Es de adorno?

—En realidad, me duele horrores.

La bailarina arqueó una ceja.

—Es usted bastante gracioso para ser blanco —le dijo bajo los focos.

—¿Quiere que la invite a una copa?

—No.

De todas maneras, los clientes habían asaltado literalmente al camarero engominado. Zina se acodó a la barra húmeda.

—¿Quería hablar conmigo?

—Ali no da noticias desde ayer —dijo Epkeen—. Lo estoy buscando. Es muy urgente, para serle sincero.

El sonido del bajo vibraba en los altavoces. El rostro de Zina no traducía la más mínima emoción.

—No parece sorprendida —observó Epkeen—. Antes de desaparecer fue a verla a usted, ¿verdad?…

Zina olvidó sus vendajes y se zambulló en sus ojos verde agua.

—Nos vimos, sí…

—¿Para hablar sobre Terreblanche?

La bailarina asintió con la cabeza. Al afrikáner se le aceleró el pulso.

—Es importante —le dijo—. ¿Tiene usted alguna información sobre él?

Un velo de melancolía ensombreció el rostro de la bailarina.

—Sé que Terreblanche compró una granja en Namibia —dijo por fin—. Hace dos años, a través de una sociedad… Una antigua base de entrenamiento en pleno desierto del Namib. Eso parecía interesar a su amigo. No yo.

Epkeen no vio las perlas que surgieron en sus ojos. Namibia: al romper el contacto, Ali rompía también sus vínculos con la ley. Epkeen sintió un subidón de adrenalina. Apuntó los datos en su cajetilla de tabaco y se volvió hacia la africana escultural, que seguía acodada a la barra.

—¿Hay alguna posibilidad de que nos volvamos a ver con vida? —le preguntó.

Zina sonrió en medio de la fauna nocturna.

—Lo siento, hermoso príncipe: a mí el que me gustaba era el rey zulú…

Una bonita sonrisa, como ella, hecha pedazos.