Los animales salían al caer la noche. Una pareja de órix pasó por la llanura, en busca de hojas tiernas que hubieran crecido con la última lluvia.
—¿Qué coño hacen ahí esos idiotas? —rezongó Mzala desde la terraza de la granja.
El tsotsi estaba nervioso. Se la traían floja los animales, la arena y el desierto. Mzala sólo tenía unas cuantas ideas en la cabeza: dólares; Mozambique; jubilación anticipada; palacios y perras en celo.
—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?
—El que haga falta —contestó el jefe—. Sería mejor que durmieras un poco…
El exmilitar bebía roibos, cómodamente sentado en uno de los sillones de la terraza.
Mzala escrutó el desierto. Toda esa inmensidad lo deprimía. No tenía ganas de dormir. El speed, o más bien el miedo a despertarse con un cuchillo clavado en la espalda, lo mantenía despierto. Terreblanche odiaba a todo el que no se pusiera colorado al sol; el Gato había tomado ciertas precauciones que impedían que lo liquidara de inmediato, pero no cerraría los ojos hasta estar lejos de allí, con su dinero. Esa espera lo indisponía. Mzala no soportaba esperar. Aunque su estatus de jefe le otorgaba ciertos privilegios dentro de las fronteras del township, esa situación tocaba a su fin. La banda de los americanos había pasado a mejor vida, que descansaran en paz sus almas condenadas. Mzala había cumplido su parte del trato: había recogido los somníferos de la iglesia de Lengezi, de paso se había cargado a la otra putita que daba de comer a los cerdos y a la gruesa anciana que había aparecido de improviso y, para terminar, había quemado las lenguas con gasolina antes de seguir a los demás hasta la pista del aeródromo…
—¿Qué le impide darme el resto de la pasta ahora mismo? —gruñó.
—Ya hemos hablado de eso —peroró Terreblanche—. Ahora las fronteras seguramente estarán vigiladas, y no me apetece que caigas en manos de la policía… Te irás al extranjero cuando no haya peligro.
No era verdad: podía desplazarse de un país a otro sin exponerse a dar con un funcionario puntilloso, pero el cabecilla de los americanos era un animal que, nada más embolsarse el dinero, se lo puliría en coches de lujo, joyas de oro y tías buenas para fardar. El disco duro estaba en lugar seguro, en manos de sus comanditarios, su fortuna y la de su hijo, aseguradas, pero la policía seguía alerta. Joost se haría el muerto hasta que el asunto se olvidara. Sólo entonces se reuniría con Ross en Australia. El dinero lo compraba todo. El dinero lo redimía todo…
—Eso no era lo acordado —se empecinó Mzala—: Lo acordad era que una vez terminada la operación yo me largaría con mi parte.
—Nadie se marchará de aquí sin mi consentimiento.
—¿Qué es eso?
—Sin que yo esté de acuerdo.
—Nuestro acuerdo era la pasta. Un millón. En metálico. ¿Dónde están mis dólares?
—Tendrás que esperar, como todos los demás —zanjó Terreblanche—. Y no hay más que hablar.
Mzala hizo una mueca en la oscuridad. Se preguntaba si el caraluna tenía el dinero ahí, guardado en una caja fuerte, o en algún escondite absurdo… El Cessna que los había llevado allí por la mañana se había vuelto a marchar con el material; ahora estaban solos en medio de ese desierto que no conocía.
Un silencio de plomo reinaba en la terraza, apenas alterado por la brisa de la noche. Los pájaros nocturnos habían callado. Los órix también se habían marchado… Mzala iba a encerrarse en su habitación, con su arma al alcance de la mano, cuando se oyó un grito cerca del hangar.
* * *
Neuman apagó el motor del 4x4 al borde de la pista para recorrer a pie los últimos kilómetros. El peso del estuche que llevaba en la mano le hacía daño en las costillas; según su mapa de la región, la granja estaba situada detrás de las dunas de Sossuswlei, al oeste, lejos de las zonas turísticas…
La luna lo guió por la llanura desértica. Caminó un kilómetro siguiendo la cruz del sur, notando en los bolsillos de su traje polvoriento el peso de los cargadores. Las dunas se recortaban en la oscuridad. Por fin distinguió una luz a lo lejos y una valla que delimitaba la granja.
Un avestruz huyó al acercarse él, centinela asustada. Neuman arrojó el estuche al otro lado de la valla antes de franquearla él. Apretó los dientes y se introdujo en la propiedad privada: unas veinte hectáreas, según la información de Zina, hasta los contrafuertes de las dunas de Sesriem. Se dirigió hacia la luz trémula, se detuvo a medio camino y evaluó la topografía del lugar. Se echó el estuche al hombro y, tras varios minutos de esforzada subida, llegó a la cima de la duna más alta. Se veía la granja de Terreblanche bajo la luz de la luna y el edificio prefabricado a un lado, junto a los cercados.
Neuman dejó el estuche metálico sobre la arena. El fusil era de la marca Steyr, con mira láser zoom x 6 y estaba provisto de silenciador y tres cargadores de treinta balas de calibre 7,62. Un arma de francotirador. Lo montó cuidadosamente y comprobó el funcionamiento.
Se secó el sudor de la frente y se tumbó sobre la cresta lisa. La arena estaba tibia, casi fresca. Barrió el lugar con la mira de infrarrojos, localizó la granja, el anexo —sin duda sería un almacén—. Había dos hombres en la terraza, que parecían hablar entre ellos, y dos 4x4 en el patio… El edificio prefabricado estaba un poco más lejos, a cincuenta metros. Un guardia patrullaba, con un fusil ametralladora en bandolera. Otro fumaba en el camino que llevaba a la pista principal. Neuman lo enfocó con la mira y lo abatió de un tiro en la espalda. El hombre cayó de bruces contra el suelo. Dirigió el fusil hacia el patio y encontró al segundo hombre: el blanco bailó un momento en la mira antes de pivotar bruscamente bajo el impacto.
El tirador dejó de contener la respiración. No había señal alguna de agitación alrededor de los edificios: se aseguró de que los centinelas habían muerto en el acto y enfocó la terraza. Le pareció reconocer la silueta de Mzala junto a la columna cuando dos hombres salieron del almacén anexo: dos tipos con el cráneo rapado que transportaban unas cajas. Neuman siguió su movimiento —se dirigían a los 4x4— y apretó el gatillo. Mató al primero de una bala en la garganta y al segundo justo cuando se volvía hacia su compañero.
Un tercer hombre salió entonces de la granja: vio los cuerpos abatidos y desenfundó el revólver que llevaba en el cinturón. Neuman alcanzó a su objetivo en el hombro izquierdo antes de que una segunda bala lo lanzara despedido contra la puerta… Soltó un taco desde lo alto de la duna: al tipo le había dado tiempo a avisar a los demás.
Neuman dirigió el fusil hacia la terraza, pero las dos siluetas se habían refugiado en el interior de la casa. Un hombre en camiseta surgió del edificio prefabricado, con un arma en la mano: su cabeza saltó en pedazos. Sin duda en ese barracón dormían los hombres de Terreblanche. Se despertarían todos y organizarían el contraataque… Neuman apuntó a las paredes, cerca de las ventanas de la casa y, metódicamente, vació el cargador. Un tiroteo ciego que sembró el pánico al atravesar las paredes. Oyó gritos y el tableteo de las primeras ráfagas que rasgaban el silencio de la noche. Cogió el segundo cargador, que había dejado sobre la arena, lo metió en la recámara y disparó uno a uno treinta nuevos proyectiles: pronto el dormitorio de la tropa quedó como un colador. Un tipo trató de escapar, pero Neuman frenó su huida en seco de una bala en el plexo. Los supervivientes se mantenían ocultos en el interior.
Unas balas pasaron silbando a pocos metros de él, agujereando la arena. Al final habían localizado su posición… Neuman armó su último cargador y rebuscó entre las tinieblas. Vio a un hombre en la entrada del edificio prefabricado, con un fusil ametralladora en la mano, escondido detrás de la puerta: dirigía señales febriles a sus compinches, invisibles… Neuman disparó doce balas de calibre 7,62, que pulverizaron la puerta y lo que había alrededor. Herido en una pierna, un hombre se arrastraba para escapar del francotirador. Neuman lo remató de un tiro en la mejilla.
El zulú ya no respiraba, concentrado como estaba en su tarea. Una silueta cruzó el campo infrarrojo: el hombre salió corriendo del barracón y corrió en zig-zag hacia la granja. Neuman lo siguió en un baile macabro y, con una presión mínima sobre el gatillo, lo derribó de bruces contra el suelo.
Tenía los dedos rígidos, y la respiración, enterrada en el fondo de las tripas. Por fin se relajó. No había un solo movimiento bajo la luna… Abandonó el estuche del Steyr en su sudario de arena, recorrió la cresta y corrió duna abajo, gimiendo. Se oyó entonces un ruido de puertas de coche cerrándose en la noche. Neuman paró de correr, jadeante, y dirigió la mira del fusil hacia la granja: un 4x4 escapaba hacia el oeste, levantando una nube de polvo.
Disparó seis balas a ojo, que se perdieron entre la niebla…
Un silencio de muerte se abatió sobre la extensión desértica. Neuman no pensaba en nada. Sólo quedaba el viento nocturno que soplaba entre los tablones destrozados, el fusil que sostenía como un desesperado y el Toyota aparcado en el patio.
* * *
Las huellas de neumáticos se perdían en dirección al mar: cien kilómetros de dunas y de llanuras de piedras a través de uno de los parques nacionales más grandes del mundo. Neuman seguía las líneas paralelas que corrían bajo los faros, agarrado con fuerza al volante para atenuar el dolor en las costillas.
Había descubierto siete cuerpos en el edificio prefabricado, entre los cuales el de un joven blanco que se sujetaba el vientre, temblando, y al que había dejado morir allí mismo, sin rematarlo. Quitando los cadáveres del patio, la granja estaba vacía: había encontrado armas y munición en el almacén, pero Terreblanche y Mzala habían escapado. Su intención sería llegar a la pista de Walvis Bay atajando por el desierto, pero Neuman no se despegaría de ellos. Había evacuado todo pensamiento parásito que pudiera impedirle realizar su tarea. Inspeccionaba las dunas al otro lado del parabrisas, cada vez más altas conforme se adentraba en el Namib. El Toyota se bamboleaba sobre la arena blanda, dando bandazos, y a cada brinco sentía una punzada de fuego en el costado. Se agarró con más fuerza al volante.
Un chacal pasó corriendo delante de sus faros. Neuman conducía, ardiente de fiebre, cuando después de un cambio de rasante los vio de pronto: dos puntos rojos fosforescentes, entre las dunas… Neuman se detuvo a trescientos metros y apagó los faros en lo alto de una loma. Abrió la puerta del vehículo y los observó con la mira infrarroja del Steyr. El 4x4 parecía bloqueado. Se habían atascado en la arena. Alertado por los faros del Toyota, Mzala había soltado la pala para refugiarse detrás de la carrocería: Terreblanche se reunió con él, un fusil ametralladora en la mano. Ahora estaban los dos escondidos detrás del gran todoterreno, acechando a un enemigo invisible…
Neuman apoyó el cañón del Steyr sobre la puerta del Toyota y apuntó al depósito. Disparó cinco proyectiles, en vano. Era un vehículo blindado…
Neuman vaciló, sentía la camisa empapada en sudor. Por fin dejó el fusil en el asiento del copiloto, abrió su navaja y se sentó al volante. El 4x4 era un vehículo blindado, pero no el Toyota… Un plan sencillo, suicida.
Los neumáticos patinaron sobre la arena antes de agarrar: empezó a bajar la pendiente de la loma. Doscientos cincuenta metros, doscientos: encendió los faros, bloqueó el acelerador con la punta de la navaja y se lanzó sobre su objetivo. Dos cañones surgieron del capó del 4x4: Neuman cogió el fusil del asiento y saltó en marcha.
El parabrisas, el capó, los asientos, el radiador, las ráfagas de metralleta lo pulverizaron todo sin modificar la trayectoria del vehículo lanzado hacia ellos: el Toyota chocó contra la parte trasera del 4x4 que, pese al impacto, apenas se movió. Terreblanche y Mzala se habían dirigido a la duna para escapar de la colisión: surgieron de la oscuridad y apuntaron con sus armas hacia el Toyota accidentado. El capó estaba destrozado, el parabrisas había saltado en pedazos y la puerta estaba llena de agujeros de bala, pero no había nadie en su interior.
Neuman había rodado sobre la arena cien metros más lejos, recuperado su fusil y tomado posición: con los codos en el suelo, apuntó al depósito del Toyota, que explotó con la tercera bala. Un haz de fuego iluminó un instante el valle de arena. Neuman ya no veía a sus objetivos, ocultos por la pantalla de humo. Las llamas alcanzaron rápidamente el vehículo blindado. Mzala y Terreblanche, refugiados detrás de la carrocería, retrocedieron un paso. Dispararon una nueva ráfaga a ciegas, y otra más, que se perdió a varios metros de él. Presa del fuego, el depósito del 4x4 explotó a su vez. La deflagración sorprendió a Mzala: el beso de fuego lo arrastró en su aliento.
Neuman oyó el grito del tsotsi antes de distinguir su silueta: la antorcha humana giró sobre sí misma, buscando huir de las llamas que la consumían. Mzala dio unos pasos torpes en la arena y agitó los brazos para zafarse del abrazo mortal, pero el fuego lo perseguía: rodó por la arena, gritando a pleno pulmón… Neuman buscó el otro objetivo con la mira, barrió la noche, pero el humo opaco ocupaba todo el espacio. Terreblanche parecía haberse desmayado… A pocos pasos, Mzala seguía gritando en su tortura. El olor a carne quemada llegaba hasta él. El Gato gesticulaba, golpeando el suelo, en vano: Neuman lo remató de una bala en el pecho.
Gotas de fiebre perlaban su rostro. Ali reptó unos veinte metros, amplió el zoom y por fin localizó a Terreblanche, que había trepado a la cima de la duna: no tenía fusil, sólo un revólver en el cinturón… La mira del Steyr se fijó sobre su hombro en el preciso momento en que desaparecía al otro lado de la duna.
Las llamas crepitaban, esparciendo un humo negro. Neuman inspeccionó la cresta por la que Terreblanche había desaparecido y se incorporó lentamente. La caída de antes le había reavivado el dolor en las costillas. Rodeó el brasero que rugía y siguió la cresta, que serpenteaba bajo la luna. Las huellas llevaban a la cima, que coronó tras una escalada laboriosa. El viento de las alturas apenas lo refrescó. Frente a él, las olas de arena se extendían hasta donde alcanzaba la vista… Encontró huellas de pasos en la falda lisa de la duna: se dirigían al oeste… Neuman soltó un taco. Nunca lo alcanzaría a pie, no con ese dolor en las costillas.
Comprobó la recámara de su arma y se estremeció al ver el cargador: sólo le quedaba una bala.
Un viento tibio soplaba en las alturas. Ali se tumbó y barrió el horizonte. Campos de montículos de contornos borrosos se sucedían unos a otros, monótonos. Pronto aparecieron unas huellas en la mira de infrarrojos, un trazado rectilíneo… Siguió la trayectoria y dio con la silueta del fugitivo. Caminaba a zancadas regulares, con un revólver en la mano. Trescientos metros, a vuelo de pájaro… Neuman contuvo el aliento, olvidó hasta el vacío que había en su cabeza y apretó el gatillo.
El disparo rasgó el silencio.
El hombre se desplomó sobre la arena.
* * *
Neuman se acercó apuntando con su Colt, pero Terreblanche ya no se movía. Yacía en el suelo, con su automática al alcance de la mano, medio desvanecido… Ali arrojó el arma lejos y se arrodilló junto al herido. Tenía la frente empapada en sudor. Le palpó el pulso y vio que aún respiraba. Neuman levantó la camiseta color caqui, manchada de sangre: la bala le había dado en un riñón, evitando por poco el hígado.
Terreblanche abrió los ojos mientras Neuman evaluaba la herida.
—Tengo dinero… —masculló—. Mucho din…
—Cierra la boca o te dejo morir aquí mismo.
Devorado por los chacales: un final feliz… Pero Neuman lo quería vivo. Los documentos relativos a los experimentos habían desaparecido, también todo resto del laboratorio y los testigos… No había encontrado nada en la granja. Muerto Mzala, traer de vuelta a la ciudad a ese hijo de puta era su última oportunidad.
Terreblanche estaba pálido bajo la luz de los astros. Neuman vio entonces una picadura en su antebrazo: a todas luces, una picadura de araña… Presionó la carne alrededor: manó un fino chorro amarillo. Una araña de arena. Algunas podían resultar mortales.
—Ese puto bicho me ha picado —maldijo el herido.
La noche era aún negra, las dunas, contornos borrosos bajo las estrellas. Neuman levantó al hombre tendido en el suelo y, sin una palabra, lo ayudó a caminar.
Tardaron casi una hora en alcanzar las carcasas humeantes.
El zulú sudaba sangre y agua, y Terreblanche no había dejado de gemir en todo el trayecto: se desplomó junto a los 4x4, sin fuerzas. Un olor acre emanaba aún de los vehículos, y todo el valle apestaba. Los restos de Mzala descansaban algo más lejos, una forma negra y consumida que le recordaba a su hermano Andy… Muy ocupado en vendarse la herida con un pañuelo, Terreblanche no le dirigió una sola mirada a su cómplice: tenía la tez cérea a las primeras luces del alba. El veneno empezaba a hacer efecto… Neuman comprobó de nuevo el funcionamiento de su móvil, sin éxito: no había cobertura.
Un velo de inquietud le ensombreció el rostro.
—¿A cuántos kilómetros está la pista? —le preguntó a Terreblanche.
El exmilitar apenas levantó la cabeza.
—Walvis Bay —dijo—. A unos cincuenta.
—¿Y la casa más próxima?
El otro hizo un gesto evasivo…
—Por aquí no hay más que arena…
Neuman hizo una mueca. La granja estaba a más de treinta kilómetros… Calibró el azul del cielo sobre la cresta de las dunas. Los vehículos no funcionaban y no acudía nadie a rescatarlos: sin embargo hacía más de una hora que se habían incendiado…
Terreblanche desgarró un trozo de su camiseta para sustituir al pañuelo empapado. La sangre empezaba a coagularse, pero la herida le dolía de manera espantosa. Se le estaba hinchando el brazo. Miró de reojo al policía negro que escrutaba el cielo, preocupado, como si esperara alguna señal. Terreblanche comprendió entonces por qué:
—¿Sabe alguien que estamos aquí? —preguntó.
—No.
El desierto del Namib era uno de los lugares más calientes del mundo. A mediodía, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados a la sombra, setenta al sol: sin agua, no aguantarían ni un solo día.