La luna se difuminaba lentamente en el cielo. Neuman estaba definiendo el plan de ataque que más tarde pensaba presentarle al jefe de la SAP cuando recibió una llamada de Myriam. La joven enfermera había pasado delante de la casa de Josephina temprano aquella mañana, antes de empezar su turno en el dispensario: sorprendida al ver las persianas abiertas, Myriam había llamado a la puerta, sin obtener respuesta. Preocupada, había despertado a las amigas de la anciana. Una de ellas afirmaba que Josephina tenía una cita el día anterior por la tarde en la iglesia de Lengezi, en la frontera con Khayelitsha, con una tal Sonia Parker, la asistenta del pastor, por un tema de niños de la calle.
Neuman palideció.
Parker.
Pamela, la mestiza encontrada muerta en el sótano, tenía el mismo apellido…
Ali le dio las gracias al ángel de la guarda de su madre antes de consultar los ficheros de la SAP. No tardó en encontrar lo que buscaba: «Pamela Parker, nacida el 28/11/1978. Padres fallecidos. Una hermana, Sonia, domicilio desconocido…».
Neuman se llenó los bolsillos de balas y abandonó la comisaría desierta.
La zona arenosa que bordeaba Legenzi se extendía hasta el mar. Periódicos viejos, trozos de plástico, telas de saco, placas de chapa ondulada, las chabolas que bordeaban los public open spaces eran de las más míseras del township. Neuman cerró con fuerza la puerta del coche y echó a andar por la calle de tierra.
Un viento sordo golpeaba contra las puertas cerradas. Todo parecía desierto, abandonado. Se acercó, ahuyentado las sombras, y sólo vio una rata que pasó corriendo junto a él. La fachada de la iglesia se teñía de rosa a la luz del alba. Subió los peldaños de la escalinata y entró sin ruido por la puerta entreabierta…
El cañón de su arma apuntaba a las tinieblas. Las sillas estaban vacías, el silencio encerrado en una maleta en el fondo de su cabeza. No había nadie. Avanzó por el pasillo helado, sentía la tibieza de la culata en la palma de la mano. Distinguió la columna junto al altar, el paño blanco, las velas apagadas… Neuman se detuvo en mitad del pasillo. Había una forma negra detrás del altar, una silueta de contornos nítidos, que parecía colgar de la cruz… Josephina. Le habían atado las muñecas con una cuerda al gran Cristo de madera; su cabeza descansaba sobre su pecho, gacha, inerte, con los ojos cerrados… Ali se acercó a su rostro y le acarició los párpados. Se le había corrido el maquillaje, un rímel azul manchado de lágrimas. Acarició su mejilla con un gesto mecánico, largo rato, como para tranquilizarla. Pronto terminaría todo, sí, pronto terminaría todo… Se multiplicaban las imágenes en su cabeza, confusas. Le temblaban las mandíbulas. No sabía cuánto había durado, pero su madre ya no sufriría más: el Gato le había clavado un radio de bicicleta en el corazón.
Neuman retrocedió un paso y soltó el arma. Su madre estaba muerta. Se le había venido a los labios una bocanada de sangre que había manchado su vestido blanco y su hermosa piel negra, sangre coagulada pegada en su barbilla, su cuello, su boca entreabierta… Vio los cortes en sus labios… Tajos… Hechos con un cuchillo… Ali le abrió la boca a su madre y se estremeció: no tenía lengua. Se la habían cortado.
El grito le taladró las sienes. Zwelithini. La exhortación guerrera del último rey zulú, antes de la matanza de su pueblo…
Zwelithini: «que tiemble la tierra».
* * *
Beth Xumala vivía sumida en el miedo, como todos los policías de los townships —miedo de que derribaran su puerta en mitad de la noche y la violaran, de que la mataran para robarle su arma de servicio, miedo del asesinato ciego perpetrado en plena calle, miedo de las represalias si detenían a un tsotsi importante— pero le encantaba su trabajo.
—¿Sabe disparar? —le preguntó Neuman.
—Era una de las mejores de mi promoción sobre blancos en movimiento —contestó la constable.
—Ésos no contraatacan.
—A éstos no les dejaré tiempo para hacerlo.
Stein, su compañero de patrulla, era un albino corpulento de uniforme impecablemente planchado. Él tampoco había imaginado nunca que algún día trabajaría con el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo, y menos todavía en ese tipo de intervención. Se ajustó el chaleco antibalas y comprobó los cierres.
Los primeros rayos de sol despuntaban sobre la fachada acribillada de balas del Marabi. La guarida de los americanos estaba cerrada a cal y canto, la entrada, protegida por una valla metálica, y las ventanas, tapadas con tablones y placas de chapa. No había señales de vida. También la calle estaba extrañamente tranquila.
—Vamos —dijo Neuman.
—Tal vez deberíamos esperar a que lleguen los refuerzos —aventuró Stein.
—Limítense a cubrirme las espaldas.
Neuman no esperaría a los Casspir de Krugë, ni a la ayuda renuente de Sanogo. Armó el fusil de pistón que había encontrado en el maletero del coche patrulla y avanzó. Stein y Xumala vacilaron —les pagaban dos mil rands al mes por tratar de mantener la ley, no por morir en una operación suicida contra la banda más importante del township, pero el zulú ya había rodeado el edificio.
A su señal, los dos agentes treparon al tejado vecino. Neuman ahogó un gemido al aterrizar en el patio trasero del shebeen.
Avanzó evitando las papeleras reventadas y las latas de refresco diseminadas aquí y allá y llegó el primero a la puerta de hierro que daba a la sala de juego.
—Al primer gesto sospechoso, disparen —dijo en voz baja.
Los agentes estaban muy nerviosos. Neuman tendría que apañarse con ellos… El blindaje se remontaba a los tiempos del apartheid, y la cerradura, a los del Gran Trek[45]: Neuman inclinó el fusil de pistón y disparó dos veces seguidas. El cierre estalló en pedazos. Stein derribó la puerta de una patada. Neuman irrumpió en el salón privado: a la derecha, el almacén y las habitaciones de los tsotsis, a la izquierda, la de Mzala. Fue directo a su objetivo, entró por la puerta entornada y apuntó con el fusil al colchón del cabecilla de la banda.
Una mujer desnuda descansaba en la penumbra. Una mestiza rechoncha, a la que había visto el otro día con el Gato. Miraba el techo amarillento de la habitación, con los ojos desorbitados, degollada. Su ropa cubría el suelo de baldosas, pero el armario estaba casi vacío. Neuman se arrodilló despacio y le abrió la mandíbula. Ella tampoco tenía lengua…
—¡Capitán! —gritó Beth desde el dormitorio de los tsotsis—. ¡Capitán!
El zulú se incorporó sin notar ya el dolor en las costillas. El agente Stein estaba llamando de nuevo a los refuerzos por radio desde el pasillo cuando volvió su compañera, lívida.
—Están todos muertos —dijo.
Neuman encontró pósters de mujeres desnudas en las paredes llenas de grietas, un camping gas para las latas de conserva, botellas de cerveza vacías y un cadáver en cada litera. Eran todos miembros de la banda de los americanos. Otros yacían en el suelo, con la cabeza inclinada y la nariz en los charcos de alcohol que cubrían el suelo. Veintidós cadáveres, todos ejecutados de un balazo en la cabeza. Se habían cargado incluso a la shebeen queen —Neuman encontró su cuerpo detrás de la barra, entre botellas vacías y colillas de porro…—. Habían borrado del mapa a la banda de los americanos: todos sus miembros habían sido abatidos durante su sueño étnico, antes de cortarles la lengua.
Mzala no estaba entre las víctimas.
Neuman apretó con fuerza los bloques de marfil de sus mandíbulas: se lo robaban todo, hasta la muerte.
Dejó que los agentes llamaran a las ambulancias y salió sin decir una palabra.
Una pequeña multitud silenciosa se había apiñado delante del Marabi. Ali no quería pensar, aún no. Cogió su coche, sordo al estruendo de las sirenas de la policía, y condujo hacia Lengezi. Unas mujeres caminaban por la carretera, con un cesto o una palangana de plástico en la mano. Khayelitsha despertaba despacio. Aminoró la velocidad al pasar delante de la casa de su madre y se detuvo sin darse cuenta. El seto estaba podado, y las persianas, abiertas. Ali cerró los ojos para respirar y sintió rugir la ira en su interior. El monstruo en lo más hondo de sí mismo despertaba. Zwelithini. No dormiría. Ya no dormiría nunca más…
La señal de su móvil resonó en su bolsillo, qué absurdo. Neuman vio el sms de Zina y se le encogió aún más el corazón: «Nos vemos a las 8 en el Boulder National Park… XXX kiss…».
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la cabeza y vio la casa de su madre al otro lado del parabrisas, el sol acariciaba ya las persianas. Unos niños jugaban en la calle, con sus cochecitos de alambre… Neuman abrió la puerta del coche y vomitó sobre el seto el desayuno que no había tomado.
* * *
Las sirenas de policía ante la iglesia, la ambulancia, los agentes dispersando a los últimos curiosos, Myriam sollozando al pie de la escalinata, Neuman atravesó la realidad desolada con los ojos de otro.
Dos constables custodiaban el acceso a la iglesia. Neuman pasó delante de ellos sin verlos. El sacerdote metodista estaba en la entrada, era un hombre de pelo corto y entrecano, en sus ojos bailaban las llamas vacilantes de las velas. Con un gesto, Neuman le ordenó que se callara. Primero quería ver al forense.
Rajan trabajaba en el Hospital de la Cruz Roja de Khayelitsha, era un hombre canijo de origen indio al que Neuman había visto un par de veces en su vida. Rajan lo saludó, con una mezcla de apuro y compasión. Según sus primeras conclusiones, el crimen había tenido lugar en la iglesia, hacia las nueve de la noche. La lengua había sido seccionada, probablemente con un cuchillo, pero el causante de la muerte parecía ser un radio de bicicleta afilado, clavado en el corazón.
La ejecución favorita en Soweto, en los tiempos en que vigilantes y comrades ajustaban cuentas con el pretexto de la Historia… El horror pugnaba por hacerle perder pie, pero Neuman se movía lejos del suelo, en territorio zulú, donde enterraría a su madre junto a su esposo, cuando todo hubiera terminado…
En la iglesia reinaba un silencio helado, alterado apenas por el murmullo de la multitud congregada fuera. Los enfermeros esperaban con la camilla junto al altar.
—¿Podemos llevarnos el cuerpo?
Rajan esperaba una palabra de Neuman.
—Sí… Sí…
Ali miró a su madre por última vez, y ésta desapareció bajo la cremallera de una bolsa de plástico.
—Sé que no lo consuela —murmuró el forense—, pero si en algo puede aplacar su tormento, parece que la lengua se seccionó post mórtem…
Ali no dijo nada. Tenía demasiadas culebras en la boca. La Historia no se repetía, tartamudeaba… Neuman se dirigió al sacerdote, que aguardaba junto a la columna.
—Mi madre tenía una cita con su asistenta —dijo, envolviéndolo con su sombra—. ¿Dónde está?
—¿Sonia? Pues… en su casa, me imagino… Hay una casita anexa a la iglesia: allí es donde duerme…
—Enséñemela.
El sacerdote sudaba pese al frescor de la mañana. Salieron por una puerta disimulada.
La pequeña parcela de tierra al amparo del edificio pertenecía a la congregación. En ella habían plantado varias hileras de batatas, zanahorias y lechugas con las que la asistenta preparaba las sopas para los desheredados… Neuman abrió la puerta de su casita. Hacía ya calor bajo el tejado de chapa ondulada. En la habitación flotaba un olor a sudor mezclado con otro, penetrante, a sangre. Una joven negra yacía sobre un colchón. De su garganta cortada manaba un chorro de sangre negruzca.
—¿Sonia?
El sacerdote lo confirmó con un gesto, sin expresión. Neuman inspeccionó el cuerpo. Visiblemente, la chica había tratado de defenderse: tenía marcas rojas en las muñecas y una uña rota. La hoja del cuchillo le había seccionado el esófago y luego la lengua… El asesinato había tenido lugar unas doce horas antes. Neuman echó un vistazo en derredor al mobiliario, las estanterías y la sopa que la muchacha había estado preparando en la cocina contigua…
—¿Desde cuándo trabajaba Sonia para usted? —le espetó Neuman al hombrecillo asustado.
—Desde el año pasado… Fue ella quien acudió a mí… Una muchacha perdida, que quería expiar sus pecados ayudando al prójimo, respondiendo así a la llamada del S…
Neuman agarró al sacerdote de la sotana y lo estampó contra la pared.
—Hace ya tiempo que el Señor está mudo —dijo entre dientes—: A la hermana de su asistenta la mataron por una historia de droga suministrada a niños de la calle, y Sonia estaba en contacto con los que había por aquí. ¡¿Y bien, qué tiene que decirme?!
—Yo no sé nada…
—Un chico con un pantalón corto verde, Teddy y otro con una cicatriz en el cuello, ¿le suenan de algo?
El sacerdote se estremeció, entre las garras del coloso.
—¡Sonia! —se atragantó—. Era Sonia quien se ocupaba de servirles la sopa…
Neuman pensó en el jardín, en las casetas…
—¿Tienen animales?
—Gallinas… También algunos cerdos, conejos…
Arrastró al hombrecillo hasta el huerto. Hacinados en sus conejeras, los animalillos olisqueaban las rejillas: algo más lejos, las gallinas picoteaban entre la paja como si fuera agua hirviendo. Una construcción de piedra con tejado de chapa hacía las veces de porqueriza al fondo del jardín, junto a un abrevadero en el que había estancada un poco de agua salobre. Neuman desenfundó su Colt 45 y, de un balazo, reventó el candado.
Un olor nauseabundo lo recibió en el interior de la caseta. Los tres cerdos que se revolcaban en el fango acudieron gruñendo al otro lado de la barrera de madera: un macho, el más gordo, y dos hembras con el morro rosa cubierto de excrementos.
—¿Qué les da de comer?
El sacerdote se había quedado en el quicio de la puerta.
—De todo… todo lo que pillo por ahí…
Neuman abrió la barrera del box y liberó a los animales. El hombrecillo quiso hacer un gesto para retenerlos —los cerdos iban a arrasar su preciado huerto— pero cambió de idea. Neuman se inclinó sobre la cloaca. Sacó su navaja y con la hoja removió la masa infecta en la que chapoteaba. Entre los desechos aparecieron unos huesos: huesos humanos… La mayor parte estaban roídos por los cerdos… Por el tamaño, parecían huesos de niño… Los había a montones…
* * *
El Boulder National Park albergaba una colonia de pingüinos del Cabo. Los animalillos brincaban libremente por la playa de arena blanca, y las olas estruendosas les servían de trampolín. Neuman caminó a zancadas regulares por la arena mojada.
Zina lo esperaba en las rocas, entre el rocío de mar que el viento arrojaba contra su vestido. Lo vio llegar desde lejos, como un gigante incongruente entre los pingüinos que se balanceaban, y se apretó con más fuerza las rodillas dobladas. Él caminó hasta el arrecife, y dirigiéndose a ella, asesinó toda idea de amor:
—¿Tienes el documento?
A su lado, sobre la roca, había una carpetilla de plástico. Zina quería hablarle de ellos dos, pero nada encajaba en ese decorado.
—Es todo lo que he podido conseguir —dijo.
Neuman olvidó los cohetes negros que explotaban en su cabeza y cogió la carpeta. El documento no tenía membrete ni mención que permitiera identificarlo, pero contenía un informe completo sobre el hombre al que estaba buscando.
Joost Terreblanche había trabajado para los servicios secretos durante el apartheid y figuraba entre los miembros de la Broederbond, la «Liga de los Hermanos», una sociedad secreta que reunía a la supuesta élite afrikáner, y de cuyas actividades poco se sabía. Pese a su implicación en Project Coast y en la desaparición de varios activistas negros, Terreblanche no había sido perseguido por la justicia. Eran pocos los procesos que habían prosperado, razón por la cual pocos antiguos miembros del ejército habían colaborado con la Comisión Verdad y Reconciliación de Desmond Tutu: algunas ramas de los antiguos servicios de seguridad se habían beneficiado así de una impunidad casi total pese a haber cometido graves violaciones de los derechos humanos. Terreblanche había abandonado el ejército tras la caída del régimen con el grado de coronel, y se había reconvertido en el negocio de la seguridad privada a través de varias empresas sudafricanas, en especial la agencia ATD, de la que era uno de los propietarios y accionistas. Según la fuente del informe, Terreblanche gozaba de protección en todos los ámbitos, tanto en Sudáfrica como en Namibia, donde el conflicto entre los dos países había permitido múltiples infiltraciones. Se sospechaba que había llevado a cabo operaciones paramilitares en distintos países de los Grandes Lagos (tráfico de armas y contratación de mercenarios). El informe mencionaba en especial una base situada en el desierto del Namib, una vieja granja muy vigilada en mitad de una zona protegida, donde Terreblanche llevaba a cabo sus actividades con total tranquilidad.
Namibia…
Las olas se estrellaban contra la playa, escupiendo pingüinos; Zina observaba al zulú, enfrascado en su lectura, extrañamente pálido bajo su máscara. Conocerse había sido algo parecido a una corriente de aire. Un impulso que nunca tendría que haber tenido lugar y que, sin embargo, los precipitaba el uno hacia el otro. No era el momento, pero nunca sería el momento.
—¿Y si nos dejáramos de tonterías? —dijo ella.
Él levantó la cabeza, un tótem negro en mitad de la arena.
—¿Crees que estoy ciega? —le preguntó con chulería—. ¿Crees que no veo cómo me miras?
Neuman se descompuso un poco más pero no contestó. En la superficie flotaban cadáveres, por docenas, exangües.
—Nuestra gira termina mañana por la noche —le dijo—. Después, no sé… Me voy de la ciudad, Ali, a no ser que me retengas.
Él ya no oía el tronar de las olas en la playa, ni los gritos de los pingüinos. El mundo se había vuelto del revés y se precipitaba hacia abajo. En caída libre.
—Lo siento —dijo Ali en voz muy baja.
Zina apretó los dientes, esos dientes tan bonitos que tenía.
—¡Dilo otra vez! —exclamó—. ¡Venga: dímelo otra vez!
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se levantaba por la mañana con el olor de su piel, resistía al agua, al viento, al fuego bajo sus pies, su olor la esperaba en la cama, en su camerino, la seguía por los pasillos, las calles y el aire tibio de la noche, impregnaba el rocío del mar, su olor, su olor en todas partes.
Él bajó los ojos. Vio sus pies desnudos sobre la roca escarpada, el dibujo de sus tobillos, sus piernas y su vestido, que bailaba al viento…
—Lo siento…
Y Ali murió allí mismo, en medio de los pingüinos.