6

Mzala no se reunió con los demás en Hout Bay como habían convenido, sino en Constantia, una zona de viñedos y mansiones aristocráticas en la que nunca había puesto los pies. Él también tendría pronto un palacio en el campo, vino y putas a mansalva. Un millón en dólares valía la pena hacer ciertos sacrificios… Mzala dejó una pequeña bolsa sobre la mesa del salón.

—Está todo aquí —dijo.

Advertido de su llegada, Terreblanche acababa de subir del sótano; abrió la bolsa y apenas se inmutó ante los trozos de carne sanguinolentos. Lenguas cortadas. Habría unas veinte dentro de la bolsa de tela, una masa viscosa que vertió sobre la madera pulida. El aspecto era repugnante, se trataba, en efecto, de lenguas humanas. Veinticuatro en total.

—¿Están todos aquí?

Mzala sonrió con la misma expresión de satisfacción de un animal ahíto.

—Bien… Hay gasolina en el garaje. Quema todo esto en el jardín.

El cabecilla de la banda se puso a recoger las lenguas de la mesa.

—¿Quién es la chica que está en la habitación? —preguntó como quien no quiere la cosa.

—¿Quién te ha dejado entrar?

—La he visto por la ventana, al cruzar el jardín… No está nada mal la tía…

Mzala seguía sonriendo.

—Ni se te ocurra tocarle un pelo —le avisó Terreblanche—, todavía la necesito… intacta —precisó, a modo de advertencia.

—¿Para qué la necesitas?

—Tú ocúpate de tu barbacoa en el jardín.

El dentista apareció en la puerta del salón. Rick no conocía al negro con cicatrices en la cara que hablaba con Terreblanche: no veía más que sus uñas afiladas y los movimientos de sus dedos manchados de rojo. Vio los pedazos de carne sanguinolenta sobre la mesa y balbució:

—¿Cuán… cuándo nos vamos?

—Pronto —contestó el jefe—. ¿Has preparado tus cosas?

—Sí… Bueno, casi…

Mzala se tomaba su tiempo para recoger su botín. Rick se armó de valor para preguntar:

—¿No hay otra opción con Ruby? Quiero decir…

—Demasiado tarde, muchacho —lo interrumpió Terreblanche—. Ahora ella también está implicada… Has jugado con fuego, VDV… El ex de tu novia investigaba el caso, hay que ser tonto…

—Ruby me dijo que era guardia de tráfico —se disculpó Rick.

—Anda ya…

—Es la verdad.

—¿Es él el viejo amigo del que me hablaste? —se burló Mzala.

Se oyó un grito en el sótano. Allá abajo un hombre debía de estar pasando un mal rato. Mzala olvidó un momento sus lenguas:

—¿Necesita que le eche una mano, jefe?

Terreblanche le indicó que no con un gesto.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo, para zanjar el tema con el dentista—. Prepara tus cosas: el avión despega dentro de una hora.

—Sí… Sí…

Rick no había tenido el valor de despedirse de Ruby. Su pasado lo había alcanzado, errores de juventud que había que poner en el contexto de la época. Su silencio había tenido un precio (¡¿qué se imaginaba Ruby, que uno se convertía en íntimo de los famosos con una simple consulta de dentista en Victoria?! ¡¿Qué se había comprado esa finca con su pensión del ejército?!). Terreblanche había conservado informes de su puño y letra, experimentos llevados a cabo al margen de Project Coast, en los que figuraban los nombres de los prisioneros políticos. Si eso se filtraba a la prensa del corazón, el «dentista de los famosos» podía ir tragándose su instrumental. Rick había obedecido las órdenes, como antes. Kate Montgomery era una presa fácil: bastaba echar una ojeada a la agenda de Ruby y asunto arreglado. Pero su ex lo había echado todo a perder. Rick lo sentía por ella, y también por él: su vida fluía ante sus ojos, y sabía que nada podría contener la hemorragia. Tenía que abandonarlo todo, lo que había construido en los últimos veinte años, marcharse del país y empezar de cero…

El sol lamía las primeras parcelas de viñas más allá del jardín. Rick dio media vuelta y se dirigió hacia la habitación del piso de arriba. Se llevaría lo que había en la caja fuerte, unos dólares, algunas joyas…

Terreblanche le dejó dar dos pasos antes de desenfundar la pistola de calibre 38 encontrada en casa del policía: apuntó a Rick justo cuando éste llegaba a la cristalera y lo abatió como a un negro, de un balazo en la nuca.

* * *

Un blanco cachas con tupé montaba guardia ante la puerta de la habitación.

—Tengo que hablar con la chica —le dijo Mzala.

—¿Lo sabe el jefe?

—Claro que sí puesto que me manda él.

El tsotsi sonrió, enseñando sus dientes amarillos. El imbécil abrió la puerta.

La habitación estaba sumida en la penumbra. La chica yacía en la cama, con las manos atadas a la espalda. Ruby le lanzó una mirada venenosa al negro alto y delgado que cerró la puerta tras de sí.

—¡¿Qué quiere?!

—Calma, bonita, calma…

El hombre llevaba en la mano una pequeña bolsa de tela. Tenía las uñas mugrientas y afiladas. Vestía un pantalón ancho y una camisa con las mangas manchadas de sangre.

—¡¿Quién es usted?! —le espetó Ruby.

—Tranquila… Tranquila…

Pero la cara del negro apestaba a vicio y a muerte; la contemplaba como a un trofeo. Una presa. El corazón de Ruby latía muy deprisa.

—No tengas miedo —le susurró—. No te dolerá…

Acariciaba su bolsa como a un animalito muy valioso. Intacta, había dicho Terreblanche.

—No te dolerá si te callas —precisó Mzala.

Ruby sintió ganas de romperle los ojos, pero no había la más mínima humanidad en ellos. El miedo trepó por sus piernas, que cerró con fuerza, arrimándose a la pared.

—Una palabra, me oyes —dijo el negro con voz melosa—: Una sola palabra y te abro las tripas.

—Que te den.

—En tu boca, ¿te apetece? ¿Eh? —Sonrió—. Sí, claro que te apetece… Cuando se tiene una boca como la tuya, lo que se quiere es una polla bien gorda… La mía te va a gustar, bonita, la mía te va a gustar…

—Ven —lo interrumpió Ruby con aire amenazador—: Verás qué dientes tengo.

Mzala seguía sonriendo, con un aire como ausente. Terreblanche había vuelto a bajar al sótano, dejándolo con el cadáver de su «viejo amigo» en el parqué del salón. Todavía quedaba una hora hasta que despegara el avión: había tiempo de divertirse un poco… El tsotsi metió la mano en su bolsa y sacó una lengua al azar. Ruby palideció. Quiso retroceder, pero ya estaba pegada a la pared. Mzala dejó el trozo de carne sobre su cabello.

—Si gritas —dijo—, te la tragas.

El Gato ya no sonreía.

Ruby calló, aterrorizada.

El hombre puso otra lengua sobre su oreja, visiblemente satisfecho: a la chica le temblaba todo el cuerpo, parecía un gorrión bajo la tormenta. Dentro de nada la tendría comiéndole de la mano —o, mejor dicho, comiéndole la polla, ja, ja, ja… Ruby apretó los labios mientras el tipo seguía adornándola, con una sonrisa cruel en sus facciones irregulares. Ahora tenía lenguas en el pelo, sobre los hombros… Una lágrima rodó por su mejilla cuando él le decoró el escote.

Mzala contempló su obra. La chica estaba ya a punto. El tsotsi se había empalmado, tanto que casi le dolía: se estaba sacando el miembro vigoroso cuando se oyó el sonido rítmico de unos pasos en el corredor.

Debeer entró el primero, sosteniendo a un hombre con muy mal aspecto. Terreblanche venía detrás. Vio a Ruby, que lloraba en silencio, y luego la sonrisa crispada de Mzala…

* * *

El mundo ya no estaba formateado, los datos se movían sin parar. El tiempo también se había vuelto poroso, gravitación cuántica en espiral. Epkeen dejó que los gametos bailaran en la química incierta de su cerebro: una vez enviada la materia a la otra punta del universo, se aferraba a las partículas de ideas que silbaban como meteoritos por encima de su cabeza. Al final de su desenfrenada carrera en pos de sí mismo, vio las pelusas de polvo sobre el parqué, y a Ruby junto a él… Las imágenes borrosas le arrancaban lágrimas que le quemaban los ojos.

—¿Qué me han hecho? —murmuró.

—No lo sé —contestó ella con voz neutra—. Pero te has meado encima.

Brian se contentó con respirar. Le escocían los ojos de manera atroz; le dolían los músculos, los huesos, su cuerpo entero no era ya sino un largo quejido, y la leona que vislumbraba entre las hierbas quemadas tenía la expresión de los días en que la caza era mala. Calibró el estado de su pantalón.

—Joder…

—Tú lo has dicho.

También su camisa estaba empapada.

Se acordó de Terreblanche, de las descargas eléctricas, de su cerebro reducido a un transformador, de sus pestañas chamuscadas, de las palabras que le salían solas de la boca, de las culebras que había escupido en medio del dolor… Una duda espantosa le atenazó la garganta: ¿había hablado? Chispas incandescentes repiqueteaban bajo sus párpados, apenas distinguía a Ruby, tendida en la cama, ni las sombras sobre la pared… Epkeen esbozó un movimiento para incorporarse pero le dolía todo el cuerpo.

—Ayúdame, por favor…

—¡¿Que te ayude a qué?! ¡Joder, antes ha venido un tipo, un loco que me ha pegado lenguas por toda la cara! ¡Lenguas humanas! ¡Hostia! ¿No ves que estos tíos están locos? ¡¿No ves que nos van a matar?!

Ruby estaba al borde de un ataque de nervios.

—Ya lo habrían hecho —replicó Brian.

—Si alguien me hubiera dicho que moriríamos juntos… —rezongó ella.

—Ayúdame a levantarme en lugar de pensar en tonterías.

Ruby lo agarró de un brazo:

—¿Qué piensas hacer?

—Ayúdame, te digo.

Las lágrimas de Epkeen caían solas sobre el parqué. Al ponerse en pie, se sintió como un faro en medio del mar, pero veía mejor las formas: las persianas bajadas, la ventana sin picaporte, el secreter, la silla coja de madera, y a Ruby, con las mandíbulas apretadas para no gritar… Era una tipa dura, no flaquearía. Pegó la cara a las láminas de la persiana bajada: se distinguían los frutales del jardín y las viñas que se extendían por las laderas grises de Table Mountain… Aunque lograran escapar, no llegarían muy lejos, maltrechos como estaban.

—Tenemos que largarnos de aquí —dijo.

—Vale.

Brian evaluó la situación: no era como para tirar cohetes.

—Si Terreblanche no nos ha liquidado todavía es porque piensa utilizarnos.

—¿De qué, de rehenes? No vales nada en el mercado, Brian. Y yo menos todavía.

No se equivocaba. Señaló sus manos, aprisionadas bajo la cinta adhesiva:

—Tú que tienes buenos colmillos, intenta morder esto.

—Ya lo he intentado, listo. Mientras estabas fuera de combate. Pero está demasiado dura —le aseguró.

—Pero entonces yo no ejercía ninguna presión a la vez: vuelve a intentarlo.

Ruby resopló, se arrodilló a su espalda y buscó una grieta en la cinta.

—¡Venga, muerde!

—Es lo que estoy haciendo —gruñó ella.

Pero la cinta era dura y estaba demasiado apretada.

—No lo consigo —dijo, tirando la toalla.

Los pájaros piaban en el jardín. Por más que pensaba, Epkeen sólo veía una solución: un truco de prisionero político… La sola idea, dado su estado, le arrancaba suspiros próximos a la agonía.

—¿A qué distancia de aquí está la casa más cercana? —preguntó.

—A un kilómetro más o menos. ¿Por qué?

—No tenemos elección, Ruby… No veo que nadie vigile el jardín: con un poco de suerte, podrás llegar a las viñas antes de que nos alcancen. Corre a refugiarte sin mirar atrás y ve a casa de los vecinos a llamar a la policía.

—¿Ah, sí? —Ruby fingió sorpresa—. ¿Y cómo me transporto hasta tus viñas? ¿En sueños?

—La ventana no tiene más que un simple cristal —dijo Brian en voz muy baja—: Si consigo romperlo, tendrás alguna oportunidad de escapar. En diez segundos llegas a las viñas. Para cuando los tipos se den cuenta y reaccionen, ya estarás lejos.

Ruby frunció el ceño.

—¿Y tú?

—Yo te sigo.

—¿Y si hay alguien vigilando fuera?

—En el peor de los casos, te mata.

—¿Y ése es tu plan?

—Al menos te hará ganar tiempo.

Ruby negó con la cabeza, su sonrisa de doble cara no la convencía demasiado.

—Olvidas una cosa, Brian: ¿cómo vamos a romper el cristal?

—Tengo la cabeza dura —dijo él.

Ruby hizo una mueca que torció su hermoso rostro.

—Romper el cristal a cabezazos: vaya birria de plan.

—Ya, pero mola.

Ruby se lo quedó mirando como si estuviera completamente loco:

—Sigues igual de chalado.

—Vamos —se impacientó él—, no perdamos tiempo.

Arrimó la silla del secreter bajo la ventana:

—Así podrás saltar más fácilmente… ¿Estás preparada?

Ruby hizo un signo afirmativo con la cabeza, concentrada en su objetivo. Sus miradas se cruzaron un instante: miedo, ternura y recuerdos mezclados. La besó en la boca sin que a ella se le ocurriera morderlo, retrocedió hasta la puerta y evaluó la trayectoria ideal. Ruby se mordía los labios, preparada para salir corriendo. Por fin, Brian apartó todo pensamiento de su mente y se lanzó de cabeza contra la ventana.

Según sus cálculos, tenía una probabilidad entre dos de no contarlo: su cráneo impactó contra el cristal, que se rompió. Ruby ahogó un grito. La cabeza de Brian quedó atrapada entre las láminas de la persiana, lo que impidió que saliera por la ventana: se quedó un segundo atascado antes de desplomarse entre los trozos de cristal.

La luz del jardín deslumbró a Ruby. El cristal de la habitación estaba roto en parte, y los árboles, a tan sólo unos metros de distancia. Se precipitó, olvidando las hojas de cristal que estriaban el cielo, se subió a la silla y franqueó la ventana con los ojos cerrados. De un salto, estaba fuera. Sus piernas se tambalearon sobre la tierra agrietada, sentía gotear sangre tibia sobre sus párpados, pero ya no pensó más que en correr. Se abrió camino entre los árboles, evitando las ramas bajas. Sólo quedaban diez metros hasta las viñas.

—¡No la matéis! —gritó una voz a su derecha.

Ruby alcanzó los primeros cultivos. Dobló la espalda y corrió veinte metros en línea recta antes de torcer bruscamente a la izquierda. Los arbustos le arañaban la piel, las manos atadas a la espalda frenaban su loca carrera, pero recorrió, jadeante, otra hilera entera de vides antes de atajar hacia el norte. Alrededor de un kilómetro hasta alcanzar la casa de los vecinos. Ruby corría a través de las viñas cuando un golpe detuvo su trayectoria. Cayó de bruces contra el suelo. Un peso enorme se abatió de inmediato sobre ella. De sus labios escapó un grito de dolor: con la rodilla clavada en sus riñones, el hombre la sujetaba con fuerza. Acudieron de la casa, unas sombras surgían entre las viñas…

—¿Dónde te creías que ibas, putita? —gruñó Terreblanche.

Ruby tenía la boca llena de tierra. El plan de Brian era un desastre. Y, decididamente, la vida no albergaba ninguna sorpresa para ella.

* * *

Epkeen esperaba apoyado en la pared de la habitación, grogui. El impacto no lo había matado, pero lo había dejado inconsciente. Un milagro: los guardias lo habían encontrado tirado en el suelo, entre los fragmentos de cristal y de persiana arrancada. Ocupados en perseguir a la chica que escapaba por la ventana, lo dejaron ahí con sus heridas abiertas y organizaron la batida. Ruby no llegaría muy lejos, Brian lo sabía.

De hecho, ahí volvía, con un buen corte en la frente. Su bonito vestido estaba hecho jirones, tenía arañazos en los brazos y la cara y los hombros llenos de sangre. Terreblanche la tiró sobre la cama, como un juguete que a nadie le interesa ya.

—Átales los tobillos —le ordenó a Debeer—. Y barre esos cristales: no se vayan a cortar, pobrecitos…

Humor de militar. Ruby lanzó una mirada desamparada a Brian, que tenía parte del cuero cabelludo arrancado. Debeer empezó por él.

—Ya los desatarás cuando estén muertos —dijo el jefe.

Era la segunda parte de su plan: la primera descansaba en mitad del salón, con la bala del poli en la nuca. Terreblanche había previsto eliminar a Van der Verskuizen y a su chica antes de llegar al aeródromo —parecería un robo con un desenlace fatal—, pero los últimos acontecimientos habían modificado sus planes.

—Ponles una primera inyección de cuatro centímetros cúbicos: deja que actúe el producto antes de pasar a la segunda… Estarán inconscientes y no opondrán ninguna resistencia.

Debeer asintió mientras su jefe borraba sus huellas del arma del policía.

—Después, matarás a la chica con esta arma —dijo, dejando el revólver sobre el secreter. No te olvides de los guantes, ni de dejar las huellas del poli en la pipa. Tiene que parecer un asesinato en un arrebato de locura, seguido de una sobredosis, ¿entendido?

—Afirmativo.

Debeer era el encargado de los trabajos sucios. No le gustaba especialmente, pero bastaba con no pensar en ello. El jefe dejó un maletín de cuero en el suelo: dentro había un torniquete, jeringuillas, droga, el mango de una azada…

—Viola a la chica antes de matarla —precisó—. Es importante para la autopsia… Luego te reúnes conmigo como hemos convenido.

Ruby se acurrucó en la cama, con los ojos fuera de las órbitas.

—Nadie creerá que se trate de un asesinato —dijo Epkeen desde la pared—: Todo el mundo sabe que nos queremos con locura.

—¡Sí! —aseguró Ruby.

Terreblanche no se dignó siquiera mirarlos:

—Ejecuta el plan.

La primera inyección fue como un trueno en un cielo ya negro. Epkeen sintió subir el calor hasta sus mejillas, propagarse en un espasmo a todos sus músculos y correr por sus dedos. La sensación de fuego era intensa, aunque más sutil que con las corrientes eléctricas de antes: pasó del dolor a la insensibilidad, se quedó a medio camino entre la indiferencia y la dinamita, evitando por poco la implosión. Por fin, una vez encajado el primer golpe, llegó el milagro: la colada de lava que arrastraba sus venas, los fragmentos de cristal clavados en su cabeza, en sus riñones, ya no sentía nada. La Tierra pulverizada bajo sus pies, el olor a piel y el fuego del incendio lo arrasaban todo desde el suelo hasta el techo. Un largo desgarro lo tumbó, como una llanura bajo la luna.

—¡No me toques!

La voz surgió de ninguna parte. Brian abrió unos ojos hinchados.

—¡No me toques, joder! —repitió la voz.

Epkeen se estremeció: Ruby estaba ahí, muy cerca de él. Sentía su aliento en la boca.

—¡Pero… si no te estoy tocando! —protestó.

Miró a su alrededor y no vio más que una pesadilla: por Dios santo, sí, sí que la estaba tocando… Sin embargo no era él: esas manos, esos dedos… Ruby estaba ahí, a escasos centímetros. La sangre manaba de sus heridas, formaba manchas en su rostro, y él estaba tendido sobre ella, en otra parte… El deseo había huido del amor, desaparecido del infinito: vio sin creerlo cosas que no existían, Ruby tendida debajo de él con las piernas abiertas, los ojos le daban vueltas por efecto de la droga, las convulsiones, los dibujos de la colcha con estampado de piel de cebra, y siempre ese aliento femenino, en su cuello… Lo recordó todo de golpe: el sótano, su intento de escapar y la primera inyección.

Epkeen rodó sobre la cama y se dejó caer sobre el parqué de la habitación.

Los guardias habían acudido nada más romper el cristal, pero le había dado tiempo a meter uno de los pedazos debajo de la cama: buscó en las esquinas pero sólo vio oscuridad entre las estrellas. Por fin distinguió un tenue resplandor junto al rodapié. El trozo de cristal… Se dio la vuelta en el suelo y, con la punta del pie, lo acercó hasta él.

Unos pasos pesados se acercaban por el corredor. La llave giró en la cerradura. Epkeen se contorsionó y cerró los ojos en el momento en que la puerta se abría.

Debeer entró en la habitación. Llevaban media hora inconscientes. Avanzó hacia la cama y depositó el maletín junto a la chica. El poli también estaba letárgico, tendido en el suelo… El gordo se puso un par de guantes de látex y preparó sus utensilios; cuanto antes terminara ahí, antes podría irse al aeródromo. Empezó por arrancar lo que quedaba del vestido, reventó la goma del tanga y lo arrojó por los aires. Hecho esto, cubrió con un condón el extremo del mango de la azada y le abrió las piernas a la chica. Bastaba no pensar en ello.

—Enséñame el culo, putita…

Desde el suelo, Epkeen veía al afrikáner en la cama, de espaldas a él. Ruby ya no reaccionaba. Trató de cortar sus ataduras, pero la droga lo había dejado rígido, tenía los dedos entumecidos, casi insensible, quién sabe si no se estaría cortando las venas… Un tanga roto aterrizó sobre el parqué. Brian sentía calambres a fuerza de lacerar la cinta adhesiva, tenía mil pequeños cortes en los dedos, pero no conseguía nada. Debeer rumiaba insultos en afrikaans cuando, de pronto, sus manos se liberaron. Epkeen vaciló un segundo y se dio cuenta de que apenas podía moverse. Su cerebro enviaba órdenes que no producían ningún efecto. Vio a Ruby en la cama, la pierna que Debeer se había echado sobre el hombro para maniobrar mejor. La sensación de pesadez que lo mantenía clavado en el suelo desapareció durante una fracción de segundo: se lanzó sobre el gordo, echando espuma por la boca, de amor y de rabia. Una química mortal: el trozo de cristal se hundió en la garganta de Debeer, seccionándole la carótida.