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Janet Helms se comunicaba con los hackers a través de líneas seguras que compartían cuyas contraseñas de acceso cambiaban todos los meses y nunca en fechas fijas. Una manera como otra cualquiera de compensar su soledad y de perfeccionar su dominio del pirateo: ¡¿o qué se creían los de los servicios de inteligencia, que se había hecho hacker pagándose cursillos intensivos en institutos high-tech a doscientos rands la hora?!

Chester Murphy vivía en Woodstock, a dos manzanas del apartamento que Janet tenía alquilado. Chester huía de la luz del sol, era un verdadero vampiro y, como ella, se alimentaba principalmente de comida basura y de informática. Janet pasaba la noche en su casa, a razón de una o dos veces por semana, en función de las actividades del club. Chester no era guapo, con esa cara mofletuda y esa nariz de tapir, pero Janet lo apreciaba; nunca le había tirado los tejos.

Chester había creado una red de hackers, compuesta por doce miembros de identidad secreta que se lanzaban desafíos individuales o colectivos: ser el primero en introducirse en el disco duro de una institución determinada o de una empresa sospechosa de malversación de fondos, aliarse para piratear un sistema radar del ejército. La red que había creado era, hasta el momento, indetectable, autónoma y de una eficacia demostrada.

Chester no había hecho preguntas al ver aparecer en su casa a Janet hacia las diez de la noche: estaba en plena acción en el ordenador de su dormitorio… Janet se instaló ante la pantalla del salón, con sus latas de refresco, sus cuadernos y sus caramelos de menta. Se había hecho con sus valiosas contraseñas en el despacho de la comisaría y se sentía preparada y con ganas para piratear a medio universo. Tras varias horas dedicadas a tantear las defensas del enemigo, la agente logró por fin introducirse en algunos ficheros clasificados del ejército. Muchos se remontaban a los tiempos del apartheid. El organigrama de Project Coast lo consiguió hacia las cinco de la mañana; doscientos nombres en total, que le envió por fax a Epkeen, que se había marchado de excursión nocturna a Hout Bay… Éste no tardó en contestarle, por sms: «Rossow».

Ya despuntaba el alba cuando Chester le dijo que se iba a la cama; Janet apenas lo oyó subir la escalera. Siguió con sus pesquisas y dio con cierta información interesante. Al contrario que Joost Terreblanche, Charles Rossow sí figuraba en varios epígrafes que se podían consultar en Internet y no ocultaba ninguna de sus actividades como químico: había trabajado para varios laboratorios destacados, al principio sólo nacionales, pero después también internacionales. No se mencionaba su colaboración con Basson, pues la página sólo hablaba de sus éxitos. Charles Rossow tenía actualmente cincuenta y ocho años y era investigador en biología molecular en Covence, un organismo especializado en la elaboración de ensayos clínicos en el extranjero financiados por grandes laboratorios farmacéuticos. Además, Rossow había firmado varios artículos en prestigiosas revistas y había centrado sus estudios en la secuencia del genoma, «un avance importantísimo para el conocimiento molecular del cuerpo humano».

Janet profundizó en el tema y comparó la información recabada.

Todavía no se conocía ni la composición de la mayoría de los genes, ni el lugar y el momento en que se expresaban en forma de proteína, pero el genoma era una caja de herramientas de suma utilidad: la etapa siguiente consistía en descubrir la totalidad de los genes, su localización, su comprensión y su significación, así como, sobre todo, el análisis de sus mecanismos de control. Gracias a la biología molecular, el conocimiento preciso del genoma humano y de los genomas de los agentes infecciosos y parasitarios conduciría de manera gradual a la descripción de todos los mecanismos de la vida y sus perturbaciones. A partir de lo cual sería ya posible actuar de manera específica para corregir las anomalías, curar o erradicar las enfermedades, o incluso, actuar en la prevención de las mismas: todo ello representaba un avance importantísimo en lo que a la condición humana y al porvenir de la humanidad entera se refería… Rossow proseguía, citando a Fichte, que si bien todos los animales estaban terminados, el hombre por el contrario estaba apenas esbozado: «El hombre aún no es, sino que será». Se trataba de un camino infinito hacia la perfección, o así dejaban presagiar los descubrimientos recientes: la fuerza de la investigación actual residía, en efecto, en su capacidad de modificar la naturaleza humana en sí. Se desmarcaría de la medicina tradicional por su aptitud para actuar sobre el propio genotipo del hombre, afectando no sólo a un individuo en concreto, sino a toda su descendencia. La biotecnología podría entonces llevar a cabo lo que un siglo de ideología no había podido realizar: un nuevo género humano. Crear individuos menos violentos, liberados de sus tendencias criminales; se podría así refabricar hombres, como un producto mal diseñado que se devuelve a la fábrica, en tanto en cuanto la biotecnología permitiría modificar sus taras, su naturaleza misma…

Con los ojos doloridos detrás de su pantalla de ordenador, Janet Helms empezaba a comprender lo que se tramaba: Rossow era el padre de la célula desconocida encontrada en la droga.

Las instancias políticas habían cometido un grave error al permitir que fueran los industriales quienes financiaran la investigación clínica. Cuando una empresa farmacéutica solicitaba la adjudicación de una autorización de comercialización, sólo ella podía proporcionar los elementos de evaluación del producto que se quería lanzar al mercado; así, era cada vez más frecuente la comercialización de medicamentos falsamente innovadores y muy costosos. Dicha empresa conservaba asimismo los derechos exclusivos, o lo que es lo mismo, ello abría la puerta a que ahora todo se redujera a una cuestión de conseguir patentes para todos y cada uno de los aspectos de la vida… Rossow y sus comanditarios se habían infiltrado en esa brecha abierta.

Janet dio con una dirección en Johannesburgo, en un barrio elegante de las afueras, estrechamente vigilado, pero no encontró nada en la provincia del Cabo. Orientó sus pesquisas hacia Covence, el organismo especializado en ensayos clínicos que había contratado a Rossow. Tenía actividades en la India, Tailandia, México, Sudáfrica…

—Hombre, esto quería yo encontrar —dijo bajito.

Las siete y cuarto. Janet Helms pasó un momento por su casa para darse una ducha antes de acudir a la cita en el puerto comercial.

El Waterfront estaba casi desierto a esa hora. Los comerciantes empezaban a abrir sus tiendas y colocaban los expositores con la mercancía en venta. La mestiza fue la primera en llegar al bar donde se habían citado. Tenía cinco minutos antes de que aparecieran los demás y un hambre de lobo. Se acomodó en la terraza y dejó a su lado sobre la mesa el cuaderno donde había apuntado la información que había ido recopilando durante la noche. Que no quedara ningún rastro informático, les había pedido Neuman…

El aire era fresco, y el camarero, indiferente a su presencia. Janet le hizo una señal y pidió un té con leche y galletas.

Estaba excitada pese a su noche en vela. Aparte de vengar a su amor perdido, ése era el caso de su vida. Una operación que, si resultaba un éxito, la catapultaría al equipo del capitán. Ascendería y trataría directamente con Neuman. Se volvería indispensable. Todo tendría que pasar por ella. Como con Fletcher. Neuman ya no podría trabajar sin ella. Terminaría por apartar a su actual brazo derecho, Epkeen, que no era en absoluto bien visto por el superintendente. El tiempo jugaba a su favor. Su capacidad de trabajo era inigualable. Janet sustituiría a Dan en el equipo de Neuman…

Consultó de nuevo su reloj —las ocho y once minutos…—. La brisa azotaba las drizas de los veleros, las lanchas de las compañías marítimas brillaban bajo el sol antes de la llegada de los turistas, el Waterfront despertaba despacio. El camarero pasó delante de ella, todo sonrisas, alertado por la joven rubia que acababa de instalarse en la mesa de al lado.

La luz se elevó por encima de la montaña frondosa. Las ocho y media. Janet Helms esperaba en la terraza del café donde se habían citado, pero nadie acudía.

Nunca acudió nadie.

* * *

El talón de una bota militar que le partía la espalda: ése fue su último recuerdo. Epkeen perdió el conocimiento. La realidad volvió poco a poco, hija del alba, y se coló entre las láminas de la persiana bajada: los ojos de Ruby, justo encima de él, bailaban en la atmósfera postboreal.

—Empezaba a creer que estabas muerto —le dijo bajito.

Y así era. Sólo que no se veía. Sus pupilas se estabilizaron por fin. El mundo seguía ahí, seminocturno, doloroso; una descarga eléctrica en la espalda, que le taladró la columna vertebral. Apenas era capaz de moverse. No sabía si podría volver a caminar. Pensaba a retazos, fragmentos de ideas que, incluso ordenadas, no tenían mucho sentido. Su espalda había sufrido, pero su cabeza también. Cayó en la cuenta de que estaba tendido en el parqué de una habitación oscura cuyo único horizonte eran los grandes ojos color esmeralda de Ruby…

—¿Qué me ha pasado en la cabeza? —dijo.

—Te han golpeado.

—Ah…

Se sentía como un ahogado que hubiera subido a la superficie. Les habían atado las manos a la espalda con cinta adhesiva. Se giró sobre un costado para aliviar el dolor de sus riñones. De la cabeza ya se ocuparía más tarde.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En la casa.

Las persianas estaban bajadas, y el picaporte de la ventana, desmontado. Brian recuperó las estrellas desperdigadas a su alrededor:

—¿Llevo mucho tiempo inconsciente?

—Media hora —contestó Ruby, sentándose en la cama—. Joder, ¿quiénes son estos tipos?

—Los amiguitos de Rick… Trabajó en un proyecto ultrasecreto con un exmilitar, Terreblanche. El viejo del pelo al uno que me pegó.

Ruby no dijo nada, pero tenía tanta rabia que sentía ganas de vomitar. El cerdo de Brian tenía razón. El mundo estaba lleno de cerdos: el mundo estaba lleno de tipos como Rick Van der Verskuizen, que le contaba cuentos sobándole el culo y que, al final, la dejaría tirada por su amiguito maricón, el de las botas militares.

Brian quiso incorporarse pero renunció.

—¿Sabes dónde está David? —preguntó.

—En Port Elizabeth, se ha ido a celebrar su diploma con Marjorie y sus amigos —contestó su madre—. No te preocupes por él, no volverá hasta la semana que viene…

Se oyó un ruido de pasos en el corredor. Callaron, a la expectativa. La puerta se abrió de par en par. Epkeen vio un par de botas militares sobre el parqué encerado, seguidas del cuerpo atlético de Joost Terreblanche por encima de él: una guerrera militar y unos ojos de rata que lo miraban fijamente.

—¿Qué, poli de mierda, nos vamos despertando?

La voz cuadraba con los clavos de sus botas.

—Estaba mejor dormido.

—Vaya, así que eres un listillo… ¿Quién sabe que estás aquí?

—Nadie —contestó Epkeen.

—¿Después de escapar de un tiroteo? ¡¿Te crees que soy gilipollas o qué?!

—Hijo de puta sería la palabra…

Terreblanche le aplastó la cabeza bajo su bota con suela de clavos y apretó con todo su peso. No era muy alto pero sí muy denso.

—¿Qué has hecho al salir de tu casa? —gruñó.

—Venir aquí —contestó Brian, con la boca torcida por la botaza.

—¿Por qué no has ido directamente con tus amiguitos polis?

—Para alejar a Ruby… Podrían tratar de utilizarla… para hacerme chantaje.

—¿Sospechabas del dentista?

—Sí…

Apretó aún más la bota contra su cabeza:

—¿Y de camino hasta aquí no has avisado a nadie?

—No llevaba el móvil —articuló—. Los otros me perseguían…

Debeer había encontrado el fax con la lista de nombres de Project Coast y había recuperado las muestras y el disco duro robado en Hout Bay. Pero el cabrón del poli había tenido tiempo de consultarlo… Terreblanche apartó la bota, que había dejado marcas en la mejilla de su prisionero: lo que contaba parecía cuadrar con lo que le había dicho Debeer.

Se sacó un objeto de la guerrera:

—Mira lo que te hemos encontrado en el bolsillo…

El afrikáner levantó la cabeza y vio la memoria USB. La suela de clavos le reventó la tripa. Por mucho que Epkeen se esperara el golpe no pudo evitar retorcerse de dolor sobre el parqué.

—¡Déjelo! —gritó Ruby desde la cama.

Terreblanche no se dignó siquiera mirarla:

—Tú, putita, más te vale cerrar el pico si no quieres que te meta el mango de una azada por el culo. ¿A quién le has enseñado el contenido del disco duro?

Epkeen boqueaba como un pez fuera del agua.

—A nadie…

—¿Seguro?

—No…

—No, ¿qué?

—… me dio tiempo.

Terreblanche se arrodilló y agarró al policía por el cuello de la camisa:

—¿Has mandado una copia a la central?

—No…

—¿Por qué?

Epkeen seguía boqueando, sin poder respirar.

—Las líneas… las líneas no eran seguras… Habían desaparecido demasiados nombres de los ficheros…

Terreblanche vaciló: sus hombres habían destruido el ordenador a tiros al atacar la casa de Epkeen, ya no tenían forma de saber lo que había podido hacer con los documentos.

—¿Le has enviado una copia del disco duro a alguien más? ¿Eh? —Terreblanche se impacientó—. ¡Habla o me la cargo!

Desenfundó su arma y apuntó a la cabeza de Ruby. Ésta se refugió contra la pared de la cama, asustada.

—Eso no cambiará nada —dijo Epkeen, con un hilo de voz—. Estaba examinando los documentos cuando sus hombres se lanzaron sobre mí…

La mano que sujetaba el arma estaba cubierta de manchas oscuras: al otro lado del cañón, Ruby temblaba como una hoja.

—Así que nadie conoce la existencia de esos ficheros…

Brian negó con la cabeza. Ese cabronazo le recordaba a su padre.

—No —dijo—. Sólo yo…

El silencio golpeaba contra las paredes de la habitación. Terreblanche bajó el arma y consultó su Rolex.

—Bueno… Eso ya lo veremos…

El sótano era una habitación lúgubre y fría que olía a barrica de vino. Epkeen trataba de aflojar sus ligaduras, sin mucha esperanza. Lo habían atado a una silla, con las manos a la espalda, y no veía más que un punto negro pues mantenían una luz intensa dirigida sobre su rostro.

Un hombre corpulento preparaba algo en la mesa vecina: le pareció distinguir a Debeer, y una máquina de aspecto poco alentador…

—Veo que no han perdido las buenas costumbres —les dijo a los militares.

Terreblanche no contestó. Ya había torturado antes a gente. Negros, en su mayoría. Algunos no pertenecían siquiera al ANC ni a al UDF Unos desgraciados, por lo general, que se habían dejado manipular por los agitadores comunistas. Thatcher y los demás los habían dejado tirados tras la caída del Muro, pero su odio por los comunistas, los cafres, los liberales y toda la escoria que estaba hoy en el poder no había menguado un ápice…

—Más te valdría ahorrar saliva —dijo, supervisando el montaje.

El jefe consultó su reloj. Les quedaba aún un poco de tiempo antes de salir para el aeródromo. La casa de VDV estaba aislada, nadie vendría a molestarlos. Al regresar a Hout Bay para recoger el material habían encontrado a los empleados y al vigilante sin conocimiento: alguien había entrado en la agencia y robado el disco duro. La pista del poli curioso era la acertada, pero el imbécil se les había escapado. Por suerte, Debeer había visto el fax que acababa de recibir, el organigrama de Project Coast y el nombre de DVD al final de la lista: seguramente el poli habría atado cabos…

Epkeen sólo tenía una idea en la cabeza: ganar tiempo.

—Fue usted quien se inventó toda esa historia del zulú —dijo—, ¿verdad?… Mantuvo a Gulethu con vida para que su ADN lo inculpara de la muerte de Kate y todo el mundo creyera que se trataba de un asesinato por motivos racistas. Gulethu vendía la droga a los niños de la calle de Cape Flats, pero quiso jugársela pasándoles algunas dosis a los jóvenes blancos de la costa. Él y su banda vigilaban la casa mientras Rossow elaboraba sus mejunjes… ¿Experimentos como los que hacían con el doctor Basson?

Terreblanche, con sus gruesos antebrazos peludos cruzados sobre el pecho, prestó atención.

—¿Qué era la casa de Muizenberg?, ¿una unidad móvil de investigación, escamoteable gracias al Pinzgauer? Sabían que iríamos a meter las narices por la zona, así que se le ocurrió toda esa historia de campamento en la playa, plagadito de tsotsis… ¿Sobre quién probaban su producto milagro, sobre los niños de la calle?

Impasible, Terreblanche miraba a Debeer manejar su material.

—¿No se les ocurrió probarlo con disminuidos psíquicos? —siguió diciendo Epkeen—. Se van menos de la lengua que los niños huérfanos y, entre nosotros, no sirven para nada…, ¿verdad?

Terreblanche se lo quedó mirando, con una mueca en la cara. El poli parecía haberse recuperado un poco… La máquina ya estaba casi preparada.

—Los blancos no iban a comprar droga en los townships, por eso subcontrataron a las bandas organizadas. Pero, mala suerte, Gulethu era un tarado de primera categoría… Fue él quien mató a Nicole Wiese, ¿eh?… Quiso cargarle el muerto a Ramphele sin saber lo que había en la droga: un producto milagro mezclado con el tik para probarlo sobre cobayas, y una cepa de sida para callarles la boca. Unas pocas semanas, ésa es la esperanza de vida, ¿no?

Debeer indicó con un gesto que todo estaba listo.

—Ahora las preguntas las hago yo —dijo Terreblanche, acercándose a la silla donde estaba atado Epkeen.

Le pasó la punta de su fusta por debajo de los ojos, una y otra vez, sin cansarse.

—Te lo pregunto por última vez: ¿quién conoce la existencia de los ficheros que robaste?

—Ya le he dicho que nadie. Tenemos demasiados escapes en nuestras redes informáticas.

—¿Qué hiciste después de abandonar Hout Bay? Epkeen trató de alejar la tira de cuero que rozaba sus párpados.

—Volví a mi casa para descifrar el contenido del disco duro: sus matones aparecieron justo cuando estaba intentando comprender el significado.

—Pudiste darle una copia a tu jefe perfectamente —le rebatió el exmilitar.

—No tengo jefe.

—¿Neuman tiene una copia? —rugió Terreblanche.

—No.

—¿Por qué?

—No tuve tiempo de dársela.

La fusta le acarició la nariz:

—¿Por qué no la enviaste?

—Todavía estaba descifrando el contenido del disco duro —replicó Epkeen—. ¿Es que se lo tengo que decir en afrikaans?

—Mientes.

—Ya me gustaría a mí.

—Enviar la información por e-mail sólo habría llevado dos minutos. ¿Por qué no lo hiciste?

—Nuestras líneas no son seguras.

—Eso no impidió que recibieras un fax.

—Si hubiera mandado una copia a la central, no me habría llevado conmigo la memoria USB.

—¿Existe otra copia?

—No.

Atado a la silla, Epkeen estaba empezando a sudar. Terreblanche dejó caer su fusta. Sus ojos húmedos se cubrieron con un velo: le hizo una seña a Debeer, que acababa de conectar los electrodos a la máquina que había sobre la mesa. El grueso afrikáner se sorbió la nariz subiéndose el cinturón del pantalón y luego se colocó a la espalda del prisionero. Lo agarró del pelo y le sujetó con fuerza la cabeza hacia atrás. Brian trató de soltarse, pero el poli de Hout Bay tenía mucha fuerza: Terreblanche le enganchó una pincita en el párpado inferior, y la otra en el otro párpado…

Los ojos de Epkeen ya estaban húmedos de lágrimas. Las pinzas le mordían la carne de los párpados como si fueran tenazas de metal; ya era bastante doloroso de por sí, pero eso no era nada comparado con lo que sintió cuando enchufaron la corriente.