El viento nocturno, que se colaba por la ventanilla del coche, cubría el sonido distorsionado de los Cops Shoot Cops, que sonaban por la radio. Eran las dos de la madrugada en la M63: Epkeen conducía deprisa, en dirección a la costa sur de la península, con el material tirado de cualquier manera sobre el asiento del coche. Según la información que Janet Helms había pirateado, la agencia de seguridad estaba vigilada por una cámara, situada en el exterior del edificio, que barría la entrada y buena parte del patio, pero no el hangar. Un vigilante armado, vestido con un uniforme con los colores de ATD, patrullaba fuera y se comunicaba por radio con su compañero de televigilancia. Una telefonista recibía las llamadas y estaba encargada de ponerse en contacto con los equipos del turno de noche que hacían su ruta por el sector.
Epkeen aminoró la velocidad en las inmediaciones de Hout Bay. La pequeña ciudad estaba vacía a esa hora. Pasó por delante de los restaurantes del puerto y del aparcamiento desierto, y dejó el Mercedes al final del muelle. El grito de una gaviota resonó desde el mar. Cogió el material del asiento del coche. Hacía años que no realizaba ese tipo de operación… Brian respiró hondo para librarse de los nervios, que le subían por las piernas. No vio un alma junto a los pontones. Se puso un pasamontañas negro, comprobó su arnés y se adentró a pie en la noche.
Los almacenes de la pesquería estaban cerrados a cal y canto, y las redes, recogidas. Se metió entre los palés y aguardó al amparo de las sombras de los hangares. El edificio de la agencia se recortaba sobre las nubes grises. Ya sólo se oía el sonido de las olas que lamían la quilla de los barcos y del viento golpeando contra las estructuras. Pronto apareció un haz de luz por el ala este de la antigua mansión aristocrática: el vigilante, con su gorra calada hasta las cejas. No tenía perro, pero sí pistola y porra, ambas colgaban de su cinturón de cuero… Brian calculó el ritmo de su ronda: tenía exactamente tres minutos y dieciséis segundos antes de que su alter ego se inquietara ante su pantalla de control… Dejó que el vigilante doblara la esquina y, rodeando el ojo de la cámara, corrió hacia el garaje.
Pasaron tres nubes bajo la luna intermitente. Brian empezaba a sudar bajo el pasamontañas, que apestaba a antipolillas. El vigilante reapareció por fin, tras doblar la esquina de la casa. Epkeen apretó con fuerza su porra, con la espalda apoyada contra el hangar. El haz de su linterna pasó delante de él… El hombre apenas esbozó un gesto: la porra lo golpeó en la nuca, a la altura de la médula espinal. Epkeen lo sujetó antes de que chocara contra el suelo y arrastró el cuerpo hasta dejarlo fuera de la vista. El vigilante, un blanco de pelo muy corto, parecía dormido. Empapó en cloroformo el algodón que tenía en el bolsillo y se lo apretó contra la nariz; eso bastaría para dejarlo fuera de combate varias horas… Dos minutos cuarenta: evitando la cámara que barría el patio, corrió hacia el ala sur de la agencia.
Unos barrotes de hierro impedían la entrada a la planta baja, pero las ventanas del primer piso no estaban protegidas. Se ajustó las correas de su pequeña mochila y, trepando por el canalón, subió hasta el balcón. Sacó el sacaclavos y lo encajó en el marco de la ventana, que cedió con un tremendo crujido. Epkeen hizo una mueca y se coló en el interior de la casa.
La habitación de la primera planta parecía un trastero: dos maletas cerradas con candado apoyadas en la pared, otras cajas apiladas… No se oía un solo ruido: Epkeen abrió la puerta con cuidado. Daba a un pasillo y a una fuente de luz que procedía de la planta baja… Un minuto: avanzó sin ruido hasta la escalera, olvidándose del segundero. Se oían voces abajo, un hombre y una mujer que reían en la cabina de televigilancia… Bajó las escaleras, con la porra en la mano.
—¿Y te sabes el de la rubia que ve un barco en el desierto?
—¡No!
—Pues mira, esto es una rubia y una morena que van en coche y de repente ven un barco en pleno desierto; entonces la morena le dice a la rubia…
El vigilante estaba sentado en una silla giratoria, de espaldas a la puerta. Junto a las pantallas de control, la telefonista se bebía sus palabras, con una sonrisa pintada en la cara. Entonces abrió unos ojos como platos, con una expresión de pánico, y gritó, llevándose las manos a la boca, pero demasiado tarde: la porra se abatió sobre la cabeza de su compañero. El vigilante giró sobre su silla y se desplomó a sus pies, unos piececitos rechonchos embutidos en unos mocasines con borlas que no se atrevían a moverse.
—No… —Quiso debatirse—. ¡¡¡No!!!
Dominando sin esfuerzo sus pobres aspavientos, Epkeen la sujetó del cuello y le apretó sobre el rostro el pañuelo impregnado en cloroformo. La telefonista se agitó un momento, antes de caer desmayada entre sus brazos, como una princesa. La tendió en el suelo, le administró su dosis de cloroformo al vigilante y se quitó por fin el pasamontañas maloliente, empapado en sudor. Estaba un poco mareado, pero no tenía tiempo que perder. Alertada por el silencio, no tardaría en acudir alguna patrulla…
El ordenador central estaba en un despacho de la planta baja. Janet Helms ya le había echado un vistazo. Epkeen rebuscó entre las carpetas colocadas en los estantes, vio hojas con cifras, informes, listas de clientes… Se necesitarían horas para espulgarlo todo. Desde el despacho vecino le llegó el timbre del teléfono, seguramente llamaban de la central de vigilancia. Subió al piso de arriba. Las cajas metálicas que había entrevisto antes estaban colocadas contra la pared, había también dos grandes maletas sin nombre ni destino… Sirviéndose del sacaclavos, Epkeen reventó el candado de una de ellas. En el interior había varias hileras de tubos cuidadosamente guardados, protegidos por paneles de goma espuma: centenares de muestras etiquetadas, con códigos incomprensibles. Sacó uno de ellos y examinó el líquido que contenía: sangre…
Se guardó la muestra en el bolsillo, lanzó una ojeada inútil hacia la ventana y forzó la cerradura de la otra maleta, que no tardó en ceder. Dentro había un disco duro, rodeado de polistireno. Epkeen lo dejó en el suelo y le quitó la estructura de metal. Unas bolsitas con polvo aparecieron bajo el haz de luz de su linterna, centenares de dosis en bolsitas individuales de plástico. La misma textura y el mismo color que la droga encontrada en la casa prefabricada… Entonces le pareció oír el ruido de un coche en el patio. En ese mismo momento volvió a sonar el teléfono en la planta baja.
Muy nervioso, Brian consultó su reloj: ya había pasado el cuarto de hora que se había dado. Volvió a ponerse el apestoso pasamontañas, metió el disco duro en su mochila, cogió dos bolsitas de droga y salió corriendo de allí.
* * *
1) Las personas que actualmente padecen deficiencias de neurotransmisores (NT) sufren numerosas enfermedades propias del hombre occidental: obesidad, depresión, ansiedad, insomnio, alteraciones de la menopausia, etcétera. Las personas depresivas sufren perturbaciones en distintas áreas del cerebro, responsables del humor y la regulación del apetito, el sueño, el deseo sexual y la memoria. Exceptuando la hipófisis, todas esas áreas forman parte del sistema límbico: en condiciones normales, reciben señales provenientes de las neuronas que secretan serotonina o noradrenalina. Una disminución de la actividad de los circuitos serotoninérgicos o noradrenérgicos podría favorecer la aparición de un estado depresivo. Según nuestros estudios, numerosas depresiones parecen ser el resultado de perturbaciones en los circuitos cerebrales que utilizan monoaminas como neuromediadores. Los antidepresivos más vendidos en Europa y en Estados Unidos, tales como el Prozac, funcionan aumentando artificialmente el nivel de serotonina en las sinapsis de las neuronas afectadas por esas enfermedades. Si se encontrara el gen que permitiera conseguir un índice suficiente y regulado de ese NT, podrían generarse «superhombres»: adiós a la obesidad, a la ansiedad, a la depresión y al insomnio. De la misma manera, uno podría someterse al estrés más terrible sin que la psique se viera afectada: el medicamento sería un éxito comercial sin precedentes, tendría un mercado de cientos de miles de personas.
2) Hemos centrado nuestras investigaciones en una enzima, la MAO. La enzima intracelular MAO (monoamina-oxidasa) modula la concentración sináptica y degrada las monoaminas (serotonina y noradrenalina). Su gen ha sido clonado, así como el resto de sustancias que permiten su regulación. Los fragmentos de ADN correspondientes a esta enzima se han introducido después con éxito en un AAV. Este vector viral ha sido probado con éxito en monos. Se ha utilizado la terapia genética in vivo que consiste en inyectar el vector portador del gen de interés terapéutico directamente en el torrente sanguíneo, para alcanzar específicamente las células requeridas.
Dado que los efectos secundarios de este tipo de sustancias sólo pueden analizarse en cobayas humanos, hemos preparado y testado este ADN recombinado en determinadas personas.
Tras largos titubeos debidos a la hipertensión y sobre todo a reacciones suicidas o de máxima violencia, actualmente podemos afirmar que dichas pruebas han dado resultados positivos.
3) Por otro lado, hemos seleccionado una cepa de VIH-1-4 antes de proceder a la obtención de virus mutados en el gen de la gp41. Esta glucoproteína posee el péptido que corresponde a un ámbito responsable de la interacción con la caveolina, proteína de la membrana celular que, asociada a otros constituyentes de la membrana, está implicada en la internalización de elementos externos, como virus (por ejemplo). Este ámbito de gp41, llamado CBD1, desempeña una función importante en la infección de células por el VIH. La mutación, al contrario que las investigaciones llevadas a cabo por nuestros colegas, permite una penetración más importante y eficaz en los T4. El virus es, pues, capaz de infectar y de destruir a un 80% de los T4 en pocas semanas. Las personas infectadas por este «súper virus» mueren de enfermedades oportunistas antes incluso de que se las diagnostique como seropositivas.
El virus ha podido introducirse con éxito en el 100% de los sujetos tratados.
Epkeen releyó por tercera vez el documento.
La adrenalina de su organismo había vuelto a niveles normales tras su excursión nocturna a la agencia de Hout Bay: el ordenador ronroneaba en la habitación del fondo, la de David, abandonada desde hacía mucho tiempo —un póster de Nirvana colgaba aún de la pared, con la esquina izquierda despegada como señal de duelo…
El radiodespertador indicaba las 5:43. Epkeen empezaba a sentir sueño. Había quedado dos horas después con Ali y Janet, y no estaba seguro de haber comprendido todos los detalles del caso, y menos todavía el galimatías técnico del director del proyecto de investigación. Charles Rossow, así se llamaba. Especialista en biología molecular… Epkeen había abierto los iconos del disco duro que había robado de la maleta de Hout Bay y había encontrado ficheros de títulos sibilinos en los que había una serie de cuadros, detalles de experimentos y otros análisis redactados en una jerga casi incomprensible para un profano en la materia. Pero había entendido lo esencial: éxito comercial sin precedentes, virus… Ese fichero era pura dinamita.
Hizo dos copias del disco duro en sendas memorias USB y se las guardó en el bolsillo del pantalón… 5:52 indicaba el viejo despertador. Brian todavía olía mal debido al estrés que había pasado en su operación nocturna. Pensó en darse una ducha, se quedó ensimismado mirando los pósters de la habitación transformada en despacho… David. El hijo pródigo. Primero de su promoción. Un timbre estridente lo sacó de su letargo, el del fax que estaba junto a la impresora. Brian se inclinó bostezando sobre el aparato: no aparecía el nombre del remitente, ni el número siquiera… No tardó en desfilar una lista de nombres sobre el fino papel. Un mensaje de Janet Helms: tres páginas que constituían el organigrama de Project Coast.
Arrancó el rollo y recorrió el documento con la mirada. Había doscientos nombres en total, con las competencias y las especialidades de los diferentes colaboradores de Wouter Basson. Epkeen se fue directamente a la letra R y encontró lo que buscaba: Rossow. Charles Rossow, especialista en biología molecular.
Neuman estaba en lo cierto. Terreblanche había contratado al investigador para crear una nueva química revolucionaria: habían llevado a cabo experimentos secretos, disfrutando de la protección y la complicidad de numerosas personas. Le mandó un sms a Janet Helms como respuesta, confirmando la pista de Rossow —todavía quedaban dos horas antes de que la mestiza se reuniera con ellos en el Waterfront… Epkeen releyó el fax en detalle, desde el principio. Burger, Donk, Du Plessis… Terreblanche, Tracy Van Haas, Van der Linden… Estaba encendiendo otro cigarrillo cuando su mirada se detuvo al final de la lista: Van der Verskuizen. Nombre: Rick.
—Mierda.
Rick Van der Verskuizen figuraba en el organigrama de Project Coast.
El guaperas del peluquín también había trabajado con Basson y Terreblanche… Kate Montgomery. El dentista. Era él el cómplice, la persona que esperaba a la estilista en la cornisa…
Un ruido apagado le hizo aguzar el oído. ¿El crujir de la madera de las vigas, su imaginación, el agotamiento? Fuera, el viento soplaba. Contuvo el aliento y no volvió a oír nada más… Estaba a punto de darse una ducha cuando de nuevo percibió un ruido, esta vez mucho más cerca. Empezó a latirle muy deprisa el corazón. Esta vez no había duda: alguien subía la escalera… ¿David? El parqué gimió, muy cerca de él. Se arrimó a la pared de la habitación: los pasos se acercaban, ya sonaban en el pasillo, al menos dos personas… Vio el disco duro conectado a su ordenador, la funda de su arma sobre la colcha con estampado de indios pieles rojas; pensó en precipitarse sobre su pistola, pero cambió de idea en el último momento: la puerta se abrió de golpe y rebotó con gran estruendo contra la pared. Dos sombras irrumpieron en la habitación, Debeer y otro tipo, disparando una lluvia de balas con unas Walther 7,65 con silenciador; las plumas de la almohada volaron sobre la cama de David en el preciso momento en que Debeer pulverizaba el ordenador. Los matones buscaron su objetivo bajo una nube de yeso, vieron la silueta que escapaba por la ventana y dispararon justo cuando saltaba al vacío.
Una bala le pasó silbando junto a la oreja antes de ir a morir contra la fachada del vecino. Epkeen aterrizó sobre los arriates de flores y cruzó corriendo el césped. Cuatro impactos decapitaron inocentes tallos antes de empujarlo hacia el jardín. Sintió una punzada de dolor y se refugió en una esquina: unas voces ahogadas daban rienda suelta a su furia por encima de él. Los dos hombres se precipitaron a la escalera mientras él corría hacia la verja.
Debeer saltó desde la primera planta: poco ágil, cayó mal y ahogó un gemido al torcerse un tobillo. Blandió su arma en la noche pero no distinguió más que flores al otro lado de su silenciador.
Epkeen corrió como un loco por la calle vacía hacia el Mercedes, aparcado a diez metros. Tenía las llaves en el bolsillo y un retortijón de miedo en el estómago; abrió febrilmente la puerta, giró la llave de contacto y metió primera. Una silueta corpulenta apareció por la verja abierta. Los neumáticos del Mercedes chirriaron sobre el asfalto; el matón apuntó y disparó desde una distancia de veinte metros. El parabrisas trasero estalló en pedazos justo cuando Epkeen pisaba el acelerador. Los demás disparos se perdieron a sus espaldas.
Tomó por la primera calle a la derecha. No llevaba encima ni su arma ni su móvil. Un sudor frío le corría entre los omóplatos. Los trozos de cristal habían salido despedidos hasta el salpicadero.
6:01 indicaba el reloj. Entonces vio las manchas de sangre sobre el asiento.
* * *
Ruby no conseguía conciliar el sueño. Tras interminables parlamentos y cascadas de llanto arrancadas a la nada que la oprimía, había terminado por acostarse con Rick. Su amante la había convencido de que nadie más ocupaba su corazón, ni su cama. No se puede decir que lo hubiera creído, no del todo, pero Ruby se sentía culpable. Otra vez lo iba a estropear todo por un arrebato. Como con la discográfica, cuando despidió a su grupo más importante con el pretexto de que su rock estaba degenerando en pop blandengue y que había vendido miles de copias con un sello comercial… Sí, tenía que calmarse. Tenía que concentrarse en su felicidad. Rick era un tipo legal. La quería. Se lo había dicho esa noche. Varias veces. Rick no era su padre…
El cielo estaba aún pálido sobre el jardín. Ruby se estaba tomando el café sentada en el taburete de la cocina, con la mirada perdida, cuando de repente la enfocó: Brian acababa de aparecer al otro lado de la cristalera.
Bajó de su asiento como un gorrión ante una miga de pan y abrió la puerta corredera que daba a la terraza.
—¿Está despierto Rick? —le preguntó su ex en voz baja.
—Vete a tomar por culo.
—Ya no es tiempo de juegos, Ruby —le dijo, sin levantar la voz—: Tu dentista trabajó con el servicio de inteligencia durante el apartheid, en especial en un proyecto de alto secreto, el Project Coast…
—Bla, bla, bla…
—¡Joder, tía! —exclamó Epkeen sin levantar la voz—. Han entrado unos tipos en mi casa para matarme.
Ruby vio entonces su frente empapada en sudor, y el pañuelo que apretaba contra su costado izquierdo; eso de ahí era sangre, ¿no?
—Bueno, ¿dónde está la trampa esta vez? —preguntó, intrigada.
—No hay trampa. Quiero que te vayas: ahora mismo. Rick está implicado en el asesinato de Kate: sé que es difícil, pero tienes que creerme.
Las ideas se agolpaban en la cabeza de Ruby:
—¿Tienes pruebas?
—Es sólo cuestión de tiempo.
Ruby quiso cerrar la cristalera, pero Epkeen encajó el pie en la abertura y la agarró del brazo.
—Joder, Ruby, ¡hazme caso!
—¡Me estás haciendo daño!
Sus miradas se cruzaron.
—Me estás haciendo daño —le repitió ella bajito.
Brian aflojó la presión de su mano. El pañuelo que mantenía apretado contra el costado goteaba: la bala había dejado un profundo tajo.
—Rick conocía tu horario de trabajo y, por lo tanto, también el de Kate, y…
—Rick no mató a Kate —lo interrumpió ella—: Estaba conmigo en casa esa noche.
—Estaba contigo a la hora del crimen, sí. Llevaste a tu grupo de melenudos a su hotel, pasaste después por el club de hípica y volviste a casa hacia las nueve. Su consulta cierra a las siete: eso le dejaba dos horas para ir a Llandudno, interceptar a Kate en la cornisa y entregársela a los asesinos antes de volver a casa para tener una coartada. ¡Por Dios santo, ¿cuándo vas a abrir los ojos de una vez?!
Un hombre apareció en la puerta de la cocina.
—¡¿Qué pasa aquí?!
Rick llevaba un pantalón corto y una sudadera de color beis. Sus voces debían de haberlo alertado, o quizá él tampoco durmiera.
—No intentes jugar conmigo —le dijo Epkeen—: Acompáñame por las buenas a la central si no quieres que te pegue un tiro y me quede más ancho que largo.
—No tiene nada que hacer aquí —replicó Rick—. Le advierto que avisaré a mi abogado enseguida.
—Wouter Basson, Joost Terreblanche, el Project Coast: ¿no te dice nada todo eso?
El dentista conservó su aplomo.
—Ruby tiene razón, está usted loco de atar.
—¿Ah, sí? 1986-1991, hospital militar de Johannesburgo: ¿qué curabas? ¿Lo que les quedaba de dientes a los prisioneros políticos? ¿O experimentabas nuevos productos con Basson, sobre cobayas humanos?
—¡Vamos, hombre! —se impacientó Rick—. ¡Soy dentista, no torturador!
—Y yo soy policía, no tonto del haba: sudas como un cerdo, Ricky, y conozco ese olor: apestas a miedo.
El dentista se sonrojó. Mentía. Y no sólo a Ruby.
—Ni siquiera tiene una ord…
Epkeen lo agarró por los trapecios y lo tumbó en el suelo de la cocina.
—Trae esa bocaza —le dijo, haciéndole papilla el tendón.
Rick gimió de dolor. Ruby observaba la escena, desconcertada, cuando un hombre con pasamontañas apareció en la terraza. Una mano fuerte la agarró sin que le diera tiempo a esbozar un solo gesto: Ruby retrocedió con un grito de estupor y sintió el frío de un arma automática contra la sien.
—¡No te muevas, poli!
Epkeen vio el rostro de Ruby, petrificado de miedo, y la Walther 7,65 apuntándole a la cabeza. Soltó al dentista, que gimoteaba a sus pies. Ahora eran dos los hombres que había en la terraza, armados hasta los dientes.
—¡Las manos sobre la cabeza! —gritó el del pasamontañas, el que apuntaba a Ruby con su arma.
Epkeen obedeció, asqueado. Rick, con la cabeza gacha, se masajeaba el cuello mientras retrocedía hacia el interior de la cocina. Un cuarto hombre hizo irrupción en la habitación. De pelo entrecano muy corto, con entradas, y un cuerpo de músculos bien dibujados pese a aparentar más de sesenta años, Joost Terreblanche no llevaba pasamontañas pero sí un arma bajo su guerrera militar beis. Epkeen, con las manos en alto, buscaba una salida sin mucha esperanza de encontrarla: un culatazo en los riñones lo dejó fuera de combate.
Ahogó un grito en el suelo de la cocina, que no tardó en mancharse de sangre; se le había vuelto a abrir la herida.
Terreblanche atravesó a Rick con sus ojos metálicos:
—No te va nada mal, VDV…
El dentista se cruzó con la mirada de Ruby, aterrada. No era el momento de dar explicaciones. Terreblanche calibró al poli tendido en el suelo a sus pies, incapaz de levantarse, y tomó impulso: la puntera de su bota militar le acertó de lleno en el hígado.
Un largo gemido se escapó de su garganta mientras rodaba contra la barra. El exmilitar dio un paso hacia él.
—¡No! —gritó Ruby.
Epkeen, a cuatro patas en el suelo, ya no sabía muy bien si estaba vivo o no: el talón de la bota le partió la espalda.