Wouter Basson (06/07/1959). Cardiólogo y químico. General de brigada y médico particular del presidente Pieter Botha. Inicia su carrera en 1984: temeroso de un ataque bioquímico por parte del bloque comunista, el general Viljoen, responsable de la defensa sudafricana, desarrolla una unidad especial encargada del Chemical and Biological Warfare (CBW[43]). Nombre en clave: Project Coast.
Wouter Basson recibe la tarea de crear un laboratorio militar en Roodeplaat, un barrio a las afueras de Pretoria. Con la amenaza de Mándela y su programa (una voz, un voto), las autoridades caen en la cuenta de hasta qué punto les es favorable la demografía del país: Basson contrata a doscientos científicos, a los que el Civil Cooperation Bureau (CCB) encomienda la tarea de fabricar armas químicas —azúcar con salmonela, cigarrillos de antraceno, cerveza con talio, chocolate al cianuro, whisky a la colchicina, desodorante con salmonela thyphimurium— con miras a eliminar a los militantes antiapartheid en Sudáfrica, pero también en Mozambique, en Swazilandia, en Namibia… (El número de víctimas se desconoce hasta el momento). Basson prosigue sus investigaciones ultrasecretas y concibe una molécula mortal, sensible a la melanina que pigmenta la piel de los negros. Estudios sobre la propagación de epidemias entre las poblaciones africanas, esterilización en masa de las mujeres negras a través de los depósitos de agua, etcétera. Pese a la firma de tratados de no proliferación bioquímica y el embargo antiapartheid, Reino Unido, Estados Unidos, Israel, Suiza, Francia, Irak o Libia colaboran en los programas del laboratorio hasta que, en 1990, el nuevo presidente De Klerk detiene la producción de agentes químicos y ordena su destrucción.
En 1993 se desmantela el Project Coast. Las actividades de Basson son objeto de investigaciones internas, pero en mayo de 1995 el gobierno de Mándela lo contrata para trabajar en el Proyecto Transnet, una compañía de transporte e infraestructuras, antes de ser readmitido como cirujano en la unidad médica de las fuerzas armadas.
En 1996, la Comisión Verdad y Reconciliación (CVR), dirigida por Desmond Tutu, investiga las actividades biológicas y químicas de las unidades de seguridad. Basson trata de abandonar Sudáfrica: es detenido en Pretoria con grandes cantidades de éxtasis y documentos oficiales confidenciales. Acusado de fraude fiscal y producción masiva de estupefacientes, Basson es acusado también de cerca de sesenta homicidios, consumados o en grado de tentativa, contra personalidades muy destacadas como Nelson Mándela y el reverendo Franck Chikane, consejero del futuro presidente Mbeki.
1998: Basson, apodado «Doctor Muerte», comparece ante la Comisión. Rechaza solicitar la amnistía. Hay sesenta y siete cargos contra él, entre los cuales posesión y tráfico de estupefacientes, fraude, 229 homicidios o tentativas de homicidio y robo. La acusación presenta 153 testigos, entre ellos, exagentes de las fuerzas especiales que hablan de oponentes anestesiados o envenenados y arrojados al mar desde aviones. El juicio aún no ha concluido.
1999: el juez-presidente Hartzenberg, hermano del presidente del partido conservador sudafricano que oficiaba bajo el régimen del apartheid, reduce el número de cargos a cuarenta y seis.
2001: Basson presenta su defensa sobre la legalidad de su actividad. Varias figuras militares del apartheid aportan su respaldo, entre ellos el general Viljoen, antiguo jefe del Estado Mayor reconvertido en la política nacionalista afrikáner, y Magnus Malan, fiscal general del Estado cuando ocurrieron los hechos. Desaparecen de manera inesperada tres CD que recopilaban datos sobre los experimentos de Basson.
2002: Basson, que se ha declarado inocente en el juicio más voluminoso de la historia jurídica del país, es absuelto por el juez Hartzenberg.
El Estado sudafricano recurre ante el Tribunal Supremo, que deniega un nuevo juicio. Wouter Basson no será juzgado de nuevo. «Un día oscuro para Sudáfrica», declara Desmond Tutu.
Basson vive en la actualidad en un barrio elegante a las afueras de Pretoria. Ha recuperado su actividad como cardiólogo y ejerce en el hospital universitario de dicha ciudad.
NOTA: Joost Terreblanche, coronel del 77° batallón, participó en Project Coast hasta 1993, fecha de su desmantelamiento; era el encargado de las tareas de transporte del material, mantenimiento y seguridad de los locales donde se realizaban las investigaciones.
Neuman dejó el informe de la agente Helms sobre la mesa y miró a Epkeen. Se habían citado en un bar del Waterfront, el complejo comercial construido en los muelles de la ciudad; a dos pasos de la terraza, un grupo étnico de pacotilla tocaba sin ninguna alegría melodías a la carta para los turistas calzados con sandalias. Neuman no les había dicho por qué prefería quedar ahí y no en la central. Janet había acudido sin hacer preguntas, con sus fichas y su uniforme demasiado estrecho.
—¿Tú qué opinas?
—Lo mismo que tú, gran jefe —contestó Epkeen—. Nos han dado pistas falsas. —Exhaló el humo de su cigarrillo, sin apartar la vista del documento de la agente de información—. La casa de Muizenberg, el Pinzgauer de la agencia ATD, la cuenta en el extranjero: parece que Terreblanche vuelve a estar en activo.
—Sí. El objetivo de la operación ya no sería el de intoxicar a la juventud como en tiempos del apartheid, sino eliminarla, pura y simplemente: la base de tik para enganchar al consumidor, y el virus para matarlo…
—Basson ya estudió el tema —comentó Brian—. ¿Crees que el cerdo ése está en el ajo?
Al otro lado de la mesa, con la nariz metida en un batido que no era precisamente lo que más le convenía dado su sobrepeso, Janet Helms se hacía la misma pregunta.
—No —dijo Neuman—. Basson está demasiado vigilado. Pero Terreblanche sí está metido en esto. Él y sus cómplices.
—¿Debeer?
—Entre otros.
La foca, que llevaba media hora tumbada al sol en el muelle, se zambulló en el agua, ante la admiración de los curiosos. El camarero le pidió a Epkeen que apagara su cigarrillo (era una terraza para no fumadores), pero éste lo mandó a paseo.
—Vale —resumió—. Supongamos que Terreblanche y sus compinches han fabricado una droga mortal y han utilizado a la banda de Gulethu para venderla por toda la costa. Supongamos que la casa de Muizenberg ha sido su escondite, que la banda estuviera encargada de vigilar los alrededores y que levantaran campamento al acercarnos nosotros, dejando algunos cadáveres en el sótano para alejarnos de la pista verdadera… Supongamos también que Simón y su banda fueran también pequeñas piezas del engranaje: bastaba un poco de tik o de Mandrax para controlarlos. ¿Para qué querrían administrarles a ellos también esa porquería de droga?
—Para limitar su esperanza de vida —dijo Neuman—. El período de incubación del virus es demasiado largo para que pudiéramos encontrarlo en Nicole o en Kate —explicó—, pero el surfista de False Bay y Simón contrajeron el mismo virus hace varias semanas: una cepa de sida, introducida en la droga… Eso significa que todas las personas que consumieron el producto están hoy infectadas. Sin un tratamiento rápido, les quedan sólo unos pocos meses de vida…
—Entonces el objetivo no eran los jóvenes blancos de la costa, sino los chavales del township.
—Eso parece.
Janet Helms tomaba apuntes en su libreta, con el regusto dulce del batido en los labios. El afrikáner soltó un taco para el fondo de su espresso.
—¿Y dónde está Terreblanche?
—Por el momento, en ninguna parte —dijo Neuman.
—No he encontrado nada en los ficheros de la SAP —confirmó la mestiza—, ni en los diferentes servicios administrativos o médicos. Tan sólo una nota en los archivos del ejército.
—¿Y eso cómo puede ser?
—Es un misterio —dijo—. Terreblanche tiene acciones de empresas sudafricanas pero hace años que ya no reside aquí. Me ha resultado imposible localizarlo en el extranjero. He rebuscado en los archivos del ejército, pero no hay prácticamente nada sobre él: sólo su hoja de servicios y su participación en el Project Coast del Doctor Muerte.
—Siempre podemos tratar de hablar de este asunto con el fiscal general para que abra una investigación —propuso Epkeen.
—Nos mandaría a hacer gárgaras —dijo Neuman—. No tenemos nada, Brian: sólo información obtenida de manera ilegal y un organigrama de hace veinte años sobre un asunto definitivamente archivado. Comprar una casa mediante una cuenta en el extranjero o patrullar en Pinzgauer la noche de un homicidio no es un delito que se pueda perseguir: necesitamos pruebas.
Por la megafonía, una voz grabada invitaba a los turistas a no aventurarse fuera de las verjas del complejo comercial, como si una horda de delincuentes estuviera esperando para desvalijarlos. Epkeen se encendió otro cigarro.
—Puedo ir a buscarle las cosquillas a Debeer —dijo.
—Con eso corremos el riesgo de alertar a Terreblanche —objetó Neuman—. No quiero que se nos escape… Janet —dijo, volviéndose hacia el aspirador de batidos—: Trate de dibujarme el organigrama de los colaboradores de Basson en Project Coast, con sus coordenadas y toda la información que logre encontrar. Terreblanche pudo contratar a antiguos químicos para este asunto. Busque en los ficheros de los servicios especiales, en los del ejército… Poco importa cómo lo consiga.
Janet asintió por encima de los restos de batido. Sería capaz de piratear los ordenadores del Pentágono si se lo pidiera.
—¿Puede introducirse en las redes informáticas sin dejar rastro? —quiso saber.
—Pues… sí… Con las contraseñas y un ordenador seguro lo tendría que conseguir… Pero, en fin, es arriesgado, capitán…
Se jugaba la carrera, a fin de cuentas.
—Ha habido demasiadas filtraciones en este caso —dijo Neuman—. Si la muerte de Kate fue una puesta en escena para acusar a Gulethu y cerrar el caso, eso significa que Terreblanche y sus cómplices tuvieron acceso a los informes de autopsia de la morgue. O incluso a nuestros propios ficheros.
—Pensaba que eran seguros —observó Epkeen.
—Los archivos del ejército que ha consultado Janet también lo son.
Brian hizo una mueca de amargura. La corrupción afectaba a todos los peldaños de la sociedad, desde el particular que compraba en la calle mercancía robada hasta las élites del poder: evasión fiscal, fraudes, irregularidades, tejemanejes financieros, dos terceras partes de los dirigentes estaban implicados.
—Janet, ¿se ve capaz?
La mestiza asintió con la cabeza, con rigidez militar.
—Sí, capitán.
Como una buena soldadita.
—De acuerdo: usted se ocupa de Project Coast. Brian, tú date una vuelta por la agencia de Hout Bay. Mira si puedes encontrar algo, documentos, lo que sea. No es casualidad que el 4x4 estuviera en las inmediaciones de la casa de Muizenberg, y si se han expuesto a dejar cadáveres en el sótano es porque querían esconder otra cosa.
Epkeen seguía el razonamiento:
—Sus propios rastros.
—Seguramente. Borrados por la sangre y la mierda.
A Janet se le quitaron las ganas de apurar su batido.
—¿Qué crees tú que había en esa casa? —dijo Brian—. ¿Un laboratorio en el que fabricaban la droga?
—Eso ya nos lo dirás tú… Una visita discreta —precisó con aire entendido—. Yo me encargo del resto… Nos vemos mañana por la mañana, en el mismo sitio: digamos a las ocho. Hasta entonces —ordenó—, reduzcamos nuestras comunicaciones al máximo.
Neuman necesitaba autorización de Krugë para hacer una redada en condiciones en el township. Si, como creía, Gulethu había sido sacrificado en el ataque suicida contra el shebeen, Mzala y los americanos eran cómplices. Arrestarlos no sería coser y cantar, habría jaleo seguro…
El viento nocturno traía de vuelta al último ferry de Robben Island cuando terminaron de aclarar los detalles de su plan. Janet Helms fue la primera en marcharse, con sus cuadernos escolares y sus tacones, en busca de sus valiosas contraseñas. Neuman aprovechó que Brian se acercó a pagar a la barra para llamar por teléfono.
La bailarina contestó al primer timbrazo.
—¿Qué? —rió—. ¿Has salido de tu sarcófago?
—Digamos que les tengo cariño a mis vendas de momia… ¿Te pillo en mal momento?
—Me subo al escenario dentro de tres minutos.
—Seré breve.
—Tenemos tiempo.
—No estoy tan seguro.
—¿Por qué? ¿Me sigues tomando por una terrorista?
—Sí, por eso vas a ayudarme.
—Hombre, si lo dices así, con tanta amabilidad… ¿Ayudarte en qué?
—Busco a un hombre —dijo—, Joost Terreblanche, un antiguo coronel del ejército que se ha pasado al negocio de las empresas de seguridad, con cuentas numeradas en paraísos fiscales y ninguna transparencia en sus actividades.
Zina resopló.
—Eres un coñazo, Ali.
—Terreblanche ha desaparecido de nuestros ficheros, pero seguro que de los vuestros no.
—¿De qué estás hablando exactamente?
—De los ficheros del Inkatha.
—Paso del Inkatha.
—No ha sido siempre así.
—¡Ya no me meto en política! Ya sólo bailo y elaboro ridículas mezclas para pringados como tú: ¿no te habías dado cuenta?
Cayó una lluvia de besos muertos sobre la terraza vacía.
—Te necesito —le dijo él.
—No tanto como yo, Ali.
Miraba de reojo la entrada del bar, por donde Brian podía aparecer de un momento a otro. No quería que lo viera hablar con ella.
—Terreblanche colaboró con el doctor Basson —prosiguió el zulú en voz baja—. No testificó en la Comisión Verdad y Reconciliación y disfruta de cierta protección: su nombre ha desaparecido casi por completo de nuestros ficheros. Seguro que el Inkatha ha guardado un expediente sobre él, información a la que nosotros ya no tenemos acceso.
—Ya no formo parte del Inkatha —repitió Zina.
—Pero conservas contactos: uno de tus músicos es el hermano de Joe Ntsaluba, allegado del jefe Buthelezi: Joe es uno de tus viejos amigos, ¿verdad? —Al ver que ella no decía nada, insistió—: Terreblanche tiene una base de operaciones en alguna parte, en el extranjero o incluso en Sudáfrica.
—¿Eso es todo lo que se te ha ocurrido para atraerme a tu trampa?
—Lo de la trampa lo dices tú. Yo quiero la cabeza de Terreblanche, no la tuya.
—¿En serio?
Neuman notó que Zina vacilaba.
—Quedará entre nosotros —le aseguró.
La bailarina siguió pensándoselo al otro lado del hilo. El regidor le hacía gestos nerviosos por la puerta del camerino: era hora de subir al escenario.
—Tengo que dejarte —dijo.
—Es urgente.
—Ya te llamaré.
—Ngiyabonga[44].
Neuman colgó justo cuando Brian salía del bar. El afrikáner tiró la cuenta a la papelera y vio a su amigo plantado en medio de la terraza, con aire inquietante.
—¿Has hablado con la chica del Inkatha?
—Sí —dijo—. Va a indagar por su cuenta.
Las avenidas del Waterfront estaban ahora desiertas. Brian se acercó a él:
—¿Qué pasa?
—Nada.
Pero por un momento le pareció que estaba a punto de llorar.
—Mándame un mensaje cuando vuelvas de Hout Bay —le dijo, para abreviar—. Nos vemos mañana por la mañana.
Brian asintió, con el corazón en un puño.
—Adiós, Casandra…
—Adiós.
Lo atenazó una sensación horrible, como si se vieran por última vez.
* * *
Todo el material estaba reunido, muestras, pruebas, disco duro… Terreblanche cerró la segunda maleta y alzó la cabeza hacia el gerente de la agencia, que acababa de entrar en la habitación.
—Alguien se ha introducido en nuestros ficheros —anunció Debeer.
—¿Cómo que alguien se ha introducido en nuestros ficheros?
—Un hacker.
El rostro del exmilitar cambió de color:
—¿Qué hay en esos ficheros?
—Las cuentas de la agencia… El poli que vino el otro día buscaba un Pinzgauer —prosiguió Debeer—. Quizá hayan descubierto la relación con la casa.
La policía no había mordido el anzuelo. Conocía la existencia del vehículo… Terreblanche vaciló unos segundos, conectó los cables adecuados de su cerebro y no tardó en tranquilizarse: no podrían seguir la pista hasta él, a no ser que lo pillaran in fraganti. Era demasiado tarde. Todo estaba preparado, terminado; el laboratorio, destruido, y el equipo de investigación ya se encontraba en el extranjero. Sólo quedaba evacuar el material —el avión estaba listo— y borrar las últimas huellas… —¿Cuántos hombres quedan?
—Cuatro contando conmigo —contestó Debeer—. Además de los dos empleados…
Ésos no sabían nada. Podían dejar un vigilante en la agencia: los demás se irían con él… Terreblanche cogió el móvil y marcó el número de Mzala.
Las habitaciones situadas al fondo del shebeen se habían librado del tiroteo. Las barritas de incienso que ardían junto al cuchillo no ocultaban el olor a pies, pero a Mzala le traía sin cuidado. El jefe de la banda de los americanos, tumbado en el colchón que le servía de cama, disfrutaba de una felación cuando sonó su móvil —una ráfaga de metralleta que se había bajado de Internet, a sus hombres les hacía mucha gracia…—. Apartó a la gorda babosa en sujetador que le chupaba el glande, vio el número que aparecía en la pantalla —¿qué querría ahora ese imbécil?— y agarró a la chica por la cabeza para que reanudara su tarea.
—¿Qué hay?
El excoronel no estaba de humor para bromas.
—Esta noche vas a organizar una gran fiesta en honor de los americanos —anunció con una voz muy poco festiva—. Díselo a tus amiguitos, que acudan todos de punta en blanco.
—¡Si les digo esas mismas palabras no creo que les motive mucho! —se rió el jefe—. ¿Y qué celebramos?
—La victoria contra la banda rival —contestó Terreblanche—, la pasta que os vais a repartir dentro de poco, lo que sea: crédito de alcohol ilimitado.
El Gato entornó los párpados, sin relajar la presión sobre la nuca de la chica, que seguía chupándosela.
—Muy amable, jefe… ¿De qué va esto?
—Sólo tendrás que vigilar lo que bebes —insinuó Terreblanche—. Yo aporto el polvo que hace soñar y el servicio postventa —añadió—. El único imperativo es que todos los elementos implicados estén presentes esta noche: tendremos que habernos largado al amanecer.
Mzala olvidó de pronto a la chica, con sus tetorras aplastadas sobre sus huevos: era la Gran Noche.
—O sea, que hay que dejarlo todo bien limpio y ordenado antes de marcharnos, ¿no?
—Eso es, todo bien limpio y ordenado… Me pasaré por la iglesia hacia las siete y media para darte el material.
—Vale.
—Otra cosa: no quiero ni la sombra de un testigo en este asunto. Ni uno solo.
—Puede confiar en mí —aseguró Mzala.
—Ni hablar —ladró el jefe—. Tendrás que traerme pruebas. Apáñatelas como quieras. Sin pruebas, no hay pasta: ¿está claro?
La mente del tsotsi flotaba sobre un colchón lleno de sangre.
—Muy claro —dijo, antes de colgar.
La chica que se la chupaba gemía, con su culazo en pompa, como si mil machos cabríos la montaran desde las estrellas. Mzala sonrió por encima de ella, que seguía lamiendo a buen ritmo… Pensaba en sus tetorras, que se balanceaban sobre sus huevos, su garganta rolliza que pronto recibiría su esperma, el cuchillo junto al colchón, y no tardó nada en correrse.
* * *
—¿Necesita algo más, señor Van der Verskuizen?
Eran las siete de la tarde, y Martha había terminado su jornada.
—No, no, Martha —le dijo—, ¡ya puede irse a su casa! La secretaria le devolvió la sonrisa, cogió su bolso rosa que estaba detrás del mostrador y abrió la puerta:
—Hasta mañana, señor Van der Verskuizen.
—Hasta mañana, Martha…
Rick vio a la joven salir de la consulta. Acababa de contratarla, todavía estaba en período de prueba. Martha, una rubia recién salida de la agencia de empleo y que debía de tener el coño más apretadito de todo el hemisferio sur —¡ja, ja!—. Acababa de terminar con el último cliente, un arquitecto muy pesado que tenía una inflamación porque le estaban saliendo las muelas del juicio: había conseguido encasquetarle una serie de seis consultas. Cuando se tiene dinero, se gasta en cosas inútiles, ¿o no?
Llamaron a la puerta de la consulta. Martha había olvidado algo: sus bragas, tal vez, ja, ja… Abrió la puerta blindada, pero se le heló la sonrisa como si le acabaran de poner anestesia.
Ruby.
—Pareces sorprendido, ¿es que estabas esperando a otra persona?
—¡Qué va, en absoluto! —exclamó, cogiéndola del brazo—. Pero como nunca vienes a la consulta… ¿Qué tal estás, cariño?
Rick había recuperado su sonrisa a lo George Clooney, la que les ponía a las celebridades locales para que vieran que estaban en el mismo bando. Llevó a su novia a su despacho privado, cuya inmensa cristalera daba a Table Mountain.
—Sólo tengo que coger unos cuantos papeles y estoy contigo…
—He hablado antes con tu antigua secretaria —dijo entonces Ruby con una voz demasiado tranquila—. Me ha dicho que mantienes relaciones muy estrechas con tus jóvenes colaboradoras.
—¿Qué?
—No te hagas el sorprendido, haz el favor.
Ya había visto a Ruby en ese estado en otras ocasiones. No era eso lo que lo atraía en ella. Le gustaba su cuerpo salvaje, su energía, su fuerza y la esperanza que la había empujado a sus brazos, pero su lado incontrolable lo ponía en guardia contra toda idea de matrimonio…
—¡¿Y bien, qué tienes que decir a eso?! —insistió.
—Fay es una víbora —dijo Rick entre dientes—, ¡una víbora que miente en cuanto abre la boca!
—En cualquier caso, tiene buena memoria cuando miente —observó Ruby—: Sobre todo recuerda muy bien los nombres y las horas de las citas.
—¿De qué estás hablando?
—Kate Montgomery venía siempre a última hora de la tarde, era tu última cliente —dijo—, justo cuando tu secretaria terminaba su jornada y se marchaba… ¿Qué opinas de eso?
—Por Dios, Ruby —dijo, con aire suplicante—, ¡eran los horarios que a ella le venían bien! ¡¿Qué te estás imaginando ahora?!
Ruby seguía dándole vueltas a su idea.
—Confiesa que te acostaste con Kate —le espetó.
—¡Estás loca!
—¡Confiesa que al menos intentaste acostarte con ella! Sus ojos echaban chispas de la rabia. Una loca. Vivía con una loca.
—¡Pero, Ruby, te estoy diciendo la verdad! Nunca he tenido relaciones con Kate Montgomery. ¡Por Dios santo! ¡Le curaba los dientes!
—Con la polla.
El dentista cerró los ojos y tomó el rostro de Ruby entre sus manos. Nunca se había acostado con Kate. Ella nunca habría querido. O al contrario, quizá la joven no deseara otra cosa. De todas maneras, era una chica frágil, una chica problemática. Cuidaba de su clientela, tanto en sentido literal como figurado, y sobre todo le interesaba conservarla. Rick suspiró, de pronto se sentía cansado. Lo acosaban por todos lados, y ahora encima Ruby aparecía en su consulta como una fiera…
—Es el cerdo ese del policía —dijo por fin—: Es el cerdo ese el que te ha metido todas esas porquerías en la cabeza, ¿verdad?
Un avión surcó el azul del cielo al otro lado de la cristalera. Ruby bajó la cabeza.
No quería verlo: se avergonzaba de su propia desesperación. La desconfianza y el resentimiento le jugaban malas pasadas. Siempre esperaba lo peor: no, más que esperar, lo provocaba. Se mordía la cola, como un cochino escorpión, se picaba con su propio veneno. Su necesidad de ser amada y protegida era demasiado fuerte. El mundo ya la había abandonado una vez cuando tenía trece años. Ruby se sentía confusa, atrapada entre dos realidades. No creía en ninguna de ellas. A dos pasos de allí, Rick esperaba un gesto suyo, un gesto de amor… Algo en su cabeza, sin embargo, seguía diciéndole que ella tenía razón; que, una vez más, la iban a traicionar. Ruby apretó los dientes, pero no pudo reprimir el temblor de sus labios. No podía controlarlo, no podía controlarlo.
—Tómame —murmuró—. Tómame en tus brazos…
* * *
Josephina había corrido la voz en los clubes y las asociaciones del township, compuestas en su mayoría por mujeres, voluntarias que luchaban porque no se hundieran las ratas con el barco. Los niños que buscaba su hijo eran niños perdidos. El propio Ali podría haberse encontrado en esa situación, si no hubieran huido de las milicias que habían asesinado a su padre. Y todos esos niños que iban a perder a sus madres por culpa del sida, esos huérfanos que pronto engrosarían las filas de los desdichados: si ellas no se ocupaban de ellos, ¿quién lo haría? El gobierno estaba ya bastante ocupado con la violencia en las ciudades, con el paro, el recelo de los inversores y ese Mundial de Fútbol del que todo el mundo hablaba…
Por suerte, Mahimbo, una amiga de las Iglesias de Sión, la llamó por fin: había visto a dos niños que correspondían a la descripción, diez días antes, en la zona de Lengezi, un niño alto y delgado con un pantalón corto verde y otro más bajito, con una camisa caqui y una cicatriz en el cuello. Había una iglesia en Lengezi, junto a un public open space, en la que trataban de dar de comer a los más necesitados. El pastor tenía una joven asistenta, Sonia Parker, que se ocupaba de prepararles una sopa al menos una vez a la semana: quizá los viera regularmente… La asistenta no tenía teléfono, pero terminaba su jornada a las siete, tras el último oficio.
Eran las siete y diez.
El autobús la dejó a un kilómetro, pero Josephina afrontó la caminata con buen ánimo. Subió la calle en penumbra y adivinó la silueta de la iglesia entre las sombras del anochecer. El barrio estaba desierto. La gente prefería ver la tele en familia, o en casa del vecino si tenía televisor, antes que vagar por las calles, por el peligro de cruzarse con algún loco furioso que acabara de salir de un shebeen… Un perro sin rabo la acompañó, intrigado por el bastón que la sostenía. La anciana recuperó el resuello en la escalinata de la iglesia, sudando la gota gorda. Unas pocas estrellas flotaban en un cielo azul petróleo. Josephina tanteó los peldaños de contrachapado, para asegurarse de que resistirían su peso, y subió su corpachón hasta la puerta de madera.
No tuvo que llamar, estaba abierta.
—¿Hay alguien? —preguntó a las tinieblas.
Las sillas parecían vacías. El altar también estaba sumido en la oscuridad…
—¿Sonia?
Josephina no distinguía ninguna luz, ni siquiera el débil resplandor de una vela encendida. Dio algunos pasos titubeantes por el pasillo de cemento.
—Sonia… Sonia Parker, ¿está usted ahí?
Josephina avanzó a tientas, ayudándose con su bastón y, conforme se iba acercando al gran Cristo colgado en la pared, notó un olor que le resultaba familiar. Un olor a hollín… Hacía poco que habían apagado las velas.
—¿Sonia?
La gruesa mujer avanzó contoneando las caderas hasta el altar, cubierto con un paño blanco, y levantó los ojos a la cruz: desde lo alto de su martirio, el Hijo de Dios la observaba impasible.
De pronto, la temperatura se enfrió bajo las bóvedas de la iglesia, como si una corriente de aire le hubiera helado los huesos: Josephina sintió una presencia a su espalda, una forma todavía indistinta que acababa de surgir de detrás de una columna.
—Vaya, vaya, vaya… ¿Qué estás haciendo aquí, Big Mama?
Josephina se quedó petrificada: el Gato acechaba entre las sombras.