La ruta de los vinos de Ciudad del Cabo era uno de los itinerarios más bonitos del país: los viñedos al pie de la montaña, la arquitectura de las casas solariegas francesas u holandesas, las escarpadas pendientes de roca que se recortaban sobre el azul del cielo, la vegetación frondosa, exuberante, los menús de los restaurantes… todo un paraíso terrenal, para quien pudiera permitírselo.
Brian solía almorzar todos los domingos con Ruby en La Colombe, un restaurante de alto copete regentado por un chef francés, cuando se gastaban el dinero de la semana en una comida. Cultivaban su fibra contestataria en los escasos locales underground de una ciudad abocada al tedio pastoral del «desarrollo separado», y aunque a menudo tuvieran serios problemas para llegar a fin de mes, con Ruby no se terminaba el fin de semana en un restaurante barato: su tren de vida consistía más bien en almuerzos en sitios caros, bien regados de Chardonnay y del Shiraz del valle, y luego ya verían. Pasaban horas a la sombra de los cipreses enamorados, o en remojo en la piscina del establecimiento, hablando de su famoso sello discográfico, de los grupos alternativos a los que iba a producir para darle por culo a ese régimen de desgraciados hijos de puta, antes de retozar entre la hierba… Qué tiempos aquellos. Pero las borracheras de los domingos al mediodía no duraron mucho: llegó David, se les fue haciendo cada vez más difícil llegar a fin de mes (como la mayoría de sus clientes negros no podía pagar sus servicios, era Ruby quien mantenía a la familia), la inquietud cuando la policía y los servicios secretos les buscaban las cosquillas o les amargaban la vida a golpe de pequeñas mezquindades administrativas o judiciales, por no mencionar las veces que lo habían dejado por muerto tirado en una cuneta y el temor a que llegara la fatídica llamada telefónica que anunciara que ya no se levantaría, los cuentos que le contaba él para tranquilizarla, su desconfianza enfermiza, y ese día en que Ruby lo había sorprendido en el centro con una mujer negra, en una actitud que no permitía albergar dudas al respecto…
La brisa hacía volar las cenizas en la cabina del Mercedes. Epkeen abandonó la carretera soleada y se adentró entre las viñas.
Ruby había reaparecido en su vida en un momento en que coleccionaba problemas y decepciones, tenía que haber alguna razón a la fuerza… Perplejo, sin saber cuál podía ser el significado de ese reencuentro, Brian conducía a toda velocidad por los campos.
La casa solariega de Broschendal tenía dos siglos y era uno de los viñedos más famosos de todo el país —los hugonotes franceses habían venido, como todos los emigrantes, con su cultura y los medios para desarrollarla—. Epkeen bordeó las parcelas de vid y llegó hasta la propiedad vecina, una antigua granja que se adivinaba al final del camino.
Lo recibió un concierto de cigarras en el patio castigado por el sol. Un perro de pelo corto y carrillos relucientes avanzó hacia él, enseñando los colmillos. Fuerte, corpulento, capaz de derribar a un hombre y mantenerlo en el suelo, el bullmastiff que guardaba la finca pesaba más de sesenta kilos.
—¿Qué hay, gordo, te dan bien de comer aquí?
El perro desconfiaba. Con razón: a Epkeen no le daban miedo los perros.
La casa del dentista, una antigua granja remodelada con buen gusto, se extendía en la ladera de la colina. Dragones, cosmos, azaleas, petunias… el jardín que bordeaba las viñas, en el ala izquierda del edificio, llenaba el aire con sus efluvios. El afrikáner pasó por delante de la piscina de azulejos y encontró a su exmujer a la sombra de un rosal trepador Belle du Portugal, medio desnuda sobre una tumbona.
—Hola, Ruby…
Adormilada bajo sus gafas de sol, no lo había oído llegar: la rubia cobriza pegó un brinco en su hamaca.
—¡¿Qué estás haciendo aquí?! —exclamó, como si no creyera lo que veían sus ojos.
—Pues nada, ya ves: he venido a hacerte una visita.
Ruby sólo llevaba un bikini amarillo. Se cubrió con un pareo y fusiló con la mirada al bullmastiff que correteaba por el césped.
—Y tú, idiota —le dijo al perro—, ¡a ver si haces tu trabajo!
El animal pasó por delante de ellos, babeando, y se apartó para evitar a la Kommandantur, que lo tenía en su línea de mira. Brian se metió las manos en los bolsillos:
—¿Ya sabe David los resultados de su examen?
—¿Desde cuándo te interesas por tu hijo?
—Desde que he visto a su novia. ¿Podemos hablar en serio?
—¿De qué?
—De Kate Montgomery por ejemplo.
—¿Tienes una orden para entrar así en la casa de la gente?
Ruby apretaba el pareo contra su pecho, como si temiera que Brian pudiera abalanzársele encima.
—Necesito detalles —dijo él, concentrándose un poco—. Kate no tenía amigos, nadie ha podido contarme nada de ella, y tú eres la última persona que la vio con vida.
—¿Por qué no mandan a un poli de verdad? —preguntó ella, con una sinceridad desarmante.
—Porque yo soy el más manta de todos.
Una sonrisita burlona se dibujó en los labios de Ruby. Al menos la hacía reír.
—Me temo que no tengo nada más que contarte —le dijo en un tono menos hostil.
—Aun así me gustaría que me ayudaras. Kate estaba colocada cuando la asesinaron: ¿estabas al corriente de su pasado de toxicómana?
Ruby suspiró.
—No… Pero no hace falta llamarse Lacan para darse cuenta de que estaba mal de la olla.
—Kate era adepta al cutting. ¿Sabes de qué va la cosa?
—Cortarse la piel y ver brotar la sangre para sentirse vivo, sí… Nunca la vi practicarlo, si es eso lo que te preocupa, ni organizar festines con los carniceros del barrio.
—El asesino laceraba a sus víctimas: quizá le prometiera aliviarla, o algo así…
—Te he dicho que yo no sabía nada de eso.
—El asesino sabía cuándo pasaría Kate por la cornisa —prosiguió Brian—: La esperó cerca de su casa para asaltarla, o para interceptarla… También es posible que tuvieran una cita, y que le tendieran una trampa. En cualquier caso, la muerte fue premeditada. Eso significa que el asesino conocía su horario y sus actividades.
—¿Y eso ya que más da, si está muerto? El caso está cerrado, ¿no? Lo han dicho por la radio…
—Los horarios del personal los organizas tú. Quizá algún miembro del equipo de rodaje informara a Gulethu y empujara a Kate a una trampa, como en el caso de Nicole Wiese.
—¿No decías que ya los habías interrogado?
—Pero no saqué nada en claro —confesó—. Me he informado sobre el grupo de death metal: sus chorradas satánicas, los pollos degollados y toda la pesca, ¿eso qué es, cosas de adolescentes o una fascinación por el esoterismo?
—Son todos vegetarianos —dijo Ruby.
Los neumáticos de un coche crujieron sobre la gravilla, seguidos del ruido de una puerta al cerrarse. Un melenudo alto y mal afeitado apareció en la otra punta del jardín, con un pantalón muy ancho y de talle bajo. David vio a sus padres junto a la piscina, se quedó un momento desconcertado y luego se les acercó a grandes zancadas.
—¿Qué pinta él aquí? —le espetó a su madre.
—Eso mismo le he preguntado yo.
—¿Qué tal el examen?, ¿bien?
—Métete en tus asuntos, los míos no te importan una mierda.
Epkeen suspiró, qué familia…
—Al menos tengo derecho a enterarme…
—No te hemos pedido nada —replicó David—. Mamá, por favor, dile que se vaya.
—Vete —le dijo Ruby.
Siempre a punto de llorar, Brian casi sentía ganas de reír.
—¿No está Marjorie contigo? —le preguntó.
—Sí, está escondida entre las viñas, sacándote fotos para vendérselas a las revistas del corazón.
—Te quiero, hijo.
—Mira, Brian —intervino Ruby—: Te he dicho todo lo que sabía de esa historia, es decir, nada. Y ahora, sé bueno y déjanos en paz.
—Dime al menos si has aprobado —insistió, volviéndose hacia su hijo.
—Primero de mi promoción —dijo David—. No hace falta que te sientas orgulloso, no es mérito tuyo.
La tensión se intensificó aún más.
—¿Te importa hablarme en otro tono? —dijo Brian entre dientes.
Un hombre esbelto de cabello entrecano apareció entonces en la terraza: vio al hijo de Ruby, con la melena al viento, a ella medio desnuda bajo el pareo, a un tipo desaliñado y al perro guardián, que hacía círculos alrededor de ellos.
—¿Qué pasa aquí? ¿Quién es usted?
—Hola, Ricky…
—No te lo he presentado —intervino Ruby, desde su tumbona—: Rick, éste es el teniente Epkeen, el padre de David.
El dentista frunció el ceño:
—Creía que era guardia de tráfico.
Brian dirigió una mirada a su ex, haciéndose el sorprendido, y ésta se sonrojó ligeramente; vaya, al parecer había ascendido…
—Bah, qué más da una cosa que otra —dijo ella.
Ruby se levantó de la tumbona, ajustándose el pareo, e irguió su metro setenta y cinco de estatura con agilidad felina.
Siempre había sido una calientapollas de primera categoría. El dentista la acogió en sus brazos con un gesto protector.
—¿Qué está haciendo en mi casa? —preguntó.
—Investigar un asesinato. No tiene nada que ver con nuestros asuntos privados.
—Primera noticia —comentó David.
—Quédate al margen de esto, ¿quieres?
—Perdona pero se trata de mi madre.
—Que te calles te digo.
—Háblele un poco mejor a su hijo —intervino el dentista—: Esto no es una comisaría.
—No recibo lecciones de un especialista del colmillo —gruñó Epkeen.
Rick Van der Verskuizen no se dejó impresionar.
—Salga de mi casa —dijo entre dientes—. Salga de mi casa o lo denuncio a sus superiores por acoso.
—Rick tiene razón —afirmó Ruby, acurrucada contra él—: Estás celoso de nuestra felicidad, nada más.
—¡Eso es! —añadió David.
—¿Ah, sí? —dijo Epkeen, con hostilidad—. ¿Y a cuánto asciende tu nueva felicidad? Para una rebelde sin oficio ni beneficio, reconoce que no has salido mal parada…
La expresión de Ruby cambió bruscamente. Rick dio un paso hacia el policía:
—¿Tiene usted una orden para venir a nuestra casa a insultarnos?
—¿Prefiere que lo convoquen a la comisaría central? Rebuscando entre los papeles de Kate, he encontrado varias citas concertadas con su consulta.
—¿Y qué? Me gano la vida curándole las caries a la gente.
—Seis citas en un mes. ¿Qué tenía, la rabia?
—Kate Montgomery tenía un flemón —se defendió Rick—. La atendía en prioridad por cariño a Ruby, y yo tengo una clientela exigente, caballero: una clientela que no suele tener que esperar para recibir un servicio. No se puede decir lo mismo de la policía.
En el rostro del afrikáner se dibujó una sonrisa.
—Conozco a Ruby como si la hubiera parido —dijo con maldad—: Odia tanto a los hombres que siempre elige viejos verdes.
—Es usted repugnante —rugió Van der Verskuizen.
—Bien mirado, cuánta belleza hay en una caries…
El corazón de Ruby se puso al rojo vivo: se lanzó sobre Brian, pero éste se conocía sus ataques de memoria. La cogió por el codo y, con una simple presión, la mandó por los aires. Ruby resbaló sobre los azulejos, se libró de milagro de chocar con el borde del trampolín y cayó al agua turquesa de la piscina. Rick se precipitó hacia él, soltando unos tacos que Epkeen no oyó: lo agarró por el cuello de la camisa de seda y lo tiró también a la piscina, con todas sus fuerzas.
David, que no había movido un dedo, fulminó a su padre con la mirada.
—¡¿Qué pasa?! —le ladró éste—. ¡¿Tú también quieres darte un chapuzón?!
David se quedó un momento sin voz: vio a su madre en la piscina, con el pareo flotando, a Rick salir del agua, escupiendo agua por la nariz, y a su padre en la terraza, con los ojos brillantes de lágrimas.
—Joder… —reaccionó el hijo pródigo—. ¡¡¡Pero tío, tú estás muy mal, tío, estás de la olla por completo!!!
Por completo.
Estaban empezando a hincharle las pelotas, todos ellos.
* * *
La gente se mezclaba poco en los townships, donde el racismo y la xenofobia florecían como en cualquier otra parte. La población negra se concentraba en Khayelitsha, y los coloured, en Marenberg: allí vivía Maia desde hacía años, y allí había conseguido su cupo de boy-friends para sobrevivir. Ali había vacilado antes de llamarla (no había vuelto a hablar con ella desde su separación), pero la muchacha había aceptado ayudarlo enseguida.
Gulethu, el «zulú», había vivido en Marenberg, y alguna de sus compañeras de infortunio podía haberse relacionado con él. De hecho, una de ellas consentía en contarle su experiencia a cambio de una pequeña cantidad de dinero, Ntombi, una chica del campo que ahora vivía en un hostel…
La ausencia de alumbrado público y la delincuencia habían recluido a los habitantes en sus chabolas. Neuman conducía muy despacio, descifrando las sombras furtivas que desaparecían bajo los faros del coche.
—¿Estás seguro que no quieres un refresco?
Maia había comprado dos latas en el plaza shop de la esquina, creyendo que a Ali le gustaría.
—No… Gracias.
Se había puesto un vestido nuevo, pero su actitud, como si no hubiera pasado nada, incomodaba a Ali. Llevaban media hora dando vueltas por las calles destartaladas de Marenberg, la cortisona le había quitado la energía, se sentía cansado, irritado e impaciente:
—Bueno, qué, ¿dónde está ese hostel?
—En la siguiente a la derecha, creo —contestó Maia—. Hay una taberna abierta por la noche, según me ha dicho Ntombi…
Maia quería hablarle, decirle que no se preocupara por lo de la otra noche, no era nada, un vecino le había arreglado la pared del salón, pintaría otros cuadros, más bonitos, hasta puede que hubiera encontrado a alguien dispuesto a venderlos, en la ciudad; ya no se buscaría más boy-friends para llegar mejor a fin de mes, si es que a él no le gustaba. Ali podría venir más a menudo, o quedarse el rato que quisiera, no tenían más que seguir haciendo como antes, sus códigos, sus caricias, no tenían más que hacer como si nunca le hubiera dicho nada…
Maia le acarició la nuca:
—¿Seguro que estás bien? Estás muy pálido…
Un perro salió corriendo de debajo de las ruedas del coche. Neuman torció a la derecha.
Pese a lo disuasorio de los precios, los mendigos del barrio se agolpaban ante la puerta blindada de la taberna, pidiendo en la reja algo con lo que palmarla con una sonrisa en los labios; el hostel en el que vivía Ntombi, una construcción de bloques de piedra con tejado de chapa ondulada, estaba un poco más lejos. Aparcaron delante de la puerta blindada.
En los hostels no había intimidad ninguna, la higiene era deplorable, las condiciones de vida, humillantes, y la tuberculosis y el sida campaban a sus anchas; eran lugares peligrosos, el más puro producto del urbanismo de control propio del apartheid. Albergaban a trabajadores inmigrantes, hombres solteros, exconvictos y algunas familias pobres y sin ataduras, reagrupadas alrededor del «propietario» de una cama.
La amiga de Maia practicaba el phanding desde su llegada a Marenberg hacía cinco años, y compartía lecho con un camello del barrio, residente permanente. Gracias a él, Ntombi no tenía una litera de cemento en un dormitorio abarrotado sino una verdadera habitación, con un colchón, una puerta que se cerraba con llave y un mínimo de intimidad.
El hostel de Ntombi lo regentaba un coloured de párpados caídos tan simpático como un petrolero a la deriva. Neuman lo dejó ocupado con el cuaderno escolar que hacía las veces de registro. Saltaron por encima de los tipos que dormían en el pasillo y se abrieron paso hasta la habitación número doce.
Ntombi los esperaba a la luz de una vela, con un vestido ceñido de color rojo vivo. Era una mestiza bastante rellenita, corpulenta, de cutis ya ajado: una vez hechas las presentaciones, acomodó a Maia y a su protector en la cama y les ofreció un brebaje naranja que sacó de su neverita portátil antes de abordar el tema que los había llevado hasta allí.
Ntombi había conocido a Sam Gulethu hacía cinco años, cuando su destino de chica del campo la había llevado hasta Marenberg. Ntombi era joven entonces, apenas veinte años, todavía no sabía cómo distinguir un boy-friend de un violador patentado. Gulethu la había tomado bajo su ala, dormían aquí y allá, al capricho de los trapicheos de su amante. Éste se jactaba de pertenecer a una banda, pero ella no quería saber nada de aquello, sólo quería sobrevivir. Gulethu era un tipo raro. Se hacía llamar Mtagaat, «el Brujo», y según él tenía dones: sobre todo tenía pinta de estar mal de la cabeza…
—Estaba enfadado con todo el mundo —explicó Ntombi—. Sobre todo con las mujeres. Me pegaba todo el rato. A menudo sin razón… En fin…
Ntombi dejó la frase en suspenso.
—¿Por qué le pegaba? —quiso saber Neuman.
—Deliraba… Decía disparates… Decía que yo estaba poseída por la ufufuyane.
La enfermedad endémica que afectaba a las jóvenes zulúes y, según la terminología, las hacía sexualmente «fuera de control»… Un delirio paranoico que le iba como un guante al personaje de Gulethu…
—Usted no es zulú —observó Neuman.
—No, pero soy una mujer. Para él era suficiente.
Ntombi paseaba la mirada por la habitación, como si hubiera un lobo acechando.
—¿Estaba celoso? ¿Por eso le pegaba?
—No… —Ntombi sacudió la cabeza en un gesto de negación—. No… Yo podía decir lo que quisiera, le traía sin cuidado. Había decidido que yo tenía la enfermedad de las jóvenes: me castigaba por eso. Se enfadaba de pronto, se enfadaba muchísimo, y me pegaba con lo primero que pillaba… Cadenas de bicicleta, palos, barras de hierro…
Nicole. Kate. Blancas o mestizas, ya no importaba.
—¿La drogaba?
—No.
—¿Y él sí se drogaba?
—Fumaba dagga —contestó Ntombi—: A veces también bebía, con los demás… En esas ocasiones yo prefería evitarlos.
—¿Se refiere a los demás miembros de la banda?
—Sí.
—¿Venían del extranjero?
—Venían sobre todo del shebeen de la esquina.
Neuman asintió con la cabeza. Junto a él, Maia permanecía inmóvil y callada.
—¿Tenía Gulethu un rito? —prosiguió—. ¿Tenía una manera fija de pegarle?… ¿Algo relacionado quizá con sangomas o con costumbres zulúes?
Ntombi se volvió hacia su amiga, que la alentó con la mirada. Entonces se levantó y, a la luz de la vela, se quitó el vestido.
La joven mestiza tenía la ropa interior blanca y unas feas cicatrices en el vientre, la cintura, las nalgas y los muslos… Su piel estaba cubierta aquí y allá de señales hinchadas y moradas, unas cicatrices extrañamente rectilíneas. El rostro de Neuman se ensombreció un poco más.
—¿De qué son esas marcas?
—De alambre de espino… Me envolvía en alambre de espino…
—¿Gulethu?
Neuman estaba pensando en Nicole, en los arañazos de sus brazos: hierro oxidado, según Tembo.
—Sí —dijo Ntombi—. Me decía que me desnudara, y me ataba con alambre de espino… La ufufuyane —repitió, estremeciéndose—. Decía que estaba poseída… Que si gritaba estaba muerta. Me dejaba así, tirada en el suelo, y me insultaba, me llamaba zorra, puta… y luego me pegaba.
Maia seguía impasible, sentada en la cama —ella también se había cruzado en su vida con más de un loco así.
Ntombi se estremeció en mitad de la habitación, pero Neuman ya no la miraba: Gulethu había querido atar a Nicole con alambre de espino, pero la universitaria no estaba tan ida como él pensaba. Se había defendido: entonces él la había golpeado hasta matarla…
Ntombi volvió a ponerse el vestido, lanzando ojeadas angustiadas a la puerta, como si temiera que su boy-friend fuera a aparecer de un momento a otro.
—¿Le ocurría a menudo eso de enfadarse tanto?
—Cada vez que estaba excitado —contestó la mestiza—. Siempre con alambre de espino… Era lo que le gustaba a ese pervertido asqueroso… Los demás no estaban al corriente —añadió—. Decía que si se lo contaba, me arrastraría por todo el township atada al tubo de escape de un coche… Yo lo creía.
—¿La violaba?
—¡Oh, no! —exclamó ella, con una carcajada—. Eso, ni hablar…
Neuman frunció el ceño:
—¿Por qué?
—Gulethu era una muía —dijo con desprecio.
Una muía: alguien que rechazaba todo contacto con el sexo opuesto, según la jerga de los townships… A Ali se le encogió el corazón. Gulethu martirizaba a las mujeres pero no las tocaba. Les tenía miedo. Nunca habría podido violar a Kate… Su muerte no era más que una puesta en escena.
* * *
Janet Helms había seguido la pista de Epkeen.
Frank Debeer, el gerente de ATD, era un exkitskonstable, esos policías a los que se adiestraba en tres semanas, en tiempos del apartheid, para engrosar las filas de los vigilantes. Al caer el régimen, Debeer había trabajado en distintas empresas de policía privada y dirigía desde hacía tres años la agencia ATD de Hout Bay, una compañía de seguridad de las más florecientes: vigilancia, protección personal, tenía sucursales en todo el país. El Pinzgauer aparcado en el hangar de Hout Bay correspondía a la descripción del vehículo sospechoso, y Debeer, a quien la pregunta había pillado desprevenido, no negó haber patrullado aquella noche.
Janet Helms conocía todos los programas informáticos, los sistemas de seguridad, las estrategias de los mejores hackers para burlarlos… La operación era ilegal, pero Epkeen le había dado carta blanca; pirateó el sistema informático de la agencia de seguridad y, tras un recorrido laberíntico por la jungla tecnológica, consiguió la lista de accionistas de ATD y estudió sus activos bancarios.
Los dividendos se repartían hacia media docena de bancos, es decir, a otras tantas cuentas cuya numeración también consiguió averiguar. Esa maniobra era asimismo ilegal, y el resultado, aleatorio, pero su intuición era acertada: una de esas numeraciones de Hout Bay era la de la cuenta extranjera que alquilaba la casa de Muizenberg.
¿Evasión fiscal? ¿Financiaciones de operaciones ocultas y fondos reservados en un paraíso fiscal? Los dividendos de ATD se transferían vía un banco sudafricano, el First National Bank (el mismo que dirigía la campaña anticrimen), y revelaban un nombre: Joost Terreblanche.
Janet siguió investigando, pero apenas había información disponible: Terreblanche era un antiguo coronel del ejército que se había tomado la jubilación anticipada al salir elegido Mándela en las elecciones; no parecía residir ya en Sudáfrica. Había una dirección en Johannesburgo, de hacía cuatro años, pero a partir de ahí la pista se perdía. Por una simple cuestión de método, Janet hizo uso de sus recursos en los servicios de información y accedió, una vez más de manera ilícita, a los archivos del ejército.
Éstos eran más precisos. Joost Terreblanche había ejercido en la provincia de KwaZulu durante el apartheid, con el grado de coronel, en el 77° batallón: esa unidad reclutaba y entrenaba hombres para operaciones de intervención en los bantustán. Frank Debeer había servido de kitskonstable en el mismo batallón…
Janet Helms rebuscó en los registros, los expedientes y las comisiones. Pronto apareció un nombre en la pantalla. Un nombre siniestro: Wouter Basson.